jueves, 23 de agosto de 2012

Miserias del nominalismo


La destrucción del ideal tiene consecuencias

“El todo es superior a la suma de las partes”. El viejo enunciado aristotélico servía para legitimar la superior nobleza y rango de lo universal sobre lo particular. A fin de cuentas, puede que a mi querida podenca Nela sólo le queden unos años de vida, ya ha cumplido diez. Luego, su cuerpo se desintegrará bajo el granado, donde la enterraré, pero su recuerdo me acompañará para siempre y su “perreidad”, que contiene entre sus notas un tipo de lealtad y afecto muy especial, perruno, propio de los canes, sobrevivirá a mi Nela, en su hija Nana, por ejemplo, aunque en ella se exprese de otro modo.

Para Richard M. Weaver (Las ideas tienen consecuencias, Chicago, 1948), la derrota del “realismo lógico” en el gran debate medieval resultó ser el acontecimiento decisivo en la historia de la cultura occidental y la fuente que ha conducido a la decadencia actual. Weaver, gran maestro de retórica, fue un ideólogo conservador (algunos le consideraron un izquierdista conservador), y un neoplatónico que ataca con argumentos limitados y algo miopes la calidad musical del jazz o la pertinencia del feminismo, al que considera antinatural. No obstante, filosóficamente hablando, su ataque al nominalismo es tan radical como perspicaz, y por ello tuvo un eco muy amplio. La experiencia de las dos guerras mundiales justifica también su punto de vista sobre el desastre de la cultura moderna en el famoso ensayo antes citado.

Como se sabe, la “ominosa” doctrina del nominalismo niega que los universales tengan ningún tipo de existencia real (no existe la humanidad, ni la caballerosidad, ni la igualdad, tampoco la justicia ni la verdad en sí…). El nominalismo reduce los universales a simples nombres y se alía tempranamente con el empirismo que afirma “no hay más cera que la que arde” ni más realidad que la sensorialmente experimentable.

Para Weaver, un nominalista no es capaz de alejarse lo suficiente de los árboles como para ver el bosque y, lo que es peor, resulta inútil para elevarse más allá de lo que hay hasta lo que debe haber: no puede imponerse la trascendencia de un ideal que niega, y es esto precisamente, el afán de trascendencia, lo que dota de una especial dignidad a nuestra raza.

La cuestión clave es si existe una fuente de lo verdadero por encima del humano e independientemente de su voluntad. La creencia en los universales impone naturalmente una nota de humildad y limitación a la perspectiva humana. El rechazo de los universales –de las grandes ideas y valores- supone el rechazo de toda experiencia trascendental y de toda verdad objetiva. Y una vez se ha rechazado la verdad objetiva, ya no hay modo de librarse del relativismo del “hombre, medida de todas las cosas”.

Una consecuencia lamentable del nominalismo en el plano metafísico, es la sustitución del ser por la función. No importa la misteriosa existencia del mundo, de los astros y de la vida, lo que importa es cómo funciona esa máquina. Nominalismo y mecanicismo se dan por tanto la mano. El conocimiento del funcionamiento nos ofrece un método de dominación. Así, la razón funcional es también “razón instrumental” y el idealismo de Weaver se acerca aquí al criticismo de la Escuela de Francfurt que desconfía de la reducción del homo sapiens a homo faber.

Decaídos los universales y los ideales trascendentes, reducido el sujeto humano a individuo, despojado de su humanidad, ajustado a su papel de sujeto ávido de consumir o acumular enseres, el conductismo psicológico (hijo bastardo del nominalismo) negará la voluntad y el  libre albedrío.
La pura práctica, ayuna de teoría, aboca al materialismo y deja sin fundamento cualquier tipo de autoridad. Si sólo existen los individuos, ¿por qué una opinión valdrá más o menos que otra?

En la educación, la crisis de los universales no sólo destruye la autoridad del maestro, sino que supone un atentado contra la definición y contra la memoria de la definición. ¿No consiste la educación, sobre todo, en aprender a llamar las cosas por su nombre, en aprender a nombrar correctamente? Flaquea la fe en el lenguaje, de modo que pronto los gemidos, los gritos y los aullidos se vuelven más interesantes –y desde luego mucho más excitantes- que el lenguaje articulado. Tal vez le sigamos por un tiempo llamando “amor”, pero desde un horizonte desidealizado (Marcuse diría "desublimado"), sólo podemos estar hablando de prácticas sexuales.
La rebaja del nivel de abstracción supone un empobrecimiento del simbolismo y de la comunicación, por mucho que ésta circule por canales tecnológicos cada vez más sofisticados. Y es que los sentimientos sin metafísica no valen nada, y las emociones sin ideas que las modulen resultan destructivas. Las cosas en general no son verdaderas, y los actos no son justos mientras no concuerden con un ideal conceptual, con un paradigma abstracto.

La incapacidad para la abstracción, en el plano moral, lleva necesariamente al egoísmo individualista. Si uno es incapaz de reconocer la humanidad allá donde se expresa, no habrá más criterio de decisión que la propia gana, el gusto y el capricho de cada quisque, el otro no es más que una cosa, un objeto, como un "tío", un "pisha" o un "tronco". De ahí “la impotencia moral del empirismo” que acaba privando al ser humano del derecho inalienable a la libertad y a la responsabilidad que se sigue de ella. Pues si elijo y actúo por ideas propias, debo responder de lo que hago. Si no existe más que la experiencia sensorial, somos hijos de ella, esclavos de las circunstancias; sólo es real el aquí y ahora y la mente humana involucionará sin remedio hacia la animalidad.

El Estado providencia y la psicología del niño malcriado

Además, “no puede ser sana una sociedad que dice a sus miembros que no hace falta que piensen en el mañana porque el Estado ya se encargará de garantizarles su futuro”. La providencia del Estado impide que el ciudadano se vuelva previsor desarrollando con ello su valía personal. La desmemoria del ciudadano, su inconsciencia histórica, lo desvincula de la tradición, convirtiéndolo en un nuevo bárbaro. Su psicología, la psicología de las masas urbanas, es la del niño malcriado. La publicidad y la propaganda les han inculcado que no hay nada que no pueda saber, que no hay nada que no pueda poseer, que basta reclamar y quejarse para obtener lo que se le antoje en el “imperio del deseo”.

Al niño malcriado no se le ha entrenado para comprender la relación entre esfuerzo y recompensa, sino que se le ha adiestrado para la relación deseo-acción consumidora. Se le ha hecho creer que el progreso es automático y no requiere afrontar obstáculos, sino sólo de investigación e innovación incesantes, y que la felicidad es un derecho, no un logro. Las cosas serían distintas si se creyera en un horizonte espiritual, pero como, al eliminar el mundo de las ideas -como vio muy bien Nietzsche-, no queda más que el mundo de las apariencias, el niño malcriado no está preparado para diferir la satisfacción de sus deseos (principio de la buena educación, asociado a las virtudes de la espera). 

Según Weaver, la desilusión y el sufrimiento ante los obstáculos fue precisamente lo que alimentó la psicosis de masas del fascismo (él mismo contribuyó a la causa republicana en la guerra civil española). Al no conseguir la felicidad publicitada como un derecho, el niño malcriado sospecha la intervención de una mano maligna. Nadie le ha dicho que la formación de un hombre depende de la disciplina y que son precisamente las exigencias las que nos obligan a crecer, más que las satisfaciones. Con el Romanticismo los libros de texto renegaron de las ideas de deber. 

“El ciudadano actualmente es hijo de unos padres indulgentes que satisfacen todos sus caprichos e inflan el ego hasta incapacitarlo para cualquier forma de lucha”

A juicio de Weaver, esta psicología del niño malcriado es una consecuencia de la sustitución del modo de vida rural por el modo de vida urbanita y desarraigado que hace desaparecer cualquier pudor rusticus ante el misterio de la creación. La vida burguesa favorece el aislamiento individualista y desprecia y hostiga a filósofos, poetas y místicos, a esos “salvajes eremitas que insisten en desplegar ante los ojos el tema de la fragilidad del hombre”. La impostada autosuficiencia del burgués reduce su tendencia a relacionarse con otros. Como es incapaz de concebir algo más grande que él mismo desprecia el mérito de ponerse al servicio de una causa común. Así, la ciudad esteriliza. La ciudad le protege y la ciencia le da de comer, por lo tanto ya no siente el trabajo como la mejor terapia ni como algo sagrado. Para Weaber, el culto a la comodidad, la obsesión de la facilidad son infalibles síntomas de decadencia. ¡Los atenienses asistían a sus tragedias sentados en piedras al aire libre! Pero tampoco queda ya sensibilidad para la tragedia.

Restauración metafísica

Las grandes ideas arquitectónicas no nacen del amor a la comodidad. Para Weaver, el camino hacia la comodidad y la mediocridad quedó expedito cuando la Edad Media abandonó la moral de Platón para adoptar la de Aristóteles. Las consideraciones mundanas y utilitaristas revocaron el esfuerzo aristocrático por encarnar los ideales y extendieron el odio hacia cualquier tipo de superioridad y distinción personal.

En su descalificación del progresismo, Weaver resulta tan tradicionalista como postmoderno. Afirma que la teoría progresista de la historia, que enseña que el punto más cercano en el tiempo es también el de mayor desarrollo, supone el abandono radical de la capacidad de análisis. Al tratar de hallar nuevas fuentes de disciplina, el autor propone:

1. Distinguir nítidamente lo material y lo trascendental. Las apariencias no dan cuenta de la realidad y el empirismo es moralmente impotente. Las cosas no son verdaderas y no son justos los actos en tanto no concuerden con un ideal conceptual. Por otra parte, el economicismo es una especie de materialismo ciego, pues las causas económicas se definen precisamente por tener siempre otras causas. Muchas veces morales -añadiría yo-; piénsese, si no, en el papel de la avaricia de constructores, administraciones y bancos en la crisis financiera actual.

2. Restaurar el poder y autoridad de la palabra, la presencia de lo divino en el lenguaje, la mediación ideal del logos, el relieve simbólico de las buenas formas, títulos, grados y honores:

“El hombre necesita tanto la función poética del lenguaje como los recursos lógicos de la palabra, por tanto requiere formarse por partida doble. Por un lado, ha de estudiar literatura y retórica, por otro, lógica y dialéctica”

Por eso resulta imprescindible el estudio de la dialéctica socrática con su fe en la predicación, pues la dialéctica ofrece al estudiante la posibilidad de entrenarse en la forja de las definiciones.

3. Piedad y justicia. La modernidad contra la que arremete Weaver adopta una actitud despiadada, parricida, frente a la naturaleza y la historia. No es casual –escribe- que al emprender el análisis de la piedad y la impiedad, Platón escogiera como interlocutor a un joven realmente aficionado al parricidio (Eutifrón). La conclusión a la que se llega en ese diálogo es que la piedad, que consiste en cooperar con los dioses en el orden por ellos instaurado, se integra en el más amplio concepto de justicia.

Cuando el humano cree que las cosas no creadas por él no tienen derecho a existir y siente la naturaleza como un mero instrumento de sus ambiciones al que puede vencer, imponiéndose a ella por los medios más truculentos, adopta una actitud impía, que consiste en violentar la creencia en que la creación o la naturaleza sea fundamentalmente buena, que la razón última de sus leyes es un misterio, y que el desafiante desprecio que le testimoniamos y ensalzan los periódicos es un acto de subversión del cosmos. “Huelga decir que para aceptar que éste sea el caso se necesita hacer gala de un poco de humildad”. Por eso

“la piedad es disciplina de la voluntad ejercida mediante el respeto. Contempla el derecho a la existencia de entes superiores al ego y de cosas distintas de él [sobre todo, otras personas]”.

Manosear las piezas de una máquina cuyo diseño y finalidad última desconocemos, la naturaleza o sustancia del mundo, produce consecuencias funestas. Imponerse al orden natural de la vida tiene un precio incalculable, como esa neurosis de ansiedad que nos ha traído la hipervelocidad de los medios de transporte. La obsesión por reconstruir la naturaleza es un capricho de adolescentes, delata inmadurez. Sin embargo, ni la inmersión total en la naturaleza ni la total abstracción de ella son un camino seguro.

Por otra parte, está la naturaleza de los otros. Mientras no aceptemos que la personalidad se origina en una realidad que no agota nuestra inteligencia, será difícil que renunciemos al parricidio o al fratricidio. La verdadera tolerancia renuncia al narcisismo.

4. Superar la amnesia colectiva y recuperar el sentido histórico. La conciencia del pasado es un antídoto contra el egoísmo y el optimismo superficial. La forma más vehemente de moderna impiedad anida en el desprecio al pasado. Se observa la historia como la naturaleza: como una herencia inoportuna y con la misma determinación se lucha para librarse de ambas. Sin embargo, nuestra existencia depende del universo que nos rodea, y el pasado, así como la tradición, forman también parte de ese universo, del mismo modo que el universo parece depender de algo más.

Pero la restauración del ideal, de la autoridad racional y de la autodisciplina tienen su precio: Renunciar al fetiche de la prosperidad material, a la seducción de la comodidad, a la obtención de satisfacción sin merecimiento; aceptar la carga del deber aún antes de hablar de libertad y de las obligaciones antes que de los derechos… Estas cosas no son fáciles de asumir y todas ellas requieren profundas transformaciones psicológicas y metafísicas. 

jueves, 16 de agosto de 2012

Psicología y realidad del mal

Fotografía del Ángel caído (P. Alhambra)


 Mark Rowlands, divulgador filosófico, denuncia con razón que en nuestros días tendemos a escribir el mal con comillas. Quiere decir con ello que nuestra civilización desestima el juicio moral en beneficio del diagnóstico clínico o el análisis psico-sociológico. Damos por hecho que los “malos” sólo pueden serlo por alguna enfermedad mental o como consecuencia ineludible de ciertos malestares sociales. ¡Pobres “malos”! En realidad son enfermos o desfavorecidos…

Ni siquiera los malos son responsables de lo que hacen mal. De esta forma echamos balones de responsabilidad fuera, tampoco nosotros podemos llegar a ser malos. El mal resulta ser lo marginal, no lo cotidiano y, además, el “mal” no es culpa de nadie.

En las escuelas y en los institutos casi a nadie ya –salvo tal vez en la informalidad de la cafetería- se le ocurre hablar de niños traviesos o malos, sino, en todo caso de “alumnado disruptivo”. Si le gastan una “putada” a una profesora novata o al veterano condescendiente y ex-ácrata (y siempre buscarán a los más débiles para estas “disruptividades”), como colgarle un letrero difamante en la espalda a pincharle las ruedas del coche, no lo harán porque han decidido divertirse molestando o haciendo daño, sino porque quieren llamar la atención hacia sus problemas, padecen disfunciones psicológicas o son desfavorecidos sociales.

Así, el mal nunca es lo que parece ser, una “putada” –si se me permite expresarme en el corrupto lenguaje moral de nuestros días, en el que los eventos buenos se llaman “de puta madre”-, sino que es siempre otra cosa: una llamada de atención, un efecto del abandono, incluso una llamada de socorro…

Rowlands discute la teoría de un tal McGinn que entiende el mal moral como un regodearse en el dolor ajeno (en alemán, Shadenfreude), ofreciendo el contraejemplo de la hija abusada y violada durante años por un padre borracho y que, ya adulta, clama justicia buscando legítima satisfacción en una condena de cárcel para el padre, sin que por ello podamos considerar su actitud (vengativa) como moralmente mala. O el caso de su madre, que durante años ha obrado mal por omisión, consintiendo o haciendo la vista gorda ante tales abusos, sin buscar con ello ni placer ni alegría en el sufrimiento de la hija, sino evitar los maltratos del marido alcohólico y brutal en carne propia. 

Regodearse en las desgracias de la mala gente puede que no sea ejemplar ni heroico, pero dista de ser malvado. Probablemente se trate de una actitud bastante natural. Todos disfrutamos viendo como, en cualquier melodrama, el malvado acaba penando por sus incurias y desafueros. Si el bien fuese siempre premiado y el mal castigado como corresponde, nuestra existencia sería mucho más segura y mucho menos angustiante. Y desde luego, muchísima menos gente se comportaría mal.

El caso es que –como esa madre que para evitar ser víctima permite cobardemente que su hija lo sea- se puede ser malo sin regodearse en el mal ajeno. Para ir contracorriente, baste admitir hoy que se pueden hacer malas obras sin que medien ni motivos psicológicos –discapacidades, traumas, complejos- ni sociales (pobreza, desestructuración familiar), o sea, sin que uno sea forzado a hacer el mal por las circunstancias:

Cuando pensamos en el mal en términos de enfermedad o fracaso social suponemos que el mal es excepcional: algo que reside en la marginación. Pero lo cierto es que el mal se extiende por toda la sociedad (Mark Rowlands. El filósofo y el lobo. Seix Barral, Barcelona, 2009, pg. 121).

¿Acabará siendo banal hablar de la banalidad del mal, tal y como hizo Hannah Arend? La filósofa tenía razón: no hace falta ser un monstruo para complicarse en crímenes horrendos a sabiendas de la injusticia en que se cae. Adolf Eichmann, el oficial nazi complicado en el exterminio sistemático de judíos, no pretendía infligir dolor o degradar, porque simplemente era incapaz de comprender o identificarse con el sufrimiento de sus víctimas, a las que seguramente ni siquiera considerase personas. Tampoco era capaz de someter sus valores y creencias a un mínimo de examen crítico (lo que llama Rowlands “deber epistémico”). Rowlands piensa que la razón principal de que despreciemos nuestro deber moral o epistémico no es la mala intención sino la desgana, la pasividad cómplice.

La clave para distinguir a los malos de los buenos está en observar de qué manera aquéllos tratan a los débiles, animales, mujeres, viejos, niños... o cómo intentan generar debilidad en los demás. Todos tenemos capacidad para la crueldad. Todos sabemos hacer presa como pitbulls sobre el talón de Aquiles del prójimo. “El mal es banal o normal” significa que no hay que ser o sentir como un “anormal” para ser malo. Sólo hay que transigir con ciertos deseos, llevándolos a la práctica sin reflexión.

El famoso experimento de Philip Zimbardo lo demuestra. En situaciones especiales, como la de la Alemania que encumbró a un sicópata mediocre como Hitler, o sometidos a fuertes presiones sociales (sé por experiencia lo agobiante que puede ser la disciplina militar), todos podemos dejar de pensar moralmente, perder el juicio y cometer o transigir con crímenes horribles. El mito del doctor Jekyll y Mr. Hyde expresa con su hipérbole un fenómeno humano universal. La transformación moral, la degradación fanática, pasional y asesina, de la personalidad humana no es un episodio extraño. A este respecto, siempre recuerdo las declaraciones de una señora mayor cuando le dijeron que su vecino del descansillo de la escalera era un peligroso terrorista complicado en un crimen horrendo en el que habían muerto inocentes, incluida una niña y una mujer embarazada:

- ¡Era un chico tan simpático, me ayudaba a subir el carro de la compra por las escaleras!

El experimento de la Prisión de Stanford, al que antes me refería, puso de manifiesto que en determinadas circunstancias cualquiera puede comportarse como un diablo y los mejores incurren en una pasividad cómplice e indecente. La razón tal vez se halle en el temor a no seguir la mala corriente y en una difusión de la responsabilidad. A fin de cuentas, ¿por qué me tiene que tocar a mí hacer de héroe?

En el experimento de la Prisión de Stanford –una prisión simulada-, se les asignó a unos jóvenes voluntarios los roles de guardianes, y a otros, los de prisioneros. El experimento tuvo que finalizar abruptamente porque algunos guardianes desahogaron a placer su “mala leche”, quiero decir su potencial para la crueldad. Aquellos guardianes “buenos”, que no abusaron de su situación tratando con crueldad a los prisioneros, fueron sin embargo incapaces de evitar el mal comportamiento de los líderes crueles. Se inhibieron cuando se produjeron los peores abusos.

Al escribir “mal” con comillas, al no reconocer a los malos juzgándoles como tales, tratándoles como irresponsables, tarados o enfermos, ampliamos la dejación de responsabilidad y autoridad, ofreciéndonos un pretexto banal para mirar para otro lado.

Debemos resistir la tentación de justificar el mal explicándolo por causas mecánicas, entre otros motivos porque con ello privamos también al malo de toda dignidad personal, considerándolo como un mero objeto, una hoja sacudida y tirada al suelo por el viento irresistible de las circunstancias. Una explicación psicosocial no es una justificación moral. Incluso si podemos explicar un crimen, nunca estará justificado, porque hemos de suponer (postulado de la dignidad) que el criminal siempre podría haber hecho otra cosa, siempre podría haber escogido no convertirse en criminal. 

Para evitar la desidia del cómplice en el ámbito cotidiano (y se disfraza de tolerancia lo que muchas veces no es sino complicidad) es imprescindible superar el temor al aislamiento social. Comprendo que en una sociedad de padres, maestros y autoridades consentidoras, que ha convertido la impunidad del adolescente en principio legal, y los recintos de ocio en botellódromos, resulta muy difícil adoptar el papel de “aguafiestas”. Pero esto es lo que debemos esperar de un verdadero educador, de un juez, de una madre…

Desarrollar la imaginación heroica en los jóvenes es difícil sin la restauración de una mitología apropiada, edificante. Vale el ejemplo de Sócrates, aunque en su inocencia heroica el tábano de Atenas no comprendiese nunca que se pueda ser malo a sabiendas, pero también el de Cristo, quien durante su ejecución injusta también pidió perdón al Padre por sus asesinos, alegando que no sabían lo que hacían. Incluso sirven los buenos ejemplos de Lisa Simpson, salvando las distancias, claro. 

¿Cómo restaurar esos venerables ideales: el sentido de la vergüenza, de la templanza, de la piedad, de la prudencia, de la justicia…? Este es el problema, sobre todo cuando las instituciones que las representan o deberían representarlas, la universidad, la iglesia, la televisión pública..., no ofrecen un claro compromiso pedagógico con la honradez y el bien.

Bibliografía
A parte del citado libro de Rowlands, “La banalidad del heroísmo”, de Philip Zimbardo y Zeno Franco. Muy Historia, nº 19, 2008.