sábado, 27 de agosto de 2011

De lo sobrenatural en el cine de Woody Allen

Pocos directores de cine, sin poder ser llamados espirituales, han mostrado en sus filmes tantas incursiones en lo sobrenatural como Woody Allen. Desde los encuentros espiritistas de Scarlett Johansson con un periodista muerto en Scoop, hasta el reciente viaje de Owen Wilson a un idílico pasado en Medianoche en París, pasando por el peripatético encuentro con la muerte en La última noche de Boris Grushenko o incluso el salto de Jeff Daniels de la pantalla del cine a la realidad en La rosa púrpura de El Cairo, es evidente que lo sobrenatural, y hasta podemos decir lo paranormal, se encuentra presente en una porción significativa de las películas de Allen –quizá dejando aparte algunas de sus primeras comedias y unos pocos dramas urbanos.
Gérard Lénne, en su libro El cine fantástico y sus mitologías, proporcionaba claves para distinguir dos ramas principales en el amplio tronco del cine fantástico: por un lado, encontramos aquellos filmes que describen la incursión de lo imposible en lo cotidiano –películas de monstruos como Frankenstein o Mimic, de superhéroes como la saga X-Men, de alienígenas, ciencia-ficción, etc.–, que serían los propiamente fantásticos; por otro lado, existen otros filmes donde lo inconcebible está íntimamente imbricado en el escenario de la acción, ya por punto de vista –p.e. la perspectiva infantil en La noche del cazador–, porque se desarrollan en un mundo inventado –Cristal Oscuro, El señor de los anillos, etc.– o simplemente por una elección estilística que convierte todo el relato en una imagen soñada –Los 5.000 dedos del Dr. T, El gabinete del Dr. Caligari, o incluso la lírica Drácula de Bram Stoker–. Estas películas pertenecerían a una categoría más relativa que lo meramente fantástico, tratándose de filmes de lo maravilloso. De alguna forma, a pesar de tener la cotidianidad como escenario principal, el cine de Woody Allen pertenece a esta última categoría porque, en sus filmes, cuando lo sobrenatural invade lo real no se crea una fisura, sino que la aparición de esta realidad paralela responde a una necesidad intrínseca de los personajes, hasta tal punto que a menudo se dejan llevar a esa otra dimensión –como cuando Mia Farrow penetra la pantalla, conociendo el mundo del cine desde ese otro lado, en la ya citada La rosa púrpura de El Cairo.
En sus películas, Woody Allen no deja de preguntarse por cuestiones trascendentales como el sentido de la vida y la perdurabilidad de lo humano; sin embargo, como he apuntado más arriba, su cine no se caracteriza por ser especialmente espiritual. Esta calificación podría servir para Bergman o Murnau, autores de filmografías más solemnes. O incluso podría servir para definir filmes como Ghost o El sexto sentido, que toman muy en serio el espiritismo. Al contrario, lo sobrenatural en el cine de Allen se plantea como un juego o pretexto lúdico: de hecho, a veces lo irreal pasa casi desapercibido en sus películas porque, en vez de presentarlo con gravedad o misterio, se manifiesta de forma cómica, ágil o sutil, ligera como una pompa de jabón. Y a veces, incluso queda flotando la incertidumbre, de tan difusas que son las barreras entre lo real y lo imaginario, sobre la influencia de esa otra dimensión en nuestra vida psíquica: ¿quién sueña con las víctimas del asesinato en Match Point, su verdugo trastornado por la culpa o el inspector de policía que está obsesionado con el caso? Porque vemos al primero dormir y participar en esa visión más allá del Leteo, pero a continuación es el otro quien despierta, teniendo la certeza absoluta sobre quién las mató…
Se podría aducir ahora que, por el contrario, Woody Allen reserva en sus películas un lugar especialmente denigrante para las personas que creen en lo paranormal o, en general, en lo no contrastado por la ciencia: para Allen, los que hablan del horóscopo y los que toman equinácea para prevenir el resfriado caben en el mismo saco –así nos lo demostraba por boca de Charlize Theron en Celebrity–. Esto también vale para los obsesos de las dietas, el tofu y el aerobic: podría parecer una pataleta de señor mayor contra las tendencias modernas –que en sí también pueden parecer lo extraño, casi lo siniestro en términos freudianos–, y así ocurre cuando, en Maridos y mujeres, Sydney Pollack arremete contra su joven novia, una profesora de aerobic algo simple –se disculpa con sus amigos, “no es Simone de Beauvoir”–, a quien se ha empeñado en introducir en un ambiente que no es el suyo: en un ataque de celos, la paga con ella diciéndole, “¿qué haces hablándole a mis amigos sobre el tofu? ¡¿No ves que son intelectuales?!”, y ella responde encolerizada, “¡no consiento que un Escorpio como tú me hable así!”. Entonces, cabría preguntarnos, ¿consentiría el maltrato de mano de un Tauro o a un Piscis? Bromas aparte, lo que claramente irrita a Allen es la prepotencia que permite juzgar a las personas a partir de prejuicios –esto es, juicios que se emiten sin conocimiento previo, adjudicando etiquetas–, y hasta podríamos decir que su talante intelectual es necesariamente contrario a cualquier nicho donde puedan instalarnos los demás, o nosotros mismos. Un amigo mío me ha hecho ver recientemente que, cuando Allen saca a colación el asunto de los signos zodiacales, él –o sus alter ego, como Kenneth Branagh en Celebrity– es Sagitario (su signo en la vida real), mientras que las mujeres que encuentra, devoradoras, carnívoras, son siempre Escorpio. Creo que no deja de tratarse de un tópico: a Woody Allen no le interesa nada el horóscopo, habla meramente de lo que le suena, y la prueba es que en Balas sobre Broadway, la extravagante actriz encarnada por Dianne Wiest le dice al dramaturgo John Cusack, en pleno mes de septiembre: “oh, es tu cumpleaños, ¡eres Escorpio!” (cuando este signo pertenece a octubre-noviembre). Aunque no se debe confundir lo que dicen los personajes de un autor con sus propias opiniones, ni siquiera cuando el mismo director representa un personaje, la insistencia en un mismo tema no deja lugar a dudas: en Sueños de un seductor, cuando los amigos de Allen le proponen que salga con una chica que trabaja en la consulta de un astrólogo, él responde con desdén, “buf, no me interesa, es tonta”.
Con todo, Allen no deja de respetar lo paranormal –entendido como mejor se pueda–, como una forma de conocernos a nosotros mismos, estableciendo un diálogo no con el más allá, sino con nuestras verdaderas intenciones, con aquello que hemos sepultado en lo subconsciente. Recuerden las delirantes sesiones de hipnotismo en Zelig, donde el camaleón humano se muestra tal como era antes de empezar a pretender ser otro: la primera vez que mintió fue cuando fingió haber leído Moby Dick frente a otras personas –por otro lado, esta anécdota no deja de prevenirnos contra los peligros de un intelectualismo extremo: como decía antes, Allen se resiste a los clichés, presentándose como él mismo y su contrario, alternativamente–. Más recientemente, en Conocerás al hombre de tus sueños, Allen nos presenta a una vidente que estafa a una señora desesperada, asegurándole que encontrará nuevamente el amor tras su divorcio, y que básicamente le recita todo lo que ella desea oír sobre la difícil relación de su hija con su yerno; sin embargo, la mujer extrae algo positivo de todo esto, reemprendiendo su vida con esperanza junto a un hombre igualmente crédulo –“querida, tú en otra vida fuiste Cleopatra”–, y lo que es más importante: la vidente le proporciona confianza en sí misma para impedir que su hija la siga exprimiendo económicamente. Los videntes son estafadores, sí, pero para Allen tienen además algo de psicólogos, porque su verdadero poder radica en servir de matrona socrática al cliente para que extraiga la verdad de sí mismo, y así ayudarle a solucionar sus dilemas. Esta tesitura también se observa en Celebrity –cuando Judy Davis planta en el altar a Joe Mantegna y va a parar, por azar, a la consulta de una tarotista–, pero más claramente aún en el episodio dirigido por Allen para Historias de Nueva York, “Edipo Reprimido”: tras estériles años de psicoanálisis, Allen encuentra el equilibro y el amor gracias a una vidente algo chapucera que debe ayudarle a exorcizar a su madre, omnipresente en la ciudad de Nueva York.
Por lo general, cuando uno de estos personajes menciona lo paranormal, podemos esperar que su personalidad sea, cuando menos, grotesca. No de otra forma ocurre en Septiembre, un drama realista donde Mia Farrow es la desdichada hija de una antigua actriz, una mujer irresponsable y superficial: en una significativa escena, la madre juega sola con una ouija; sin embargo, el diálogo con el más allá no tiene lugar más que en su (mala) conciencia, ya que habla sola, desesperadamente, con el amante violento al que asesinó. El ejercicio de lo paranormal se presenta, una vez más, como una experiencia terapéutica, o que como poco nos ayuda a descubrir la verdad sobre uno mismo.
En otro simpático film, Comedia sexual de una noche de verano, Allen reinventa la mágica obra shakesperiana, dotándola de otro contexto: Allen es un inventor que vive en el campo con su esposa, en los años 20; se dedica a fabricar todo tipo de máquinas imposibles, como un artefacto para volar, o una curiosa esfera que capta la presencia de espíritus, y los proyecta: Allen, generalmente escéptico, se reinventa aquí como una persona idealista y emprendedora, indiferente a lo que digan mentes más científicas como la de José Ferrer –quien, por cierto, se materializa como espíritu al final del filme–. Se trata, como he dicho, de un filme-divertimento, sin mayores pretensiones, donde lo sobrenatural sirve para interrumpir la monotonía de lo cotidiano. Así también ocurre en Alice, donde Mia Farrow toma unas hierbas que sirven para ser invisible, lo que le permite saber qué ocultan sus conocidos tras la fachada.
En su trilogía de Nueva York –Manhattan, Annie Hall, Hanna y sus hermanas–, las referencias a lo sobrenatural brillan por su ausencia; sin embargo no puede dejar de hablarse de lo extraordinario en Annie Hall, que viene facilitado por el artificio mismo del cine: en una escena de cama de Allen con Diane Keaton, la mujer pone poca pasión y realmente preferiría salir a fumar cannabis; entonces, por efecto de sobreimpresión, su imagen se desdobla, levantándose del lecho como un fantasma, para ir al sillón a fumar, mientras Allen le dice, “cariño, ¿qué te pasa? Te noto ausente”. Aquí lo sobrenatural no existe más que como metáfora inherente al lenguaje cinematográfico, donde todo es posible. También es memorable el momento de Desmontando a Harry, en que Allen, muy nervioso, se siente “desenfocado”, y efectivamente su imagen pierde nitidez. El cine facilita este tipo de recursos, y lo que es más llamativo, los espectadores lo asumen con naturalidad como parte de su sintaxis: no de otra forma se entiende que Allen hable libremente con Humphrey Bogart, caracterizado como Rick en Casablanca, en Sueños de un seductor: la imagen espectral no es sino una proyección de su conciencia, que le da consejos para ligarse a las chicas.
Los escenarios tópicos también proporcionan a Allen una excusa para mostrar lo extraordinario, aunque de manera un tanto chabacana, contando con la complicidad del espectador: en Desmontando a Harry, Allen tiene una ensoñación donde baja al infierno, y allí, naturalmente, suena música de jazz todo el tiempo, haciendo un guiño a la iconografía creada por los cartoons animados de los años 30 y 40. Asimismo, Allen muestra gran afición por las funciones de magia, mostrando magos un tanto alcanforados, con una estética anticuada y decadente; sin embargo, en este contexto pueden llegar a ocurrir cosas extraordinarias, desde la sesión de hipnotismo en La maldición del escorpión de jade, hasta la abducción de la madre de Allen en Historias de Nueva York, o el ya mencionado encuentro de Scarlett Johansson con un espíritu que viaja en una estrafalaria barca de Caronte. Por último, merece la pena destacar una condición doble en este último filme, Scoop: el mago de la función no es otro que Allen, que naturalmente se tiene a sí mismo por un fraude; sin embargo, demuestra poseer verdaderas dotes psíquicas, aunque él no llega a saberlo nunca, cuando adivina que la vocación profesional de Johansson era la de higienista dental –qué mala suerte, en ese momento la muchacha tenía sus escarceos con el periodismo…
Como conclusión, podemos afirmar que para Woody Allen lo sobrenatural es inherente al cine, al mero hecho de narrar para entretener; y es que, las más de las veces, lo cotidiano es demasiado aburrido. ¿El cine no debería permitirnos soñar con una realidad mejor, menos insoportable? El cine es el medio donde podemos plantearnos la pregunta, “¿Y si…?”, y responderla con la mayor libertad posible, porque la imagen cinematográfica es en todo semejante a nuestros procesos psíquicos, nuestras ensoñaciones y utopías, como la imaginación con que tratamos de acercarnos infinitamente a lo real, sin conocerlo nunca.

viernes, 19 de agosto de 2011

SUDAR NOS CONVIRTIÓ EN HUMANOS






Tendemos a pensar que la secreción sudorípara es una enojosa pervivencia de nuestro origen animal. La cirugía estética ha encontrado en ella un nuevo filón: bótox para “adormecer” las molestas glándulas. Y, sin embargo, no somos conscientes del fundamental papel que han jugado en la evolución de nuestra especie. Para Nina Jablonsky, antropóloga de la Universidad del Estado de Pennsylvania, el incremento de las glándulas sudoríparas, correlativo a la pérdida del pelo corporal, podría haber sido un requisito condicionante para el desarrollo del cerebro grande que caracteriza al género Homo.
La cuestión remite al estudio de los diferentes sistemas de regulación de la temperatura corporal en los mamíferos, problema clave pues, por encima del umbral crítico (en los humanos se sitúa en 40º), los procesos bioquímicos de las células comienzan a fallar y algunas proteínas pierden su estructura. El riesgo de sobrecalentamiento, por otro lado, se acentúa con el ejercicio físico.
Las soluciones presentes en las diversas especies son siempre respuestas óptimas de adaptación al medio: la escasa actividad diurna de los felinos, el jadeo de los cánidos… Sin embargo, ese jadeo interfiere en la respiración, restándole eficacia. Por ello, animales muy veloces en el sprint pueden manifestar una escasa resistencia a la carrera mantenida. Aprovechando tal debilidad, los aborígenes australianos consiguen dar caza a los veloces canguros tras perseguirlos durante horas, hasta que sus presas se desmayan por el exceso de calor corporal.
La respuesta adaptativa del hombre es diferente: está cubierto de millones de glándulas sudoríparas, cuya función es disipar la mayor cantidad posible de calor a través del sudor, efecto que también se refuerza mediante el contacto directo de la piel con el aire. Con ambos procedimientos se mantienen frescos la superficie corporal y el cerebro, que resulta ser un órgano extremadamente termosensible.
En el caso de los chimpancés - rama de las que nos separamos hace unos 8 millones de años-, el cuerpo se halla cubierto de un denso pelaje, que cumple la función de protección contra los rasguños y la radiación solar, así como de aislante contra la humedad, el frío y el calor. Por otro lado, los chimpancés permanecen la mayor parte del tiempo protegidos del sol bajo las copas de los árboles, por lo que la capacidad de sudoración no resulta especialmente relevante para dicha especie. Lo mismo sucedía con los primeros homínidos, que comenzaron su andadura evolutiva en cerrados espacios boscosos. Su paso a otros entornos más secos, por el cambio climático acontecido hace dos millones de años, supuso un reto medioambiental decisivo, pues quedaban expuestos a una mayor radiación solar y sometidos a una vida más activa, tanto al huir de sus predadores como durante la persecución de sus propias presas.
En el curso evolutivo, nuestros ancestros experimentaron una decisiva ampliación del tamaño de la caja craneal: por una parte, por la disminución de la musculatura de sujeción de la cabeza al cuerpo, al pasar a la postura erguida; y, por otra, por la reducción del aparato masticatorio gracias al cambio a una dieta rica en proteínas. Ello permitió el crecimiento del cerebro. Pero su volumen progresivamente más grande, que facilitó a las especies predecesoras abordar más acertadamente aquellos radicales desafíos a la supervivencia, también exigía una mayor refrigeración. Por tanto, un menor vello corporal y un incremento en el número de glándulas sudoríparas pudieron haber interactuado, en sistemas verdaderamente complejos de mutua potenciación de los factores concurrentes, para hacer posible el espectacular desarrollo del cerebro desde los primeros australopitecinos hasta el género Homo.
El problema reside en que los científicos todavía desconocen cuándo se produjo exactamente esta novedad adaptativa. Sí pueden constatar que hace 3,9 millones de años, los Australopithecus afarensis- especie a la que pertenece la célebre Lucy-, estaban físicamente mal adaptados a la carrera en bipedestación, por lo que una piel especialmente hidratada y ventilada no constituiría una vital necesidad para los mismos. En cambio, sí debió de serlo para el Homo erectus, hace unos dos millones de años, permitiéndole emigrar desde África hasta el Sureste asiático merced a su capacidad para recorrer largas distancias, como ponen de relieve el biólogo Dennis Bramble, de la Universidad de Utah, y el paleoantropólogo Daniel Lieberman, de la Universidad de Harvard. Entre ambos hitos, lógicamente, debió de mediar un proceso de desarrollo, ya fuera éste abrupto o progresivo.
Para la solución de este enigma resulta crucial el descubrimiento, en abril de 2010, de una nueva especie, denominada Australopithecus sediba, que aparece publicado en el número de agosto de National Geographic (Vol. 29, nº 2). El artículo, cuyo autor es Josh Fischman, se titula "Medio mono medio humano".
Los restos se han encontrado en el yacimiento de Malapa, cerca de Johannesburgo, en unas pozas de agua que han conservado, en excelente estado, esqueletos muy completos de varios individuos, cuya datación se sitúa en 1,98 millones de años. Para su descubridor, el paleoantropólogo Lee Berger, se trata de una especie transicional por su combinación de rasgos primitivos y modernos: un cerebro pequeño (420 cm³), similar al de un chimpancé pero ya con la acusada asimetría entre los hemisferios derecho e izquierdo que distingue al cerebro humano; cuerpo menudo pero piernas más largas que el A. afarensis, signo indudable de su mayor aptitud para la marcha; calcáneo primitivo junto a una mano con agarre de precisión…
La extraordinaria relevancia de este descubrimiento- que para Berger representa “la piedra de Rosetta del origen del género Homo”-, reside en el gran número de huesos hallados en el yacimiento, mientras que suele decirse que, hasta llegar a los neardenthales, los restos que conservamos de las diferentes especies apenas llenarían una caja de zapatos. La razón es sencilla: en época de lluvias, el agua llegaba hasta la superficie del manantial. Con las sequías, aquellos homínidos debían aventurarse en el interior de las cuevas buscando el acuífero, cayendo a veces por pozos verticales de hasta 50 metros. Los cuerpos quedaban rápidamente sepultados bajo una gruesa capa de arena y arcilla en esas trampas mortales sudafricanas. Por la rapidez del enterramiento, las partes blandas tardaban más tiempo en descomponerse, hasta el punto de que un cráneo y una mandíbula conservan parte de la piel o, al menos, su huella fosilizada, hecho verdaderamente insólito en la historia de la Paleoantropología. Para Nina Jablonski tal transcendental descubrimiento abre la puerta a verificar cómo reaccionaban al calor aquellos australopitecinos, tanto por la densidad de glándulas sudoríparas como por la pilosidad facial. En un artículo publicado el pasado año, bajo el título "El origen de la piel desnuda", la misma autora afirmaba que la ausencia de pelo corporal también tuvo una transcendental influencia en las relaciones sociales- la intensidad y complejidad de las cuales aceleró exponencialmente el desarrollo de nuestra especie-, al crear sistemas de comunicación puramente epidérmicos como el rubor, las expresiones faciales, la pintura, los cosméticos y los tatuajes. Toda una nueva línea de investigación llamada a revolucionar nuestra comprensión del hipercomplejo proceso de la hominización.

jueves, 18 de agosto de 2011

SOBRE LOS AFECTOS Y EL ARROZ Y ATÚN



Cierto día de las vacaciones de verano y como suele ser habitual los fines de semana, tuvimos un encuentro familiar, abuelos, tíos y primos, a orillas del Mediterráneo, más concretamente en el puerto de Torrevieja. Estas ocasiones siempre sirven para relajarse, estrechar lazos, sentarse y comer en torno a la mesa y disfrutar de la compañía de los seres queridos.

Pues bien, en este idílico marco, mi tía Encarnación Lorenzo Hernández, “Encar”, colaboradora de este blog, además de madrina y mecenas mía, todo sea dicho, me hablaba de sus últimos hallazgos musicológicos y discográficos en el ámbito de la música de la época barroca, una de sus debilidades.

Tras conversar acerca de algunas arias de óperas de Haendel interpretadas por contratenores de renombre y otros incipientes y la carencia de obras contemporáneas escritas para ese registro de voz, aún más agudo que el de tenor, mi tía me hizo partícipe de una curiosa reflexión acerca de las Suites para violonchelo del maestro Johann Sebastian Bach.

Me decía que cómo era posible que siendo todas diferentes, siempre tengan algo que las haga sonar igual, como si fueran la misma. Mi tía suele ponerme a prueba con esos razonamientos, porque viene a ser algo así como preguntar el número exacto de estrellas en el firmamento. Y como es evidente, hay que dar una respuesta convincente, clara y sintética.

Igor Stravinsky, en una de sus entrevistas con el musicólogo Robert Craft acerca del acto compositivo, afirmaba que los instantes inmediatamente posteriores a recibir el encargo de una obra le agobiaban muchísimo, porque era como sentirse al borde de un abismo con vértigo y sin saber qué hacer. Entonces, analizaba la situación, y su mente comenzaba a crear, a elaborar estructuras, a seleccionar ingredientes. Y la situación de agonía ya no lo era tanto.

Así que extrapolando esa experiencia a mi campo y aprovechando la receta que ese día había preparado la abuela, arroz y atún, mi plato preferido, comencé a dar la respuesta.

Bach fue el último y mayor exponente del Barroco, una gran mente forjada en las adversidades de su tiempo y su familia, capaz de componer semanalmente una cantata para los oficios religiosos, además de un humanista, filósofo y teólogo con un inmenso catálogo de valores morales y una Fe ciega en Dios. Una época, dicho sea de paso, en la que no existían ni la televisión, ni los falsos ídolos ni la vida nocturna, y en la que el trabajo, así como la realización personal que de él se consigue sustraer con los años, ocupaba un lugar preferente de la escala.

Tras esta breve contextualización, entremos, pues, en materia.

La razón aparente por la que dichas suites, aún siendo diferentes, resulten paradójicamente similares, radica en el empleo por parte del compositor de una serie de parámetros que las hacen inteligibles al auditor. Del mismo modo en que construimos oraciones al hablar dotadas de un orden y elementos que contienen y transportan la información, las suites, en nuestro caso, también están construidas con una estructura perfectamente ensamblada, lógica y coherente.

Bach se expresaba mediante líneas y líneas, independientes entre sí, pero compatibles al superponerse unas con otras, creando así un tejido orgánico, un gran tapiz que, visto de lejos, forma una unidad. Al aproximarnos a él, nos revela todos los motivos y detalles de que se compone.

Al observar dichas líneas, se aprecian mensajes diferentes, más o menos codificados, como si asistiéramos a un gran coloquio con distintas opiniones. Dichos mensajes nacen del ejercicio musical y de un inmenso número de normas que ahora no vienen al caso. Pero también nacen de la conjugación entre la denominada Teoría de los Afectos y correspondencias numéricas entre distintos hechos o personajes bíblicos. Correspondencias, por cierto, avaladas por estudios a lo largo del tiempo y en ningún caso surgidas fruto del azar.

Los Afectos son algo así como un código de valores asociados a diversas particularidades de la melodía y la armonía, es decir, de lo horizontal y lo vertical en el discurso musical.

Al igual que en la música de cine, en la que la puesta en escena del malo suele prepararse con sonidos graves y serios, y una situación de suspense, con sonidos débiles y agudos aguardando el golpe que produzca el susto, en Bach hay distintos motivos que representan el sufrimiento, la lágrima, la victoria, el Padre y el Hijo, etc. Hablo de situaciones creadas por esos motivos, que originan la atmósfera de la historia, no de personajes musicales en sí. Eso es algo que Richard Wagner pondrá de relieve tiempo después con el Leitmotiv. Pero ese es otro cantar.

Ya en casa, la abuela echa el arroz sobre el sofrito preparado con anterioridad. La estructura previamente creada, perfecta, que aloja a los personajes de la historia. Las proporciones y el tiempo adecuado, los mejores ingredientes, y el reposo y la pizca de cariño que hacen que el plato y su entorno queden en la memoria.

Nos disponemos a comer. Y al primer contacto con el paladar surge la magia sinestésica de la que, supongo que afortunadamente, soy partícipe. Mi mente queda en blanco y el tiempo se detiene. En la boca se conjugan todos los sabores, y como si de la magdalena de Proust se tratara, el plato me transporta a mi infancia. Y veo en mi mente imágenes de mí mismo, más pequeño, bañándome en el mar con mi familia mientras suena de fondo la Suite nº1 para violonchelo de J. S. Bach.

Es un momento único, irrepetible e inolvidable, pero que sucede por suerte todos los veranos, dando lugar así a la paradoja de vivir siempre en el mismo día aunque hayan pasado casi 20 años. Y sin embargo, son veranos distintos.

En la música de Bach también ocurre eso. Aunque sean distintas entre sí, las concomitancias entre los elementos musicales y la concepción intelectual y artística de las obras, hacen que sean distintas e iguales a la vez.

Y así como un simple plato de arroz y atún es capaz de contar una historia tan entrañable y feliz, la música de Bach ilumina el alma con la luz de la Revelación, narrando siempre la misma historia: la del triunfo del Bien sobre el Mal y de la Vida sobre la Muerte.

La de la felicidad sobre la tristeza.

Eso es BACH.

viernes, 5 de agosto de 2011

Mente y Ordenador


El ordenador ha llegado a ser una máquina personal, íntima, su pantalla forma ya parte de nuestro imaginario cultural, tanto emocional, como erótica e intelectualmente. El PC empieza a ser considerado por la psicología como consideraba un "objeto de transición" (D. W. Winnicoff), como el osito de peluche que conservamos supermanoseado, la almohada primera, esos objetos que median entre el primer y fundamental vínculo con la madre o con el padre y la capacidad para desarrollar relaciones con otras personas. Objetos que son y no son "yo" y están cargados de connotaciones naturales y simbólicas: sentimentales, religiosas, estéticas, sexuales... Más tarde o más temprano la interfax del PC irá volviéndose antropomórfica, reconocerá la huella digital, la voz de su amo (o de su servidor), aprenderá de la relación con su dueño (o con su parásito cognitivo) o tendrá una figura androide.

Gente distinta se apropia del "ordenador" -antes, cuando era menos "poderoso", llamado en femenino "computadora"- de forma diferente: como un compañero que no demanda amistad, una extensión de la memoria, un arca con los tesoros del pasado, un espejo de Narciso, un ámbito ordenado y controlable que compensa los azares e imprevistos de la existencia física, un océano para la piratería o un espacio para el delito (subcultura del hacker), una gran caja de juegos, un instrumento de trabajo, una máquina de suplicio administrativo...

Puede satisfacer necesidades de todo tipo: emocionales, intelectuales, de dominio. Incluso, indirectamente al menos, puede darnos de comer. De hecho, muchos negocios online se están riendo de la crisis y creciendo con ella.

La oposición hardware/software nos ofrece una perfecta analogía con la oposición cerebro/mente. Nos hacemos como las cosas que construimos, pero las cosas que inventamos también nos deben su forma.

Contra las excelencias de la Red de redes (como tal red, "la Internet", en femenino, pero con claros signos de transformismo sexual mientras va cobrando empuje), contra su poder (democrático o autocrático, no lo sé), se puede objetar que el internauta navega por el espacio de la simulación, busca una comprensión superficial a través de los saltos por el hipertexto del espacio virtual, y no a través del análisis profundo, y acabará siempre descendiendo o naufragando en la divagación, el mercadeo, la publicidad, el juego o la subcultura del entretenimiento. Nos guste o no, nuestros hijos y sobre todo nuestros nietos están creciendo y crecerán en esa cibercultura.

En un primer momento, hasta los ocho años, el PC, activo e interactivo, provoca a los niños para qué hallen razones sobre qué hace que las cosas estén o parezcan vivas. Luego se pasa de la dualidad "filosófica" inerte/virtualmente-vivo a lo competitivo. Quieren ganar el juego y dominar la máquina. En la adolescencia, los ordenadores personales se convierten en lugares de escape, donde se recupera el control, y donde es posible compensar una personalidad vulnerable con la promesa de un poder perfecto. Aproximadamente, así describió Sherry Turkle, en 1984, las etapas de la interrelación entre el espíritu y el ordenador personal (The Second Self: computers and the Human Spirit, Nueva York).

Como anticipó Marshall McLuhan, cuando los seres humanos jugamos con nuevos objetos nos dejamos transformar por ellos. Un nuevo medio de comunicación acaba siendo un nuevo modo de comunicación, de pensamiento y de acción. Usamos los objetos que nos rodean para desarrollar y asimilar ideas y todos ellos y sus contenidos acaban cobrando valores simbólicos.

"Los ordenadores no se estarían convirtiendo en unos objetos culturalmente poderosos si la gente no se enamorara de sus máquinas y de las ideas que las máquinas comportan"
Sherry Turkle. La vida en la pantalla, Paidós, 1977, pg. 63.

La personalización de las máquinas, ¿no se da en favor de la objetivación mecánica, de la instrumentalización de las personas? ¿Nos robotiza Internet? ¿Será verdad que las máquinas son cada vez más listas para que nosotros nos podamos volver cada vez más vagos y más tontos? No faltan "apocalípticos" de la red de redes, como Nicholas Carr, que de "bebedor" (experto en redes) se ha vuelto "abstemio" ("apocalíptico" de las redes). Mario Vargas Llosa comenta en EL PAÍS (31-7-2011, pg. 27) el toque de atención que sobre los peligros de la adicción a Internet, nos da N. Carr (¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, Taurus, 2011).

Para bien y para mal la mente de nuestros hijos y nietos estará configurada por la Red. Si ésta ofrece una memoria casi infinita, disponible a cliqueo de ratón, a tiro de ADSL, ¿para qué molestarse en memorizar? Sólo hay que memorizar, mínimamente, el nombre aproximado del Servidor y escribir en su celda lo que deseo determinar. El recuerdo de la cosa se sustituye por el recuerdo del espacio virtual en el que puedo encontrar el recuerdo de la cosa.

¿Nos extrañará que para muchos chicos y chicas leerse un libro de cabo a rabo sea cada vez una proeza más dura? ¿Puede tener para ellos sentido hacer ese esfuerzo de atención concentrada durante horas? Encontrará fácilmente una síntesis en Internet, preciosamente ilustrada con imágenes, y puede que con agradable musiquita, en una página web o en un blog monográfico...

¿Se volverán los libros superfluos, objetos de coleccionista, piezas de lujo para lectores cavernícolas y eruditos extravagantes? El filósofo Joe O'Shea, de la universidad de Florida, así lo pronostica. ¿Serán capaces los niños y niñas educados por y con las TICs (Tecnologías de la Comunicación y la Información) de leerse esas largas obras maestras de la literatura universal que educaron a sus abuelos: La RegentaLa Montaña Mágica, Guerra y Paz... Es dudoso. Están acostumbrados a picotear información, que comprenden muy superficialmente, están habituados al Seleccionar (por el sonido, no por el sentido)/copiar/pegar. No han tenido que hacer prolongados esfuerzos de concentración ni de memorización, apenas dominan las conjugaciones verbales cuando salen de la escuela ni la tabla de multiplicar (¿para qué están las calculadoras?). También, si han abusado de la tele o -lo que es lo mismo- han sido dejados desamparados ante las insidias de la niñera electrónica, estarán ya acostumbrados al fragmento, a la ausencia de sentido global, de espíritu profundo, de unidad sustancial, y canalean alegremente de una cadena a otra buscando lo más excitante, el estímulo más provocador o novedoso, la imagen más saturada de color y provocativa.

"Han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red" (M. Vargas Llosa).

Por otro lado, la Red ofrece la literatura, toda la literatura, la artística, la científica, la musical, la religiosa, como mera información, desde una perspectiva prágmática y mezclada con todo tipo de basura...

La robotización de la humanidad en función del desarrollo de la Inteligencia Artificial, ¿es imparable? La única solución, ¿es la objeción telemática, abandonar las redes, fundar monasterios donde el voto de desconexión telemática sustituya al antiguo voto de silencio? ¿Ese aislamiento, no nos conduciría directamente a la marginación, el fanatismo y la locura?

Cuando alguien sataniza las TICs, me acuerdo del llamado "dilema de los Habsburgo": una cultura es defendida de modo más estridente cuando ya está irremediablemente perdida. La radio no acabó con los periódicos, la tele no acabó con la radio, ni con el cine; y la Internet no acabará con los libros ni con sus lectores. El libro, es cierto, depurará su función, tal vez se vuelva más artístico aún, más exclusivo, incluso más necesario y personal, como la escritura manuscrita.

Uno no puede sacar tiempo para todo. La competencia para seleccionar la información y el entretenimiento de un modo digno y solidario, he aquí el gran reto educativo. Saber conectarse o desconectarse a tiempo (U. Eco), he aquí el problema. Reorganizar de modo positivo las prioridades de la atención, esta es la proeza que le compete al espíritu humanista en el siglo XXI.