martes, 1 de julio de 2025

AFECTOS VERDES

 

Volverás a mi huerto y a mi higuera:

por los altos andamios de las flores

pajareará tu alma colmenera.

Miguel Hernández. Elegía.

 

Se suele decir que el amor más desprendido es el que sentimos por los hijos. Desde luego, nada peor que perder un hijo; normalmente, salvo casos excepcionales, se ama a los hijos intensamente como a cosa propia, pero tal vez sea más gratuito y generoso el afecto que se siente por los nietos, e incluso por las mascotas o por las plantas, aunque se trate de un afecto más superficial y, por supuesto, con menos riesgos, porque con las personas todo se complica. A la postre, los hijos nos conservan en sus genes, son espejo de nosotros mismos, de nuestra carne y de nuestra sangre; nos repiten también en improntas y maneras, en su educación y en sus recuerdos. Nuestras almas se entrelazan.

A las plantas de las huertas y los sembrados las amamos por sus frutos, ese afecto por la promesa de sus flores conforma causa común con las abejas. Puede que todos tengamos algo de esa “alma colmenera” que atribuyó Miguel Hernández a su amigo Ramón Sijé, un alma hecha “de angelicales ceras y labores” y que por eso podamos sentirnos “desalentadas amapolas” cuando perdemos a un amigo. Más desprendido aún es ese cariño que nos apega a aquellas plantas que no satisfacen más necesidad que el de admirarlas o contemplarlas existiendo, creciendo, mantenidas en su ser. El hombre, animal bípedo de posición erecta, mira hacia el frente o hacia arriba, y no hacia el suelo, por eso puede también, como cantó Ovidio “… ad sidera tellere vultus”: alzar la mirada hacia los astros, dedicarse al ejercicio de contemplar algo, las estrellas, que ni apetece ni maneja… Más humildemente, diríamos que con menor ambición y más terrenal conformidad, miramos con deleite nuestras macetas, aunque sólo sea un breve cactus, una crasulácea que apenas requiere cuidados y hemos incorporado a nuestra mesa de trabajo…

Heliotaurus rufficolis sobre santolina de jardín


Al animal civilizado no le basta con comer, beber, jollamar, ver divertidos concursos por la tele y asistir a partidos de fútbol…, no es “culto” el hombre sólo por saber sonarse las narices con un pañuelo y allegar a su boca la carne con un tenedor. El cuidado de las plantas por su hermosura civiliza (la belleza, esa “obligación de los fenómenos”, que decía Schiller). Son muy útiles los huertos escolares para que los infantes conozcan el esfuerzo y la labor de donde procede el pan que comen, pero también el cuidado de plantas ornamentales debería incentivarse en las escuelas como complemento al estudio de los seres vivos. Son muchas las virtudes que cultiva en sí el jardinero y que puede aprender de las plantas: paciencia, sentido del orden… “Si quieres ser feliz un día, emborráchate; si quieres ser feliz un año, cásate; si quieres ser feliz toda la vida, métete a jardinero” -- filosofía parda de un proverbio oriental-- es lo que hizo el último emperador chino cuando fue depuesto del poder.

Ya dejó dicho Ortega que la prisa es propia de enfermos y ambiciosos, ese dictamen es casi un diagnóstico de nuestra sociedad, una descripción de tres de sus morbos. Pues bien, las virtudes de la espera, tan olvidadas, son propias del jardinero, que ha de aguardar con parsimonia los efectos de podas, injertos, riegos, desbroces… No valen las prisas con las plantas. En maceta, son como amistades verdaderas: hay que emplazarlas donde les guste, se agostan si no se las riega, pero se ahogan si se las riega demasiado. Ni descuidos ni empalagos; un ten con ten. Cada una, como cada persona, admite y requiere cuidados y tratos diferentes.

Las plantas dan compañía y palían la soledad no deseada. No solemos tener en cuenta que los vegetales, aunque estén exentos de conciencia de sí, poseen sensibilidad, una sensibilidad distinta de la nuestra y tal vez por eso, por sernos extraño su sentir, nos resulten tan fascinantes, es como si dominaran muchos secretos vitales, sin saber que los conocen ni darse importancia por ello, silentes, como en otro mundo. En su libro Botánica insólita, José Ramón Alonso nos habla de “plantas glotonas”, de “semillas aladas”, de vegetales “antiterroristas”, de retamas incendiarias, de diálogos genéticos entre tomateras, de legumbres que donan sangre y de vegetales con olfato. Es sabido que algunas cazan y que las orquídeas engañan a los abejorros… Mucho antes, en el romanticismo tardío, Mauricio Maeterlinck nos habló poéticamente de "la inteligencia de las plantas".


Echinopsis subdenudata (Cactus erizo) en floración efímera


"Orquis" (de donde “orquídea”), en la mitología griega fue personaje efímero que nació de ninfa fecundada por sátiro. En una fiesta en honor de Dionisio, embriagado, Orquis intentó violar a una sacerdotisa, la cual pidió ayuda a los animales salvajes del monte, que mataron al acosador; sin embargo, apiadada de sus restos, la sacerdotisa, perseguida y vengada, pide a los dioses que le devuelvan la vida al lujurioso hijo del sátiro, pero los Inmortales convierten sus restos en una planta: la hermosa orquídea… 

Las bellas flores de las orquidáceas parecen hembras de insectos, prometen sexo para que los bichos a los que engañan lleven sus gérmenes fecundantes a otras orquídeas; usan los atractivos de la sexualidad como nuestros publicistas… Las orquídeas, las más listas de las plantas, forman la familia más numerosa de las que cuentan con flor (fanerógamas), más de 26.000 especies, cuatro veces el número de mamíferos.


Ophrix scolopax, orquídea silvestre, "Abejera becada"


En el universo floral de Miguel Hernández, campestre y mediterráneo, no hay orquídeas, pero sí lucen y centellean amapolas, jazmines, rosas y claveles. No faltan tampoco el azahar del cítrico y las flores del almendro, en las que desea el poeta recuperar a su amigo perdido: "A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero…".

Las plantas están enraizadas, pero se mueven, miran hacia aquí o hacia allá buscando los aires más propicios o el rayo de sol providencial; para extenderse por territorios nuevos han ideado estrategias insólitas, como el pepinillo del diablo (Ecballium elaterium), pesadilla de nuestros hortelanos, al que los franceses, tan finos para el erotismo, llaman “pistola de damas” porque, maduro, dispara sus semillas a distancia. 

Hay quien piensa que a sus macetas les va bien la música y que tal vez agradezcan la conversación. Tuve un amigo, Jacinto Álamo Parra, que hablaba con las plantas y eso que no había leído en Proust aquel famoso pasaje en que el narrador, sumergido en la contemplación de una oxiacanta, tiene el sentimiento inexpugnable de que esta tiene algo que decirle y pierde la conciencia del aquí y del ahora en tal “estado de escucha”… Sin entregarse a delirios semejantes ni andar abrazando árboles. Lo cierto es que, en cualquier caso, las plantas gratifican el buen trato: floreciendo, fructificando; y castigan el desdén: afligiéndose, secándose. Tampoco es que sean mejores moralmente que nosotros, las hay que viven del trabajo de otras, parásitas, asesinas, plantas pirómanas que se abren camino entre sus competidoras favoreciendo incendios para luego rebrotar rápido, como el ave Fénix de sus cenizas. ¡Están vivas y las conocemos poco!, a pesar de que técnicamente las parasitamos, pues nos alimentamos de ellas o de los herbívoros que viven de ellas.

Sobreviven y se manifiestan principalmente mediante la no violencia, de un modo aparentemente pasivo, pero tenaz. Hay setas y matas capaces de romper el hormigón de las carreteras, higueras que destrozan los sillares de los viejos cortijos abandonados. Sus armas, químicas o mecánicas, olores, sabores, espinas, no son sólo estrictamente defensivas, expresan cierta voluntad de dominio y un gran poderío… No se avergüenzan las plantas de su sexualidad, antes bien, la exponen a pleno sol en la estación dichosa. Se conforman con poco, que es mucho, que es lo auténticamente valioso: tierra, agua y luz. Hacen sustancia de sí con la divina luz del día. Nosotros, ay, no podemos hacer carne de la luz divina.



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Del mismo autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M

https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897

https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

 

martes, 24 de junio de 2025

¿CIENCIA DE LA CONCIENCIA?

 

(Este artículo revisa y corrige levemente el publicado bajo el título "Hacia una comprensión científica de la consciencia" (2002), recensión del libro Las sombras de la mente, de Roger Penrose, Crítica, Barcelona, 1996).

 Ordenadores e inteligencias humanas

      Los ordenadores, por el momento, no tienen derechos ni obligaciones, y nosotros sí. Los ordenadores no saben que saben, y nosotros sí, aunque no siempre, desde luego. Los seres humanos, como los ordenadores, pueden simular comprensión cuando no la hay. Pero los ordenadores carecen por completo de libertad, responsabilidad y consciencia, nosotros actuamos como si estuviésemos hechos para ser causas suficientes de nuestras acciones. Los ordenadores son magníficos y sirven como poderosas computadoras, pero no sienten ni comprenden, esto quiere decir que la palabra "inteligencia" no significa lo mismo cuando hablamos de inteligencia artificial que cuando hablamos de inteligencia humana, de sujetos humanos conscientes. ¿Por qué no?

     Roger Penrose (titular de una cátedra de matemáticas en Oxford) responde a esta pregunta: nuestros cerebros y nuestras mentes son algo más que una computadora. Comprender no es computar. A causa de la no computabilidad del pensamiento consciente, necesitamos de una nueva física para comprender la mente.

     En Las sombras de la mente, Penrose aborda la cuestión de la consciencia desde un punto de vista científico, pero defendiendo con fuerza que en nuestra imagen científica actual falta un ingrediente esencial. Un ingrediente sobre el que ofrece algunas pistas prometedoras.

    Los circuitos electrónicos son ya un millón de veces más rápidos que el disparo de la neuronas en el cerebro y tienen una exactitud cronométrica y una precisión de acción que de ningún modo comparten las neuronas. Los ordenadores tienen o tendrán mayor potencia de computación que la mente humana. Sin embargo:     

        "La acción física apropiada del cerebro provoca conocimiento, pero esta acción física nunca puede ser simulada adecuadamente de forma computacional"

      Esta tesis de Penrose es compatible con el rechazo del misticismo, ya que el misticismo niega la pertinencia de criterios científicos para la búsqueda del conocimiento, mientras que Penrose cree que dentro de una ciencia y unas matemáticas ampliadas se encontrará finalmente la complejidad suficiente para acomodar el misterioso enigma de la mente.

     Hoy por hoy, no existen leyes físicas conocidas para explicar lo que distingue el cerebro humano del "cerebro" de las máquinas: la acción no computacional, o sea, la consciencia, la intuición y la libertad son un misterio.

 Computación y comprensión

      Penrose entiende por computación la acción de una máquina de Turing (un ordenador matemáticamente idealizado), es decir, un conjunto de operaciones lógicas bien definidas, cuyo modelo de descripción es el de un algoritmo. Esta noción de algoritmo incluiría tanto procedimientos de-arriba-abajo como sistemas de aprendizaje de-abajo-arriba. En la aplicación de algoritmos, particularmente en los procesos de cálculo "de-arriba-abajo" (calculo axiomático-deductivo o aplicación de reglas), los ordenadores han demostrado, en efecto, una clara superioridad sobre los seres humanos. Los algoritmos matemáticos son precisamente las cosas que pueden ser llevadas a cabo eficazmente por una computadora. Los sistemas llamados "caóticos" no representan una excepción: todos los sistemas normales que se conocen como "caóticos" deben incluirse dentro de lo que Penrose llama "sistemas computacionales". No hay nada que cuente como "no-computacional" en la aleatoridad, o en las influencias del entorno, o en la complicación absolutamente intratable, pero puede demostrarse que ciertos tipos de actividad matemáticamente exacta están más allá de la computación, por lo que sería posible construir un "modelo de juguete" de un universo físico cuya acción, aunque completamente determinista, estuviera realmente más allá de la simulación computacional.

     Turing demostró que existen ciertas clases de problemas que no tienen ninguna solución algorítmica, y Yuri Matiyasevich probó que no puede haber un programa de ordenador (algoritmo) que decida sistemáticamente de forma sí/no la cuestión de si un sistema de ecuaciones diofánticas tiene solución. Existen, en fin, modelos de universo completamente deterministas (y Penrose muestra algunos de ellos) con reglas precisas de evolución, que son imposibles de simular computacionalmente. Existe realmente un aspecto de la "comprensión auténtica" que no puede simularse adecuadamente por ningún medio computacional. En consecuencia, debe haber una diferencia entre inteligencia auténtica y cualquier intento de simulación computacional de la misma.

     La verdadera inteligencia, tal y como Penrose la entiende, requiere comprensión y la comprensión requiere conocimiento. El conocimiento presenta un aspecto pasivo (consciencia), pero también un aspecto activo, a saber, el sentimiento del libre albedrío. Conocimiento y libertad son como las caras de una moneda. Citando al filósofo John Searle (argumento de la "Habitación China"), Penrose niega que una comprensión real pueda ser alcanzada mediante ninguna simulación por ordenador, "ni siquiera es posible una adecuada simulación por ordenador de las manifestaciones externas de la comprensión".

     La diferencia entre un ordenador y la mente humana no puede explicarse simplemente como una cuestión de complejidad. Si es la extrema complicación de la red neural la que se considera como prerrequisito esencial para la consciencia, entonces hay que preguntarse por qué la consciencia parece estar totalmente ausente en las acciones del cerebelo, críticamente involucrado en la perfección del control motor. Los principales fracasos de la inteligencia artificial no se han dado en áreas donde el poder de ciertos intelectos humanos es extraordinariamente sorprendente y puede dejar mudos a los no especialistas, sino en las actividades de "sentido común" (en la determinación de la mejor y más eficaz acción según propósitos finales), donde cualquiera de nosotros acierta mientras el cerebro electrónico falla.

     La imaginación finalista parece ganar también en capacidad de computación mediante el descarte 'a priori' de alternativas "absurdas". La propia y especializada comprensión matemática -o lógica- no puede reducirse a computación. La comprensión que subyace en las reglas computacionales es algo que en sí mismo está más allá de la computación.

Gödel y Einstein


Incompleción de Gödel y comprensión matemática

      John Lucas, filósofo de Oxford, aplicó el teorema más importante de la lógica matemática de todos los tiempos, el teorema de Gödel, precisamente para concluir que las facultades mentales deben estar realmente más allá de lo que puede lograrse computacionalmente. En la misma línea, Penrose usa el argumento de Gödel para demostrar que la comprensión humana no puede ser una actividad algorítmica. Nuestra imaginación visual logra "cosas" no computacionales, lo que nos anima a buscar sus fundamentos, los de la comprensión matemática, fuera del marco de la física existente. El argumento de Gödel no es un argumento a favor de que haya verdades matemáticas inaccesibles; lo que afirma es que las intuiciones humanas están más allá del argumento formal y más allá de los procedimientos computables.

     Entre lo que Gödel estableció sin discusión estaba que ningún sistema formal válido de reglas de demostración matemática puede ser suficiente, ni siquiera en principio, para establecer todas las proposiciones verdaderas de la aritmética ordinaria. He aquí la reformulación penrosiana del teorema de 1930:

      Los matemáticos humanos no están utilizando un algoritmo cognosciblemente válido para asegurar la verdad matemática. 

    o bien, 

     Ningún matemático concreto asegura la verdad matemática solamente por medio de un algoritmo que él sabe que es correcto.

      Gödel probaba que el sueño de los formalistas era inalcanzable. No puede haber ningún sistema formal F que sea a la vez completo y consistente si F es suficientemente potente para contener la formulación de los enunciados de la aritmética ordinaria junto con la lógica estándar. Más filosóficamente, el argumento de Gödel demuestra que cualquiera que sea el punto de vista adoptado, dicho punto de vista no puede ser (saberse) encerrado en las reglas de cualquier sistema formal concebible. Por eso, el teorema de Gödel supuso también un paso capital en la filosofía de la mente, pues demostró que la intuición y la comprensión humanas no pueden reducirse a ningún conjunto de reglas computacionales. Ningún sistema de reglas podrá ser nunca suficiente para demostrar siquiera aquellas proposiciones de la aritmética cuya verdad es accesible, en principio, a la intuición común, de modo que la intuición humana no puede reducirse a ningún conjunto de reglas. Esto sirve de base a Penrose para concluir que debe haber más en el pensamiento humano (físicamente) de lo que puede alcanzar nunca un ordenador, al menos en el sentido de lo que entendemos hoy por "ordenador".

     Aunque esto no lo diga Penrose, esta interpretación ofrece un valioso apoyo al perspectivismo orteguiano y es coherente con la interpretación de Putnam de que cualquier elección de esquema conceptual presupone valores. Ningún esquema conceptual es una mera "copia" del mundo. El contenido de la misma noción de verdad depende de los criterios de aceptabilidad racional, y éstos, a su vez, presuponen valores (propósitos) sobre los que descansan: "La teoría de la verdad presupone la teoría de la racionalidad, que a su vez presupone nuestra teoría de lo bueno" (Razón, verdad e historia, 9).

     El mismo Gödel parece haber considerado como evidente que el cerebro físico propiamente dicho debe comportarse computacionalmente, pero que la mente es algo que transciende el cerebro, de modo que la acción de la mente no está limitada a comportarse de acuerdo con las leyes computacionales que él creía que deben controlar el comportamiento de los cerebros físicos. Aunque aceptaba las dos afirmaciones implícitas de Turing de que "el cerebro funciona básicamente como un ordenador digital" y que "las leyes físicas, en sus consecuencias observables, tienen un límite de precisión finito", Gödel rechazaba la otra afirmación de Turing de que "no hay mente separada de la materia", calificándola como "un prejuicio de nuestro tiempo" (Hao Wang, From mathematics to philosophy, Londres, 1974; y Gödel, Collected Works, vol. II, Oxford, 1990, p. 297).

     Gödel se dejó llevar hacia una posición "mística", según la cual la mente no puede explicarse de ninguna manera en términos fisicalistas. Turing parece haber rechazado semejante posición "mística". Creía (como Gödel) que el cerebro físico actúa de una manera computacional y que no era necesario aceptar una entidad no física para explicar la intuición matemática. Daba una gran importancia al hecho de que los matemáticos humanos son capaces de cometer errores, y argumentaba que para que un ordenador sea capaz de ser genuinamente inteligente habría que permitirle cometer errores...           

«En otras palabras, si se espera que una máquina sea infalible, no puede ser también inteligente. Existen varios teoremas que dicen casi exactamente esto. Pero estos teoremas no dicen nada sobre cuánta inteligencia puede ser mostrada si una máquina no pretende ser infalible» (Turing, Conferencia ante la London Mathematical Society, 1947).

      Penrose cree que entre los teoremas a que Turing alude en este texto está sin duda el de Gödel. Así pues, es la imprecisión del pensamiento humano lo que le proporciona una potencia mayor que la que sería alcanzable mediante un procedimiento algorítmico completamente válido. Penrose combate la idea de que la comprensión matemática dependa de un algoritmo no válido o incognoscible, o posiblemente válido y cognoscible pero no cognosciblemente válido, y argumenta a favor de que la propia acción física, en su raíz, resulta ser algunas veces no computable.

     No todo pensamiento es computación (precisa o imprecisa) -como parece creer Turing- y parece difícil mantener que la mentalidad pueda estar completamente separada de la fisicalidad (Gödel). Uno debe sondear los puntos débiles en las propias leyes para encontrar lugar para la no computabilidad que está presente en la actividad mental humana.

     Si la mente fuese un simple epifenómeno, un subproducto del cuerpo pero que no puede reaccionar sobre él, su papel sería impotente y frustrado. No habría lugar para la libertad. Pero si la mente es capaz de influir en el cuerpo más allá de las limitaciones de las leyes de la física, entonces las leyes dejarían de ser precisas, dejarían de ser leyes. Resulta insostenible el dualismo de que mente y cuerpo sigan leyes totalmente independientes. La propia naturaleza concreta de la libertad debe ser un ingrediente importante de esas mismas leyes físicas. Sea lo que sea lo que controla o describe la mente, debe ser realmente una parte integral del mismo gran esquema que gobierna también todos los atributos materiales de nuestro universo. Por esto, debemos tratar de encontrar una oportunidad para una acción no computacional oculta de la que pueda estar aprovechándose de alguna forma el funcionamiento de nuestros cerebros.



 Física cuántica y realidad

      Buscando una explicación de esta capacidad comprensiva y no computacional de la mente humana, Penrose se aventura por el laberinto del mundo cuántico. En el extraño mundo de las partículas elementales resulta particularmente curioso que pueda haber efectos físicos reales que aparecen a partir de lo que los filósofos llaman supuestos contrafácticos, es decir, cosas que podrían haber sucedido aunque de hecho no sucedieron. Por otra parte, la hipótesis de ausencia de "influencia" a larga distancia se viola realmente en la teoría cuántica (fenómeno de enmarañamiento).

     Los dos ingredientes más fundamentales de la moderna teoría cuántica se remontan hasta el siglo XVI y hasta el genio de una misma persona, Gerolamo Cardano. El primero de estos ingredientes es la teoría de probabilidades, pues la teoría cuántica es una teoría probabilística, más que determinista. Sus propias reglas dependen fundamentalmente de las leyes de la probabilidad, y fue precisamente Cardano quien en 1524 escribió El Libro de los Juegos de Azar, sentando las bases de la teoría matemática de probabilidades. El otro ingrediente fundamental de la teoría cuántica descubierto por Cardano fue el concepto de número complejo (un número de la forma 'a + ib', donde "i" representa la raíz cuadrada de menos uno, y donde a y b son números reales comunes). Nadie antes de Cardano había percibido el misterioso mundo de los números complejos y cómo podía estar subyacente en la realidad, y hasta la llegada de la teoría cuántica no se manifestó el extraño y omnipresente papel de estos números en los cimientos del mundo físico real en que vivimos, así como su profunda conexión con las probabilidades. Dicha conexión constituye la base del universo material en sus escalas más pequeñas...

     En un ínfimo nivel, subyacente en los fenómenos, impera en efecto la ley de los números complejos que Cardano utilizó para la investigación de la solución general de la ecuación cúbica, mientras que es en el puente entre este ínfimo nivel y el nivel familiar de nuestras percepciones habituales donde las probabilidades tienen su lugar. Pese a la opinión común, no es la teoría de probabilidades de Cardano la que opera en el nivel cuántico (nivel que entra en juego cuando estamos interesados en diferencias muy minúsculas de energía), sino que es la teoría de los números complejos la que subyace en una descripción matemáticamente precisa del nivel cuántico. Así, un electrón está en un estado de superposición de dos lugares al mismo tiempo, con factores de peso complejos. No podemos imaginar qué "significa" esto, pero tales superposiciones constituyen una parte importante de la construcción real de nuestro micromundo, tal y como ahora nos lo revela la Naturaleza. Se da el hecho de que el mundo en el nivel cuántico se comporta realmente de este modo tan poco familiar, de un modo tan misterioso que, en teoría cuántica, tenemos que tratar de creer que un fotón está haciendo realmente dos cosas a la vez, en dos lugares distintos (coexistencia de alternativas, ponderadas por números complejos). Y parece que a un objeto de nivel cuántico se le permite girar al mismo tiempo alrededor de todo tipo de ejes que apuntan en muchas direcciones diferentes (cuanto mayor es la magnitud del espín, más direcciones tienen que incluirse). No obstante, las descripciones y explicaciones físicas son perfectamente claras y nos ofrecen un micromundo que evoluciona de acuerdo con una descripción que es matemáticamente precisa y, además, completamente determinista.

     En el nivel cuántico, las superposiciones persisten bajo la acción continua de la evolución descrita por la ecuación de Schrödinger, que proporciona la tasa de cambio, con respecto al tiempo, del estado cuántico o función de onda. Dicho estado cuántico expresa la suma global ponderada, con factores de peso complejos, de todas las posibles alternativas abiertas al sistema. Sin embargo, en cuanto los efectos son amplificados hasta el nivel de la física clásica (o de la percepción fenoménica, como diría el filósofo), donde los percibimos como sucesos "reales", ya no encontramos que las cosas estén en estas extrañas combinaciones con factores de peso complejos. El estado cuántico parece "saltar" misteriosamente desde un estado que implica la superposición cuántica a otro en el que solamente está implicado un evento efectivo. A este "salto" se le llama técnicamente reducción del vector de estado o colapso de la función de onda. El hecho de que en nuestras descripciones matemáticas tengamos que prescindir de vez en cuando de la evolución unitaria tasada por Schrödinger, y acudir al procedimiento de la reducción del vector de estado es, según Penrose, el misterio básico de la teoría cuántica. Nuestro universo real no parece un espacio complejo que como el "espacio de Hilbert" pueda tener a veces un número infinito de dimensiones o en el que, según las reglas de la teoría, tengamos que considerar todos las cosas (o fotones) del universo para exponer el estado de una pelota de fútbol (de un solo fotón). 

    El enmarañamiento cuántico (contrastable experimentalmente, medible con precisión matemática y geométricamente organizado) es algo misterioso porque no disminuye con la distancia y parece insensible al orden temporal. La no-localidad del universo cuántico choca al sentido común. Einstein encontraba profundamente perturbadora la perspectiva de tal efecto, calificándola de "fantasmal acción a distancia".  No hay descripción ni imaginación capaz de representarse en términos de entidades (que puedan separarse unas de otras) las expectativas del sofisticado formalismo mecánico cuántico. Y lo que es peor, no hay una explicación real basada en la teoría estándar de por qué, en la práctica, pueden ignorarse los enmarañamientos o reducirse a probabilidades.

     Penrose cree que de la solución al problema del dualismo leyes clásicas/leyes cuánticas depende esencialmente una mejor comprensión científica de la consciencia. Una de las cuestiones filosóficamente más relevantes que plantea concierne a la "realidad" del formalismo cuántico. A este asunto se dedica el capítulo 6.

     Niels Bohr consideraba el vector de estado "psi" como una conveniencia, útil para calcular probabilidades. El estado cuántico o función de onda representa "nuestro conocimiento actual" del microsistema, pero es dudoso que el concepto mismo de realidad signifique algo en el nivel cuántico.

     La consideración del vector de estado "psi" como un mero artificio de cálculo, bueno para todos los propósitos prácticos pero irreal, resulta inasumible para Penrose -como lo fue para Einstein o Schrödinger. No tiene sentido utilizar el término "realidad" sólo para objetos que podemos percibir, tales como ciertos aparatos de medida, negando que el término pueda aplicarse a algún nivel subyacente más profundo. Que el mundo resulte extraño y poco familiar en el nivel cuántico no equivale a decir que sea irreal. ¿Cómo podrían construirse objetos reales con elementos irreales o imaginarios? Las leyes matemáticas que gobiernan el mundo cuántico son tan precisas como las que controlan los comportamientos de los fenómenos, a pesar de las imágenes borrosas que se conjuran mediante descripciones tales como "fluctuaciones cuánticas" y "principio de incertidumbre".

     Una solución idealista más extrema que ésta -de rancio abolengo kantiano- del "como si" (los corpúsculos bajo ciertas condiciones se comportan como si fuesen ondas, las ondas como si fuesen corpúsculos) llega a afirmar que es la consciencia la que reduce el vector de estado a probabilidades clásicas, puesto que el estado físico de "psi" está unívocamente determinado por lo que afirma que debe ser el resultado de una medida que pudiera realizarse sobre él. La materia inanimada evolucionaría unitariamente mediante superposiciones lineales según la ecuación de Schrödinger, pero en cuanto una entidad consciente o viva se enmaraña físicamente con el estado, entonces interviene algo nuevo, y un proceso físico reductivo toma el mando realmente para reducir el estado a una de sus alternativas cuánticas. Penrose, que busca un nexo entre la consciencia y la medida cuántica, no se deja atraer sin embargo por esta posición idealista. Sería una imagen extravagante la de un universo físico real en la que los objetos físicos evolucionan en estructuras totalmente diferentes dependiendo de si están o no dentro de la visión, el oído, el tacto... de un sujeto consciente. Sería como decir que no hay clima en un planeta mientras esté deshabitado y no haya una criatura que lo determine percibiéndolo. Penrose opina que el problema de la medida cuántica debe ser resuelto en términos físicos y no mentalistas (o idealistas). Resolver el problema de la medida cuántica es un prerrequisito para una comprensión de la mente y no en absoluto el mismo problema. "¡El problema de la mente es un problema mucho más difícil que el problema de la medida!" (Pg. 351).

     Una de las soluciones más populares, pero extraordinariamente económica y antitética a la de Bohr, es promulgar la realidad de todas las superposiciones cuánticas como parte de una realidad total en la que todas se conservan. Este es el punto de vista de los muchos-universos. No sólo habría muchos mundos posibles paralelos y objetivos, sino también muchas copias diferentes de cualquier observador humano. Cada copia percibiría un universo que es coherente con las propias percepciones del observador. Habría un universo para el gato vivo de Schrödinger y otro en el que el gato estaría muerto. Pero el punto de vista de los muchos-universos no proporciona explicación para la regla maravillosa y extraordinariamente precisa por la que los cuadrados de los módulos de los factores de peso complejos se transforman en probabilidades relativas.

     El estado cuántico proporciona una imagen de la realidad elemental que hemos de tomar en serio, pero también hemos de tomar en serio los saltos y discontinuidades que posibilitan los sucesos físicamente perceptibles.


 Física cuántica y consciencia

      Existen firmes razones para sospechar que la modificación de la teoría cuántica que sería necesaria para explicar los hechos y resolver las paradojas debe involucrar los efectos de la gravedad.

     Desde Einstein la gravedad ya no es una fuerza en absoluto, sino un tipo de curvatura del espacio-tiempo en el que deben alojarse todas las demás partículas y fuerzas. La gravedad tiene la capacidad única de "inclinar" los conos de luz dentro de los cuales es posible la comunicación (causalidad, interacción, influencias...) o, dicho en palabras más filosóficas, la gravedad distorsiona la causalidad. A parte de la gravedad, no se conoce ninguna otra realidad física que pueda inclinar los conos de luz. La gravedad puede ser el ingrediente no computacional oculto que buscamos para explicar el fenómeno real de la comprensión consciente.

     Una de las objeciones a esta solución es que la escala de longitud que caracteriza a la gravedad cuántica es pequeñísima, de 10-33 cm. (escala de Planck), como veinte veces más pequeña incluso que una partícula nuclear, y se podría preguntar cómo algo tan minúsculo puede afectar los procedimientos de medida que afectan al dominio macroscópico. Penrose ofrece un elegante modelo matemático que explicaría por qué la gravedad afecta a los eventos de modo que reduce las superposiciones cuánticas, forzando a la Naturaleza a elegir entre una alternativa y otra. Podemos pensar el proceso de reducción como un estado cuántico inestable que decae, después de un tiempo de vida característico (dado, apróximadamente en promedio, por el inverso de la energía gravitatoria de separación), a un estado en el que la masa está en una localización o en la otra -que representan dos modos de desintegración posibles. Y considera que existen razones para esperar, sobre bases puramente físico-matemáticas y geométricas, que la no computabilidad de la consciencia pudiera ser una característica de este proceso de reducción inducido gravitacionalmente.

     De este modo, la indeterminación cuántica (que permite la ocurrencia y no ocurrencia simultáneas) pudiera ser la que proporciona una ocasión para que la mente influya en el cerebro físico. Debemos buscar dónde está el punto de intersección entre los niveles cuántico y clásico. Fenómenos de coherencia cuántica como la superconductividad y la superfluidez podrían tener relevancia incluso para un objeto tan caliente como el cerebro humano cuando indagamos las bases materiales de la consciencia.

     Penrose busca por debajo de las conexiones sinápticas, en el propio citoesqueleto de la neurona y, más concretamente, en los microtúbulos, que constan normalmente de 13 columnas de dímeros de tubulina, con dos conformaciones moleculares posibles. Los microtúbulos corren a lo largo de axones y dendritas y pueden ser muy largos (hasta longitudes de milímetros), pueden crecer y contraerse, según las circunstancias, y transportar moléculas neurotransmisoras; forman redes de comunicación y podrían funcionar como procesadores de información, pues parecen ser responsables de mantener la intensidad de la sinapsis y de organizar el crecimiento de nuestras terminaciones nerviosas, guiándolas hacia sus conexiones con otras células nerviosas. Los microtúbulos están realmente involucrados de modo significativo en el control de la extraordinaria plasticidad cerebral.

     Si los dímeros de tubulina son las unidades computacionales básicas, entonces podemos imaginar la posibilidad de un poder de computación potencial en el cerebro que superaría enormemente el de la inteligencia artificial, pues existen cerca de 107 dímeros por neurona. Esto explicaría por qué las capacidades reales de una hormiga superan por mucho cualquier cosa que haya sido conseguida por los procedimientos estándar de la inteligencia artificial.

     Pero Penrose afirma que la inteligencia humana está más allá de cualquier esquema computacional, por lo que debe de haber algo dentro de los microtúbulos que es diferente de la mera computación, algún fenómeno de coherencia cuántica a gran escala, acoplado de manera sutil al comportamiento macroscópico del cerebro. Quizá los propios tubos sirven para proporcionar el aislante efectivo que haría posible que el estado cuántico en el interior permanezca durante un tiempo apreciable sin enmarañarse con su entorno. Desde este punto de vista, el sentido del yo que dirige la consciencia resultaría de algo así como una condensación superconductiva o superfluida y ofrecería un tipo de holograma global cuántico, un estado posible de coherencia cuántica.

     Existe una evidencia a favor de que la consciencia esté relacionada con la acción del citoesqueleto y, en particular, de los microtúbulos. El efecto de los anestésicos generales. Es un hecho notable que la anestesia general de la consciencia pueda ser inducida por un gran número de sustancias tan distintas que no tienen ninguna relación química entre sí, serían sus propiedades dipolares eléctricas las que afectarían al cerebro y no sus propiedades químicas comunes. Hay una firme posibilidad de que las proteínas relevantes sean los dímeros de tubulina en los microtúbulos neuronales. El citoesqueleto neural estaría directamente afectado por los anestésicos generales.     

"Si las conexiones sinápticas específicas que definen el ordenador neural concreto en consideración están sometidas a cambio continuo, estando controlado dicho cambio por alguna acción no computacional, entonces sigue siendo posible que un modelo ampliado semejante pudiera simular realmente el comportamiento de un cerebro consciente." 

     La comprensión opera a una escala global, por lo que debe de haber algún fenómeno colectivo que concierne a la vez a números muy grandes de citoesqueletos. Los estados de consciencia deben extenderse de un microtúbulo al siguiente, de modo que la coherencia cuántica debe saltar la barrera sináptica entre neurona y neurona. El sistema de neuronas de tipo ordenador clásicamente interconectadas se vería continuamente influido por esta actividad citoesquelética, como manifestación de lo que conocemos como "libre albedrío". El papel de las neuronas, en la imagen que propone Penrose, se parece más bien al de un dispositivo amplificador. El nivel neuronal de descripción que proporciona la imagen actualmente vigente del cerebro y la mente es una mera sombra del nivel más profundo de acción citoesquelética, en el que debemos buscar las bases físicas de la mente. La nueva física que tendríamos que desarrollar para explicar el fenómeno de la consciencia debería combinar los principios de la teoría cuántica con los de la relatividad general de Einstein, es decir, debería asociarla con un fenómeno cuántico-gravitatorio.

     La mayoría de los experimentos sobre la conducta intencional parecen llevarnos a pensar que, o bien la libertad es una ilusión, o un proceso demasiado lento, o de último instante. Pero en vista de la relación anómala que la consciencia mantiene con la noción física de tiempo, a Penrose le parece verosímil que no exista semejante "tiempo" claro y preciso en el que deba ocurrir un suceso consciente. Si la consciencia es un fenómeno que no puede entenderse en términos físicos sin un input esencial de la teoría cuántica, entonces es pensable que dichos fenómenos pongan en cuestión nuestra idea habitual de la causalidad, la localidad, la temporalidad... el mero hecho de que pudiera llegar a tener lugar algún acto o pensamiento, incluso si realmente no lo hace, puede afectar al comportamiento, pues uno debe ser muy precavido al llegar a conclusiones aparentemente lógicas respecto a la ordenación temporal de sucesos cuando están involucrados efectos cuánticos. La realidad cuántica ha sido descrita por dos vectores de estado, uno de los cuales ("vector bra") se propaga hacia atrás en el tiempo, desde el futuro al presente. ¿Por qué debe extrañarnos que la consciencia opere teleológicamente?



 Conclusiones

      Los ordenadores hacen algo muy diferente de lo que nosotros estamos haciendo cuando apelamos a nuestra consciencia. Cabría desde luego especular con la posibilidad de construir un ordenador cuántico y consciente, pero para construir un dispositivo semejante necesitaríamos primero encontrar la teoría física adecuada. Y para que los físicos sean capaces de acomodar algo tan extraño a nuestra imagen física actual, como lo es el fenómeno de la consciencia (fenómeno que no está restringido a los seres humanos, sino que se da en otros seres vivos, si no en todos, aun en grados), debemos esperar un cambio profundo, que altere las mismas bases de nuestro punto de vista filosófico respecto a la naturaleza de la realidad. Lo que pasa en la consciencia y la inteligencia no tendrá ninguna probabilidad de ser comprendido adecuadamente hasta que tengamos un conocimiento mucho más profundo de la naturaleza misma de la materia, el tiempo, el espacio y las leyes que los gobiernan. También necesitaremos tener un conocimiento mucho mejor de la fisiología detallada de los cerebros, especialmente en los niveles minúsculos.

     Además de la cualidad de comprensión, existen otras cualidades que siempre estarán ausentes en cualquier sistema completamente computacional, tales como son las cualidades estéticas y los juicios morales.

     El libro de Penrose acaba con una interesante reflexión sobre los tres mundos popperianos: el mundo mental o de nuestras percepciones conscientes, que conocemos directamente; el mundo físico, o de los objetos externos; y el mundo platónico, de las formas matemáticas y los valores absolutos. A juicio de Penrose, la existencia del mundo platónico descansa claramente en la naturaleza profunda, intemporal y universal de los conceptos abstractos, y en el hecho de que sus leyes son independientes de quienes las descubren. Si bien los filósofos tienen a veces dificultades para explicar que dicho mundo ejerza una influencia sobre el mundo físico, para los matemáticos es una idea mucho más natural, pues es evidente que los modelos matemáticos ofrecen una explicación precisa y desvelan estructuras profundas de la misma realidad. Para Penrose (como para Platón) el mundo de las formas perfectas es primario -siendo su existencia casi una necesidad lógica- y los otros dos mundos son sus sombras.

     Hay un aspecto paradójico en las correspondencias entre los tres mundos: cada uno de ellos parece "emerger" sólo de una minúscula parte del que le precede. El universo físico parece emerger de formas matemáticas complejas; el mental, de la evolución de la bioquímica, y el mundo de los inteligibles a partir de la más sofisticada y compleja de las actividades mentales. Penrose admite que tal vez sus prejuicios a favor de la primariedad del universo platónico-matemático sean equivocados. Tal vez existen aspectos del mundo físico que no pueden describirse en términos matemáticos precisos; quizá hay una vida mental que no está enraizada en estructuras físicas (tales como cerebros), o quizá existan verdades matemáticas que permanezcan, en principio, inaccesibles a la razón y la intuición humanas. Sin embargo, el argumento de Gödel no apoya esta última tesis, sino que por el contrario, lo que afirma es que las intuiciones humanas están más allá del argumento formal y más allá de los procedimientos computables, mientras que apuesta muy claramente a favor de la existencia del mundo matemático platónico. La verdad matemática no depende del modo de ser natural del hombre, ni está determinada arbitrariamente por reglas de "factura humana", sino que tiene una naturaleza absoluta. El apoyo para el punto de vista platónico fue precisamente una de las motivaciones iniciales de Gödel.

     La propia materia es misteriosa, como lo es el espacio-tiempo, dentro de cuyo marco operan ahora las teorías físicas. No conocemos su naturaleza y las leyes que la gobiernan para poder explicar qué tipo de organización física hace posible que existan actos conscientes. Cuanto más examinamos la naturaleza de la materia, más esquiva, misteriosa y matemática parece ser. Además, nuestras nociones de realidad se han visto profundamente perturbadas por la mecánica cuántica. ¿Cómo es posible que la mera posibilidad contrafáctica de que suceda algo -que no sucede realmente- influya decisivamente en lo que sí ocurre? Cuando dispongamos de teorías más profundas el lugar de la mente no parecerá tan incongruente como lo parece hoy.

 "Sin duda no existen realmente tres mundos sino uno, cuya naturaleza verdadera ni siquiera vislumbramos en el presente".

 


sábado, 19 de abril de 2025

ETERNIDAD

 



Para Juanfra Cordero Poyatos


Ningún cuerpo puede sostenerse en la eternidad, pues sin duda esta infinitud o luz perpetua de lo eterno es la dimensión temporal –o, mejor dicho, intemporal– que corresponde al espíritu, porque ningún cuerpo puede desenvolverse vivo en lo eterno. Y sin embargo, no podemos negar que los humanos han tenido una cierta intuición de qué pueda ser lo sempiterno, y padecen el anhelo y la ambición de lo que pueda existir siempre. 

A parte de como existencia permanente, lo eterno puede ser pensado como ausencia de tiempo, como duración infinita, como retorno cíclico y hasta como experiencia humana... Tanto en la Cábala como en la Gnosis, la eternidad se identifica con un Dios oculto o Padre ignoto (Páter agnostos) del que emanan espíritus buenos y maléficos (devas).

Parménides entendió el Ser como eterna esfera compacta, en el sentido de no nacida e imperecedera, "nunca fue ni será pues es ahora, todo a la vez, uno en sí mismo y continuo" (fr. 8). Tal concepción de la realidad hace ininteligible el devenir de las cosas y de la vida, su mutabilidad. El movimiento no sería sino una ilusión y las aporías de Zenón, presunto seguidor de Parménides, no harían otra cosa sino ratificar la irracionalidad del movimiento. La razón analítica parte del Principio de identidad y de no-contradicción y detiene con ello el flujo de lo real imponiéndose la fórmula A = A. Pero la identidad sólo puede establecerse sobre la base de la negación del tiempo, ya que es un hecho que A deviene, cambia, deja de ser A para se otra cosa, igual que las especies se transforman y las estrellas mudan o estallan.

Platón por su parte no niega el tiempo, pero lo hace depender de su principio ideal como "imagen móvil de la eternidad". La eternidad es así la esencia inmóvil del tiempo. El mundo sensible está sujeto al cambio y al tiempo, pero el mundo de las ideas es eterno e inmutable, como las fórmulas matemáticas, y tal realidad esencial garantiza la estabilidad de la ciencia. El ser humano participa de la eternidad a través de su recuerdo (anamnesis) de las verdades ideales.

 El mundo físico de Aristóteles es eterno, al menos el mundo supralunar que brilla admirable por encima de la órbita de la luna. Aristóteles no supo o no pudo constatar que también las estrellas nacen, evolucionan y fenecen más allá de la luna, Aristóteles supone la eternidad de los astros, que participan de un quinto elemento, una "quinta esencia" inalterable, el éter, y no sólo de aire, fuego, tierra y agua. Para el Estagirita, la eternidad no es tanto la supresión del tiempo sino su incansable duración. Este universo existe y existirá siempre. porque no es admisible un comienzo absoluto para la realidad natural. 

Para Aristóteles el tiempo es una propiedad del movimiento. Se ha hecho célebre su definición: "Pues esto es, en efecto, el tiempo: el número del movimiento según el antes y el después." (Física, IV, 11, 219b1-2). Kant tendrá muy en cuenta esta concepción al derivar el número (y la aritmética) de la intuición del tiempo, es decir, del orden de la sucesión: primero el uno, luego el dos, etc.

En su Historia del tiempo, Stephen Hawking felicita a San Agustín por haber acertado al decir que el tiempo no ha existido siempre. En efecto, en sus Confesiones, el padre africano de la Iglesia reflexiona sobre la naturaleza del tiempo en su relación con la eternidad divina. La eternidad es tema central en su filosofía y teología, íntimamente ligada a su comprensión del tiempo y de la naturaleza de Dios. Para Agustín, la eternidad no es simplemente una extensión infinita del tiempo, sino una realidad radicalmente diferente y superior. 



Por una parte, es un atributo divino que se expresa en la característica fundamental de su inmutabilidad. Dios es eterno en tanto que inmutable, sin principio ni fin, sin pasado ni futuro, pura presencia (como el Ser de Parménides), simultanidad y completitud. Dios es perfecto. La eternidad es así la plenitud del ser, la posesión total y simultánea de la vida perfecta. En Dios no hay pues sucesión ni devenir, sino una integridad sin muda, inagotable. Como en Platón (Agustín consideraba a los neoplatónicos como los filósofos más próximos al espíritu del cristianismo), la eternidad es el fundamento del tiempo, pues el tiempo fue creado por Dios junto con el mundo. Antes de la creación (como antes del big-bang) no existía el tiempo, que surge con la creación de las criaturas mudables.

Para San Agustín hay una diferencia radical entre la eternidad y el tiempo. Este presenta un antes y un después, mientras que en la eternidad todo es simultáneamente, todo en ella se presenta a la vez. El tiempo está ligado al cambio y la mutabilidad, mientras que la eternidad es la esfera de lo inmutable, lo que permanece siempre idéntico a sí mismo (como el logos o la ratio estoica). El tiempo puede ser medido por el movimiento y el cambio. La eternidad es inconmensurable; siendo el fundamento del tiempo, no está sujeta a medida temporal alguna.

La creación, según San Agustín, no fue en el tiempo, sino con el tiempo. Dios no creó el mundo en un momento específico, porque antes de la creación el tiempo no existía. Esto resuelve la paradoja de qué hacía Dios antes de la creación, porque no había un "antes". Las criaturas, al ser mutables, existen en el tiempo, de ahí su contingencia. Su ser está marcado por el pasado que ya no es, el futuro que aún no es, y un presente fugaz que constantemente deviene en pasado. El tiempo es para las criaturas una forma de imperfección y limitación, en contraste con la perfección y esplendor de la eternidad divina.



En sus Confesiones, Agustín reflexiona sobre la relación del alma o de la mente con el tiempo, llegando a la conclusión de que el tiempo existe en la conciencia, como una "distensión del alma" (distentio animi). Medimos el tiempo a través de nuestra memoria del pasado, nuestra atención al presente y nuestra expectativa del futuro. Estas tres facultades del alma son las que nos permiten percibir y medir el fluir temporal. El alma humana, creada a semejanza e imagen de Dios tiene una natural y profunda aspiración a compartir la eternidad divina, trascendiendo la fugacidad y limitación del tiempo. Tal aspiración encuentra su plenitud en la unión con Dios, el Ser eterno e inmutable. La vida eterna, prometida a los creyentes, es una participación en la eternidad divina.

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Recuperando arcaicas concepciones del tiempo, Nietzsche desarrolló su idea del "eterno retorno de lo mismo". En efecto, si el tiempo es infinito, o eterno, y las cosas o los elementos del universo son finitos, las mismas combinaciones de hoy se han repetido o se repetirán. Nietzsche deriva un corolario vitalista de esta especulación visionaria que recuerda al amor fati de los estoicos: "vive como quieras vivir eternamente y acepta lo vivido, incluso los errores cometidos, como inevitables". La eternidad es así retorno cíclico, como el de las estaciones. Antes que Nietzsche, también Giambattista Vico defendió una concepción cíclica, y eterna, de la temporalidad hstórica.

En su obra El irrealismo (2002), Enrique Pajón Mecloy comenta la fórmula niezcheana de "La Vuelta eterna" como una figura más de la "irrealidad autocreada", que tiene como base o como abismo sin fondo, la libertad y responsabilidad del hombre, de una conciencia que se descubre libre más allá del bien y del mal o cuando estos han quedado sin fundamento por la muerte de Dios. La conciencia solitaria descubre entonces su mayor logro a la vez que su mayor desamparo, una conciencia que no puede ocultarse a sí misma la muerte como inevitable destino y busca, por tanto, como los iniciados de Eleusis o los héroes de las tragedias griegas, un remedio o manera de atenuar el miedo que la certeza de la muerte conlleva...

"La doctrina del eterno retorno de lo mismo, descabellada como intento de solución verdadera en el plano cósmico, cobra sentido en el ámbito de la irrealidad autocreada, al adquirir la forma de algo así como una eternidad intemporal, como una pensada superación del fluir en el tiempo."

Para Enrique Pajón está claro el fondo artístico –nosotros diríamos "esteticista"– que anima una poética como la del filósofo alemán. La idea de salirse de los propios límites y contactar con la intemporalidad, imaginado un eterno retorno válido, tan sólo al nivel de la conciencia, tiene su claro precedente en el pensamiento trágico y muy particularmente en la tragedia griega anterior a Eurípides.

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Probablemente, la concepción que más puede interesarnos en este blog (porque busca vincular armónicamente cuerpo y espíritu), sea la de la eternidad como experiencia humana, tal vez como experiencia límite o vivencia especialísima. A este respecto es interesante la breve alusión a la eternidad de Wittgenstein en su Tractatus logico philosophicus cuando trata de la ética y la muerte...

"La muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive. Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita, sino intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente." (6.4311).
Para Wittgenstein la eternidad no es tiempo infinito, no es duración ilimitada, sino intermporalidad y, en concreto, la que se experimenta al vivir plenamente en el presente, un ahora que no está sujeto al fluir temporal. Quien experimenta esa vivencia la vive como una forma de existencia que trasciende la preocupación por el pasado y el futuro, enfocándose completamente a la inmediatez de su situación. El filósofo añade una analogía con el campo visual: "Nuestra vida no tiene fin del mismo modo que nuestro campo visual no tiene límites".

Esta concepción está ligada a su visión de la ética, el valor y la naturaleza de la muerte como límites del mundo y no como eventos dentro de él. Entraña la idea de que la ética y el valor no están en el mundo de los hechos, sino fuera de él, en lo trascendental. La eternidad estaría relacionada con tal cerco trascendental. La muerte aparece como límite del mundo más que como un evento mundano, pues no es algo que experimentemos dentro del tiempo, sino el límite de nuestra experiencia temporal. La idea de que vivir eternamente es vivir en el presente tiene implicaciones éticas y existenciales, sugiere que la plenitud y el sentido de la vida no se encuentran en la búsqueda de una duración infinita, sino en la intensidad y la atención que prestamos al momento presente.

Esta idea de la vida eterna no como duración infinita, sino como intemporalidad halla su antecedente más claro en San Agustín cuando refiere al presente como iluminación divina. Otros autores también han visto la filosofía, es decir, su pensar sub specie aeternitatis, como pregustación de la eternidad (melete thanatou, preparación para la muerte, en la expresión socrática del Fedón platónico), como una búsqueda de la realidad primera, última y necesaria, que trasciende el tiempo. Alfa y omega.

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Próxima a esta concepción de la eternidad podemos señalar la de Eugenio D'Ors, quien la vincula a su filosofía del "hombre que trabaja y juega". La eternidad no es prolongación infinita del tiempo sino una dimensión presente en la acción y en la vida misma, pues en todo trabajo y en todo juego se esconde una semilla de eternidad. Filosofar consiste precisamente en "hacer germinar la semilla de eternidad" que reside en las actividades cotidianas ("Dios entre pucheros", que diría Santa Teresa). 

D'Ors busca sintetizar el tiempo y la eternidad como lo anecdótico y la categoría, como lo particular y lo universal. Busca –como Platón– una comprensión de la realidad que no se limite a lo puramente cambiante, sino que encuentre sustrato de permanencia y sentido en la propia existencia. Inventa así sus conceptos de numen y de neon. Por númenes entiende los inteligibles que se vivifican hasta adquirir ciertas asunciones representativas. Cuando se concretan hasta el punto de poder entrar e la trama de la Historia les llama neones (constantes históricas como "lo clásico" y "lo barroco"). D'Ors distingue entre Numen y Mito, porque la funcion representativa asumida por el Numen es fija y permanente, mientras que la del Mito se desarrolla en el tiempo (El secreto de la filosofía, 2ª, Lecc. VI, VI).





D'Ors usa la figura o el numen del "ángel" como arquetipo o tipo supremo que actúa como intermediario o mensajero (demon, metaxý) entre lo humano y lo eterno. Ángel es aquello que en los márgenes de la vida humana no fluye hacia la muerte, sino que permanece y se afirma sobre la "roca viva de la eternidad". Se llama filósofo" a quien vive en conciencia de la eternidad del momento. La filosofía no es por tanto para Xenius una mera contemplación abstracta, sino una forma de vivir intensamente el presente, reconociendo en él una dimensión de trascendencia y permanencia. Liga así D'Ors la eternidad a la inmanencia.

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"Algo pide en mí compasión eternamente 
–y llora sobre mí como sobre un dios muerto, 
sin altares en su culto."
Fernando Pessoa. El libro del desasosiego, 325

Lo eterno juega un papel menos positivo en el complejo desasosiego de Pessoa: "Soy yo verdaderamente en esta eternidad casual y simbólica del estado de media alma en que me engaño"... "Dormimos la vida, eternos niños del destino"... "Otra vez la novedad, la vejez de lo eterno nuevo"... "la eterna ausencia de mi alma verdadera". Ante el nihilismo, Pessoa asegura que ni siquiera podemos agarrarnos a la nada, "pues ni la tragedia de la negación podemos representarla con aplausos, pues ni de verdad sabemos si no es nada (...), nietos del Destino e hijastros de Dios, que se casó con la Noche Eterna cuando ella enviudó del Caos del que verdaderamente somos hijos".

Pessoa, un "soñador irónico" habla de la eterna insaciabilidad de sus vagos deseos y de la perenne inestabilidad de sus ansias imposibles, aunque a veces la noche eterna se entibia en una "tarde eterna" con lirios en las márgenes de ríos remotos, fríos y solemnes, al fondo de continentes verdaderos (217)... Sueña el poeta en un "más allá de siempre" en que nuestra vida fuese "un eterno estar a la ventana", "como humo parado, siempre, teniendo siempre al mismo instante de crepúsculo doloriendo [sic] la curva de los montes".

Se equivoca al pensar que las ciudades cambian pero los campos son eternos y evoca a Virgilio y el canto del último pastor que se quedó eternamente encantado, y se eterniza en los campos... Pessoa evoca melancólicamente una infancia nueva entre cuentos mal oídos, una infancia de cabellos rubios como el trigo... 
"Y todo esto muy grande, muy eterno, definitivo para siempre, de la estatura única de Dios, allá en el fondo triste y somnoliento de la realidad última de las cosas" (255).
El portugués aspira con su escritura a convertir lo irreal en real y en ofrecer a lo inaccesible un pedestal eterno... Y sin embargo todos estos "mediostonos de la conciencia del alma" que se hacen presentes en la escritura de Pessoa no hacen –lo diré con sus palabras– sino crear un paisaje dolorido, una eterna puesta de sol de lo que somos. En el panteón de Pessoa hay sitio para dioses que se excluyen los unos a los otros... "aquí no hay límites, ni siquiera lógicos, y disfrutamos, en la compañía de varios eternos, de la coexistencia de diferentes infinitos y de varias eternidades" (446).

Desde una parecida perspectiva nihilista, aunque algo más desesperado que Pessoa, Emil Ciorán (1911-1995), "pesimista cómico", en lugar de concebir la eternidad como una promesa de trascendencia o un reino de la gracia, a menudo la describe como algo pesado, opresivo e incluso absurdo: "El tiempo a veces pesa; imagínate lo que debe pesar la eternidad" (en El Libro de las quimeras). 

No obstante, a veces Ciorán evoca nostalgia por un tiempo anterior al tiempo, una especie de no-existencia primigenia que contrasta con la carga de la existencia temporal y, por extensión, de la eternidad, "naufragio del tiempo", ruina y facaso del devenir temporal, desprovista de cualquier gloria o redención. En conclusión, su perspectiva se inclina más hacia la búsqueda de un alivio en la nada que en la promesa de un futuro eterno.

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En contraste radical con el nihilismo, el pensamiento místico español insistió en la visión de la eternidad como presente eterno. El místico busca la unión con la eternidad y concibe la temporalidad como un camino de perfección, en el que el alma se purifica y prepara para la eternidad, es decir, para la atemporalidad divina, un presente absoluto, un "ahora" que no pasa, en posesión total y simultánea del ser, sin principio ni fin.

San Benito "Sembrador", J. Vela Zanetti, 1980
Abadía de Santo Domingo de Silos


San Juan de la Cruz, Santa Teresa o Miguel de Molinos dan por hecho que el alma humana, creada a imagen y semejanza de Dios, posee una capacidad innata para lo eterno, por eso a través de la oración, la contemplación y el amor, el alma despierta a esta dimensión trascendente que reside en su interior. 

La obra de San Juan de la Cruz está profundamente imbuida de la visión de la eternidad como morada del amor divino, a la que el alma aspira y donde encuentra descanso definitivo. El quietismo de Miguel de Molinos busca la eternidad a través del recogimiento íntimo, la contemplación pasiva y la aniquilación del yo. 

Nota bene

- Ilustraciones de Eugenio d'Ors, Gnómica. Aforismos ilustrados, Sevilla 2019. Los dibujos son del mismo D'Ors. 
- Para la redacción de esta entrada hemos usado la IA Gemini de Google.