domingo, 25 de diciembre de 2011

La mujer en el Antiguo Egipto



Resumen de la conferencia pronunciada por D. José Lull García 
 Alicante 16-11-2011

Por Encarnación Lorenzo Hernández

La información que proporciona la historia de las mujeres en una civilización, siempre escrita por hombres, evidentemente se presenta por ello sesgada, por lo que deben rastrearse las pistas de las condiciones subyacentes ocultas en una pluralidad de fuentes (iconografía, inscripciones, estatuaria, pintura…) para averiguar su situación real en los diferentes aspectos de la vida. Por otro lado, en cada fase de la prolongada historia del Egipto Antiguo, el papel de la mujer fue experimentando cambios, si bien para la época clásica (2.700-332 a.C. aproximadamente) es posible ofrecer una panorámica global.
El puesto de mayor relevancia que una mujer podía alcanzar en la sociedad era el de faraón. Muy pocas gobernaron como tal. Algunas son tan conocidas como Hatshepsut, Nefertiti (que gobernó bajo el nombre de Esmenkare) o Cleopatra, pero también Tausert, en la dinastía XIX, entre 1.188 a 1.186 a.C. Un número ínfimo de casos, si se advierte que los anales registran más de 350 faraones. Sí contamos con ejemplos más numerosos de su gobierno como reina, gran esposa real o regente durante la minoría del hijo ya nombrado faraón.
Especialmente en ciertas épocas, el papel de las mujeres de la realeza fue considerado fundamental para la transmisión del linaje regio. Con frecuencia se plasman en las tumbas reales escenas de teogamia, en las que la reina aparece emparejada con el dios Amón, simbolizando con ello la transmisión de la sangre divina a su heredero. Como era la principal esposa quien transfería el poder dinástico, quienes fuera de la línea sucesoria alcanzaban la dignidad de faraón, ansiaban legitimar su posición contrayendo matrimonio con hijas del faraón anterior y su gran esposa real.
En el plano religioso, el mayor rango al que una mujer podía aspirar era el de divina adoratriz de Amón. Sin embargo, se desarrolló un clero femenino paralelo al del sumo sacerdote de Amón en Tebas. Incluso durante la dinastía XXVI (s. VII-VI a.C.) llegaron a sustituirlo, lo que supuso que esas sacerdotisas fueran las más poderosas en la historia de Egipto, casi un estado dentro del estado, solo situadas por debajo del faraón y con jurisdicción en todos sus dominios. En las tumbas vemos como usaban la cobra o ureus como insignia de su elevado poder.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Tras las huellas de Orfeo

por Encarnación Lorenzo Hernández



Todos conocemos al mítico cantor tracio. Con su música era capaz de detener ríos y vientos o de hacer que las rocas y plantas lo siguieran. Hasta persuadió a los dioses del inframundo para que le devolvieran a su dulce esposa Eurídice, pero en un momento de inseguridad durante el camino de vuelta, la perdió para siempre.
Lo verdaderamente sorprendente de esta bonita y triste historia son sus incontables ramificaciones en los ámbitos de la filosofía, la religión y el arte, tejidas a lo largo de miles de años. No somos conscientes de ellas pero permanecen visibles, como capilares bajo la piel, si miramos con una mínima atención. Me propongo contaros una historia fascinante, que en ocasiones hasta provoca un cosquilleante vértigo, cuando se comprende cuán lejos podemos viajar hacia atrás en la historia sin abandonar el presente. A poco que profundices en ellos, algunos mitos se convierten en la auténtica máquina del tiempo.

El mito de Orfeo

Cuenta la leyenda que el insuperable arte de Orfeo con el canto y la lira lo debía a sus progenitores, el dios Apolo y la musa Calíope, inspiradora de los poetas. Su alegría se apagó con la muerte de Eurídice. Aconsejado por Apolo, se atrevió a descender al reino de los muertos a rescatarla. Para seguir la pista de la metamorfosis de algunas de nuestras ideas culturales clave, es preciso conocer un poco la geografía ultraterrena entre los griegos. En los poemas homéricos, las almas de todos los muertos permanecían confinadas en un territorio subterráneo, el Hades, donde eran terriblemente desgraciadas para siempre pero no se las concebía como inmortales. Alimentadas con sangre, podían desvelar secretos a los vivos: así logró Ulises averiguar, preguntando al espectro del adivino Tiresias, cómo regresar a su añorada Ítaca. Poco a poco se fue abriendo camino una diversificación de los espacios del Más Allá, pero siempre localizados bajo tierra: el tenebroso Tártaro, donde las terribles Furias vigilaban el Lugar de los Castigos; la Isla de los Bienaventurados, también conocida como los Campos Elíseos; y un insípido pedregal, los Campos Gamonales, por los que los espíritus vagaban eternamente aburridos. Con ello, el esquema va adquiriendo un sorprendente parecido de familia con la tripartición cristiana de cielo, infierno y purgatorio.
El Tártaro era el reino de Hades y Perséfone. Hasta él acompañaba Hermes a las almas, que primero debían cruzar la laguna Estigia en la barca de Caronte, pagándole con la moneda depositada en la boca del difunto. Al llegar a la otra orilla, se transformaban en sombras. El temible can Cerbero vigilaba con sus tres cabezas que no escapase de allí ningún espíritu ni tampoco penetraran seres mortales. No obstante, algunos héroes lo lograron: Ulises, Hércules y Orfeo; y creo que ésa podría ser una de las razones por las cuales a las comunidades helenizadas de la época de Jesús les resultó tan fácil comprender y aceptar su bajada a los infiernos y su triunfo sobre la muerte como Dios hecho hombre.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Cum granum salis



No hay ingenio grande sin una pizca de locura. ¡Qué sería de la ensalada sin una pizca de sal! A los grandes genios, ¿les falta un tornillo? ¿No es cierto que la capacidad de concentración -en un problema de matemáticas, por ejemplo- puede ofrecer fácilmente la apariencia de un TOC, de un trastorno obsesivo-compulsivo? ¿No asoció Freud la religión, pero también la filosofía, a una forma de neurosis? Tales de Mileto se concentra en la matemática estelar, predice un eclipse en 585 a. C., pero se olvida de donde pone el pie por mirar las estrellas y cae a un pozo, aún oímos el eco de la criada que le reprocha mirar como un lunático al cielo, con la boca abierta de admiración, mientras no sabe donde pone los pies.
¿No hay un fundamental desequilibrio en todas las mentes privilegiadas? Mozart podía recordar una melodía oída en la calle y transcribirla de memoria en un instante y de corrido en el pentagrama, pero ¿era competente socialmente?, ¿sabía administrar el dinero?
Podríamos extrapolar la extravagancia del genio, a la extravagancia del humano, tan adaptable, tan ensimismado, tan fuera de sí, tan imprevisible, tan insatisfecho, ¿una criatura demente? A veces se nos pide a los profesores que alentemos la diferencia, que cultivemos la creatividad y la originalidad..., ¿no será la creatividad y la originalidad una deformidad de las funciones cerebrales? Aurea mediocritas. Los normales no innovan, pero tienen más posibilidades de adaptarse y ser felices, ¿no? El cultivo de la inteligencia, ¿no nos deja solos? El de la conciencia, ¿no nos abisma en un océano de conmiseración y dolor?
Si por cada cien personas, en las sociedades avanzadas, hay cuatro que padecen trastornos mentales serios, ¿no habrá alentado la evolución en nuestra especie la proliferación de mentes "especiales" de cuasiautistas geniales? Anormales inventores, extravagantes artistas. ¿Acaso no implica toda invención una transgresión de las convenciones?
Este es el interesante tema del artículo de Pedro Donaire en Bitnavegantes: "La ventaja de los trastornos mentales en la evolución humana".

martes, 6 de diciembre de 2011

1848. Seneca Falls: La rebelión de las mujeres


Marie Olympe de Gouges
Hay momentos en la historia que pueden considerarse puntos extremadamente calientes, en los que el magma social largo tiempo contenido explota y sale a la superficie con gran potencia. Mario Vargas Llosa, con una acertada metáfora, llama "cráteres activos" a los puntos principales de un texto literario, en los que sucede un gran número de acontecimientos de elevada intensidad dramática. También la historia, sobre todo la del siglo diecinueve, entretejida de acciones y relatos, podría leerse como una novela, con cráteres humeantes esparcidos aquí y allá en sus páginas. Uno de ellos, indudablemente, sería el año 1848.

 
En el mes de febrero, Marx publica en Londres el Manifiesto Comunista, llamando a la unión de los proletarios de todos los países contra la sociedad burguesa explotadora. Muy poco después, una coalición republicana entre la burguesía y la clase trabajadora se levantaría en París contra la monarquía de Luis Felipe de Orleáns, en defensa de las libertades ciudadanas.

Es igualmente importante para la historia, pero mucho menos conocido, que en ese memorable año se produjo también, en Nueva York, la Declaración de Seneca Falls, de Sentimientos o Pareceres, como la quisieron llamar sus principales promotoras, Elizabeth Cady Stanton (1817-1902) y Lucretia Mott (1793-1880). Su pretensión era defender los derechos de las mujeres, terriblemente oprimidas por esa sociedad burguesa cuyo modelo estaba abiertamente en crisis hacia la mitad de la centuria.


Lucrecia Mott
Quienes escriben la historia suelen cubrir con un espeso manto de silencio las acciones de los que desafían el orden establecido sin éxito, así que no debería sorprendernos descubrir que desconocemos todo o casi todo acerca de figuras tan valientes y modernas como Olympia de Gouges (cfr. supra), guillotinada en 1793 y a quien debemos la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, como réplica a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. La misma había sido promulgada con gran pompa, pretendidamente, en favor de todos los ciudadanos franceses pero- estas son las trampas que tiene el genérico masculino-, en realidad solo se había diseñado y se aplicó, en la práctica, en beneficio de los varones.

Durante muchos años, tampoco nos han contado esos libros que reflejan la historia “oficial” las vicisitudes del Manifiesto neoyorkino de 1848. Para entender mejor su contenido y el proceso de su gestación, es conveniente asomarnos, desde el cómodo balcón que nos proporciona la distancia histórica, al panorama social de la mujer en el mundo occidental entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del siglo XIX. A pesar de ser un período muy amplio, pocas cosas variaron durante el mismo en relación al dogma de la desigualdad “natural” entre los sexos, que se mantuvo en un inmovilismo absoluto.