...gravísima, altisonante, mínima, dulce e
imaginada historia
Don
Quijote de la Mancha (I, 22)
Un hidalgo
aficionado a los libros de caballerías, llena “la fantasía de todo aquello que
leía en los libros”, viene a dar “en el más extraño pensamiento que jamás dio
loco en el mundo y fue que le pareció convenible y necesario, así para el
aumento de su honra como para el servicio de su república hacerse caballero
andante”. Rematado el juicio “del mucho leer y el poco dormir”, sale una buena
mañana en busca de aventuras, imaginando cómo comenzará el sabio que la escriba
la historia que le dará fama eterna.
«Apenas había el rubicundo Apolo
tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus
hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas
lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada
aurora (…) cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las
ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por
el antiguo y conocido campo de Montiel» (I, 1)
Miguel de Cervantes, el sabio que escribe esa historia, la empieza de
manera muy distinta, describiendo en un memorable primer párrafo la vida
carente de atractivo de Alonso Quijano, contrapunto de las desmesuradas e inverosímiles aventuras
cuya lectura lo acaba transformando en Don Quijote, defensor de la
verdad, eficacia y actualidad de una praxis imposible. De esto trata este
trabajo.
Lo inicio, apoyándome en la estética modal de Jordi Claramonte, que propone
a don Quijote (y de paso a Hamlet) como primeros “desacoplados” de la literatura. Mi
tesis es que el primero no lo es porque se encuentre de repente con un
repertorio inútil, inmerso en un nuevo modo de relación, como sostiene
Claramonte, sino porque, en su delirio, se fabrica un repertorio y unas
disposiciones ficticias, inventadas, exclusivamente librescas. Don Quijote, para
Claramonte, personifica la obstinada fidelidad a un modo de relación ya
imposible. En mi opinión, esa relación nunca fue posible, y propongo que
Cervantes marcó intencionadamente el contraste entre el dogmatismo caballeresco
de don Quijote, sostén de la parodia satírica que es el Quijote, y la práctica estética flexible y abierta que él iniciaba
justamente con esa obra.
Interpretar el Quijote como
una obra inicial y fundamentalmente satírica no debe conducirnos una lectura
parcial y reductora de la obra de Cervantes, capaz de convertir a don Quijote
en un bufón que sólo provoca risa -y algo de ternura- en el lector. Es cierto
que esa fue la lectura que hicieron generalmente los contemporáneos de
Cervantes. Hasta el siglo XIX no se pensó que tras las páginas del Quijote se encontrara un significado
oculto.
Son importantes los adverbios “inicialmente” y “fundamentalmente”. Creo
que se puede afirmar que el propósito inicial de Cervantes era,
fundamentalmente, el que él mismo confiesa en la misma obra, pero también que
es coherente y compatible con ese propósito inicial ir un poco más allá de ser
mera parodia de un género literario aborrecible. Inventando las aventuras de un
personaje enloquecido por la lectura de los libros de caballerías, Cervantes
juzgaba esos libros; inventando la historia de un libro que cuenta esas
aventuras, juzgaba su propio libro. Don Quijote, como símbolo de un modo de
hacer inefectivo, el de los libros de caballerías (objeto de este texto); el Quijote –así, en cursiva- como parodia
satírica de un género literario inefectivo y como historia de una obra que
inicia un nuevo género literario, el de la novela moderna: de cómo nace, se
desarrolla, es recibido por el público y, sobre todo, la advertencia de que ese
nuevo género literario exige una nueva forma de leer (objeto de “Don Quijote desencantado”, segunda parte -aunque publicada primero en este blog, en 2016- de un trabajo realizado para la asignatura de
Estética y Teoría del Arte del Grado de filosofía de la UNED, impartida por
Jordi Claramonte).
Estética
Modal[1]
La estética modal parte de un presupuesto ontológico: la relación
constituye tanto al sujeto como al objeto. En la ontología modal no hay
propiamente ni sujetos ni objetos, sino “modos de relación", que son, según
Jordi Claramonte, los conjuntos de posibilidades articulados relacionalmente a
partir de los cuales se articula lo vivo.
La experiencia estética, como todo lo vivo, está constituida por los diferentes
modos de relación. Donde el idealismo postulaba sujetos creadores y objetos
creados, la estética modal postula modos de relación. La “competencia modal” es
el conjunto de capacidades, facultades y aptitudes que nos permiten reconocer
esos modos y establecer el modo de relación específica que funda una
experiencia estética. Y tanto los medios de relación como la experiencia
estética se dan en un lugar y un tiempo, y su protagonista, por tanto, es el
hombre situado en su contexto histórico. Ahondando más en la idea, Claramonte
dice que “un modo de relación consiste en un orden formal actualizado y
determinado por unas competencias y puesto en un paisaje”[2].
La estética modal es, pues, una teoría de la distribución de las competencias
en un paisaje.
El pensamiento modal se construye sobre la distinción y la articulación
entre lo necesario, lo posible y lo efectivo. Lo necesario es lo que, siendo
como es, no podría ser de otra manera, y se identifica con los “repertorios”.
Lo posible es lo que, siendo como es, podría ser de otra manera, y se
identifica con las “disposiciones”. Lo efectivo es lo que es – lo que hay- y se
identifica con el “paisaje”. Estos son los conceptos fundamentales de la
estética modal: lo necesario, lo posible y lo efectivo, por un lado;
repertorio, disposiciones y paisaje, por otro.
Los repertorios son aquellas colecciones de formas u objetos externos,
coherentes y solidarios entre sí y relativamente estables que nos permiten actuar
o expresar nuestra sensibilidad. Lo repertorial es un conjunto relacionado de elementos,
y cuanto más coherente sea la relación, más efectivo será el repertorio. Un
repertorio, pues, no es una colección de objetos cualquiera, sino la que da un
sentido determinado de un modo de hacer, de un modo de relación.
Las disposiciones, en cambio, son las inteligencias, aptitudes,
competencias y sensibilidades que ponemos en común para acoplarnos
(“acoplamiento” será otro de los conceptos fundamentales de la estética modal)
al repertorio del que disponemos. Son modulaciones del ánimo, del
ingenio, potencialidades que tenemos dentro. Son las fuerzas del sujeto.
La articulación entre repertorios y disposiciones es el “paisaje”, definido
por Claramonte como la “matriz de conflictos posibles en un momento histórico”,
como un contexto que posibilita unos conflictos e impide otros. Los repertorios
(lo externo) necesitan acoplarse con las disposiciones naturales y culturales
que cada uno posee (lo interno). Pero necesitamos algo más: un paisaje que propicie
el acoplamiento de lo interno y lo externo. El paisaje establece los límites del
acoplamiento, que sólo tendrá lugar si al paisaje lo permite, pues determina
los acoplamientos que son posibles y los que no.
Lo repertorial nos acerca a lo ya conocido, lo disposicional a lo
novedoso. El equilibrio es fundamental, pues algo que resulta totalmente
novedoso acaba siendo incomprensibles para el sujeto, es decir, no le es
efectivo. Necesitamos una base de conocimientos confirmados donde caiga lo
nuevo para ser fértil. Lo disposicional es interno al sujeto, quien sólo puede
expresarlo, sacarlo de sí, mediante lo repertorial, es decir, nuestras
capacidades e ingenios sólo se hacen fértiles mediados por lo repertorial,
análogamente a como lo novedoso se hace efectivo sobre la base de lo conocido.
Es entonces cuando se da el acoplamiento, que es la articulación entre lo que
la gente sabe hacer y los medios de los que dispone para hacerlo, la razón de
que nuestro quehacer sea fértil y efectivo. Nuestra vida no es sino un
acoplarnos con lo que nos rodea.
Lo repertorial tienden al orden, al equilibrio. No debemos aumentar las
formas del repertorio sin ton ni son, pues romperíamos el equilibrio. Lo disposicional,
en cambio, tienden al desorden, al desequilibrio. Es lo que nos hace improvisar,
inventar, experimentar. En el jazz, por ejemplo, prima lo disposicional, y en
unas sevillanas lo repertorial. Ambos son necesarios, porque si se
introducen elementos nuevos, objetos o formas extraños a un repertorio
compartido, sin tener en cuenta el repertorio sobre el que deben cimentarse,
hay una alta probabilidad, de que no funcionen, de que no sean efectivas, es
decir, de que no se entiendan. Pero si no se introducen elementos nuevos, aun a
riesgo de romper el equilibrio repertorial, no avanzamos, nos quedamos, como en
el Antiguo Egipto, haciendo lo mismo durante milenios.
Repertorios, disposiciones y paisajes está determinado por la naturaleza
y por la cultura. O por mis circunstancias, que diría Ortega y Gasset. Puedo no
apreciar un Pollock porque no he incorporado a mi repertorio la poética que me
permitiría comprenderlo y hasta disfrutarlo, o porque, aun incorporando esa
poética, mi sensibilidad no se conmueve un ápice, o, más primariamente, porque
un dolor de muelas, o las catorce horas diarias de trabajo, me tiene tan
ocupado, dolorido y cansado que maldita la gracia que me hace ponerme a mirar
libros con reproducciones de cuadros de Pollock (porque, esa es otra, mis
circunstancias me impiden ver un Pollock original).
Desacoplados.
Hemos dicho ya que el acoplamiento es la articulación entre lo que la
gente sabe hacer y los medios de los que dispone para hacerlo, y que la vida no
es sino un acoplarnos con lo que nos rodea. Es la conexión en el momento
presente entre nuestras disposiciones con la totalidad de formas y objetos
distribuidos que constituyen el mundo de cada cual. Los acoplamientos son
sucesos básicos e irrenunciables de la fisiología (respirar), la estética
(emocionarse con un poema) o la política (organizarse para una manifestación).
Hemos dicho también que el paisaje establece los límites del acoplamiento, que
determina los acoplamientos que son posibles y los que no.
Pues bien, nunca hay un acoplamiento exhaustivo, siempre quedan
elementos desacoplados, por lo que se puede afirmar que toda experiencia debe
ser entendida a la vez como un acoplamiento parcial y, por lo tanto, un
relativo desacoplamiento. Éste se produce cuando nuestras aptitudes,
capacidades e inteligencias se han ido configurando y tramando a la medida de
determinadas posibilidades formales, acordes a repertorios objetuales concretos
que, de repente, nos son arrebatados. El desacoplado queda entonces sin suelo
donde pisar, sin capacidad de tracción que le permita avanzar. Se encuentra en
ese momento inmerso en un modo de producción que ha sustituido al modo para el
que estaba acondicionado. El desacoplado es aquel para quien el orden moral
hegemónico, el mundo en el que vive, su mundo, en fin, se ha vuelto
contingente, es decir, se ha vuelto trivial en términos repertoriales. Se ha
quedado sin un repertorio efectivo que se acople con sus disposiciones.
La gracia está en que el desacoplamiento, siendo un drama, incentiva al
desacoplado a buscar otros repertorios, por lo que es generativo de otras
relaciones. Rompe el equilibrio, sí, pero permite que otras cosas sucedan. Es
lo que ocurre en la Modernidad. Jordi Claramonte considera a don
Quijote uno de los primeros desacoplados de la modernidad[3],
junto a Hamlet, “un exiliado en el tiempo y las disposiciones”[4]. ¿Qué
es lo que le sucede?, se pregunta, ¿por qué no puede imitar la práctica de la
caballería andante, tal y como se propone?
Responde Claramonte que la impotencia de don Quijote consta de dos
caras: por un lado, elige imitar una práctica ya desterrada del mundo que le ha
tocado vivir, aunque quizá nunca fue posible una práctica sólo ejercida en la ficción
literaria (de este hilo tiraré para afianzar mi tesis sobre el desacoplamiento de don
Quijote). Pero, afirma Claramonte, lo que es seguro es que en los tiempo de don
Quijote no son adecuados dichos modos de relación. “Su mapa de carreteras no
coincide ya con el terreno en el que se mueve y sólo por causalidad o
cabezonería puede llegar a donde pretende”[5].
Por otro lado, carece de la menor empatía con sus vecinos. La imitación de los protagonistas
de los libros de caballería le impide el acoplamiento con quienes no viven
trastornados como él. Don Quijote es fuerte, es virtuoso, pero su repertorio,
el de un caballero andante, ya no funciona en los tiempos de la decadencia
feudal (mi tesis, en cambio, es que su repertorio es el de un hidalgo viejo,
débil y pobre, con la cabeza llena de inverosímiles aventuras ficticias que él
cree históricas). Parte de esta inviabilidad, característica de la modernidad
es la que nos enseñaría Cervantes. Lo diferencia reside en que Cervantes
presenta el desacoplamiento de don Quijote desde una actitud más moderna que la
de Shakespeare: la parodia.
Más adelante veremos todo esto. Hagamos antes un pequeño paréntesis para
hacer un breve recorrido por las interpretaciones marxistas del Quijote, de las que se podría considerar
deudora la comprensión de D. Quijote como desacoplado, como un sujeto expulsado
del nuevo paisaje. (Sobre las interpretaciones llamadas “literales”, que
interpretan el Quijote,
fundamentalmente, como parodia de los libros de caballerías -y a don Quijote
como caricatura de los caballeros andantes-, perspectiva desde la cual ofreceré
mi visión del desacoplamiento de don Quijote, ver “Don Quijote desencantado”).
Interpretaciones
marxistas del Quijote
Entre las interpretaciones del Quijote
de carácter simbólico encontramos las que presentan la obra como una alegoría
sobre la estructura social de la España cervantina o los conflictos sociales de
la época.
José Antono López Calle afirma que Marx nunca expuso por escrito sus
opiniones sobre el Quijote, pero que
su yerno, Paul Lafargue, en los recuerdos que dejó de su suegro acerca de sus
gustos literarios, afirma que sus novelistas preferidos eran Cervantes y
Balzac, y nos transmite este testimonio, desgraciadamente muy escueto, acerca
de la visión que el filósofo alemán tenía de la novela cervantina:
Veía en Don Quijote la epopeya de la caballería
agonizante, cuyas virtudes iban a convertirse, en el naciente mundo burgués, en
un objeto de burla y de ridículo.[6]
De esta cita, observa López Calle, cabe extraer varias conclusiones: la
primera, la profunda huella de Hegel que se advierte en ella. Como éste,
también Marx nos presenta la novela no como una diatriba contra los libros de
caballerías, sino como una sátira burlesca de la caballería como institución
histórica dotada de una función social y política en el seno de la sociedad
feudal. El Quijote vendría a ser la
recreación burlesca del conflicto entre la caballería medieval, de sus
prácticas e ideales, con las instituciones y valores de la sociedad moderna; un
conflicto que termina en la disolución de la misma como tal.
Pero mientras Hegel da una interpretación más política, en el sentido de
que la institución caballeresca termina chocando con el Estado moderno, cuyas
instituciones -el ejército regular permanente, el aparato judicial o la policía-
convierten a ésta en algo superfluo y prescindible, Marx pone más énfasis en la
dimensión social y quizás indirectamente económica de la sociedad moderna,
caracterizada ahora como burguesa, cuyos nuevos valores son incompatibles con
las virtudes de la antigua caballería feudal. Marx ve en el Quijote un símbolo del orden social
feudal, una caricatura de la ideología y valores del mismo y una interpretación
de la emergente sociedad burguesa. Pero, ¿qué caracteriza a la España de esta
época desde un punto de vista socioeconómico?
En términos generales, según la historiografía marxista, el XVII fue un
siglo depresivo. Esta depresión alcanzó por igual a todo el Occidente europeo,
pero incidió sobremanera en la entonces potencia hegemónica, España, que dejará
de serlo, entre otras cosas, porque de sus anquilosadas estructuras feudales no
surgirán, como en Inglaterra u Holanda, nuevas estructuras socioeconómicas
capaces de sobreponerse a la crisis. No lo permitía su absurdo sistema
económico, que empleaba el oro y la plata americana en comprar productos
manufacturados -en vez de producirlos ella mismo- para enriquecer a sus
adversarios. Los prejuicios de casta empujaron a muchos españoles hacia la
guerra o la emigración en busca de un futuro que no se quería encontrar en las
muy prosaicas e indignas labores productivas y mercantiles, a las que, sin
embargo, no ponían tantos remilgos los europeos del norte.
Trabajos realizados desde la perspectiva del materialismo histórico,
como los del historiador del arte Arnold Hauser, el historiador marxista
francés Pierre Vilar y el cervantista mejicano Ludovico Osterc, privilegiaron
estos aspectos aludidos -políticos, sociales y económicos- en la interpretación
del Quijote.
Arnold Hauser[7], en el
capítulo de su Historia social de la Lieteratura y el Arte dedicado al manierismo, titulado “La segunda derrota de la
caballería”, observa un renacimiento del romanticismo caballeresco medieval,
que se refleja, en la España del siglo XVI, en el auge de las novelas de
caballerías. Ese renacimiento sería síntoma del incipiente predominio de la
forma autoritaria del Estado que, en España (Hauser no habla específicamente de
ella), por ejemplo, propiciaría la degeneración de la democracia concejil
castellana. Según Hauser, el ideal de vida caballeresco sería expresión de la
hegemonía de la monarquía y de la nueva nobleza aupada por -y apoyada en- ésta.
Pero esos ideales serían cada vez
más claramente incompatibles con el pragmatismo y racionalismo de la realidad
política y social. El duelo al que el emperador Carlos V reta al rey francés
Francisco I es un residuo feudal, y, por supuesto, sus disputas territoriales
las acabarán resolviendo sus soldados, integrados de ejércitos nacionales y no en mesnadas feudales. La fuerza vital de la caballería se convierte en una ficción
y, en un acto reflejo, esa ficción también es derrotada: las novelas de
caballería, tan leídas, dejan paulatinamente de leerse. Cervantes y Shakespeare
no serían más que los notarios de esta derrota.
En España, ciertas peculiaridades históricas -sociales, económicas y culturales-
permitieron que el culto a la caballería cobrara una intensidad inaudita en el
resto de Europa. Resumiéndolas (aquí tampoco habla Hauser de España, pero me
permito aplicar esas peculiaridades al caso español para comprender mejor lo
que quiere decir): la España de hidalgos pobres y cristianos viejos dispuestos
a morirse de hambre antes de pegar un deshonroso palo al agua, muy ufana de su
heroico pasado construido a golpe de lanzada al moro vivo, se veía superada por
un atajo de mercachifles holandeses y piratas ingleses. Todo el oro y la plata
de América solo sirvieron para alargar un poco más el glorioso pasado bélico y
para ayudar a aumentar la riqueza de prestamistas, piratas y comerciantes
europeos, antes de irnos derechitos a engrosar para siempre la lista de los
PIGS.
Cervantes, hijo de su patria y de su tiempo, con su Quijote, va más allá de la parodia de un mundo que se va, acusando
la realidad dura y desencantada a través de una historia protagonizado por un
personaje idealista que se enfrenta a ella atrincherándose en una idea fija. Lo
nuevo no es la burla del mundo caballeresco, sino el dualismo
realismo-idealismo, la borrosa frontera entre lo real y lo irreal, la
ambigüedad de los personajes, la presencia de la tragedia y el humor, que sólo
puede afrontarse con ironía. Estas novedades serán la marca característica de
la naciente novela moderna, que nace con el Quijote.
Pierre Vilar, en el primer párrafo de su El tiempo del Quijote[8],
afirma con rotundidad que, a pesar de ser el Quijote un libro universal y
eterno sigue siendo, antes que nada, un libro español de 1605, “que no cobra
todo su sentido más que en el corazón de la historia”. El análisis
socioeconómico de la época, remata más adelante, sólo puede llegar a ser
verdaderamente profundo recurriendo a los términos marxistas
Vilar caracteriza la época con una paráfrasis de Lenin, “El
imperialismo, etapa suprema del feudalismo”, a la que sigue la enumeración de
las causas de la grave crisis general en la que son solidarias “la impotencia
política, la incapacidad productiva y la putrefacción social”. Paso a resumir
el análisis marxista que realiza Vilar.
La conquista española de América funda una sociedad nueva, porque
instituye el mercado mundial y porque permite -al derramar sobre Europa dinero
barato- la acumulación primitiva del capital. Pero en España, sus élites, en
lugar de preparar el terreno en sentido capitalista, esto es, invirtiendo sus
excedentes para aumentar (o mejor, crear) la productividad industrial, actúan
“a la manera feudal”, ocupando las tierras, reduciendo a los hombres a
servidumbre y arramblando con los metales preciosos que arriban de América, que
en lugar de sufragar el desarrollo económico español se desvían para financiar
en Europa “la naciente producción capitalista”. Total, que el imperio español,
en el cual no se ponía el sol, siguiendo el principio del abrazo del oso, en
lugar de convertirnos en una potencia económica, se convirtió en la etapa
suprema de la sociedad que contribuyó a destruir. Así, el feudalismo entró en
agonía, con la dramática peculiaridad de que aquí en España no hubo un
incipiente régimen burgués que lo sustituyera. “Y este drama durará. Dura
todavía, y por eso D. Quijote sigue siendo un símbolo”, concluye Vilar.
Para Vilar, la prueba de que todo esto no es dialéctica abstracta la
ofrecen unos contemporáneos de Cervantes, los famosos arbitristas, que, con una
sensibilidad muy moderna, de sujeto consciente de la crisis, reflexionaron y expresaron
el malestar general y propusieron remedios, si bien es verdad que a veces
disparatados. Cita Vilar a Martín González de Cellorigo, un arbitrista que
escribe en 1600 De la política necesaria
y útil restauración a la política de España, donde escribe: “Y ansí el no
haber dinero, oro ni plata, en España, es por averlo, y el no ser rica es por
serlo”. Esta paradoja es causada porque en lugar de una masa productora hay una
masa parasitaria (tan bien descrita en la literatura de la época) y por el mal uso
que se hace de la riqueza real (según Vilar, Cellorigo se anticipa a Lenin; hoy
diríamos que diagnosticó la crisis que padecemos): “Y el no aver tomado suelo
procede de que la riqueza ha andado y anda en el ayre, en papeles y contractos,
censos y letras de cambio, en la moneda, en la plata y en el oro: y no en
bienes que fructifican y atrahen a sí como más dignos las riquezas de afuera,
sustentado las de adentro”. Cellorigo propone como remedio a la nefasta
situación económica lo que sigue: apoyo político al trabajo, desarrollo de las
clases medias, reducción de la inflación mediante el control monetario, fomento
de la agricultura y la industria, etc. Y termina Vilar de citar a Cellorigo:
“No parece sino que se han querido reducir estos reynos a una república de
hombres encantados que vivan fuera del orden natural”. Lo que le sirve para
describir al personaje al que Cervantes dará “nombre inmortal”, don Quijote,
hombre encantado que vive fuera del orden natural.
Pero además, para Vilar, Cellorigo demostraría con su análisis ser un
marxista avant la lettre, al vincular
con claridad “la superestructura ilusoria, mítica y mística de su país y de su
tiempo, al carácter parasitario de la sociedad, al divorcio entre su manera de
vivir y su manera de producir”. Ese dualismo entre realidad e ilusión, que
también advierte Hauser, se reflejaría en la literatura contemporánea.
La crisis general -social, económica y moral- afecta a todos los reinos
que integran, mejor o peor, la monarquía. Castilla, donde “todo el mundo roba”,
dará luz al pícaro, y el propio Cervantes, estimulado por “la necesidad” y “la
ocasión” (como un vulgar concejal de urbanismo de pueblo), dará con sus huesos
en la cárcel. En Cataluña, sin embargo, “más dinámica (y menos caritativa)”, la
disidencia social dará luz al bandolero. Ambos tipos los veremos en el Quijote.
En resumen, una sociedad que prefiere vivir en la ilusión, anclada en
los tiempos heroicos, en un quiero y no puedo estéril. El ama de don Quijote
reprende a Sancho: “Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares, y
dejaos de pretender ínsulas ni ínsulos”. Mensaje que, según Vilar, al igual que
las obras de arbitristas como Cellorigo, Cervantes dirige al pueblo español,
pero a través de una novela que sería,
entonces, una novela social que refleja la grave crisis de la sociedad feudal y
la imposibilidad estructural de subirse al carro del primer capitalismo, y, por
otro lado, la conciencia que el mismo Cervantes tenía de esa crisis. Y lo sería,
como es toda obra de arte para un marxista, por ser un fenómeno
superestructural, reflejo de la vida económica y social.
Ludovico Osterc[9] le
atribuye al Quijote un sentido
alegórico por debajo del falso propósito pretextado por Cervantes para evitarse
problemas con las autoridades. Tras la superficial sátira de la novela de
caballerías, Osterc descubre un oculto, pero evidente, sentido social y
político. Como en Marx y Vilar, hay una crítica al feudalismo en decadencia,
pero en el mejicano encontramos además la afirmación de que el Quijote no sólo crítica al feudalismo en
decadencia sino también a la nobleza hegemónica y a la incipiente burguesía. El
Quijote no sería ya, como en los
autores referidos más arriba, caricatura de la caballería feudal, sino, al
contrario, un rebelde que se lanza a la defensa activa de los humillados y
ofendidos y que promueve ideales igualitarios. Con su discurso de la Edad de
Oro (I, 11) -y añado yo, con el llamado “de las armas y las letras” que
concluye otorgando ventaja a aquellas sobre éstas (I, 38)- un don Quijote
revolucionario, además de “comprender” trataría de “cambiar” el mundo operando
militarmente contra la injusticia y promoviendo el comunismo primitivo de la
Edad de Oro.
Toma
posición respecto de ella “la realidad”, rechazando e impugnando la
superestructura política, estatal, jurídica, ético-filosófica y estética, que
defendía y justificaba el orden político-social existente (...), somete a una
crítica aniquilante las instituciones sociales, políticas y eclesiásticas del
podrido sistema feudal en declive[10].
Don
Quijote, loco desacoplado
La interpretación marxista del Quijote
se podría resumir así: es una obra que refleja la decadencia de la
caballería feudal y lo ridículo e inapropiado de sus valores en el mundo de la
burguesía naciente. Esta sería la causa del desacoplamiento sufrido por don
Quijote. Sin embargo, aunque rechazo la interpretación marxista y asumo lo que
Cervantes mismo repite varias veces en el libro, esto es, que éste es
fundamentalmente una parodia de los libros de caballerías, sostengo que se
puede seguir manteniendo que don Quijote es un desacoplado. Es más, si se puede
hablar de grados de desacople, el de don Quijote sería el grado máximo, porque
no se encuentra de repente sin repertorio, inmerso en un nuevo modo de
relación, sino que en su delirio caballeresco se fabrica un repertorio y unas
disposiciones ficticias, inventadas, exclusivamente librescas.
La locura de Don Quijote se debe a un autoengaño, pero no del tipo del
que sufre Hamlet, esto es, creer que el pasado modo de relación puede volver[11], sino
uno más hondo: creer que lo que ha leído en sus libros de caballerías, ficción
de lo más disparatada e inverosímil, es verdad histórica, narración de sucesos
reales, y, además, creer que en la España del siglo XVII es posible trasplantar
la ficción narrada en los libros de caballería. Pero en ningún modo de relación
(o producción) homogéneo o periclitado encontraría tal personaje acomodo, del
mismo modo que en ninguna década del s. XX o de lo que llevamos del XXI
encontraría paisaje quien intentara imitar a Superman. Imitar las aventuras de
los caballeros andantes, como las de los superhéroes, lleva inevitablemente al
fracaso, y no porque el paisaje conspire en contra de quien lo haga, sino
porque se intenta imitar una praxis imposible. El delirio de Don Quijote
consiste en sustituir la realidad que no coincide con sus expectativas
caballerescas por otra realidad inventada de acuerdo a estas, en ver gigantes
donde hay molinos o ejércitos donde hay rebaños, “todo absorto y empapado en lo
que había leído en sus libros mentirosos” (I, 18).
Cervantes dibuja un personaje que se acopla tanto con la ficción de los
libros de caballerías que se desacopla de la realidad, llegando a confundir su
mundo cotidiano con el de la experiencia estética. Alonso Quijano se mete en el
mundo que le ofrecen los libros de caballerías, como cualquier otro lector,
pero no regresa a la realidad: se come el tripi pero no regresa del viaje. Es
cierto que don Quijote sólo se opone a la realidad cuando ésta entra en
colisión con la fingida realidad de los libros de caballerías; cuando no se
tocan asuntos de caballerías se muestra sensato y de buen juicio, lo que le
convierte en un monomaniaco. “Entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos”
(II, 18) dice don Lorenzo de don Quijote a su padre don Diego de Miranda,
admirado de su discurso, como muchos otros personajes se admiran de él a lo
largo de la novela. Esta locura entreverada permite cierta efectividad de don
Quijote en su relación con el mundo, y a Cervantes le permite crear situaciones
de gran fuerza paródica y elaborar discursos y diálogos sobre todo tipo de
asuntos de la existencia humana. Pero a pesar de esos momentos de aparente
cordura, quien habla y razona, aun con gran lucidez, es don Quijote y no Alonso
Quijano, que permanece alucinado hasta que recupera la razón de forma
definitiva, sólo al final de la novela, poco antes de morir. Pero hasta
entonces, el protagonista se relaciona con la realidad sumido en un mundo
literario, falso. Permanece, en término marxistas, completamente alienado, o en
término de la estética modal, totalmente desacoplado.
Cuenta Cervantes en el capítulo primero de la primera parte: “Se daba a
leer libros de caballerías con tanta afición y gusto que se olvidó casi de todo
punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda”,
llegando a vender “muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros
de caballería”. El arte absorbe el tiempo y la hacienda de Alonso Quijano.
Muchas veces tiene la tentación de coger la pluma y terminar él mismo alguna
aventura a la que su autor no puso fin, pero otras lecturas igualmente
absorbentes se lo impiden. Disputa continuamente con el cura acerca de si es
mejor este o el otro caballero, confunde el relato inverosímil de las aventuras
caballerescas con las crónicas históricas, y por fin, “rematado ya su juicio,
vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás, que dio loco en el mundo, y
fue que le pareció convenible y necesario (...) hacerse caballero andante, y
irse por todo el mundo con sus armas y caballo en busca de aventuras y a
ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se
ejercitaban” (I, 1).
¿Qué mayor desacople que el de quien se dispone a “deshacer todo género
de agravios” en la España del tercer Felipe a la manera de los caballeros
andantes de las novelas de caballerías? Igualmente desacoplado estaría quien se
creyera tener los poderes de un superhéroe en la España del sexto de los
Felipes. Si a Alonso Quijano le diera por imitar al Cid, el desacople también
sería notable, pero imitando a personajes ficticios como el Caballero de la
Ardiente Espada -al que dice preferir al Cid, que sería muy buen caballero pero
nunca partió en dos a dos gigantes a la vez de un espadazo- no imita una
práctica pasada, que en algún momento fue presente, sino una que nunca fue
presente. El desacople, así, es brutal, mayor que el que le concede Jordi
Claramonte
A Hamlet le cambian el modo de relación que regía con su padre, y el
modo que le sustituye, el impuesto por su tío Claudio, no le sirve. El modo de
relación ahora hegemónico, y bajo el cual Hamlet no encuentra acoplamiento, es
percibido por él como estéril, vacío y sin provecho. Lo que le ocurre a Hamlet
es que al desacoplamiento, del que deberían surgir nuevos incentivos (a la
fuerza ahorcan), responde aferrándose cerrilmente al viejo modo de relación. Y
ahí reside el drama (si debemos aprender algo es que lo que se va ya no
vuelve). La obligación que se autoimpone Hamlet es excesiva: nadie puede evitar
que no pase lo que ha pasado. Como mucho, puede vengarse y descubrir
públicamente al culpable de la muerte de su padre y hacerle pagar su delito.
Con eso -supuesta la asunción de la pérdida por parte del vengador- suelen
darse por satisfechos el vengador y, sobre todo, los espectadores del drama.
Hamlet sospecha que algo huele a podrido en Dinamarca, y en esas dudas
anda cuando la sombra de su padre, errante hasta acabar de purgar sus crímenes
(¿qué rey, por virtuoso que sea, no ha cometido crímenes?), confirma a Hamlet
que ha sido asesinado por Claudio y le conmina a vengarlo. Sombra que no sólo ve
él, también la ven Marcelo, Bernardo y Horacio. Hamlet no está loco, finge
estarlo, creyendo que así nadie estorbará su misión: la venganza. Aunque quizá
si estuviera realmente loco encontraría el valor de llevar la venganza a cabo.
Luego, quizá, el peso de su misión, la melancolía, la sospecha de que haga lo
que haga nada volverá a ser como fue y el mal que ocasiona terminan por
volverle loco.
A don Quijote, sin embargo, no le ocurre que su repertorio se queda
obsoleto, sino que su repertorio, que es más falso que un euro de cartón, no es
operativo en ningún paisaje posible (excepto en los de los juegos infantiles,
que son verdaderos y falsos a la vez, como la literatura, y, por lo tanto, una
cosa muy seria). Por eso el Quijote no es una crítica a la caballería feudal,
sino a la falsa caballería de los libros que lee Alonso Quijano, los cuales son
una exageración de la épica caballeresca que reflejaba este mundo (el Cantar
del Mio Cid, por ejemplo). Las aventuras de los caballeros andantes no son
anacrónicas, pues nunca se dieron en tiempo alguno. Pero, como Hamlet, don
Quijote se aferra a un modo de relación imposible. Los dos son intolerantes y
se convierten en un peligro para quienes no comprenden o no están dispuestos a
seguirles el juego (e incluso para quienes, por diversos motivos, se lo siguen).
Los santos y los profetas sólo dejan de ser considerados locos para ser
considerados príncipes cuando encuentran un número significativo de individuos
lo suficientemente activos y comprometidos que comparten los mismos modos de
relación y aspiran a convertirlos en hegemónicos.
Hamlet y don Quijote, aparte de unos pesados -lo que es molesto, pero no
demasiado grave-, se convierten en un riesgo para la integridad psíquica y,
sobre todo, física de quienes les rodean. Hasta los supuestos beneficiarios de
la acción justiciera de don Quijote lo consideran un peligro. Como Andrés, al
que pretendiendo ayudar en su primera salida, acaba perjudicando, y que al
encontrarse con el hidalgo más adelante le espeta: “Por amor de Dios, señor
caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen
pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será
tanta, que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien
Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo” (I,
31). O como los galeotes a los que libera41, que lo acaban
apedreando por querer obligarles a ir al Toboso a presentarse ante Dulcinea y
darle parte de sus hazañas. Y es que su dogmatismo caballeril lo convierte en
un irritante y peligroso filántropo. Como Hamlet, carece de “competencia
modal”, no es capaz de pasar de un modo de relación a otro. Pero es que en su
caso el modo de relación en el que se atasca sólo existe en la ficción.
D. Quijote, pues, es un desacoplado en grado máximo. El cambio súbito en
el modo de relación lo trastoca todo, individual y socialmente, obliga a
cambiar completamente el modo de vida. Alonso Quijano no sufre un cambio en su
modo de relación, sino un cambio interno, una mutación de personalidad. Cambian
sus disposiciones, o para ser más preciso, adquiere una aptitud nueva: la
voluntad de resucitar, en su persona, la andante caballería. El resto de
disposiciones, las de un hidalgo viejo y pobre de un lugarejo de la Mancha, no
se alteran, y claro, estas no son las propias de un caballero andante.
Podríamos decir también que es un desacoplado un tanto especial. Hamlet
se empeña en permanecer aferrado a un modo de relación periclitado. Los
campesinos expulsados de su tierra por el conde se proveen de un nuevo
repertorio y adquieren nuevas disposiciones, haciéndose pescadores, por ejemplo.
Alonso Quijano, imagina el repertorio y las disposiciones que le permitan ser
un caballero andante, por lo que a veces aparece como un hiperacoplado. Peros
sólo en apariencia: la adquisición de tal repertorio es mera ilusión.
Un hiperacoplado es aquel, nos dice el profesor Claramonte, cuyas
disposiciones encajan tan a la perfección con los repertorios existentes que no
tiene incentivos para renovarse. ¿Para qué, si le va de maravilla? Siempre
encuentra al punto lo que necesita, como James Bond, ya sea el gadget que le
salva la vida, ya sea la mujer despampanante o el Martini agitado -no mezclado-
para un merecido descanso del guerrero. Así son también los caballeros
andantes, los de verdad, es decir, los de mentira: un hiperacoplado sólo puede
ser un personaje de ficción, porque la realidad es muy compleja y muy perra
como para permitir que todo encaje. Y de una ficción inverosímil, además, en la
que, por ejemplo, “...acaece estar uno peleando en las sierras de Armenia con
algún endriago, o con algún fiero vestigio, o con otro caballero, donde lleva
lo peor de la batalla y está ya a punto de muerte, y cuando no me es cato,
asoma por acullá, encima de una nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero
amigo suyo, que poco antes se hallaba en Inglaterra, que le favorece y le libra
de la muerte, y a la noche se halla en su posada, cenando muy a su sabor; y
suele haber de la una a la otra parte dos o tres mil leguas” (I, 31).
Pero don Quijote no es un
caballero andante, y la culpa no es de un paisaje que se lo
impide. No lo es porque no puede serlo. Don Quijote imagina lo que necesita
para ser un caballero andante. Dice J. Claramonte que don Quijote es fuerte,
pero que mantiene un repertorio que ya no funciona porque ha sido barrido por
la historia, y que por eso su producción no es efectiva. Pero la razón de que
no lo sea es que no es cierto que sea fuerte, y que además dispone de un
repertorio que no puede funcionar. Su repertorio es un falso repertorio, tan
falso que el resultado es igual de desastroso que el de un vaquero con pistola
de plástico y caballo de cartón. Y en cuanto a sus disposiciones, a parte de la
voluntad inquebrantable de resucitar la caballería andante, estas dejan mucho
que desear.
Para empezar, Alonso Quijano, del que surge don Quijote, es viejo y
débil, y aunque parece pensar y obrar con muy buen juicio, habitualmente todo
su quehacer está determinado por su demencia literaria. Es decir, don Quijote
lúcido siempre será Alonso Quijano enajenado. Además, ni siquiera es valiente,
o al menos su valentía se muestra de forma ambigua: muchas veces es temerario,
sobre todo cuando las aventuras son provocadas por su locura; otras veces, como
en los episodios que suceden en Cataluña, donde aparecen personajes y aventuras
reales, que tienen existencia verdadera y efectiva, como el bandolero Roque
Guinart o el ataque de los piratas turcos a Barcelona, D. Quijote pasa a un
segundo plano. Cuando la realidad le ofrece aventuras de verdad y ocasiones más
propicias para demostrar su valor y la fuerza de su brazo se niega a hacerlo.
En cuanto a su repertorio de caballero andante, todo él es fruto de su
alocada imaginación. Lo son los sabios encantadores que sólo existen en su
imaginación. Lo es la vieja armadura que debe completar con cartones o con una
bacía de barbero, lo que le confiere una estampa tan ridícula como sería hoy la
de alguien ataviado con el uniforme de soldado de su abuelo y una escupidera
por casco. Lo es Rocinante, un caballo viejo, lento y poco apropiado para los trabajos
a los que le obliga su dueño. Lo es también el ridículo nombre con el que se
arma caballero, que hace referencia a una procedencia poco exótica; como el
nombre de su dama, una dama bizca y con mal aliento. Y lo es, para rematar, el
lenguaje arcaico que nadie entiende y del que se mofan todos los que lo
escuchan.
Y el paisaje resultante es, claro, falso también: su locura transforma
unos molinos en gigantes, unos rebaños en ejércitos, una venta en castillo, una
representación de marionetas en lo representado, un barco a la deriva en un
barco encantado, el Ebro en la línea equinoccial. En fin, la fantasía de D.
Quijote transforma la España del s. XVI en las tierras exóticas donde discurren
las aventuras inverosímiles de las novelas de caballerías.
[1] En todo lo referente a la
estética modal, salvo que se trate de obras concretas de las que se dará la
referencia oportuna, sigo las clases online del Porfesor Jordi Claramonte, que
se pueden encontrar en la plataforma de telecomunicaciones para centros y aulas
de la UNED, INTECCA: www.intecca.uned.es.
[3] CLARAMONTE ARRUFAT Jordi. El Quijote
como drama modal. Texto subido a la plataforma aLF de la UNED
[4] CLARAMONTE ARRUFAT Jordi. Desacoplados.
Hamlet o Ética para unicornios. UNED 2015. Versión PDF en plataforma aLF de la UNED.
[6] Citado en LÓPEZ CALLE José
Antonio. Marx, Pierre Vilar y el Quijote.
Revista digital El Catoblepas. No 86. Abril 2009.
[7] HAUSER Arnold. Historia social de la literatura y el arte (1951).
Colección, Grandes obras de la cultura.
RBA. Barcelona. 2005.
[9] Para la interpretación materialista de Osterc me guiaré por los tres
artículos de El Catoblepas en los que López Calle la analiza. Números 87, 88 y 89, de Mayo, Junio y Julio
de 2009, respectivamente.
[10] Citado en MONTERO REGUERA
José. El Quijote y la crítica contemporánea. Centro de estudios cervantinos. Madrid 1997.
No hay comentarios:
Publicar un comentario