A Silvia HR
En su Diccionario de los sentimientos (1999),
José Antonio Marina ordena “el clan” de los celos en “la tribu” sentimental
definida así: el bien de una persona
provoca malestar en otra. Pone a los celos junto al “clan” de la envidia.
Los celos se diferencian de la envidia porque se tienen celos de lo que se posee, por ejemplo, la
atención y el cariño de otra persona, mientras que la envidia refiere a lo que no se posee.
Los celos se
producen cuando la presencia y actos de un rival (real o imaginario) provocan
sentimientos de temor, irritación y envidia, por la amenaza de que dicho émulo, enemigo o competidor(a) pueda arrebatar
al sujeto celoso la posesión o el afecto de otra persona, sobre la cual se
proyectan sentimientos de inseguridad, sospecha y furia. Es evidente que los
celos provocan rivalidades, por ejemplo competencias de hermanos por el afecto
de los padres.
Como antónimo de “celos” Marina ofrece el “clan” sentimental de la confianza. Puede que
las personas que confían en sí mismas sean menos propensas a los celos, pero a
mi juicio, como la vergüenza y el miedo, los celos son inevitables cuando uno
ama. Otra cosa es lo que hagamos con ellos, si permitimos que engorden como una
pasión que nos arrastra hacia la violencia y el desastre como al moro de Venecia Otelo, o si
somos capaces de mantener sojuzgada y
controlable la emoción en el redil de un suave y sereno presentimiento o mal
sentimiento.
De hecho, en
todas las culturas y épocas los celos se han interpretado como señal de
enamoramiento, como indicio de que uno de verdad y con intensidad quiere a otra
persona. En la ideal comunidad de los santos existe un amor que es puro
desprendimiento. “Me basta con que seas feliz y tal”…, “si has encontrado lo
que buscabas, yo me retiro a mis cuarteles de invierno y ¡tan contento!”. Esto
diríamos si fuéramos santos y nuestro amor –como en Love story- consistiera sólo en desear la felicidad del otro. Pero
nuestros amores en general son también deseos
de poseer al amado o la amada en exclusiva, o sea afán de dominio. Los filólogos nos recuerdan que incluso el término
griego para el amor más limpio y desinteresado, philía, procede de un adjetivo posesivo y significa “propio”, “personal”,
“privado”.
No nos
conformamos con que nos quieran, sino que además tendemos a reclamar este
afecto para nosotros solos y esto, simplemente, ¡no puede ser! Ciertos amores
se encenagan en la contradicción de desear que “el otro sea yo, sin dejar de
ser otro”. No nos enteramos de que lo que nos atrae es precisamente la
diferencia por que nos complementa. La diversidad fascina, seduce, amplía el
horizonte propio, siempre, claro, que la dejes estar y correr a su albedrío. En
uno de sus diálogos juveniles, Lisis,
Platón pone en boca de Sócrates interesantes orientaciones sobre la philía y recomienda no mostrarse celoso
ante el amado antes de haberlo “cazado”, porque mostrándonos enamorados no
conseguimos sino que suba la tarifa del fruto, y no logramos sino elevar con
ello el precio de la “presa”, a la que ya no podemos atinarle al haber cobrado
tanta altura. Sentir celos es tal vez inevitable, pero disimularlos es más fácil. Enseñar
las cartas antes de tiempo nos hará perder la partida, mostrar nuestra
dependencia puede incluso que nos haga despreciables, o temibles, si el otro del que dependemos no quiere asumir tal responsabilidad. Sí, el amor
tiene también mucho de juego, en el que apostamos el corazón. De él decía Stendhal que es un tesoro, si lo vacías de golpe quedas arruinado(a).
La aguileña, aquileña o aquilegia está considerada la flor de los celos. |
“Me duele
que mires a otro, pero hago como que no me entero”. Tal puede ser una
estrategia inteligente, sobre todo si se trata de algo eventual y sin efecto. Tamibén puedo yo mirar a otra haciéndote creer que me interesa, o hago que otra muestre su
interés por mí, por amistad o mediante sobornos. Las comedias clásicas y las novelas rosas están repletas de
estos juegos de tira y afloja, juegos peligrosos que se traen entre corazones y
espadas, oros y bastos, quienes negocian si ser cazador o presa, si resultar seductora o seducida.
Lo de la “caza”
es ciertamente de mal gusto si no lo entendemos como una metáfora o una alegoría, como tal le viene muy bien al cortejo
humano, que tanto se parece al de las aves, y cuenta con una larga tradición tanto
en el platonismo como en la mística. El amante que merodea cerca de la casa de
la amada, el flirteo como refinamiento del acoso, las saetas con que ataca
Cupido... Los franceses llevaron los afanes de la cortesía y el galanteo al
preciosismo erótico durante el barroco como virtudes de la politesse.
“Encelado”,
en efecto, significa muy enamorado,
como si los celos fueran –y lo son- genuino síntoma de amor. Pero esa sospecha
llega al celoso en horas de baja autoestima, de desconfianza en sus encantos y
excelencias: la sospecha de que el amado o amada puedan estar pegándonosla con
un tercero. De nada sirve que nos digan que el amor no resta, sino que suma, aunque sea frecuente que la esposa o el esposo adúlteros mejoren su relación
con la legítima o el legítimo en mitad de una “aventura” extraconyugal, bien
porque se sienten culpables y expían con renovadas caricias y regalos su pecado, bien
porque en la variedad hallan gusto, como el poeta, placer en esa mano que
descubre una nueva armonía en la curva de otra cadera.
El amor no
exigiría como hace sanción legal (de hecho o de derecho) ni religiosa si la
fidelidad fuera en nosotros tan natural como lo es en las palomas. La fidelidad es
un logro ético o, por lo menos, un mérito que aspira a logro. Requiere cierto
autocontrol y cierto esfuerzo, no excesivo pero sí mantenido, constante. Por eso los
futuros esposos (curioso que a los grillos de los detenidos se les llame también "esposas") aceptan ser “cónyuges”, es decir ajustar sus cabezas bajo el mismo “yugo”, tirar a la par de carro familiar, y así se comprometen a guardarse fidelidad ante Dios o ante el funcionario de
turno.
El ser humano, decía Nietzsche, es el único animal que puede prometer,
porque eso significa garantizar una continuidad futura, en un mundo en el que,
como decía Heráclito, por naturaleza lo único constante es precisamente el movimiento,
incluido el movimiento de los sentimientos, su cambio con el tiempo. Dicha promesa exige un trabajo
constante de los esposos sobre sí mismos y sus tendencias naturales, y sobre sus propios sentimientos, sobre todo
porque ambos seguramente trabajan fuera, y particularmente en los matrimonios
jóvenes y cuando la pasión inicial se entibia o desaparece, dejando en el mejor de los casos un resto maravilloso de amistad y ternura.
Igual que
con los celos, pasa con el deseo de unirse si quiera por una noche o unos días a
una persona distinta a aquella a la que prometimos atención erótica en
exclusiva. El problema no es sentir ese deseo, que es perfectamente natural y
universal, sino saber qué hacer con él, si reprimirlo, sublimarlo o realizarlo.
Ese poder no depende del temperamento heredado, sino del carácter moral, si es
que se tiene y manda. Si además ese carácter moral está dirigido por una voluntad
racional, haremos probablemente lo correcto.
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