viernes, 24 de abril de 2020

Don Quijote desacoplado


...gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia
Don Quijote de la Mancha (I, 22)


Un hidalgo aficionado a los libros de caballerías, llena “la fantasía de todo aquello que leía en los libros”, viene a dar “en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república hacerse caballero andante”. Rematado el juicio “del mucho leer y el poco dormir”, sale una buena mañana en busca de aventuras, imaginando cómo comenzará el sabio que la escriba la historia que le dará fama eterna.


«Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora (…) cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel» (I, 1)
Miguel de Cervantes, el sabio que escribe esa historia, la empieza de manera muy distinta, describiendo en un memorable primer párrafo la vida carente de atractivo de Alonso Quijano, contrapunto de las desmesuradas e inverosímiles aventuras cuya lectura lo acaba transformando en Don Quijote, defensor de la verdad, eficacia y actualidad de una praxis imposible. De esto trata este trabajo.
Lo inicio, apoyándome en la estética modal de Jordi Claramonte, que propone a don Quijote (y de paso a Hamlet) como primeros “desacoplados” de la literatura. Mi tesis es que el primero no lo es porque se encuentre de repente con un repertorio inútil, inmerso en un nuevo modo de relación, como sostiene Claramonte, sino porque, en su delirio, se fabrica un repertorio y unas disposiciones ficticias, inventadas, exclusivamente librescas. Don Quijote, para Claramonte, personifica la obstinada fidelidad a un modo de relación ya imposible. En mi opinión, esa relación nunca fue posible, y propongo que Cervantes marcó intencionadamente el contraste entre el dogmatismo caballeresco de don Quijote, sostén de la parodia satírica que es el Quijote, y la práctica estética flexible y abierta que él iniciaba justamente con esa obra.
Interpretar el Quijote como una obra inicial y fundamentalmente satírica no debe conducirnos una lectura parcial y reductora de la obra de Cervantes, capaz de convertir a don Quijote en un bufón que sólo provoca risa -y algo de ternura- en el lector. Es cierto que esa fue la lectura que hicieron generalmente los contemporáneos de Cervantes. Hasta el siglo XIX no se pensó que tras las páginas del Quijote se encontrara un significado oculto.
Son importantes los adverbios “inicialmente” y “fundamentalmente”. Creo que se puede afirmar que el propósito inicial de Cervantes era, fundamentalmente, el que él mismo confiesa en la misma obra, pero también que es coherente y compatible con ese propósito inicial ir un poco más allá de ser mera parodia de un género literario aborrecible. Inventando las aventuras de un personaje enloquecido por la lectura de los libros de caballerías, Cervantes juzgaba esos libros; inventando la historia de un libro que cuenta esas aventuras, juzgaba su propio libro. Don Quijote, como símbolo de un modo de hacer inefectivo, el de los libros de caballerías (objeto de este texto); el Quijote –así, en cursiva- como parodia satírica de un género literario inefectivo y como historia de una obra que inicia un nuevo género literario, el de la novela moderna: de cómo nace, se desarrolla, es recibido por el público y, sobre todo, la advertencia de que ese nuevo género literario exige una nueva forma de leer (objeto de “Don Quijote desencantado”, segunda parte -aunque publicada primero en este blog, en 2016-  de un trabajo realizado para la asignatura de Estética y Teoría del Arte del Grado de filosofía de la UNED, impartida por Jordi Claramonte).
Estética Modal[1]
La estética modal parte de un presupuesto ontológico: la relación constituye tanto al sujeto como al objeto. En la ontología modal no hay propiamente ni sujetos ni objetos, sino “modos de relación", que son, según Jordi Claramonte, los conjuntos de posibilidades articulados relacionalmente a partir de los cuales se articula lo vivo.
La experiencia estética, como todo lo vivo, está constituida por los diferentes modos de relación. Donde el idealismo postulaba sujetos creadores y objetos creados, la estética modal postula modos de relación. La “competencia modal” es el conjunto de capacidades, facultades y aptitudes que nos permiten reconocer esos modos y establecer el modo de relación específica que funda una experiencia estética. Y tanto los medios de relación como la experiencia estética se dan en un lugar y un tiempo, y su protagonista, por tanto, es el hombre situado en su contexto histórico. Ahondando más en la idea, Claramonte dice que “un modo de relación consiste en un orden formal actualizado y determinado por unas competencias y puesto en un paisaje”[2]. La estética modal es, pues, una teoría de la distribución de las competencias en un paisaje.
El pensamiento modal se construye sobre la distinción y la articulación entre lo necesario, lo posible y lo efectivo. Lo necesario es lo que, siendo como es, no podría ser de otra manera, y se identifica con los “repertorios”. Lo posible es lo que, siendo como es, podría ser de otra manera, y se identifica con las “disposiciones”. Lo efectivo es lo que es – lo que hay- y se identifica con el “paisaje”. Estos son los conceptos fundamentales de la estética modal: lo necesario, lo posible y lo efectivo, por un lado; repertorio, disposiciones y paisaje, por otro.
Los repertorios son aquellas colecciones de formas u objetos externos, coherentes y solidarios entre sí y relativamente estables que nos permiten actuar o expresar nuestra sensibilidad. Lo repertorial es un conjunto relacionado de elementos, y cuanto más coherente sea la relación, más efectivo será el repertorio. Un repertorio, pues, no es una colección de objetos cualquiera, sino la que da un sentido determinado de un modo de hacer, de un modo de relación.
Las disposiciones, en cambio, son las inteligencias, aptitudes, competencias y sensibilidades que ponemos en común para acoplarnos (“acoplamiento” será otro de los conceptos fundamentales de la estética modal) al repertorio del que disponemos. Son modulaciones del ánimo, del ingenio, potencialidades que tenemos dentro. Son las fuerzas del sujeto.
La articulación entre repertorios y disposiciones es el “paisaje”, definido por Claramonte como la “matriz de conflictos posibles en un momento histórico”, como un contexto que posibilita unos conflictos e impide otros. Los repertorios (lo externo) necesitan acoplarse con las disposiciones naturales y culturales que cada uno posee (lo interno). Pero necesitamos algo más: un paisaje que propicie el acoplamiento de lo interno y lo externo. El paisaje establece los límites del acoplamiento, que sólo tendrá lugar si al paisaje lo permite, pues determina los acoplamientos que son posibles y los que no. 
Lo repertorial nos acerca a lo ya conocido, lo disposicional a lo novedoso. El equilibrio es fundamental, pues algo que resulta totalmente novedoso acaba siendo incomprensibles para el sujeto, es decir, no le es efectivo. Necesitamos una base de conocimientos confirmados donde caiga lo nuevo para ser fértil. Lo disposicional es interno al sujeto, quien sólo puede expresarlo, sacarlo de sí, mediante lo repertorial, es decir, nuestras capacidades e ingenios sólo se hacen fértiles mediados por lo repertorial, análogamente a como lo novedoso se hace efectivo sobre la base de lo conocido. Es entonces cuando se da el acoplamiento, que es la articulación entre lo que la gente sabe hacer y los medios de los que dispone para hacerlo, la razón de que nuestro quehacer sea fértil y efectivo. Nuestra vida no es sino un acoplarnos con lo que nos rodea.
Lo repertorial tienden al orden, al equilibrio. No debemos aumentar las formas del repertorio sin ton ni son, pues romperíamos el equilibrio. Lo disposicional, en cambio, tienden al desorden, al desequilibrio. Es lo que nos hace improvisar, inventar, experimentar. En el jazz, por ejemplo, prima lo disposicional, y en unas sevillanas lo repertorial. Ambos son necesarios, porque si se introducen elementos nuevos, objetos o formas extraños a un repertorio compartido, sin tener en cuenta el repertorio sobre el que deben cimentarse, hay una alta probabilidad, de que no funcionen, de que no sean efectivas, es decir, de que no se entiendan. Pero si no se introducen elementos nuevos, aun a riesgo de romper el equilibrio repertorial, no avanzamos, nos quedamos, como en el Antiguo Egipto, haciendo lo mismo durante milenios.
Repertorios, disposiciones y paisajes está determinado por la naturaleza y por la cultura. O por mis circunstancias, que diría Ortega y Gasset. Puedo no apreciar un Pollock porque no he incorporado a mi repertorio la poética que me permitiría comprenderlo y hasta disfrutarlo, o porque, aun incorporando esa poética, mi sensibilidad no se conmueve un ápice, o, más primariamente, porque un dolor de muelas, o las catorce horas diarias de trabajo, me tiene tan ocupado, dolorido y cansado que maldita la gracia que me hace ponerme a mirar libros con reproducciones de cuadros de Pollock (porque, esa es otra, mis circunstancias me impiden ver un Pollock original).

Desacoplados.
Hemos dicho ya que el acoplamiento es la articulación entre lo que la gente sabe hacer y los medios de los que dispone para hacerlo, y que la vida no es sino un acoplarnos con lo que nos rodea. Es la conexión en el momento presente entre nuestras disposiciones con la totalidad de formas y objetos distribuidos que constituyen el mundo de cada cual. Los acoplamientos son sucesos básicos e irrenunciables de la fisiología (respirar), la estética (emocionarse con un poema) o la política (organizarse para una manifestación). Hemos dicho también que el paisaje establece los límites del acoplamiento, que determina los acoplamientos que son posibles y los que no.
Pues bien, nunca hay un acoplamiento exhaustivo, siempre quedan elementos desacoplados, por lo que se puede afirmar que toda experiencia debe ser entendida a la vez como un acoplamiento parcial y, por lo tanto, un relativo desacoplamiento. Éste se produce cuando nuestras aptitudes, capacidades e inteligencias se han ido configurando y tramando a la medida de determinadas posibilidades formales, acordes a repertorios objetuales concretos que, de repente, nos son arrebatados. El desacoplado queda entonces sin suelo donde pisar, sin capacidad de tracción que le permita avanzar. Se encuentra en ese momento inmerso en un modo de producción que ha sustituido al modo para el que estaba acondicionado. El desacoplado es aquel para quien el orden moral hegemónico, el mundo en el que vive, su mundo, en fin, se ha vuelto contingente, es decir, se ha vuelto trivial en términos repertoriales. Se ha quedado sin un repertorio efectivo que se acople con sus disposiciones.
La gracia está en que el desacoplamiento, siendo un drama, incentiva al desacoplado a buscar otros repertorios, por lo que es generativo de otras relaciones. Rompe el equilibrio, sí, pero permite que otras cosas sucedan. Es lo que ocurre en la Modernidad. Jordi Claramonte considera a don Quijote uno de los primeros desacoplados de la modernidad[3], junto a Hamlet, “un exiliado en el tiempo y las disposiciones”[4]. ¿Qué es lo que le sucede?, se pregunta, ¿por qué no puede imitar la práctica de la caballería andante, tal y como se propone?
Responde Claramonte que la impotencia de don Quijote consta de dos caras: por un lado, elige imitar una práctica ya desterrada del mundo que le ha tocado vivir, aunque quizá nunca fue posible una práctica sólo ejercida en la ficción literaria (de este hilo tiraré para afianzar mi tesis sobre el desacoplamiento de don Quijote). Pero, afirma Claramonte, lo que es seguro es que en los tiempo de don Quijote no son adecuados dichos modos de relación. “Su mapa de carreteras no coincide ya con el terreno en el que se mueve y sólo por causalidad o cabezonería puede llegar a donde pretende”[5]. Por otro lado, carece de la menor empatía con sus vecinos. La imitación de los protagonistas de los libros de caballería le impide el acoplamiento con quienes no viven trastornados como él. Don Quijote es fuerte, es virtuoso, pero su repertorio, el de un caballero andante, ya no funciona en los tiempos de la decadencia feudal (mi tesis, en cambio, es que su repertorio es el de un hidalgo viejo, débil y pobre, con la cabeza llena de inverosímiles aventuras ficticias que él cree históricas). Parte de esta inviabilidad, característica de la modernidad es la que nos enseñaría Cervantes. Lo diferencia reside en que Cervantes presenta el desacoplamiento de don Quijote desde una actitud más moderna que la de Shakespeare: la parodia.
Más adelante veremos todo esto. Hagamos antes un pequeño paréntesis para hacer un breve recorrido por las interpretaciones marxistas del Quijote, de las que se podría considerar deudora la comprensión de D. Quijote como desacoplado, como un sujeto expulsado del nuevo paisaje. (Sobre las interpretaciones llamadas “literales”, que interpretan el Quijote, fundamentalmente, como parodia de los libros de caballerías -y a don Quijote como caricatura de los caballeros andantes-, perspectiva desde la cual ofreceré mi visión del desacoplamiento de don Quijote, ver “Don Quijote desencantado”).

Interpretaciones marxistas del Quijote
Entre las interpretaciones del Quijote de carácter simbólico encontramos las que presentan la obra como una alegoría sobre la estructura social de la España cervantina o los conflictos sociales de la época. 
José Antono López Calle afirma que Marx nunca expuso por escrito sus opiniones sobre el Quijote, pero que su yerno, Paul Lafargue, en los recuerdos que dejó de su suegro acerca de sus gustos literarios, afirma que sus novelistas preferidos eran Cervantes y Balzac, y nos transmite este testimonio, desgraciadamente muy escueto, acerca de la visión que el filósofo alemán tenía de la novela cervantina:
Veía en Don Quijote la epopeya de la caballería agonizante, cuyas virtudes iban a convertirse, en el naciente mundo burgués, en un objeto de burla y de ridículo.[6]
De esta cita, observa López Calle, cabe extraer varias conclusiones: la primera, la profunda huella de Hegel que se advierte en ella. Como éste, también Marx nos presenta la novela no como una diatriba contra los libros de caballerías, sino como una sátira burlesca de la caballería como institución histórica dotada de una función social y política en el seno de la sociedad feudal. El Quijote vendría a ser la recreación burlesca del conflicto entre la caballería medieval, de sus prácticas e ideales, con las instituciones y valores de la sociedad moderna; un conflicto que termina en la disolución de la misma como tal.
Pero mientras Hegel da una interpretación más política, en el sentido de que la institución caballeresca termina chocando con el Estado moderno, cuyas instituciones -el ejército regular permanente, el aparato judicial o la policía- convierten a ésta en algo superfluo y prescindible, Marx pone más énfasis en la dimensión social y quizás indirectamente económica de la sociedad moderna, caracterizada ahora como burguesa, cuyos nuevos valores son incompatibles con las virtudes de la antigua caballería feudal. Marx ve en el Quijote un símbolo del orden social feudal, una caricatura de la ideología y valores del mismo y una interpretación de la emergente sociedad burguesa. Pero, ¿qué caracteriza a la España de esta época desde un punto de vista socioeconómico?
En términos generales, según la historiografía marxista, el XVII fue un siglo depresivo. Esta depresión alcanzó por igual a todo el Occidente europeo, pero incidió sobremanera en la entonces potencia hegemónica, España, que dejará de serlo, entre otras cosas, porque de sus anquilosadas estructuras feudales no surgirán, como en Inglaterra u Holanda, nuevas estructuras socioeconómicas capaces de sobreponerse a la crisis. No lo permitía su absurdo sistema económico, que empleaba el oro y la plata americana en comprar productos manufacturados -en vez de producirlos ella mismo- para enriquecer a sus adversarios. Los prejuicios de casta empujaron a muchos españoles hacia la guerra o la emigración en busca de un futuro que no se quería encontrar en las muy prosaicas e indignas labores productivas y mercantiles, a las que, sin embargo, no ponían tantos remilgos los europeos del norte.
Trabajos realizados desde la perspectiva del materialismo histórico, como los del historiador del arte Arnold Hauser, el historiador marxista francés Pierre Vilar y el cervantista mejicano Ludovico Osterc, privilegiaron estos aspectos aludidos -políticos, sociales y económicos- en la interpretación del Quijote.
Arnold Hauser[7], en el capítulo de su Historia social de la Lieteratura y el Arte dedicado al manierismo, titulado “La segunda derrota de la caballería”, observa un renacimiento del romanticismo caballeresco medieval, que se refleja, en la España del siglo XVI, en el auge de las novelas de caballerías. Ese renacimiento sería síntoma del incipiente predominio de la forma autoritaria del Estado que, en España (Hauser no habla específicamente de ella), por ejemplo, propiciaría la degeneración de la democracia concejil castellana. Según Hauser, el ideal de vida caballeresco sería expresión de la hegemonía de la monarquía y de la nueva nobleza aupada por -y apoyada en- ésta.
 Pero esos ideales serían cada vez más claramente incompatibles con el pragmatismo y racionalismo de la realidad política y social. El duelo al que el emperador Carlos V reta al rey francés Francisco I es un residuo feudal, y, por supuesto, sus disputas territoriales las acabarán resolviendo sus soldados, integrados de ejércitos nacionales y no en mesnadas feudales. La fuerza vital de la caballería se convierte en una ficción y, en un acto reflejo, esa ficción también es derrotada: las novelas de caballería, tan leídas, dejan paulatinamente de leerse. Cervantes y Shakespeare no serían más que los notarios de esta derrota.
En España, ciertas peculiaridades históricas -sociales, económicas y culturales- permitieron que el culto a la caballería cobrara una intensidad inaudita en el resto de Europa. Resumiéndolas (aquí tampoco habla Hauser de España, pero me permito aplicar esas peculiaridades al caso español para comprender mejor lo que quiere decir): la España de hidalgos pobres y cristianos viejos dispuestos a morirse de hambre antes de pegar un deshonroso palo al agua, muy ufana de su heroico pasado construido a golpe de lanzada al moro vivo, se veía superada por un atajo de mercachifles holandeses y piratas ingleses. Todo el oro y la plata de América solo sirvieron para alargar un poco más el glorioso pasado bélico y para ayudar a aumentar la riqueza de prestamistas, piratas y comerciantes europeos, antes de irnos derechitos a engrosar para siempre la lista de los PIGS.
Cervantes, hijo de su patria y de su tiempo, con su Quijote, va más allá de la parodia de un mundo que se va, acusando la realidad dura y desencantada a través de una historia protagonizado por un personaje idealista que se enfrenta a ella atrincherándose en una idea fija. Lo nuevo no es la burla del mundo caballeresco, sino el dualismo realismo-idealismo, la borrosa frontera entre lo real y lo irreal, la ambigüedad de los personajes, la presencia de la tragedia y el humor, que sólo puede afrontarse con ironía. Estas novedades serán la marca característica de la naciente novela moderna, que nace con el Quijote.
Pierre Vilar, en el primer párrafo de su El tiempo del Quijote[8], afirma con rotundidad que, a pesar de ser el Quijote un libro universal y eterno sigue siendo, antes que nada, un libro español de 1605, “que no cobra todo su sentido más que en el corazón de la historia”. El análisis socioeconómico de la época, remata más adelante, sólo puede llegar a ser verdaderamente profundo recurriendo a los términos marxistas
Vilar caracteriza la época con una paráfrasis de Lenin, “El imperialismo, etapa suprema del feudalismo”, a la que sigue la enumeración de las causas de la grave crisis general en la que son solidarias “la impotencia política, la incapacidad productiva y la putrefacción social”. Paso a resumir el análisis marxista que realiza Vilar.
La conquista española de América funda una sociedad nueva, porque instituye el mercado mundial y porque permite -al derramar sobre Europa dinero barato- la acumulación primitiva del capital. Pero en España, sus élites, en lugar de preparar el terreno en sentido capitalista, esto es, invirtiendo sus excedentes para aumentar (o mejor, crear) la productividad industrial, actúan “a la manera feudal”, ocupando las tierras, reduciendo a los hombres a servidumbre y arramblando con los metales preciosos que arriban de América, que en lugar de sufragar el desarrollo económico español se desvían para financiar en Europa “la naciente producción capitalista”. Total, que el imperio español, en el cual no se ponía el sol, siguiendo el principio del abrazo del oso, en lugar de convertirnos en una potencia económica, se convirtió en la etapa suprema de la sociedad que contribuyó a destruir. Así, el feudalismo entró en agonía, con la dramática peculiaridad de que aquí en España no hubo un incipiente régimen burgués que lo sustituyera. “Y este drama durará. Dura todavía, y por eso D. Quijote sigue siendo un símbolo”, concluye Vilar.
Para Vilar, la prueba de que todo esto no es dialéctica abstracta la ofrecen unos contemporáneos de Cervantes, los famosos arbitristas, que, con una sensibilidad muy moderna, de sujeto consciente de la crisis, reflexionaron y expresaron el malestar general y propusieron remedios, si bien es verdad que a veces disparatados. Cita Vilar a Martín González de Cellorigo, un arbitrista que escribe en 1600 De la política necesaria y útil restauración a la política de España, donde escribe: “Y ansí el no haber dinero, oro ni plata, en España, es por averlo, y el no ser rica es por serlo”. Esta paradoja es causada porque en lugar de una masa productora hay una masa parasitaria (tan bien descrita en la literatura de la época) y por el mal uso que se hace de la riqueza real (según Vilar, Cellorigo se anticipa a Lenin; hoy diríamos que diagnosticó la crisis que padecemos): “Y el no aver tomado suelo procede de que la riqueza ha andado y anda en el ayre, en papeles y contractos, censos y letras de cambio, en la moneda, en la plata y en el oro: y no en bienes que fructifican y atrahen a sí como más dignos las riquezas de afuera, sustentado las de adentro”. Cellorigo propone como remedio a la nefasta situación económica lo que sigue: apoyo político al trabajo, desarrollo de las clases medias, reducción de la inflación mediante el control monetario, fomento de la agricultura y la industria, etc. Y termina Vilar de citar a Cellorigo: “No parece sino que se han querido reducir estos reynos a una república de hombres encantados que vivan fuera del orden natural”. Lo que le sirve para describir al personaje al que Cervantes dará “nombre inmortal”, don Quijote, hombre encantado que vive fuera del orden natural.
Pero además, para Vilar, Cellorigo demostraría con su análisis ser un marxista avant la lettre, al vincular con claridad “la superestructura ilusoria, mítica y mística de su país y de su tiempo, al carácter parasitario de la sociedad, al divorcio entre su manera de vivir y su manera de producir”. Ese dualismo entre realidad e ilusión, que también advierte Hauser, se reflejaría en la literatura contemporánea.
La crisis general -social, económica y moral- afecta a todos los reinos que integran, mejor o peor, la monarquía. Castilla, donde “todo el mundo roba”, dará luz al pícaro, y el propio Cervantes, estimulado por “la necesidad” y “la ocasión” (como un vulgar concejal de urbanismo de pueblo), dará con sus huesos en la cárcel. En Cataluña, sin embargo, “más dinámica (y menos caritativa)”, la disidencia social dará luz al bandolero. Ambos tipos los veremos en el Quijote.
En resumen, una sociedad que prefiere vivir en la ilusión, anclada en los tiempos heroicos, en un quiero y no puedo estéril. El ama de don Quijote reprende a Sancho: “Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares, y dejaos de pretender ínsulas ni ínsulos”. Mensaje que, según Vilar, al igual que las obras de arbitristas como Cellorigo, Cervantes dirige al pueblo español, pero a través de una novela que sería, entonces, una novela social que refleja la grave crisis de la sociedad feudal y la imposibilidad estructural de subirse al carro del primer capitalismo, y, por otro lado, la conciencia que el mismo Cervantes tenía de esa crisis. Y lo sería, como es toda obra de arte para un marxista, por ser un fenómeno superestructural, reflejo de la vida económica y social.
Ludovico Osterc[9] le atribuye al Quijote un sentido alegórico por debajo del falso propósito pretextado por Cervantes para evitarse problemas con las autoridades. Tras la superficial sátira de la novela de caballerías, Osterc descubre un oculto, pero evidente, sentido social y político. Como en Marx y Vilar, hay una crítica al feudalismo en decadencia, pero en el mejicano encontramos además la afirmación de que el Quijote no sólo crítica al feudalismo en decadencia sino también a la nobleza hegemónica y a la incipiente burguesía. El Quijote no sería ya, como en los autores referidos más arriba, caricatura de la caballería feudal, sino, al contrario, un rebelde que se lanza a la defensa activa de los humillados y ofendidos y que promueve ideales igualitarios. Con su discurso de la Edad de Oro (I, 11) -y añado yo, con el llamado “de las armas y las letras” que concluye otorgando ventaja a aquellas sobre éstas (I, 38)- un don Quijote revolucionario, además de “comprender” trataría de “cambiar” el mundo operando militarmente contra la injusticia y promoviendo el comunismo primitivo de la Edad de Oro. 
Toma posición respecto de ella “la realidad”, rechazando e impugnando la superestructura política, estatal, jurídica, ético-filosófica y estética, que defendía y justificaba el orden político-social existente (...), somete a una crítica aniquilante las instituciones sociales, políticas y eclesiásticas del podrido sistema feudal en declive[10].

Don Quijote, loco desacoplado
La interpretación marxista del Quijote se podría resumir así: es una obra que refleja la decadencia de la caballería feudal y lo ridículo e inapropiado de sus valores en el mundo de la burguesía naciente. Esta sería la causa del desacoplamiento sufrido por don Quijote. Sin embargo, aunque rechazo la interpretación marxista y asumo lo que Cervantes mismo repite varias veces en el libro, esto es, que éste es fundamentalmente una parodia de los libros de caballerías, sostengo que se puede seguir manteniendo que don Quijote es un desacoplado. Es más, si se puede hablar de grados de desacople, el de don Quijote sería el grado máximo, porque no se encuentra de repente sin repertorio, inmerso en un nuevo modo de relación, sino que en su delirio caballeresco se fabrica un repertorio y unas disposiciones ficticias, inventadas, exclusivamente librescas.
La locura de Don Quijote se debe a un autoengaño, pero no del tipo del que sufre Hamlet, esto es, creer que el pasado modo de relación puede volver[11], sino uno más hondo: creer que lo que ha leído en sus libros de caballerías, ficción de lo más disparatada e inverosímil, es verdad histórica, narración de sucesos reales, y, además, creer que en la España del siglo XVII es posible trasplantar la ficción narrada en los libros de caballería. Pero en ningún modo de relación (o producción) homogéneo o periclitado encontraría tal personaje acomodo, del mismo modo que en ninguna década del s. XX o de lo que llevamos del XXI encontraría paisaje quien intentara imitar a Superman. Imitar las aventuras de los caballeros andantes, como las de los superhéroes, lleva inevitablemente al fracaso, y no porque el paisaje conspire en contra de quien lo haga, sino porque se intenta imitar una praxis imposible. El delirio de Don Quijote consiste en sustituir la realidad que no coincide con sus expectativas caballerescas por otra realidad inventada de acuerdo a estas, en ver gigantes donde hay molinos o ejércitos donde hay rebaños, “todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos” (I, 18).
Cervantes dibuja un personaje que se acopla tanto con la ficción de los libros de caballerías que se desacopla de la realidad, llegando a confundir su mundo cotidiano con el de la experiencia estética. Alonso Quijano se mete en el mundo que le ofrecen los libros de caballerías, como cualquier otro lector, pero no regresa a la realidad: se come el tripi pero no regresa del viaje. Es cierto que don Quijote sólo se opone a la realidad cuando ésta entra en colisión con la fingida realidad de los libros de caballerías; cuando no se tocan asuntos de caballerías se muestra sensato y de buen juicio, lo que le convierte en un monomaniaco. “Entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos” (II, 18) dice don Lorenzo de don Quijote a su padre don Diego de Miranda, admirado de su discurso, como muchos otros personajes se admiran de él a lo largo de la novela. Esta locura entreverada permite cierta efectividad de don Quijote en su relación con el mundo, y a Cervantes le permite crear situaciones de gran fuerza paródica y elaborar discursos y diálogos sobre todo tipo de asuntos de la existencia humana. Pero a pesar de esos momentos de aparente cordura, quien habla y razona, aun con gran lucidez, es don Quijote y no Alonso Quijano, que permanece alucinado hasta que recupera la razón de forma definitiva, sólo al final de la novela, poco antes de morir. Pero hasta entonces, el protagonista se relaciona con la realidad sumido en un mundo literario, falso. Permanece, en término marxistas, completamente alienado, o en término de la estética modal, totalmente desacoplado.
Cuenta Cervantes en el capítulo primero de la primera parte: “Se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto que se olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda”, llegando a vender “muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería”. El arte absorbe el tiempo y la hacienda de Alonso Quijano. Muchas veces tiene la tentación de coger la pluma y terminar él mismo alguna aventura a la que su autor no puso fin, pero otras lecturas igualmente absorbentes se lo impiden. Disputa continuamente con el cura acerca de si es mejor este o el otro caballero, confunde el relato inverosímil de las aventuras caballerescas con las crónicas históricas, y por fin, “rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás, que dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario (...) hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo en busca de aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban” (I, 1).
¿Qué mayor desacople que el de quien se dispone a “deshacer todo género de agravios” en la España del tercer Felipe a la manera de los caballeros andantes de las novelas de caballerías? Igualmente desacoplado estaría quien se creyera tener los poderes de un superhéroe en la España del sexto de los Felipes. Si a Alonso Quijano le diera por imitar al Cid, el desacople también sería notable, pero imitando a personajes ficticios como el Caballero de la Ardiente Espada -al que dice preferir al Cid, que sería muy buen caballero pero nunca partió en dos a dos gigantes a la vez de un espadazo- no imita una práctica pasada, que en algún momento fue presente, sino una que nunca fue presente. El desacople, así, es brutal, mayor que el que le concede Jordi Claramonte
A Hamlet le cambian el modo de relación que regía con su padre, y el modo que le sustituye, el impuesto por su tío Claudio, no le sirve. El modo de relación ahora hegemónico, y bajo el cual Hamlet no encuentra acoplamiento, es percibido por él como estéril, vacío y sin provecho. Lo que le ocurre a Hamlet es que al desacoplamiento, del que deberían surgir nuevos incentivos (a la fuerza ahorcan), responde aferrándose cerrilmente al viejo modo de relación. Y ahí reside el drama (si debemos aprender algo es que lo que se va ya no vuelve). La obligación que se autoimpone Hamlet es excesiva: nadie puede evitar que no pase lo que ha pasado. Como mucho, puede vengarse y descubrir públicamente al culpable de la muerte de su padre y hacerle pagar su delito. Con eso -supuesta la asunción de la pérdida por parte del vengador- suelen darse por satisfechos el vengador y, sobre todo, los espectadores del drama.

Hamlet sospecha que algo huele a podrido en Dinamarca, y en esas dudas anda cuando la sombra de su padre, errante hasta acabar de purgar sus crímenes (¿qué rey, por virtuoso que sea, no ha cometido crímenes?), confirma a Hamlet que ha sido asesinado por Claudio y le conmina a vengarlo. Sombra que no sólo ve él, también la ven Marcelo, Bernardo y Horacio. Hamlet no está loco, finge estarlo, creyendo que así nadie estorbará su misión: la venganza. Aunque quizá si estuviera realmente loco encontraría el valor de llevar la venganza a cabo. Luego, quizá, el peso de su misión, la melancolía, la sospecha de que haga lo que haga nada volverá a ser como fue y el mal que ocasiona terminan por volverle loco.
A don Quijote, sin embargo, no le ocurre que su repertorio se queda obsoleto, sino que su repertorio, que es más falso que un euro de cartón, no es operativo en ningún paisaje posible (excepto en los de los juegos infantiles, que son verdaderos y falsos a la vez, como la literatura, y, por lo tanto, una cosa muy seria). Por eso el Quijote no es una crítica a la caballería feudal, sino a la falsa caballería de los libros que lee Alonso Quijano, los cuales son una exageración de la épica caballeresca que reflejaba este mundo (el Cantar del Mio Cid, por ejemplo). Las aventuras de los caballeros andantes no son anacrónicas, pues nunca se dieron en tiempo alguno. Pero, como Hamlet, don Quijote se aferra a un modo de relación imposible. Los dos son intolerantes y se convierten en un peligro para quienes no comprenden o no están dispuestos a seguirles el juego (e incluso para quienes, por diversos motivos, se lo siguen). Los santos y los profetas sólo dejan de ser considerados locos para ser considerados príncipes cuando encuentran un número significativo de individuos lo suficientemente activos y comprometidos que comparten los mismos modos de relación y aspiran a convertirlos en hegemónicos.
Hamlet y don Quijote, aparte de unos pesados -lo que es molesto, pero no demasiado grave-, se convierten en un riesgo para la integridad psíquica y, sobre todo, física de quienes les rodean. Hasta los supuestos beneficiarios de la acción justiciera de don Quijote lo consideran un peligro. Como Andrés, al que pretendiendo ayudar en su primera salida, acaba perjudicando, y que al encontrarse con el hidalgo más adelante le espeta: “Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta, que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo” (I, 31). O como los galeotes a los que libera41, que lo acaban apedreando por querer obligarles a ir al Toboso a presentarse ante Dulcinea y darle parte de sus hazañas. Y es que su dogmatismo caballeril lo convierte en un irritante y peligroso filántropo. Como Hamlet, carece de “competencia modal”, no es capaz de pasar de un modo de relación a otro. Pero es que en su caso el modo de relación en el que se atasca sólo existe en la ficción.
D. Quijote, pues, es un desacoplado en grado máximo. El cambio súbito en el modo de relación lo trastoca todo, individual y socialmente, obliga a cambiar completamente el modo de vida. Alonso Quijano no sufre un cambio en su modo de relación, sino un cambio interno, una mutación de personalidad. Cambian sus disposiciones, o para ser más preciso, adquiere una aptitud nueva: la voluntad de resucitar, en su persona, la andante caballería. El resto de disposiciones, las de un hidalgo viejo y pobre de un lugarejo de la Mancha, no se alteran, y claro, estas no son las propias de un caballero andante.
Podríamos decir también que es un desacoplado un tanto especial. Hamlet se empeña en permanecer aferrado a un modo de relación periclitado. Los campesinos expulsados de su tierra por el conde se proveen de un nuevo repertorio y adquieren nuevas disposiciones, haciéndose pescadores, por ejemplo. Alonso Quijano, imagina el repertorio y las disposiciones que le permitan ser un caballero andante, por lo que a veces aparece como un hiperacoplado. Peros sólo en apariencia: la adquisición de tal repertorio es mera ilusión.
Un hiperacoplado es aquel, nos dice el profesor Claramonte, cuyas disposiciones encajan tan a la perfección con los repertorios existentes que no tiene incentivos para renovarse. ¿Para qué, si le va de maravilla? Siempre encuentra al punto lo que necesita, como James Bond, ya sea el gadget que le salva la vida, ya sea la mujer despampanante o el Martini agitado -no mezclado- para un merecido descanso del guerrero. Así son también los caballeros andantes, los de verdad, es decir, los de mentira: un hiperacoplado sólo puede ser un personaje de ficción, porque la realidad es muy compleja y muy perra como para permitir que todo encaje. Y de una ficción inverosímil, además, en la que, por ejemplo, “...acaece estar uno peleando en las sierras de Armenia con algún endriago, o con algún fiero vestigio, o con otro caballero, donde lleva lo peor de la batalla y está ya a punto de muerte, y cuando no me es cato, asoma por acullá, encima de una nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero amigo suyo, que poco antes se hallaba en Inglaterra, que le favorece y le libra de la muerte, y a la noche se halla en su posada, cenando muy a su sabor; y suele haber de la una a la otra parte dos o tres mil leguas” (I, 31).
 Pero don Quijote no es un caballero andante, y la culpa no es de un paisaje que se lo impide. No lo es porque no puede serlo. Don Quijote imagina lo que necesita para ser un caballero andante. Dice J. Claramonte que don Quijote es fuerte, pero que mantiene un repertorio que ya no funciona porque ha sido barrido por la historia, y que por eso su producción no es efectiva. Pero la razón de que no lo sea es que no es cierto que sea fuerte, y que además dispone de un repertorio que no puede funcionar. Su repertorio es un falso repertorio, tan falso que el resultado es igual de desastroso que el de un vaquero con pistola de plástico y caballo de cartón. Y en cuanto a sus disposiciones, a parte de la voluntad inquebrantable de resucitar la caballería andante, estas dejan mucho que desear.
Para empezar, Alonso Quijano, del que surge don Quijote, es viejo y débil, y aunque parece pensar y obrar con muy buen juicio, habitualmente todo su quehacer está determinado por su demencia literaria. Es decir, don Quijote lúcido siempre será Alonso Quijano enajenado. Además, ni siquiera es valiente, o al menos su valentía se muestra de forma ambigua: muchas veces es temerario, sobre todo cuando las aventuras son provocadas por su locura; otras veces, como en los episodios que suceden en Cataluña, donde aparecen personajes y aventuras reales, que tienen existencia verdadera y efectiva, como el bandolero Roque Guinart o el ataque de los piratas turcos a Barcelona, D. Quijote pasa a un segundo plano. Cuando la realidad le ofrece aventuras de verdad y ocasiones más propicias para demostrar su valor y la fuerza de su brazo se niega a hacerlo.
En cuanto a su repertorio de caballero andante, todo él es fruto de su alocada imaginación. Lo son los sabios encantadores que sólo existen en su imaginación. Lo es la vieja armadura que debe completar con cartones o con una bacía de barbero, lo que le confiere una estampa tan ridícula como sería hoy la de alguien ataviado con el uniforme de soldado de su abuelo y una escupidera por casco. Lo es Rocinante, un caballo viejo, lento y poco apropiado para los trabajos a los que le obliga su dueño. Lo es también el ridículo nombre con el que se arma caballero, que hace referencia a una procedencia poco exótica; como el nombre de su dama, una dama bizca y con mal aliento. Y lo es, para rematar, el lenguaje arcaico que nadie entiende y del que se mofan todos los que lo escuchan.
Y el paisaje resultante es, claro, falso también: su locura transforma unos molinos en gigantes, unos rebaños en ejércitos, una venta en castillo, una representación de marionetas en lo representado, un barco a la deriva en un barco encantado, el Ebro en la línea equinoccial. En fin, la fantasía de D. Quijote transforma la España del s. XVI en las tierras exóticas donde discurren las aventuras inverosímiles de las novelas de caballerías.

 José Javier Villalba Alameda






[1] En todo lo referente a la estética modal, salvo que se trate de obras concretas de las que se dará la referencia oportuna, sigo las clases online del Porfesor Jordi Claramonte, que se pueden encontrar en la plataforma de telecomunicaciones para centros y aulas de la UNED, INTECCA: www.intecca.uned.es.
[2] CLARAMONTE ARRUFAT Jordi. La república de los fines. CENDEAC. 2010, p. 209
[3] CLARAMONTE ARRUFAT Jordi. El Quijote como drama modal. Texto subido a la plataforma aLF de la UNED
[4] CLARAMONTE ARRUFAT Jordi. Desacoplados. Hamlet o Ética para unicornios. UNED 2015. Versión PDF en plataforma aLF de la UNED.
[5] Ibid
[6] Citado en LÓPEZ CALLE José Antonio. Marx, Pierre Vilar y el Quijote. Revista digital El Catoblepas. No 86. Abril 2009.
[7] HAUSER Arnold. Historia social de la literatura y el arte (1951). Colección, Grandes obras de la cultura. RBA. Barcelona. 2005.
[8] VILAR, Pierre. El tiempo en el Quijote. 1956. (Versión electrónica en www.uned.es). 
[9] Para la interpretación materialista de Osterc me guiaré por los tres artículos de El Catoblepas en los que López Calle la analiza. Números 87, 88 y 89, de Mayo, Junio y Julio de 2009, respectivamente.
[10] Citado en MONTERO REGUERA José. El Quijote y la crítica contemporánea. Centro de estudios cervantinos. Madrid 1997.
[11] CLARAMONTE ARRUFAT Jordi. Desacoplados. Hamlet o Ética para unicornios. En plataforma aLF.

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