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domingo, 23 de agosto de 2015

Del cine y otros demonios: "Espérame en el cielo", de Antonio Mercero

Recientemente, Televisión Española repuso el título de Antonio Mercero Espérame en el cielo (1988), dentro del logrado ciclo de revisión de la historia de nuestro cine. La estimable cinta, dirigida por el realizador de la saga La gran familia, así como posteriormente de la serie de televisión Farmacia de guardia, dibujaba en las postrimerías de los ochenta una melancólica (que no nostálgica) visión de la España franquista, desde finales de la posguerra civil hasta la muerte de Franco (¿?), teniendo como fondo la incomparable canción de Antonio Machín que le daba título. En su argumento, Paulino (José Soriano), tendero de una ortopedia madrileña, es raptado y transformado en el doble del dictador para sustituirlo en menesteres peligrosos y todo tipo de intervenciones públicas; atrás queda una desconcertada viuda, Emilia (la entrañable Chus Lampreave), que intenta contactar con su supuestamente difunto marido mediante inocentes sesiones de espiritismo. El guion aparece firmado por el propio Antonio Mercero, Horacio Valcárcel, y el más conocido hoy como crítico de cine Román Gubern; una feliz confluencia de talentos y perspectivas que permite esperar alguna que otra joya barroca engastada en su libreto.

Cartel de la película

domingo, 22 de septiembre de 2013

La colección de Werner Nekes y la prehistoria del cine


1_ El maravilloso gabinete de curiosidades de Werner Nekes


Los Cuartos de Maravillas, Cabinets de Curiosités, Wonder Chambers o Wunderkammern, eran, como es sabido, los aposentos donde se coleccionaban y mostraban multitud de objetos extravagantes, procedentes de la naturaleza o bien de factura humana, como obras de arte o instrumentos científicos. Fue famoso, por ejemplo, el gabinete de arte y curiosidades del emperador Rodolfo II de Habsburgo, en el Castillo de Praga, que sirvió de inspiración al brillante Arcimboldo. Tras su apogeo entre los siglos XVI y XVII, muchas de estas colecciones fueron desmanteladas para formar parte de los emergentes museos del s. XIX.

En los Cuartos de Maravillas, las colecciones podían organizarse en cuatro categorías, denominadas por sus nombres en latín: artificialia, que reunía los objetos creados o modificados por la mano humana (como antigüedades u obras artísticas); naturalia, que recopilaba criaturas y objetos naturales; exotica, que agrupaba plantas y animales exóticos; y scientifica, que concentraba instrumentos científicos. Esta clasificación intuitiva respondía a la mentalidad universalista de la época, y de cierta forma, aún reverbera su eco en algunas colecciones modernas.



Werner Nekes (nacido el 29 de abril 1944 en Erfurt) es un director de cine alemán, conocido por sus filmes experimentales y, sobre todo, por su singular colección de juguetes ópticos y aparatos precinematográficos. Su afán por coleccionar despuntó desde que era niño, con una vasta recopilación de minerales y fósiles que sus padres se vieron forzados a desechar. Años después, ya convertido en cineasta, Nekes se ha dedicado a recoger todo lo que tenga que ver con la historia del cine, dando lugar a su propio gabinete de maravillas, a medio camino entre la curiosidad científica y la fascinación por lo misterioso y lúdico. En cualquier caso, la colección de Werner Nekes no sólo es capaz de narrar por sí misma la historia del séptimo arte, sino, en un sentido más amplio, la del uso artístico de la luz por parte de la Humanidad.

Werner Nekes presentando su documental Film Before Film.


Aunque los intentos de presentar esta colección en una exposición permanente han fracasado hasta ahora, la muestra tuvo en 2004 una multitudinaria exhibición en la Hayward Gallery de Londres –dando lugar a la notable publicación Eyes, Lies and Illusions–. Nekes ha realizado sus propios esfuerzos para hacer llegar su colección al gran público, a través de un bello documental, Was geschah wirklich zwischen den Bildern? (1985) más conocido como Film Before Film, accesible en el enlace, y de su propia serie de televisión Media Magica (1996).


Film Before Film:




miércoles, 18 de julio de 2012

Serendipias de videoclub



He elegido una extraña palabra para el título de esta entrada: “serendipia”, que no sólo se asocia con las casualidades, sino también con el hallazgo o reconocimiento de un tesoro escondido y a la vez a la vista de todos, listo para causar una revelación.

Mi serendipia de este fin de semana ha sido, pues, seleccionar del videoclub dos títulos que por azar presentaban temas afines; y en concreto uno de ellos, sobre el que me extenderé más, ha supuesto todo un descubrimiento. Me refiero al dúo que inopinadamente componen dos películas pertenecientes a esferas tan diferentes como “El curioso caso de Benjamin Button” (David Fincher, 2008), basada en un relato corto de F. Scott Fitzgerald, protagonizado por Brad Pitt y su doble de animación —que causó sensación en las taquillas y en los Oscar®—; y en segundo lugar,  la obra escasamente conocida de Francis Ford Coppola “El hombre sin edad” (Youth Without Youth, 2007), con Tim Roth a la cabeza del reparto, basada en una novela del filósofo e hinduista rumano Mircea Eliade. Este filme fue prácticamente contemporáneo al primero pero, al contrario que aquel, pasó discretamente por la cartelera.

Ambos filmes tratan sobre seres asincrónicos, desvinculados del tiempo presente. Benjamin Button nace anciano y conforme transcurren los años rejuvenece, lo que pone una ineludible fecha de caducidad a su existencia. Su reloj biológico sólo puede acompasarse con el del resto de los mortales durante un breve período, en el que encuentra –para perderlo después— el amor. Por su parte, el protagonista de “El hombre sin edad” adquiere también una peculiaridad que le aparta del mundo: Dominic Matei –verdadero alter ego del propio Mircea Eliade—, un erudito anciano que cuando entiende que la obra de su vida quedará incompleta, es alcanzado por un rayo, lo que traerá inesperadas consecuencias: en vez de morir quemado, su cuerpo se regenera como el de una larva en una crisálida, y recupera, cual doctor Fausto, la juventud. Y como el héroe medieval, no sólo gana una tregua a Padre Tiempo para reemprender su obra investigadora, sino que también recupera el vigor para amar.

Sin embargo, a pesar de utilizar como insistente metonimia un gigantesco reloj —que siempre camina marcha atrás—, “El curioso caso de Benjamin Button” no tiene como subtexto fundamental  las paradojas creadas por una rareza cronológica, sino más bien la anomalía “per se”. Al igual que Benjamin Button, todos somos “diferentes” en una medida u otra, y el filme lo confirma en diversos momentos: cuando el protagonista traba amistad con un pigmeo; cuando, atribulado por la expectativa de la paternidad, su partenaire Cate Blanchett le pregunta, “¿le dirías a un ciego que no puede ser padre?”; y sobre todo, cuando llega el epílogo de la película, con un montaje que reúne de nuevo a todos los personajes del filme, destacando lo que les hace diferentes: “unos son artistas… otros son madres… otros bailan… otros nadan…”.


Mientras que la peculiaridad de Button se convierte en catalizador de la que en verdad es una vida plena, salpicada de diversas amantes y compañeros de aventura, la existencia del antihéroe imaginado por Eliade se limita a los estudios lingüísticos a través de los cuales pretende desentrañar el misterio mismo de la civilización. La búsqueda de lo inalcanzable es lo que aquí opera como elemento vampirizador, lo que da licencia para que el personaje principal del filme de Coppola, Dominic, reviva mágicamente –y probablemente adquiera la inmortalidad—. Al comienzo de la película no sabemos si la inmortalidad era ya una lacra que lo había aislado del mundo, experimentando periódicamente el fenómeno del rejuvenecimiento; lo que sí sabemos es que, desde mucho antes, su pasión por el conocimiento le había vetado el amor de su vida –Laura, siempre presente en la leyenda grabada en un reloj de bolsillo, cuyas manecillas también retroceden—. Sin embargo, el retorno al pasado, a una vida anterior, es el verdadero centro argumental de una película extraña y desconcertante, que cuando parece estar terminando se reinicia, como la vida de su protagonista: la aparición de una muchacha, Verónica, que aparenta ser la reencarnación de Laura, abre una inesperada línea de guión, ya que, a partir de otro hecho traumático –nuevamente la caída de un rayo, que empuja a Verónica hacia una cueva— sirve para que invada su consciencia el recuerdo de una vida muy anterior.

En la película de David Fincher, Cate Blanchet se hace mayor mientras su amado gana en juventud. A su vez, en el filme de Coppola es Verónica quien envejece a pasos agigantados tras cada rapto de mediumnidad, a la par que retrocede cada vez más en los abismos de una memoria colectiva, llegando casi a los albores del lenguaje: al momento en que el ser humano “se hace” humano. Es de notar que esta meditación sobre el tiempo y sus contradicciones está presente en un número significativo de películas del mismo autor, desde el viaje al pasado de Kathleen Turner en “Peggie Sue se casó”, hasta la senectud prematura de Robin Williams en “Jack”, pasando por el amor inmortal de Gary Oldman en “Drácula de Bram Stoker”, declarando a su Mina/Elisabeta que ha atravesado océanos de tiempo para encontrarla. La relación del presente filme con “Drácula” no es casual: la acción de “El hombre sin edad” está ambientada principalmente en Bucarest, 1939, y en ocasiones recuerda a otra película donde la inmortalidad es también un mal que genera vampirismo: la curiosa “Cronos”, de Guillermo del Toro (1993). Está claro que la inmortalidad, aunque deseada, no trae cosas buenas; mientras que, por el contrario, lo efímero de la vida –la rosa en el filme de Coppola– revaloriza el hecho mismo de vivir.


En “El hombre sin edad” destaca, además, la interpretación de Tim Roth —un actor de tanto carisma como cuestionable es su atractivo—, que se desdobla en Dominic y su doble: una especie de consciencia maléfica que, como el retrato de Dorian Gray, le acecha desde los espejos, recordándole quién es y qué está buscando, y cuya destrucción devendrá en fatales consecuencias. También son notables la presencia de Bruno Ganz y la joven actriz rumana Alexandra Maria Lara, a quienes ya habíamos visto coincidir como protagonistas de “El hundimiento”, y con papeles de reparto en “El lector” (¿otra serendipia? ¿O es que se repiten mucho los casting europeos?).

Es posible que el filme de Coppola no sea el mejor vehículo para conocer la filosofía de Mircea Eliade; sin embargo, pasa por ser una adaptación correcta de una obra de ficción salpicada de elementos autobiográficos, del que ha sido un notable hinduista obsesionado con la idea del eterno retorno. Por otro lado, obras como ésta o las más recientes “Tetro” (2009) o “Twixt” (2011), después de un paréntesis de diez años sin dirigir, hacen pensar en una inesperada “reactivación” por parte de uno de los directores más emblemáticos de la escuela de Nueva York: una segunda (o tercera) juventud creativa donde el maestro no duda en experimentar, en mezclar, en atreverse, en equivocarse, mientras que sus compañeros de generación –Spielberg, Scorsese— parecen haberse agotado en fórmulas estandarizadas. “El hombre sin edad” no es un filme perfecto, e incluso da la sensación de que no es una, sino dos películas de desigual calidad y ritmo narrativo; sin embargo, no deja de tener interés, permitiendo adentrarnos en un capricho cinematográfico que sólo es posible concebir en un marco de producción donde la comercialidad no es un objetivo. Porque, para Coppola, la “habitación propia” y las “50 guineas” que Virginia Woolf reivindicaba para que fuese posible la creación independiente están más que cubiertas por los vinos Rubicón.