lunes, 18 de julio de 2011

Género y políticas de identidad: Permanencia y cambio


(Comentario en torno a La dominación masculina de Pierre Bordieu y La tercera mujer de Gilles Lipovetsky)

Desde la segunda mitad del siglo XX se aceleró, de manera significativa, el ritmo de transformación de la condición femenina en el mundo occidental, entre otros múltiples factores debido al acceso a la educación superior, la incorporación masiva al mercado de trabajo y el incremento de la presencia de la mujer en la esfera pública.

Se trata de un proceso de cambio extraordinariamente complejo por la acción de fuerzas económicas, sociales, políticas y culturales mutuamente interconectadas. Así sucede con los cambios sociales (contracepción, divorcio, reducción de la tasa de nupcialidad) que han motivado la ruptura del modelo tradicional de familia, lugar privilegiado de reproducción de los esquemas patriarcales (subordinación jerárquica de la mujer al varón y su papel reducido a labores domésticas); la formación y educación de la mujer, que permite el desempeño de trabajos cada vez más cualificados, y la tarea crítica del movimiento feminista en la denuncia de los clichés ideológicos que la habían esclavizado, en la sociedad burguesa, al trabajo en el ámbito del hogar y al rol meramente reproductivo; un mercado en constante expansión, que crea nuevas imágenes de productos y servicios y provoca, con ello, la necesidad de incrementar la capacidad económica de la unidad familiar mediante el trabajo remunerado de la mujer, hasta entonces confinada al papel de ángel tutelar de la casa, para satisfacer los apetitos de consumo generados …

En cualquier caso, los analistas coinciden en señalar que los innegables avances registrados en el lugar de la mujer en la sociedad ocultan su permanencia en posiciones de avance solo relativas, como demuestra su infrarrepresentación en el desempeño de tareas científicas o técnicas o al frente de puestos de autoridad (poder político o financiero), reservados al varón, ubicándose mayoritariamente, en cambio, en actividades que se consideran adecuadas al ser femenino culturalmente definido: educación, sanidad, otros servicios…, concebidas como prolongación natural de los trabajos tradicionales del hogar y que resultan compatibles con las exigencias de la maternidad. Para Bordieu, la tasa de feminización de una profesión es índice de medida de su valor social, de manera que la mujer solo ocupa nichos laborales devaluados socialmente, que ya no encuentra apetecibles el varón o que, por el hecho de estar siendo atendidos por mujeres, pierden por ello su prestigio preexistente.

Por tanto, existe un largo camino por andar en la igualación de los roles de género. Frente a la eternización de la división sexual que se produce cuando se la entiende encarnada en esencias inmutables, se trataría de re-historizar la división de género, introduciéndola en la dinámica del cambio social, esto es, entenderla como un elemento construido culturalmente y no dado por la realidad, siendo por ello susceptible de reforma. Tal reto parece particularmente perentorio de abordar en las sociedades en que la discriminación sexista es la norma secularmente arraigada.

Bourdieu revela cómo la mujer es víctima de una violencia simbólica tanto más peligrosa cuanto que resulta imperceptible, pues se articula en una cosmovisión creada culturalmente pero que reviste la apariencia de ser conforme, por completo, con la naturaleza real de las cosas. Dicha concepción del mundo jerarquiza sus elementos aplicando un principio androcéntrico, que otorga prioridad a todos los valores que, en la lógica de las oposiciones binarias, se asocian arbitrariamente al polo masculino.

Sin embargo, la mera toma de conciencia de tal sojuzgamiento simbólico no produce una liberación automática respecto del mismo. Por el contrario, persiste una fuerte resistencia en la conciencia y acción, porque el programa de percepción del mundo bajo aquellas relaciones de poder, para el hombre y la mujer, se halla incorporado a su ser por medio de hábitos persistentes, adquiridos durante la socialización en la familia, la escuela, por la Iglesia o el Estado.

Para Lipovetsky, la cuestión más enigmática, a la hora de entender la identidad femenina en las actuales sociedades igualitarias, es la relativa continuidad de los roles tradicionales (papel todavía central en el hogar, predominio del elemento sentimental frente al racional o la elevada valoración de la estética en el mundo de valores femeninos). Los atributos atribuidos a la mujer durante tantos siglos y ahora reconfigurados en la sociedad posmoderna, coexisten con tradiciones que, para el autor, no responden meramente a inercias históricas, como arcaísmos resistentes, ni al impacto de un determinismo biológico en el orden social y psíquico, sino que se acomodan a la nueva autonomía individual de la mujer, como vectores de su identidad de género y poder.

Por su parte, Bordieu pone adecuadamente el acento en que no solo la mujer es sujeto pasivo de férreas estructuras simbólicas. También el hombre es prisionero y víctima de las representaciones dominantes, que le obligan a una confirmación constante de los estereotipos propios de la virilidad.

El avance cultural basado en la puesta en práctica de estos modelos de género en transformación, con nuevos patrones de conducta, permitirá a largo plazo un cambio social significativo, que no es susceptible de producirse sin más con la acción performativa de medidas políticas, como las cuotas de paridad propugnadas por el feminismo de la igualdad, cuya discutible eficacia critican por igual Bordieu y Lipovetsky. Ello sucede por la extraordinaria autonomía relativa de las estructuras sexuales frente a las económico-políticas (Bordieu), cuya evolución no corre pareja. Por ello, las modificaciones en una de esas esferas mediante reformas políticas puede dejar inalterada la situación en la otra durante, todavía, muy largos períodos.

En cualquier caso, tras la lectura de las obras de Bordieu y Lipovetski queda en el aire un aroma a utopía y fin de la historia. Con un esquema de interpretación típico del marxismo, Bordieu señala que, a la larga y al amparo de las contradicciones inherentes a los diferentes mecanismos institucionales implicados, la acción crítica podrá contribuir a la extinción progresiva de la dominación masculina.

Por su parte, la “tercera mujer” de Lipovetsky (superación dialéctica de la “mujer depreciada”, como ser inferior y peligroso para el orden social durante la antigüedad y el medievo, y la “mujer exaltada”, con la burguesía, solo en su condición de esposa y madre) se muestra para tal autor como un proyecto todavía indeterminado, con un destino imprevisible en su autocreación aunque, frente a su visión optimista, puede dudarse si la tan anhelada autonomía femenina no acabará sucumbiendo, como los ejemplos históricos previos, a un modelo heteronormativo (pensemos en la agresividad publicitaria del mercado y en la docilidad femenina a las imágenes impuestas por el mismo).

La última etapa en la dinámica igualitaria moderna sería, para Lipovetsky, la feminización del poder.
El feminismo de la diferencia ha dado origen a un nuevo mito, la mujer como sujeto revolucionario, depositario de las esperanzas de salvación de la humanidad merced a su reserva de valores elevados: sensibilidad, intuición, preocupación por el prójimo… Lipovetsky, sin embargo, prefiere la idea de una unidad del género humano pero descartando esa temida utopía de una sociedad hiperracional, en la que la diferencia de sexos sería solo anatómica.

jueves, 14 de julio de 2011

Un yo disperso



Algunos consideran el posmodernismo como la lógica cultural del capitalismo tardío. Algunos textos sobre el posmodernismo de Fredric Jameson se pueden encontrar en la red. Paidós publicó su muy citada obra El posmodernismo o la lógica cultural del modernismo avanzado, 1995. Este intelectual norteamericano, de formación marxista, afirmó que, en un mundo posmoderno, el sujeto no está alienado, sino fragmentado, pues para él la alienación supone centralización e identidad, y no es el caso que el sujeto posmoderno posea estas cualidades "modernas", propias -diríamos nosotros- del sujeto que se constituía leyendo, centrando y concentrando su atención. La atención del sujeto posmoderno se dispersa sin cesar, salta por el hipertexto, de aquí para allá, sabe donde empieza pero no donde acaba. El ordenador se ha convertido en el objeto de prueba del posmodernismo, como los sueños y las bestias pusieron a prueba la modernidad.

Esto piensa Sherry Turkle, quien estudió cómo afecta a nuestra forma de pensar(nos) La vida en la pantalla (Paidós, 1977), o "frente a la pantalla", si no reconocemos que se pueda vivir virtualmente dentro de ella. Sherry Turkle sacó punta a algunas de las tesis de Jameson.

Sin embargo, podemos preguntarnos si  no será esa fragmentación y fluidez del sujeto descompuesto en sus máscaras, en sus nicknames, en sus espacios virtuales, la especie posmoderna de su alienación. El crédito deviene privilegio de acceso a mazmorras telemáticas.

Escribe Emilio López Medina: "En contra de todo lo que dice la Filosofía, estoy dispuesto a defender que las personas no son las mismas a lo largo de su vida: es decir no existe una identidad personal". Me extraña que el gran aforista escriba esto. O tal vez se delate con ello como un cartesiano irredento. Lo que discuto de su tesis es que toda filosofía haya sostenido eso. Platón mismo habla a veces como si en cada uno de nosotros no hubiera una sola alma, sino al menos tres. El escocés David Hume puso en duda en plena Ilustración la sustancialidad e identidad del yo -Emilio conoce de sobra esa quiebra crítica de la metafísica-, y desde luego la filosofía posmoderna ha hecho del escepticismo de Hume uno de sus precursores más significados. El yo posmoderno se distribuye como un conjunto de máscaras en el escenario de la simulación mediática. Ya Hume asoció el yo al teatro o a una república en la que no solo hay gobierno y orden, sino también facciones que aspiran a arrebatárselo, y desorden. Jung hablaba de los complejos emotivos como almas parciales, almas que pugnan por hacerse con el control de la mente. ¿Puede hablarse en el caso del trastorno bipolar o de la esquizofrenia de una sola alma?

El yo posmoderno es un yo descentrado, distribuido por múltiples mundos superficiales, carece de profundidad y constancia. Se agota en sus apariencias, en sus superficies marcadas por las sombras de la cosmética. Huye del compromiso porque -pobrecillo- no puede asegurar quién será mañana. Hasta puede convertirse en un yo de quita-y-pon, un yo consumible, comprable y vendible, desechable, de usar y tirar, un yo clinex.

Sin embargo, de todo se cansa uno, y sobre todo de simular, por eso ese yo posmoderno es también un yo con ansia de identidad, con nostalgia del espíritu.

He aquí la trágica paradoja: en teoría, el yo unitario es una ilusión, o puede explicarse como una "idea de reflexión", como una especie de ramillete de rastros mnémicos, un hábito de la mente aportado por la costumbre y los juegos de lenguaje. La imagen del yo no sería más que el significado (sin referente) de la voz "yo" (significante). A fin de cuentas, el lenguaje es creativo. Pero don Quijote solo mata gigantes como molinos en la prosa de Cervantes. ¿No se hablaron  antiguas lenguas que solo sabían decir nosotros? La idea del yo reconoce su filiación con esa facultad de representación de la experiencia que es la imaginación-memoria (Madre de las Musas). En la amnesia (que puede ser también social, pérdida de conciencia histórica) no sabemos ya quién somos.

No tengo experiencia sensible del yo, no me lo corto cuando corto sus uñas. No sé cuánto pesa mi alma, ni  cuáles son las dimensiones espaciales o temporales de mi espíritu, si es que mi espíritu pertenece al espacio tiempo. Puede que no pueda decir que el yo exista, si por existencia entendemos la existencia aquí y ahora, en el espacio y el tiempo, pero en la práctica ¡el yo es la realidad más básica! No nos cansamos de pronunciar su nombre ni de oírlo pronunciado por otros. Escribo su nombre propio con orgullo al pie de mis mejores fotos, de mis mejores artículos. Todo lo refiero a él, sin pensarlo, a esa intimidad insondable, etérea. Pasa lo mismo con la libertad de ese yo; en teoría, la libertad es un concepto proversivo, uno de los grandes desiderata, un ideal de la razón e incluso del "corazón", pero la libertad no es algo que podamos meter en un matraz de laboratorio, pesar o radiografiar. Sin embargo, en la práctica, si niego la libertad, ipso facto me convierto en una cosa, dejo de ser persona. Puedo mandar al traste la responsabilidad (y esto es un gran alivio), pues si no soy libre no tengo por qué responder de lo que "me sucede", pero también pierdo la  dignidad, no valgo más que ninguna cosa, viva o inerte.

jueves, 7 de julio de 2011

Vivir sin miedo

Autora Ana Azanza


Parece que nos estamos preguntando últimamente sobre el tema ser feliz. Tema filosófico desde los inicios de esta disciplina y que hoy parece poco serio para los cultivadores de la filosofía, màs preocupados por el comentario de sofisticadas teorías y textos que por el hecho simple de pensar y poner ese pensamiento al servicio de la comunidad.


Me hizo feliz, por lo inesperado, en la Nava del Espino

Me he topado con un libro cuyo título me va mucho, "Vivir sin miedo" escrito por el piscólogo Joan Corbella, lástima que no lo haya escrito un filósofo... pero no me interesan tanto las peleas entre gremios. Sólo recoger y aprender de quien sabe por haber dedicado tiempo a ayudar a la gente a sobrellevar sus problemas.

La vida transcurre inexorablemente, nos ofrece experiencias y reacciones anímicas de impacto e intensidad variable. El ser humano es por su condición capaz de intervenir en esos acontecimientos que llenan su existencia, como en la actitud vital que le permite "sentir" su realidad con forma de estímulo agradable, desagradable o neutro.

En ciertos círculos intelectuales ha estado de moda mofarse de quien proponía la felicidad como objetivo alcanzable. ¡Ingenuos! la vida simplemente se soporta, y vivir consiste en poner a prueba la capacidad de resistencia a lo insoportable...La respuesta al problema del vivir si no es compleja no puede ser verdadera...Esta forma de ver me recuerda lamentablemente a muchos filósofos. Pero sigo.

Existe la infantilización que nos llega de Estados Unidos, con los recetarios para todo, para triunfar en una empresa, en las relaciones personales, para vencer la timidez...Simplicidad que cae en la simplonería, vivir es un arte, no seguir un manual de instrucciones.

No tengo a mano las citas, pero si el recuerdo borroso de que, ¿es quizás Gracián el que asegura que el conocimiento ahoga las posibilidades de ser feliz?, para ser feliz más vale no saber demasiado... En la actualidad la acumulación de teorías y datos sobre todas las catástrofes que se ciernen sobre la humanidad justifica el cinismo, el descontento, el pesimismo existencial. Con tanta información propia y ajena, y tanta experiencia propia y ajena de la maldad lo más racional es la absoluta desconfianza sobre nuestra condición.

Pero además de almacenadores de conocimientos tenemos sentimientos. Frente a los cínicos desencantados, diremos que la vida puede suponer una experiencia apasionante si existe el propósito de vivirla a pesar de todo.

Dos grandes obstáculos se opondrán a quien enfrente la vida con ánimo de superar el simple paso inexorable de los días: las ideas y las posesiones.

Los ideólogos de actitud vital que viven de y para sus ideas, fieles a los libros, a los líderes de pensamiento, troquelan sus posiciones según un patrón ideológico. Lo cultural y lo científico son una gran posibilidad de riqueza personal; pero, si estos elementos se convierten en aniquiladores o inhibidores de sentimientos personales, de emociones y reacciones, entonces la cultura, la ciencia, las ideas en general y los ideólogos en particular, pueden convertirse en el freno más poderoso que puede tener una sociedad para acceder a lo vital, a la vitalidad entendida como la expresión personal de la actitud con que afrontamos la vida. Solo puede justificarse el culto a lo intelectual cuando sirve para el conocimiento de uno mismo, el conocimiento más interesante, como tuve ocasión de experimentar con el filósofo denostado por muchos intelectuales  por no ser lo suficientemente sofisticado: Oscar Brenifier.

El segundo gran freno a la posibilidad de ejercer como ser vivo es la posibilidad de tener y poseer. Un objetivo lógico para la mayoría de los seres humanos. La riqueza abre puertas. Pero si lo "económico" se convierte en el eje del comportamiento y en el alimentador de todas las motivaciones, se produce un freno en las emociones y sentimientos y con él una limitación de la vitalidad.

Las ideas o las posesiones, dos inhibidores de la fuerza de lo humano. Silencian lo más vital que hay en el hombre y la respuesta a los requerimientos vitales deja de ser personal para ser culta o útil.

El miedo ya sabían los clásicos que es necesario para mantenerse vivo, aporta el grado de dependencia, previsión y contención necesarios para evitar que nuestros comportamientos pongan la vida en peligro. Una cierta dosis de miedo es una condición incuestionable de la vida.

Desde el pánico incontrolable, paralizador, a las reacciones temerosas que nos ponen en alerta, hay toda una escala de miedos: miedo fóbico o simple miedo provocador de respuestas de ansiedad más o menos aparatosas.

El miedo contribuye a situarnos en un punto de tensión vital necesario e imprescindible para un comportamiento gratificante y a su vez, vencer el miedo, vencer los obstáculos. Se necesitan obstáculos que vencer para que la vida tenga sentido. Es lo que hoy alguna psicopedagogía pretende quitar a los educandos, no nos damos cuenta de que allanando tanto el camino quitamos de paso la posibilidad de maduración. Tan anquilosante resulta el sentirse bloqueado por la ansiedad como la falta de motivación, la indolencia. Hay un grado adecuado de tensión vital que, si nos falta, la vida se nos convierte en una sucesión gris de acontecimientos en los que no tomamos parte activa. Sólo soportamos lo que nos llega.

Vivir supone que aspiramos a una felicidad razonable. Pero frente a ella se abre la posibilidad del miedo a no conseguir lo que nos proponemos. Hay miedos inespecíficos, el malestar psíquico del que sin saber por qué no encuentra alicientes para ser feliz y los miedos hacia cosas, hechos, personas concretas. El miedo y la ansiedad bloquean iniciativas y decisiones que acaban imposibilitando enriquecerse viviendo.

Nos solemos distraer del miedo a vivir "haciendo" para obtener cosas. Creo que nuestros gobernantes no se dan cuenta de lo inhumano que resulta una economía basada en el consumo. Consumir a destajo hace que la economía funcione, bien. Pero consumir como único fin en la vida puede ser uno de los factores de infelicidad más extendido entre la población. Lo que le va bien a la economía no le tiene porqué ir bien a la psicología, o mejor dicho, al ser humano como tal ser humano. El estímulo consumista provoca la necesidad de hacer, trabajar, ahorrar e invertir para poseer y sentir la propiedad sobre cosas. Una forma de distracción existencial  como otra cualquiera. Tener dinero, ahorrarlo y gastarlo resulta gratificante, nos valoramos y valoramos a los demás por las posesiones. (Comparación entre coches de profesores en las puertas de un IES cualquiera...).

Poder y fama, otros dos grandes estimulantes para nuestro "hacer". Cuando dinero, poder y fama entran a formar parte del objetivo primordial nuestro "ser" queda diluido en la acción encaminada a esos tres objetivos. Algo de dinero, algo de poder y algo de fama nos son imprescindibles. No somos insensibles a la posibilidad de alcanzar alguno de los tres o los tres a la vez.

Fue Gabriel Marcel el filósofo que habló de la diferencia entre "ser" y "tener". Evidentemente hacer nos hace poseer y poseer nos hace ser. El tener al servicio del ser. Cuando el camino hacer-tener-ser se interrumpe y tener cobra una dimensión prioritaria nos desprendemos de nuestras capacidades afectivas, personalizadoras e identificadoras.

El tener no nos deja vivir. Afectividad, creatividad, gozo, ilusiones son apartadas por el afán de las cosas. Cuando el tener dejar de ser un ideal y se pone al servicio del ser, se disfruta de aquello que se ha conseguido.

Hoy en las sociedades occidentales tenemos más oportunidades de disfrutar que nunca. Las máquinas nos alivian del trabajo físico y doméstico, tenemos más tiempo para acceder a libros, espectáculos, diversiones, deportes, aficiones. Hace un siglo todo esto era impensable para nuestros abuelos. Sin embargo nunca se había visto la felicidad como algo tan inalcanzable, con tanto cinismo y descreímiento. Nunca se había mirado al que habla de "ser feliz" con tanta falsa compasión, "pobre ingenuo". El desencanto surge en la medida en que las cosas carecen por sí mismas de la posibilidad de proporcionar felicidad.
La felicidad está en la actitud, en como uno se toma la vida, no en las cosas que poseemos. Para que ellas nos den felicidad es necesario dar importancia a lo trascendente que tiene el ser uno mismo.

No precisamente dar la imagen que pensamos que los demás esperan. Si la sensación de felicidad se vincula a las cosas que se pueden perder, control, orden, salud, bienestar, dinero, surge el miedo, la inseguridad. Si por el contrario la felicidad se vincula a lo que soy, los demás elementos contribuyen a enriquecer esa sensación de felicidad y equilibrio. Pero no son la base, y si pierdo alguno de ellos, habrá contrariedad, pero el mundo no se hunde.

Para vivir sin miedo y que el temor no bloquee el comportamiento Joan Corbellá propone el intento de vivir con la adecuada tensión vital que nos permita tener la sensación de estar vivos y apreciar la máxima capacidad de goce, placer y felicidad. Esa tensión vital surge de la propia voluntad y necesita de un estado de ánimo.

Es nuestro reto como seres humanos, porque estamos permanentemente tentados a dejarnos llevar por los acontecimientos y a desvincular el ánimo de la voluntad.

martes, 5 de julio de 2011

Poco sufridos


La felicidad..., la alegría, el grado limitado pero real de la felicidad que podemos alcanzar en esta vida, no solo está asociado a la capacidad y la oportunidad de disfrute, sino también -tal vez sobre todo- a la capacidad para resistir y tolerar los inevitables sinsabores, desencuentros, pérdidas y problemas, o quizá, a la habilidad con que aprendamos y desarrollemos esos mecanismos de defensa que tan bien describió el psicoanálisis: represión, racionalización, sublimación, transferencia, desplazamiento...

Dicho en términos más morales, menos mecanicistas: para ser feliz hay que ser un persona sufrida. Pero somos nada sufridos, al menor síntoma de dolor, nos narcotizamos, buscamos un analgésico. Y nos quejamos más que un cantaor de flamenco, "¡ay!, ¡ay!". Sin embargo, aguantar sin quejarse permite conservar a los amigos; la gente se aleja de quien continuamente se queja, aun con razón. Uno huye del quejoso relator de achaques, del que no ve más que malintenciones y conspiraciones por doquier, del "querulante" que denuncia sin cesar los "delitos" de los demás pero no la idiotez propia.

Los estoicos hicieron de la tolerancia al sufrimiento una vocación filosófica. El filósofo galduriense Emilio López Medina sigue su senda. Acaba de publicar un libro de aforismos: El Dolor (Octaedro, 2011), del dolor en su más amplia acepción: infelicidad, decepción, fracaso, desilusión, desesperanza, hastío, desamparo, enfermedad...

Los estoicos sabían que para sufrir poco hay que ambicionar poco o -dicho a la inversa- conformarse con poco. Conformarse con los placeres más simples formaba parte de la refinada estrategia hedonista, epicúrea, a fin de cuentas, como dijo Oscar Wilde, los placeres sencillos son el último refugio de los seres complicados. A la naturaleza no se la puede doblegar, ni engañar, aunque se la pueda instrumentalizar, así que solo nos queda conformarnos con su terrorífico dominio, con su fascismo inclemente. Esta noción de la conformidad con lo inevitable, en última instancia, con la muerte, se abarraganó con la noción cristiana de resignación durante el fin del mundo antiguo. Conformidad, resignación, mortificación, prácticas de fortalecimiento de la voluntad, virtudes olvidadas, hábitos mentales saludables de los que el consumismo nos ha desarraigado, porque el que se conforma con lo que es y tiene, no gasta, no despilfarra. La austeridad, la sobriedad nos hacen ahorrativos, ¡pero nos ahorran muchísimos sinsabores y dolores de cabeza!

No obstante, ese principio de sabiduría, el de que la felicidad se halla en comer pan cuando se tiene hambre y beber agua cuando se tiene sed, el de que la alegría se encuentra en las pequeñas cosas, le parece a nuestro amigo Emilio L. Medina de lo más antipedagógico: porque si los jóvenes lo comprendieran y asumieran, "toda ambición, todo afán de superación y progreso desaparecerían ab ovo". Solo los viejos y los enfermos deben conformarse con poco, huyendo del dolor y del sufrimiento.

El estoicismo mismo es una filosofía crepuscular, una lírica más que una épica, la escenificación de una tragedia más que un drama real. Una filosofía para ancianos, no para jóvenes. Los jóvenes no se entregarían a una ética analgésica, indolora, grosera o refinadamente hedonista, no renegarían como lo hacen de todo esfuerzo, de todo compromiso, si se enamoraran de una causa justa, si percibieran como valioso algo más grande que ellos mismos, algo por lo que luchar. La juventud siempre ha estado dispuesta a sufrir, incluso a entregar la vida, por una ilusión sublime, por una pasión ideal. Pero el desencanto, la desilusión, el desengaño, sólo parecen dejar lugar a ese misil contra la línea flotación del ideal que es el sarcasmo, expresión retórica de la desilusión. Desdichadamente, también la desilusión contra la "clase" política se expresa, negativamente, en  sarcasmos, más que en propuestas positivas.

Emilio cita a Gide: conquistar la alegría vale más que abandonarse a la tristeza. Pero comenta que lo malo es que el abandono es más fácil (y a veces más dulce) que la esforzada conquista. La pasividad -tan frecuente en muchos escolares como una especie de disrupción- resulta de un abandonarse para no dolerse, de una huida del sufrimiento, por pequeño que éste sea: un suspenso en un ejercicio, una burla del compañero por un lapsus en la lectura...

Se les tendría que haber habituado al sufrimiento, al menos a ciertos sufrimientos. Antes se nos enseñaba a ser sufridos, a resignarnos, a aguantar firmes la frustración y el dolor... Si llorábamos por una leve herida, "¡ten cuidado, por ahí se te saldrán las tripas!". Aprendiamos a aguantarnos y eso nos hacía fuertes. Si al menor dolor, se les da un calmante, ¿cómo se conformarán con el dolor crónico en que la vida deviene? Una vida que se les ha disfrazado edulcorada, como un inmenso parque de atracciones, el cual no es sino evasión, paréntesis, escape de la vida. Se les ahorran pequeñas molestias, se les lleva en coche al colegio para que no les llueva, se les arropa demasiado...

Al contrario que Emilio, no creo que la felicidad se dé en ese estado transitorio de descuido ante la vida, de desatención ante ella. Tal vez yo siga siendo demasiado vitalista, pero creo que la felicidad auténtica tiene que ver con el logro de metas muy reales, con ese alivio glorioso después del sufrimiento, como el abrazo tras el parto, como el gozo que experimentan los argonautas de Apolonio cuando, tras durísimos trabajos, ven por fin relucir, flamante, el vellocino.

El "racionalista" Descartes, que dedicó su última gran obra a las pasiones del alma, lo supo: la felicidad depende, sobre todo, del modo en que equilibremos y armonicemos el juego completo de nuestros sentimientos. Sin embargo, ese juego no es solo un solitario que juguemos con naipes propios, porque nuestra vida se desarrolla en un complejo entramado social en el que siempre debemos sacrificar una baza para ganar otras.