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William Butler Yeats (1865-1939) |
“Dicen en las islas Aran que, si se habla en demasía de las cosas de hadas, la lengua se convierte en piedra, y muchas veces me ha parecido –aunque sin duda la razón naturalista lo atribuiría a la autosugestión o algo similar‒ que mi lengua empezaba a volverse pesada y torpe”
El libro de Yeats me ha dejado un tanto frío, seguramente porque no alcanzo a comprender el hermetismo céltico al que aluden sus cantos de hadas y susurros de duendes gaélicos. Y conste que lo irlandés me mola. La sola imagen del clima irlandés refresca a uno cuando se vive por encima de los treinta grados, sudando la gota gorda por las noches. Siento por la Isla Esmeralda, por su historia, su güisqui y su cerveza, y sobre todo por sus notables escritores, Wilde y Joyce, sobre todo, lo que me gustaría llamar una afición piadosa o una afección curiosa. Irlandeses y españoles compartimos cierta enemistad histórica hacia la Pérfida Albión, que conserva las imperiales mordidas que nos dio su violencia: Belfast y Gibraltar. Los irlandeses dan curso a sus sentimientos con más facilidad que sus usurpadores, beben demasiado pero no se las dan de nada, al contrario que sus vecinos isleños.
Creador del teatro nacional irlandés, William Butler Yeats es un romántico, un místico bien informado. Premio Nobel de literatura en 1923 –si esto quiere decir algo. El agraciado literato interpretó el laurel como una especie de bienvenida por parte de los países ya constituidos de Europa a la nueva República de Irlanda, de la que fue senador entre 1922 y 1928.
Yeats creía en la relación entre la imaginación poética y los arquetipos universales. Continuamente menciona al Alma del mundo. Estos relatos y poemas publicados bajo el título de La rosa de los alquimistas unen el interés por el folclore gaélico con el ocultismo en un plan de huida frente a la sociedad victoriana y sus anquilosados valores. Ambos intereses o atenciones predican el retorno a una edad dorada y perdida (el padre de Yeats fue pintor prerrafaelita).
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Pintura de John Butler Yeats, padre de William, "Monje irlandés de cabaña" |
Su biógrafo Richard Ellmann acierta al decir de Yeats que eligió una fe excéntrica entre las creencias ortodoxas de su abuelo y los descreimientos heterodoxos de su padre. Como Nietzsche, dos décadas más viejo que el autor irlandés, este ambicionó ser profeta de una nueva religión, incluso aspiró a diseñar un sistema ritual pseudorreligioso, apropiado para una especie de Eleusis o Samotracia irlandesa, una “tierra santa gaélica”. Yeats se arrimó a sociedades secretas esotéricas y neopaganas, como la Orden Hermética del Amanecer Dorado. Fue iniciado de la Sociedad Teosófica de la célebre Madame Blavatsky.
Insiste en que espíritu y cuerpo están entrelazados, lo natural preñado de lo sobrenatural y viceversa. En la torre de Thoor Ballylee, Yeats y su esposa George vivían sumergidos en la inmediatez de lo mágico y lo espiritual, en la convicción de que “si uno vive como si el mundo de los espíritus estuviera presente en todas partes, eso se hace realidad”. Yeats no desdeñaba las visiones que proporciona el tarot. En su desconcertante A Vision, un tratado de filosofía geométrica, pretende una ontología mágica.
La antología que comento, La rosa de los alquimistas (Barcelona 2024) recoge uno de los poemas de esta obra: "El regalo de Harun Al-Rashid". Como concluye su traductor Joan Parra, Yeats es un eslabón de una larguísima cadena que pasa por los místicos medievales, Swedenborg, William Blake y el simbolismo decadentista. El autor irlandés cita a Lulio, “que adoptaba la forma de un gallo rojo”; a Joaquín de Fiore, conocido por su profecía del Reino del Espíritu (spiritualis intelligentia, que tanto entusiasmaba a Eugenio Trías); a Dante, al que tiene por “la mayor imaginación de la cristiandad” y que situó a Joaquín de Fiore en el Paraíso entre los grandes doctores; a Avicena, “que a pesar de ser un bebedor, gobernaba innúmeras legiones de espíritus”; a Al-Farabi, “que metió tantos espíritus en su laúd que podía hacer reír a los hombres, o llorar, o caer en un trance mortal a su antojo"; a Giulio Aretino, artista, orfebre y estudioso de las herejías cabalísticas de Pico della Mirandola.
Aquellos que le parecen los más grandes son “los hastiados de la vida”, los marginales, los díscolos apasionados (como el caballo rebelde de Platón), esos elegidos que no se conforman con vivir, sino que desean revelar esa sustancia oculta de Dios que es color y música y suavidad y dulce aroma, los que no tienen más padre que el Espíritu Santo. Estos “hijos del Espíritu Santo” trabajan con los ojos puestos en la sustancia resplandeciente sobre la que el Tiempo ha amontonado los desechos de la creación;
“y es que el mundo sólo existe para ser un relato en los oídos de las generaciones venideras; y el terror y la alegría, el nacimiento y la muerte, el amor y el odio, y el fruto del Árbol, no son sino instrumentos de ese arte supremo que ha de arrancarnos de la vida y recogernos en la eternidad como palomas en el palomar.”Desde esa perspectiva de lo eterno en la que pretende situarnos el poeta, setenta años no son más que un instante, como si fueran el salto de un pez o el abrirse de una flor. El mundo simbólico fascina al poeta, pues sus formas, sonidos y colores se corresponden con divinidades y espíritus.
“Los símbolos son el mayor de todos los poderes, tanto si los utilizan conscientemente los maestros de la magia, como si los utilizan de modo semiinsconsciente sus sucesores: el poeta, el músico, el artista”.
GRAN MENTE, GRAN MEMORIA (ANIMA MUNDI)
Cree en esa Gran Mente y en una Gran Memoria que pueden invocarse mediante símbolos. La imaginación trata de rehacer el mundo de acuerdo con los impulsos y los designios de esa Gran Mente y de esa Gran Memoria (Anima Mundi), que pasa de generación en generación:“Cualquier cosa a cuyo alrededor se hayan congregado las pasiones del hombre, se convierte en un símbolo de la Gran Memoria, y, en manos de quien posee el secreto, obra prodigios y llama a los ángeles o a los demonios”.
La proclamación de la “supremacía de la imaginación” permite aventurar la posibilidad de experiencias paranormales, como la fusión simpática de varias mentes, “sobreponiéndose unas a otras mediante palabra habladas y pensamientos no dichos hasta convertirse en una sola energía intensa y sin vacilaciones”, mediante un arte sobrenatural. Yeats cuenta el sorprendente episodio que vivió. Iba imaginando un escenario infantil en el que se había roto el brazo y sucedió que una sirvienta (a la que hemos de suponer con un superpoder especial) creyó haberlo visto con un brazo en cabestrillo. Desde luego, es un hecho que a veces los pensamientos que concebimos con especial intensidad, igual que las miradas descaradas, afectan a otros cerebros, como si las intenciones pudiesen saltar de una mente a otra y hasta formar en esta figuraciones parecidas a las de la mente primera que las originó. ¿Pueden darse esas proyecciones más allá del espacio? ¿Y más allá del tiempo? A Yeats no le cuesta trabajo admitir –aún a sabiendas que puede con ello caer en descrédito- que debemos admitir la existencia de seres invisibles e influencias lejanas y errantes, formas que pueden haber emanado de un ermitaño del desierto y que se ciernen sobre las salas de reuniones, los despachos y los campos de batalla…
“Nunca deberíamos estar seguros de que no fue alguna mujer pisando el lagar la que inició ese sutil cambio en las mentes de los hombres, ese poderoso movimiento del pensamiento y la imaginación sobre el que tantos alemanes han escrito; o de que la pasión por la que tantos pueblos fueron pasados a cuchillo no nació en la mente de algún zagal, iluminando sus ojos por un momento antes de seguir su camino.”Los momentos apasionados se repiten, pues la pasión desea su propia recurrencia más que ninguna otra cosa. De la complacencia, del remordimiento depende nuestra sindéresis, nuestra capacidad de juicio, los pensamientos engendrados por el anhelo y el miedo vuelven de nuevo como el cabo de una cuerda para restallarnos en la cara, por eso –como escribió Cornelio Agripa- podemos hacer que en sueños nos consuman las llamas y nos persigan los malos espíritus, algunos se quejan de lo que les cuesta reanimar a los que murieron convencidos de que no despertarían hasta que sonaran las trompetas del juicio final. En una obra de teatro japonesa un espíritu se prende fuego. Un monje budista le dice que tal fuego se consumirá rápidamente si deja de creer en él, pero el fantasma no puede dejar de creer en él. Almas soñadoras (que podríamos llamar también obsesivo-compulsivas) y a las que Cornelio Agripa llamaba duendes… Hamlet rechaza el puñal desnudo por los sueños que le pueda convocar. No se trata de una mera fantasía literaria.
Se ha operado en Yeats una conversión de lo exterior en lo interior. Podría decirse que su vida interior ha absorbido la exterior. Busca una fuente de comprensión más profunda que la del pensamiento racional, una sabiduría más honda que la obscuridad que hay entre estrella y estrella. No acepta la separación de conocimiento y vida, de palabra y emoción, “propia de la esterilidad del discurso científico”. Quiere provocar la reverencia del hombre ante la eternidad favoreciendo la visión y el éxtasis, y tiembla entre la agitación de la carne y ante la agitación del espíritu. Parece que añore la vida anímica de los primitivos que viven siempre al borde de la visión o de esos tiempos en que los druidas interpretaban en sortilegios las voluntades espirituales.
Habla de los muertos como si los conociera muy personalmente, de cómo al menguar sus necesidades pasionales adquieren cierta libertad, aunque necesitan a los vivos para crear. Los muertos se emocionan, no sólo en nuestros recuerdos. Yeats no duda siquiera de que los muertos hacen el amor en nuevas uniones, bailan en corro. El amor en esa unión espiritual es –según Swedenborg- de todo el cuerpo y, visto desde lejos, semeja una incandescencia. Las sombras corren juntas según ritmo y patrón. Es un correr juntos hacia el centro, pero sin perder la identidad, fruto del examen de su vida moral, de sus benificiarios y víctimas, e incluso de todos sus caminos no hollados, de las posibilidades perdidas. Todos sus pensamientos han moldeado un vehículo y se han convertido en acontecimiento y circunstancia. No está claro si Yeats piensa la metempsicosis, tal como Henry More, como carga para aquellos que no habiendo sido capaces de alcanzar el cuerpo rítmico (la Condición de Fuego) vuelven a nacer. Más bien afirma que “los muertos que nos hablan niegan la metempsicosis”, aunque los muertos de Asia la afirmen, “y así nos quedamos entre verosimilitudes e incertidumbres”.
ESPÍRITUS GÓTICOS
Yeats reconoce el medievalismo como la influencia predominante en su vida, ¡cuántas cosas que conmocionaron al mundo (como la naturaleza de la Trinidad) carecen hoy de importancia para nosotros! El universo de Yeats está poblado de demonios y de ángeles, los corazones de estos últimos son sombras del Corazón Divino, mientras que sus cuerpos están hechos del intelecto divino…
"pueden llegar a lo que siempre anhelan a través de una sed del éxtasis divino, el fuego inmortal, que está en la pasión, en la esperanza, en el deseo, en los sueños; ¡pero nosotros tenemos corazones que perecen a cada momento y cuerpos que se derriten como un suspiro, así que debemos prosternarnos y obedecer!”
Mirando por los ojos de los ángeles se ve el todo y se ve el alma. Son Legión y su trono está en el abismo inconcreto, el iluminado (Owen Aherne) obedece a los que no puede ver. Desde una apertura así a lo misterioso, el Árbol de la Vida del Paraíso, o de la Ciencia del Bien y del Mal, cobra una dimensión nueva: “en sus ramas los pájaros se hospedan y construyen el nido, y las almas y los ángeles tienen también su lugar”; un joven miembro de la Iglesia de Irlanda vio el árbol y oyó las almas suspirar a través de sus ramas y vio manzanas con rostro humano, y, acercando el oído a una de ellas, oyó un sonido como de tropas que luchaban en su interior… El Edén se le aparecía al final como un jardín amurallado sobre una alta montaña. Para Yeats existe una memoria de la naturaleza que desvela acontecimientos y símbolos de siglos lejanos, mas, con todo:
“¿Quién de entre los sabios se molestaría en hacer leyes o en escribir la historia o en sopesar la tierra si las cosas de la eternidad parecieran al alcance de la mano?”Lo que llamamos romanticismo, poesía o belleza intelectual, es la única señal de que el Encantador Supremo, o alguien entre Sus consejeros, está hablando de lo que ha sido, y volverá a ser, en la consumación de los tiempos. A Yeats le parece importante proclamar esto. Desde la perspectiva de la eternidad nuestro pensamiento cotidiano es la cenefa de espuma en la orilla somera de un vasto océano de luz: el Anima Mundi.
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Reina de bastos. Mujer sabia de la Tríada de la Memoria |
Yeats cita a Henri More (1898-1986), filósofo inglés de la escuela platónica de Cambridge, que defendía la existencia de verdades morales independientes de la voluntad divina. Recuerda que llamaron a More durante la vida “el hombre más santo sobre la faz de la tierra”. Si todas las almas tienen un vehículo o cuerpo transcendente, como sostenían More y los platónicos, nos encontramos con la gran poesía, y con la superstición, que no es sino poesía popular, en un mundo placentero y peligroso en el que la belleza es la vida corporal de una condición ideal.
El vehículo del alma humana es el instinto animal. More creía –con Hipócrates- que la mente humana se nutre, no de carne ni de bebidas del vientre, sino de una clara sustancia luminosa que se desprende por separación de la sangre, este instinto animal forma el cuerpo aéreo. El alma tiene un poder plástico, por eso es capaz de moldear el cuerpo mediante actos de imaginación. Puede abandonar el cuerpo durante un tiempo… “Para vivos y muertos por igual, la pureza y la abundancia del instinto animal constituyen una fuerza suprema”. Es a partir de él que el alma puede moldear una aparición, vestirla y darle vida. Nuestros instintos o “vehículos” son una condensación del Anima Mundi.
Yeats define al alma general, separada de su vehículo, como una sustancia incorpórea, sin sentido ni aversión, que impregna toda la materia del universo y ejerce en ella un poder plástico, según las diversas predisposiciones y ocasiones en las partes sobre las que actúa, suscitando fenómenos en el mundo gracias a la dirección que impone a las partes de la materia y a su movimiento, que no pueden reducirse a meros poderes mecánicos.
“Doy por sentado –añade- que ‘el sentido y la aversión’, la percepción y la dirección, son siempre facultades del alma individual, y que, como afirma Blake, ‘Dios sólo actúa o es en los seres o en los hombres que existen’”.La nueva concepción del alma individual renuncia a su consideración teológica como algo abstracto y carente de cuerpo, esa que según Henry More conducía a controversias como la de saber cuántos ángeles “podrían bailar con botas y espuelas sobre la punta de una aguja”. La fisiología nos convenció de que nuestro pensamiento sólo existe en las moléculas del cerebro, pero si admitimos que nuestras imágenes mentales, así como las apariciones, son formas que existen en el vehículo general de la Anima Mundi y se reflejan en nuestro vehículo particular, se deshacen muchos enredos, en opinión de Yeats, que piensa el Anima Mundi como un gran estanque o jardín donde nuestros pensamientos se extienden y crecen del modo que les corresponde, como una planta acuática o como perfumadas ramas en el aire.
Canta el poeta y sirve al mundo, al menos, con esa su acción, que no le hará rico ni famoso ni influyente, “y si pintan o escriben, también eso es acción: / la lucha de la mosca en la mermelada”… “¿Qué rol puede tener en el mundo el artista que ha despertado del sueño común, / sino la disipación y el desconsuelo?”. Tales quejas recuerdan al melancólico príncipe de Éfeso; no obstante esa pátina umbrosa, hay repunte vitalista en la poesía de Yeats:
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