domingo, 3 de diciembre de 2017

AUTOEXHIBICIÓN Y AUTOPRESENTACIÓN



Ana Azanza


La vida del espíritu de Hannah Arendt se inicia con las conferencias Gifford que pronunció en 1973 en la universidad de Aberdeen. Trata sobre el pensamiento y en ellas se mide con todos los grandes: Kant, Platón, Agustín, Hegel además de inspirarse en poetas antiguos y modernos que le sirven de estímulo e ilustración de sus reflexiones.


Nada es desechable en este libro, deshace abundantes nudos e inquietudes que nos legaron los filósofos, por ejemplo, la inquietante distinción leibniziana entre verdades de razón y verdades de hecho es disuelta: sólo existen verdades de hecho, también las matemáticas son verdades de hecho y lo contrario de una verdad de hecho no es una verdad matemática sino la pura y simple mentira deliberada.

Las páginas que dedica primero al valor de las apariencias en la naturaleza y unida a esa cuestión la diferencia entre alma y espíritu me han parecido únicas. ¿Podría ser que las apariencias de animales y plantas, la enorme y abigarrada diversidad que nos ofrece el mundo vivo en colores, formas, seres, no existiesen en función del proceso vital sino que por el contrario el proceso vital existiese en función de las apariencias? No cabe un modo más llamativo de salirse de los trillados caminos de la ciencia y la filosofía, a la búsqueda del secreto y clave de la vida escondido tras la superficie.

Previamente la autora ha demostrado que vivimos inevitablemente en un mundo de apariencias y que nunca podemos escapar definitivamente a ellas. El zoólogo suizo Adolf Portmann desmontó la hipótesis funcionalista de las apariencias según la cual plumajes, pelajes, formaciones vegetales obedecen al doble propósito de autoconservación y superviviencia de la especie. Parece por el contrario que los órganos de un animal o las partes de una planta no visibles a simple vista existiesen únicamente para producir y sustentas las apariencias.
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Muestra el zoólogo que la riqueza de exhibición en su pura superfluidad funcional no puede analizarse desde las teorías habituales. El plumaje de las aves que es valioso porque abriga y protege está constituido de tal forma que sus partes visibles conforman un ropaje colorido cuyo valor intrínseco reside únicamente en su apariencia visible. Ya no se trata de investigar qué es algo sino cómo aparece, Portmann invierte las prioridades de la ciencia.

La forma de un animal debe apreciarse como un órgano de referencia relacionado con un ojo que contempla. El ojo y lo contemplado suponen una unidad funcional tan compenetrada como el alimento y los órganos que lo digieren. Hay apariencias auténticas, lo que vemos de la planta, y apariencias no auténticas, las raíces que no vemos.

Es interesante observar que las “apariencias auténticas” son infinitamente variadas y que otorgan la identidad a un ser vivo, mientras que los órganos escondidos son muy parecidos. Los órganos externos están expuestos de forma simétrica, definida en armonía. Los internos nunca resultan agradables a la vista. Es difícil diferenciar un individuo de otro por sus vísceras.

Y por otra parte Portmann descubre la tendencia innata de todo lo vivo a la “autoexhibición”. Dicho instinto nada tiene que ver con la conservación de la vida y va más allá de los componentes de la atracción sexual. “Todo aquello que puede ver desea ser visto, todo aquello que puede oír emite sonido para que le oigan, todo aquello que puede tocar se ofrece para ser tocado.” Lo vivo siente necesidad de aparecer, desplegándose como individuo en el mundo y esta autoexhibición alcanza su culminación en la especie humana.

De estos hallazgos naturalistas infiere Arendt que nuestro prejuicio filosófico contra las apariencias es erróneo. Nos hemos acostumbrado desde nuestros primeras lecturas metafísicas a que lo esencial se esconde tras la superficie, que la superficie es “superficial” y que tras el telón del mundo está la verdadera realidad real.

Y de aquí se siguen también nuestras erradas creencias habituales sobre la vida psíquica y las relaciones entre el alma y el cuerpo. Cuando hablamos de “vida interior” pensamos en una vida del alma escondida en el cuerpo. Confundimos el alma con el espíritu y hablamos de ellos con palabras adecuadas y extraídas del mundo tal y como se presenta a nuestros sentidos. También Locke presupuso que alma y espíritu se identifican cuando puso de relieve que sólo mediante la transferencia de palabras aplicadas a lo sensible somos capaces de hablar de lo que nos pasa por dentro.

Arendt corrige a Locke: el lenguaje metafórico es adecuado para la vida de la mente, pero la vida del alma en toda su intensidad se expresa mejor mediante una mirada, un gesto, un sonido que con un discurso.

“A diferencia de los pensamientos y las ideas, los sentimientos, las pasiones y las emociones no pueden convertirse en parte y parcela del mundo de las apariencias como ocurre con los órganos internos. Lo que se manifiesta en el mundo exterior, sumado a los signos físicos, sólo es aquello que hacemos con ellos mediante la operación del pensamiento. Cada manifestación de enojo, al ser distinta del enfado que se siente, contiene ya una reflexión sobre él, y esta reflexión otorga a la emoción la forma tan individualizada propia de los fenómenos de la superficie externa.”

Las emociones las manifestamos sin que intervenga el discurso ni la reflexión, basta una simple mirada, y de este modo es como especies animales se comunican entre sí.

Pero las actividades de la mente son discursivas antes de ser comunicadas. Y el discurso se hace para ser oído, las palabras se pronuncian para ser comprendidas por otros. Del mismo modo que hemos dicho antes que una criatura dotada del sentido de la vista está destinada a ver y a que la vean. Pensamiento  y lenguaje se presuponen mutuamente, el discurso a diferencia de las emociones no lo podemos localizar físicamente en un órgano, aunque su fuerza y sus efectos sí.

Las actividades mentales se aíslan del mundo de las apariencias en el que desarrollamos nuestra vida cotidiana pero dice Arendt que esa retirada no es hacia el alma o al yo interior.

El pensamiento al producirse en un ser que vive en un mundo sensible necesita metáforas para atravesar el abismo que separa el “lugar” donde se produce de este mundo cotidiano. No hay dos mundos, pero la diferencia entre pensamiento y materia es tal que nos vemos abocados al dualismo casi de manera inconsciente.
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Por el contrario las experiencias anímicas están estrechamente unidas al cuerpo, cada emoción es una experiencia corporal y el corazón nos duele cuando estamos tristes o rebosa cuando estamos alegres e incluso se caldea por la furia o el cariño. El lenguaje del alma es espontáneo, se manifiesta inmediatamente, no emplea analogías. El alma sí tiene fondo, se desborda en el cuerpo, está escondida en él y lo necesita, escribió Merleau Ponty.  Pero el pensamiento es otra cosa: el pensamiento no es llevado por nada, es fundamental, es sin fondo, es abismo.

Ya Aristóteles se hizo cargo de los fenómenos psíquicos y su interconexión con el cuerpo, el alma no hace nada sin él, se envalentona, se encoleriza y todo ello se manifiesta corporalmente. Pero el nous es otra cosa, tan distinto a lo biológico que supuso venía de fuera, ya que intelecto y potencia especulativa son un tipo de actividad que no participan de la actividad corporal. No hay sensaciones correspondientes a las actividades mentales.

Los seres humanos se autoexhiben como los demás seres vivos y además se presentan en medio de la sociedad con sus obras y sus palabras, seleccionan lo que quieren decir y lo que quieren ocultar, es un rasgo específico. Nuestra apariencia en la sociedad humana no es la manifestación externa de una disposición interior, todos no somos iguales. La autopresentación es fruto de una elección.

Con verbos y sustantivos, productos del espíritu, podemos hablar de nuestras emociones. El fundamento psíquico interno es siempre el mismo y de ahí que haya una ciencia como la psicología que descubre los siempre cambiantes estados de ánimo, los altibajos cuyos resultados no son particularmente atractivos para Arendt.

“Está oculto el corazón bueno, asimismo lo está el malo; hay abismo en el corazón bueno e igualmente lo hay en el malo” había escrito Agustín al comentar el salmo 134. Cuando la ciencia moderna por obra de Freud fundamentalmente se inclinó a explorar esos abismos descubrió un acopio de malas pasiones y bajezas. Demócrito lo había presentido: “El sentimiento es magnífico mientras permanece en el fundamento, pero no cuando sale a la luz y quiere transformarse en ser y gobernar.”

Los hallazgos de la psicología en los bajos fondos de la psique humana son bastante feos y contrastan con la variedad y riqueza de la conducta humana. Las pasiones del alma que se manifiestan en el cuerpo parecen tener las mismas funciones de conservación que sus órganos. El amor no existiría sin la necesidad sexual que emerge de los órganos reproductivos, pero siendo esa necesidad siempre la misma, la variedad de apariencias del amor es infinita.

El miedo es una señal de alarma necesaria, no se podría sobrevivir sin esa señal que se dispara ante la amenaza. Pero a mujer valiente no es la que no padece esa emoción primaria, sino la que se sobrepone a ella, la que decide no mostrarla y atravesarla por así decir, no quedarse paralizada. Por ello el valor se convierte en una forma de ser que se sobrepone a lo meramente psíquico, procede de una elección. El valor no es ninguna emoción. Las decisiones pueden estar determinadas por el deseo de agradar a otros, o a nosotros mismos o para dar una enseñanza. El éxito o el fracaso en la autopresentación humana depende de si conseguimos una imagen consistente de nosotros mismos ante el mundo a través de nuestras acciones.

Simulación, máscara, fraude que inducen a error en los demás son siempre posibles en el mundo de los humanos y muy frecuentes. La hipocresía y la presunción sólo pueden darse en la autopresentación no en la autoexhibición, la única manera de distinguir al hipócrita del sincero es la incapacidad del primero para mantenerse consecuente con la imagen que pretende dar a lo largo del tiempo.

“La mejor forma de distinguir al hipócrita es aplicarle el viejo dicho socrático: Sé como deseas aparecer, que quiere decir: aparece siempre tal como deseas aparecer ante los otros, incluso si estás solo y no te muestras más que ante ti mismo. Cuando se toma una decisión como esta no se está reaccionando a las cualidades que pueden darse en uno, se está realizando un acto de elección deliberada. De este tipo de actos surge la personalidad, el carácter, el conglomerado de un número de cualidades agrupadas en un todo comprensible y reconocible, afianzado en un sustrato inalterable de dones y defectos propios de la estructura anímica y corporal.”

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