Volverás a
mi huerto y a mi higuera:
por los altos
andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera.
Se suele decir que el amor más desprendido es el que sentimos por los hijos. Desde luego, nada peor que perder un hijo; normalmente, salvo casos excepcionales, se ama a los hijos intensamente como a cosa propia, pero tal vez sea más gratuito y generoso el afecto que se siente por los nietos, e incluso por las mascotas o por las plantas, aunque se trate de un afecto más superficial y, por supuesto, con menos riesgos, porque con las personas todo se complica. A la postre, los hijos nos conservan en sus genes, son espejo de nosotros mismos, de nuestra carne y de nuestra sangre; nos repiten también en improntas y maneras, en su educación y en sus recuerdos. Nuestras almas se entrelazan.
A las plantas de las huertas y los sembrados las amamos por sus frutos, ese afecto por la promesa de sus flores conforma causa común con las abejas. Puede que todos tengamos algo de esa “alma colmenera” que atribuyó Miguel Hernández a su amigo Ramón Sijé, un alma hecha “de angelicales ceras y labores” y que por eso podamos sentirnos “desalentadas amapolas” cuando perdemos a un amigo. Más desprendido aún es ese cariño que nos apega a aquellas plantas que no satisfacen más necesidad que el de admirarlas o contemplarlas existiendo, creciendo, mantenidas en su ser. El hombre, animal bípedo de posición erecta, mira hacia el frente o hacia arriba, y no hacia el suelo, por eso puede también, como cantó Ovidio “… ad sidera tellere vultus”: alzar la mirada hacia los astros, dedicarse al ejercicio de contemplar algo, las estrellas, que ni apetece ni maneja… Más humildemente, diríamos que con menor ambición y más terrenal conformidad, miramos con deleite nuestras macetas, aunque sólo sea un breve cactus, una crasulácea que apenas requiere cuidados y hemos incorporado a nuestra mesa de trabajo…
Heliotaurus rufficolis sobre santolina de jardín |
Al animal civilizado no le basta con comer, beber, jollamar, ver divertidos concursos por la tele y asistir a partidos de fútbol…, no es “culto” el hombre sólo por saber sonarse las narices con un pañuelo y allegar a su boca la carne con un tenedor. El cuidado de las plantas por su hermosura civiliza (la belleza, esa “obligación de los fenómenos”, que decía Schiller). Son muy útiles los huertos escolares para que los infantes conozcan el esfuerzo y la labor de donde procede el pan que comen, pero también el cuidado de plantas ornamentales debería incentivarse en las escuelas como complemento al estudio de los seres vivos. Son muchas las virtudes que cultiva en sí el jardinero y que puede aprender de las plantas: paciencia, sentido del orden… “Si quieres ser feliz un día, emborráchate; si quieres ser feliz un año, cásate; si quieres ser feliz toda la vida, métete a jardinero” -- filosofía parda de un proverbio oriental-- es lo que hizo el último emperador chino cuando fue depuesto del poder.
Ya dejó dicho Ortega que la prisa es propia de enfermos y ambiciosos, ese dictamen es casi un diagnóstico de nuestra sociedad, una descripción de tres de sus morbos. Pues bien, las virtudes de la espera, tan olvidadas, son propias del jardinero, que ha de aguardar con parsimonia los efectos de podas, injertos, riegos, desbroces… No valen las prisas con las plantas. En maceta, son como amistades verdaderas: hay que emplazarlas donde les guste, se agostan si no se las riega, pero se ahogan si se las riega demasiado. Ni descuidos ni empalagos; un ten con ten. Cada una, como cada persona, admite y requiere cuidados y tratos diferentes.
Las plantas dan compañía y palían la soledad no deseada. No solemos tener en cuenta que los vegetales, aunque estén exentos de conciencia de sí, poseen sensibilidad, una sensibilidad distinta de la nuestra y tal vez por eso, por sernos extraño su sentir, nos resulten tan fascinantes, es como si dominaran muchos secretos vitales, sin saber que los conocen ni darse importancia por ello, silentes, como en otro mundo. En su libro Botánica insólita, José Ramón Alonso nos habla de “plantas glotonas”, de “semillas aladas”, de vegetales “antiterroristas”, de retamas incendiarias, de diálogos genéticos entre tomateras, de legumbres que donan sangre y de vegetales con olfato. Es sabido que algunas cazan y que las orquídeas engañan a los abejorros… Mucho antes, en el romanticismo tardío, Mauricio Maeterlinck nos habló poéticamente de "la inteligencia de las plantas".
Echinopsis subdenudata (Cactus erizo) en floración efímera |
"Orquis" (de donde “orquídea”), en la mitología griega fue personaje efímero que nació de ninfa fecundada por sátiro. En una fiesta en honor de Dionisio, embriagado, Orquis intentó violar a una sacerdotisa, la cual pidió ayuda a los animales salvajes del monte, que mataron al acosador; sin embargo, apiadada de sus restos, la sacerdotisa, perseguida y vengada, pide a los dioses que le devuelvan la vida al lujurioso hijo del sátiro, pero los Inmortales convierten sus restos en una planta: la hermosa orquídea…
Las bellas flores de las orquidáceas parecen hembras de insectos, prometen sexo para que los bichos a los que engañan lleven sus gérmenes fecundantes a otras orquídeas; usan los atractivos de la sexualidad como nuestros publicistas… Las orquídeas, las más listas de las plantas, forman la familia más numerosa de las que cuentan con flor (fanerógamas), más de 26.000 especies, cuatro veces el número de mamíferos.
Ophrix scolopax, orquídea silvestre, "Abejera becada" |
En el universo floral de Miguel Hernández, campestre y mediterráneo, no hay orquídeas, pero sí lucen y centellean amapolas, jazmines, rosas y claveles. No faltan tampoco el azahar del cítrico y las flores del almendro, en las que desea el poeta recuperar a su amigo perdido: "A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero…".
Las plantas están enraizadas, pero se mueven, miran hacia aquí o hacia allá buscando los aires más propicios o el rayo de sol providencial; para extenderse por territorios nuevos han ideado estrategias insólitas, como el pepinillo del diablo (Ecballium elaterium), pesadilla de nuestros hortelanos, al que los franceses, tan finos para el erotismo, llaman “pistola de damas” porque, maduro, dispara sus semillas a distancia.
Hay quien piensa que a sus macetas les va bien la música y que tal vez agradezcan la conversación. Tuve un amigo, Jacinto Álamo Parra, que hablaba con las plantas y eso que no había leído en Proust aquel famoso pasaje en que el narrador, sumergido en la contemplación de una oxiacanta, tiene el sentimiento inexpugnable de que esta tiene algo que decirle y pierde la conciencia del aquí y del ahora en tal “estado de escucha”… Sin entregarse a delirios semejantes ni andar abrazando árboles. Lo cierto es que, en cualquier caso, las plantas gratifican el buen trato: floreciendo, fructificando; y castigan el desdén: afligiéndose, secándose. Tampoco es que sean mejores moralmente que nosotros, las hay que viven del trabajo de otras, parásitas, asesinas, plantas pirómanas que se abren camino entre sus competidoras favoreciendo incendios para luego rebrotar rápido, como el ave Fénix de sus cenizas. ¡Están vivas y las conocemos poco!, a pesar de que técnicamente las parasitamos, pues nos alimentamos de ellas o de los herbívoros que viven de ellas.
Sobreviven y se manifiestan principalmente mediante la no violencia, de un modo aparentemente pasivo, pero tenaz. Hay setas y matas capaces de romper el hormigón de las carreteras, higueras que destrozan los sillares de los viejos cortijos abandonados. Sus armas, químicas o mecánicas, olores, sabores, espinas, no son sólo estrictamente defensivas, expresan cierta voluntad de dominio y un gran poderío… No se avergüenzan las plantas de su sexualidad, antes bien, la exponen a pleno sol en la estación dichosa. Se conforman con poco, que es mucho, que es lo auténticamente valioso: tierra, agua y luz. Hacen sustancia de sí con la divina luz del día. Nosotros, ay, no podemos hacer carne de la luz divina.
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