“Era la playa metafísica de las grandes soledades. Allí la arena se mezclaba al polvo siniestro del cemento y de todo lo torpe, hasta formar un plano de infinita desdicha. El mar era sólo una espesa materia corporal simulando el movimiento de las olas, y la luna una mancha de empobrecidos grises”
Rafael Pérez Estrada. Los oficios del sueño, Madrid, 1992.
Quizá no haya un miedo tan general, cerval y tan traicionero
para la especie humana como el miedo a la soledad. De cómo se trenza con el
miedo a la libertad tal vez dé cuenta el popular libro de Erich Fromm. No lo
recuerdo.
La celda de aislamiento es el peor castigo para el castigado,
la más temible prisión para el preso. La soledad conduce a la locura y Robinson Crusoe perdería por completo la razón si no fuera por la compañía de Viernes. Y esto, a pesar de la
necesidad que todos tenemos de soledad y recogimiento, la necesidad visceral y
mental de estar solos de vez en cuando, de reservar y conservar una intimidad. Tu
corazón –decía Balzac- es un tesoro, vacíalo de golpe y quedarás arruinado. Elegir
vivir solo un tiempo está bien. Muchos rituales de tránsito de diversas
culturas así lo imponen. Pero no poder sino estar solo continuamente es un
infierno.