La vida del espíritu
se puede considerar la obra cumbre de H. Arendt. Se trata de un libro escrito
con ocasión de las Gifford Lectures a las que fue invitada en Aberdeen a comienzos
de los años 70. Mientras estaba impartiendo la segunda serie de conferencias
que forman el capítulo dedicado a la voluntad sufrió un ataque al corazón.
Afortunadamente el texto estaba entero y así se pudo publicar a su muerte
ocurrida de manera sorpresiva en 1975. Nos quedamos sin la tercera parte del
libro que pensaba dedicar al juicio.
Los filósofos se han dedicado con fruición a estudiar el
entendimiento y las facultades cognitivas, sin embargo que sea la voluntad y la
acción es materia que se nos escapa fácilmente entre los dedos. Para tratar los
asuntos del pensamiento resulta más cómodo aceptar el mundo como es, en su
necesidad, así estamos tranquilos y podemos “contemplar”.
Del mismo modo que como ya se dio cuenta Pitágoras el
pensamiento prepara el sí mismo para
el rol de espectador, la voluntad lo modela en un yo duradero que dirige todos
las voliciones particulares, crea el carácter y de ahí que se le haya dado el
papel de principium individuationis.
La voluntad con sus proyectos para el futuro desafía la
creencia en la necesidad. La complacencia en el mundo como es. No obstante ¿no
está claro que el mundo nunca ha sido como debería de ser? La palabra “debería”
apunta a lo utópico, no tiene un lugar en el mundo. ¿No es mejor confiar en la
necesidad antes que en la libertad? Dice Arendt que sólo un filósofo fue lo suficientemente
valiente para pagar el precio de la contingencia del mundo con el fin de
defender la libertad humana, Duns Escoto.
Y desde las alturas post-heideggerianas en que vivimos, ¿no
parece la libertad un eufemismo para la condición desamparada del ser humano
arrojado en el mundo?
La voluntad es una capacidad humana que se amarga y nos
amarga la vida porque se refiere a sí misma, mientras que el intelecto es
intencional, está absorbido por su objeto.
Nos dice Hannah Arendt que le sorprende que los científicos
destacados del siglo XX hayan sido “prejuiciosos” con respecto a la libertad,
les perturbó notablemente aquello de que Dios jugara a los dados (Einstein). En
sus reflexiones especulativas Einstein mostró su extrañeza mayor, lo más
incomprensible de todo es que la naturaleza sea comprensible. En esta
observación, el yo pensante se introduce en la actividad cognitiva y le pega un
tajo reflexionando. Las reflexiones de los Bohr, Heisenberg, Einstein
provocaron una crisis de fundamentos en la ciencia moderna.
A ellos han seguido epígonos materialistas que han
especulado con ayuda de la cibernética y la automatización. Un tal Lewis Thomas
llegó a considerar la comunidad mundial de los seres humanos como un gran
cerebro, lo que de hecho no somos, y de ahí se lanzó a especulaciones propias
de la ciencia ficción.
La ciencia ficción y las especulaciones sean de científicos
o de filósofos cumplen una función emocional, suprimen nuestra querida idea del
yo, que sería un mito. Abjuremos
alegremente del gran mito de la libertad. Los pensadores no han querido pagar
el precio de la contingencia a cambio de la capacidad de hacer lo que habrían
podido no hacer.
Por ello no queda otro remedio que dejar atrás a estos
pensadores y mirar en el lado de los hombres de acción, es decir, pasemos a la
política para ver si en el gremio de teóricos y activistas hay algún tipo de luz suplementaria sobre qué sea
libertad, acción, voluntar, acción voluntaria.
Montesquieu nos
aclara que la libertad filosófica consiste en el ejercicio de la libertad
propia o al menos en la opinión que cada uno tiene de que ejerce su voluntad.
La libertad política consiste en la seguridad o al menos en
la opinión que se tiene de la propia seguridad. Y para que exista la libertad
es necesario que el gobierno sea tal que ningún ciudadano pueda temer nada de otro.
La libertad filosófica sólo le importa al que vive al margen
de la comunidad política. Pero las leyes constriñen a los ciudadanos de a
comunidad política. Menos en las tiranías estas leyes dejan espacio para la
libertad de acción que pone en movimiento el cuerpo constituido de los
ciudadanos.
Libertad política es poder hacer lo que se debe querer y no
estar obligado a hacer lo que no se debe querer. Las leyes no son ni la ley de
Dios ni la conciencia, sino relaciones establecidas por los hombres, que en la
medida que conciernen a asuntos humanos mortales, deben de estar sometidas a
todos los accidentes que ocurran y varían a medida que varían los hombres.
Tanto para Montesquieu como para los Padres Fundadores de la República norteamericana
las palabras “poder” y “libertad” eran casi sinónimas. Poder era poder moverse
en libertad sin restricciones. La libertad política es una cualidad del yo
puedo no del yo quiero, que pertenece a la libertad filosófica.
La libertad política sólo es posible en la comunidad
política, en la pluralidad, donde se habla y se actúa, el nosotros de la acción
política no es nunca una extensión del yo que filosofa y habla consigo mismo.
El “nosotros” surge cuando los hombres viven juntos, se basa en alguna forma de
consentimiento, los hombres sólo logran algo juntos, y no es una perogrullada
porque siempre están los tiranos y los criminales que intentan ir por su
cuenta. Tiranos y criminales suelen usar la violencia como sucedáneo del poder.
El poder político es siempre limitado y dado que poder y
libertad son de hecho sinónimos, la libertad política es siempre limitada.
En algún momento surge un “nosotros” de una nueva comunidad
política, sin que sea fácil ni casi posible fechar exactamente cuando fue, el
origen de la comunidad política se pierde en el misterio. Todo lo que es real
hoy en el universo, también las comunidades políticas fueron en algún momento
de una improbabilidad infinita. Esa dificultad a la hora de conocer el origen
exacto lleva a la invención de leyendas fundacionales.
Las dos leyendas
fundacionales de la civilización occidental son la romana y la judía. En
ambas leyendas el principio que inspira la acción es el amor a la libertad, en
sentido negativo de liberarse de la opresión, recordemos la salida de Egipto de
los israelitas, como en sentido positivo de establecer un libertad tangible.
Eneas huyó de Troya aniquilada y fundó una ciudad preparada
por una guerra hecha para anular la de Troya. Virgilio imitó a Homero y le dio
la vuelta. Aquiles huye y es asesinado
por Eneas, la fuente de toda aflicción es Lavinia y el fin de la guerra es la construcción de
un nuevo cuerpo político: Roma.
Había un hiato entre el desastre y la salvación, en ello se
fijaron los fundadores de nuevos cuerpos políticos. No basta tirar lo viejo
para que surja lo nuevo, así lo vivieron tanto los revolucionarios franceses de
1793 como los Padres Fundadores, colonos victoriosos frente a la metrópoli
británica en 1776. En Francia cambiaron el calendario, año I de la nueva era
correspondía a 1792.
Los Fundadores norteamericanos se vieron ante una tarea
inesperada, la fundación de una nueva Roma, el Novus Ordo Seculorum que sigue en los billetes de dólar. Echaron
mano de leyendas que les pudieran solucionar el problema del comienzo. Se
enfrentaron al abismo de la libertad sabiendo que todo lo que hicieran podía
quedar igualmente sin hacer.
Las leyendas de fundación con su hiato entre liberación y
constitución de la libertad indican el problema sin resolverlo. Se enfrentaron
al abismo de la libertad sabiendo que todo lo que hicieran podía haberse
quedado igualmente sin hacer, que es el aspecto angustiante o al menos
vertiginoso de la voluntad. En el continuo normal del tiempo, todo efecto tiene
una causa, pero cuando la cadena causal se quiebra, y esto ocurre siempre que
se efectúa una liberación, no queda
nada donde sostenerse. El pensamiento de un comienzo absoluto, creación de la
nada, anula la secuencia de la temporalidad, igual que lo hace la idea de un
final absoluto, ambos conceptos equivalen a “pensar lo impensable”.
Los judíos lo solucionaron con un Dios creador que crea el
tiempo y el universo a la vez. No hay un antes, porque no había tiempo, y Dios
permanece fuera del tiempo. Es el que es de eternidad a eternidad.
Los hombres demasiado ilustrados para seguir creyendo en el
Dios creador se volvieron a un lenguaje pseudorreligioso cuando tuvieron que
enfrentarse al problema de la fundación de una nueva comunidad política. Lo
hicieron Locke que apela al Dios de los cielos, Jefferson, John Adams o
Robespierre que instauró el culto al “Ser Supremo”. Igual que Dios creó en el
principio cielos y tierra permaneciendo al margen, los Padres Fundadores
sientan los fundamentos de una comunidad, crean la condición de toda vida
política y desarrollo histórico futuros.
No se pudo volver hacia las antiguas creencias religiosas,
pero en todas las constituciones de los Estados norteamericanos se insertó una
referencia a un futuro estado de recompensas y castigos. Hacía falta no tanto
la fe judeocristiana para fundar los nuevos estados como los instrumentos
políticos para proteger a las comunidades de la criminalidad que habían
funcionado en el pasado. El intento fracasó, cien años después nadie se apoyaba
en el más allá para fundamentar comunidades políticas. Dice Arendt que la
pérdida del miedo a la muerte es uno de los factores explicativos de que la
criminalidad haya invadido la política en el siglo XX.
Los hombres de acción
del XVIII saquearon la historia romana buscando la antigua sabiduría
para instaurar la República, cómo superar
las perplejidades del acto libre. Un acto sólo es libre si no es causado por
nada que le preceda.
La historia romana les enseñó un hecho consolador, y es que
el fenómeno del re-nacimiento es algo que se ha venido repitiendo desde tiempo
inmemorial. El Renacimiento del XVI había sido precedido de una serie de
renacimientos menores, como el carolingio en el siglo IX.
Los ilustrados que se volvieron hacia la fundación de Roma
descubrieron que ni siquiera Roma era un comienzo absoluto, según el poeta
Virgilio se trataba del resurgimiento de Troya y del restablecimiento de una
ciudad estado que había precedido a Roma. El continuum temporal nunca se había roto. La fundación de Roma era el
renacer de Troya, por tanto el primero de los renacimientos que se recuerdan.
La égloga cuarta muestra la importancia que tenía para los romanos presentar a
Augusto como un nuevo Eneas que restablecería una Edad de Oro en el Lacio.
“Se nos envía una nueva raza del cielo”, el poema es una
afirmación de la divinidad del nacimiento en sí, el potencial de salvación del
mundo reside en el puro hecho de que la especie humana se regenera
constantemente y para siempre. Aunque el niño tendrá que aprender la historia
de sus padres y de los héroes de su pueblo para “estar a la altura de los
mismos”.
Las fundaciones son por tanto restablecimientos, no
comienzos absolutos.
Lo único a lo que se puede aspirar por consiguiente es a
repetir fundaciones, “fundar Roma de nuevo”, y lo que precedió a Roma está
fuera de la historia, es naturaleza, ciclo sempiterno, cuyo ciclo una y otra
vez repetido sirve de refugio a los hombres cansados del negocio de la
ciudadanía, pero cuyo origen carece de interés porque está más allá del alcance
de la acción.
Los hombres de acción no se rebelaron contra la Antigüedad cuando
descubrieron que la salvación proviene del pasado, que los ancestros eran
“mayores” y mejores, los más grandes por definición.
El abismo de la pura espontaneidad fue salvado mediante la
estratagema típica de la tradición occidental, la única donde la libertad ha
sido la razón de ser de la política, de entender
lo nuevo como una reedición mejorada de lo viejo. La libertad sobrevivió en
la teoría política en las promesas utópicas de un “reino de la libertad” que en
la versión de Marx significaría el “fin de todas las cosas”, una paz en la que
todas las actividades se marchitarían.
Resulta frustrante la conclusión pero la única alternativa
que Hannah Arendt conoce a esta “especie de paz de cementerio futura si se
realiza el reino de la libertad” es la del filósofo romano y cristiano Agustín
de Hipona. El fue capaz de captar el espíritu de su tiempo. En La ciudad de Dios expone un apoyo
ontológico para una verdadera filosofía romana de la política. Dios creó al
hombre como una criatura temporal, y esta temporalidad queda afirmada por el
hecho de que todos deben su existencia al nacimiento, la llegada de una nueva
criatura que aparece en medio del continuo temporal del mundo como algo
totalmente nuevo.
El propósito de la creación del hombre es hacer posible un
comienzo: “Con el fin de que éste existiera fue creado el hombre, anterior al
cual no existió ninguno.” La capacidad misma de comenzar se enraíza en la
natalidad, es el sencillo hecho de que, creativos o no, los nuevos hombres
aparecen una y otra vez en el mundo.
Por el hecho de haber nacido estamos condenados a ser
libres, sin importar si nos gusta o no la libertad, dice Arendt. Añado que en
general no nos gusta, es difícil la libertad y está llena de perplejidades,
iniciar algo nuevo nos pone ante un vacío o un abismo como dice la filósofa.
Algo que sabemos podríamos perfectamente dejar sin hacer sin que aparentemente
nada ocurriera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario