domingo, 31 de diciembre de 2017

LIBERTAD FILOSÓFICA Y LIBERTAD POLITICA



La vida del espíritu se puede considerar la obra cumbre de H. Arendt. Se trata de un libro escrito con ocasión de las Gifford Lectures  a las que fue invitada en Aberdeen a comienzos de los años 70. Mientras estaba impartiendo la segunda serie de conferencias que forman el capítulo dedicado a la voluntad sufrió un ataque al corazón. Afortunadamente el texto estaba entero y así se pudo publicar a su muerte ocurrida de manera sorpresiva en 1975. Nos quedamos sin la tercera parte del libro que pensaba dedicar al juicio.


Los filósofos se han dedicado con fruición a estudiar el entendimiento y las facultades cognitivas, sin embargo que sea la voluntad y la acción es materia que se nos escapa fácilmente entre los dedos. Para tratar los asuntos del pensamiento resulta más cómodo aceptar el mundo como es, en su necesidad, así estamos tranquilos y podemos “contemplar”.

Del mismo modo que como ya se dio cuenta Pitágoras el pensamiento prepara el sí mismo para el rol de espectador, la voluntad lo modela en un yo duradero que dirige todos las voliciones particulares, crea el carácter y de ahí que se le haya dado el papel de principium individuationis.

La voluntad con sus proyectos para el futuro desafía la creencia en la necesidad. La complacencia en el mundo como es. No obstante ¿no está claro que el mundo nunca ha sido como debería de ser? La palabra “debería” apunta a lo utópico, no tiene un lugar en el mundo. ¿No es mejor confiar en la necesidad antes que en la libertad? Dice Arendt que sólo un filósofo fue lo suficientemente valiente para pagar el precio de la contingencia del mundo con el fin de defender la libertad humana, Duns Escoto.

Y desde las alturas post-heideggerianas en que vivimos, ¿no parece la libertad un eufemismo para la condición desamparada del ser humano arrojado en el mundo?

La voluntad es una capacidad humana que se amarga y nos amarga la vida porque se refiere a sí misma, mientras que el intelecto es intencional, está absorbido por su objeto.

Nos dice Hannah Arendt que le sorprende que los científicos destacados del siglo XX hayan sido “prejuiciosos” con respecto a la libertad, les perturbó notablemente aquello de que Dios jugara a los dados (Einstein). En sus reflexiones especulativas Einstein mostró su extrañeza mayor, lo más incomprensible de todo es que la naturaleza sea comprensible. En esta observación, el yo pensante se introduce en la actividad cognitiva y le pega un tajo reflexionando. Las reflexiones de los Bohr, Heisenberg, Einstein provocaron una crisis de fundamentos en la ciencia moderna.

A ellos han seguido epígonos materialistas que han especulado con ayuda de la cibernética y la automatización. Un tal Lewis Thomas llegó a considerar la comunidad mundial de los seres humanos como un gran cerebro, lo que de hecho no somos, y de ahí se lanzó a especulaciones propias de la ciencia ficción.
La ciencia ficción y las especulaciones sean de científicos o de filósofos cumplen una función emocional, suprimen nuestra querida idea del yo, que sería un mito. Abjuremos alegremente del gran mito de la libertad. Los pensadores no han querido pagar el precio de la contingencia a cambio de la capacidad de hacer lo que habrían podido no hacer.

Por ello no queda otro remedio que dejar atrás a estos pensadores y mirar en el lado de los hombres de acción, es decir, pasemos a la política para ver si en el gremio de teóricos y activistas hay  algún tipo de luz suplementaria sobre qué sea libertad, acción, voluntar, acción voluntaria.

Montesquieu nos aclara que la libertad filosófica consiste en el ejercicio de la libertad propia o al menos en la opinión que cada uno tiene de que ejerce su voluntad.
La libertad política consiste en la seguridad o al menos en la opinión que se tiene de la propia seguridad. Y para que exista la libertad es necesario que el gobierno sea tal que ningún ciudadano  pueda temer nada de otro.

La libertad filosófica sólo le importa al que vive al margen de la comunidad política. Pero las leyes constriñen a los ciudadanos de a comunidad política. Menos en las tiranías estas leyes dejan espacio para la libertad de acción que pone en movimiento el cuerpo constituido de los ciudadanos.

Libertad política es poder hacer lo que se debe querer y no estar obligado a hacer lo que no se debe querer. Las leyes no son ni la ley de Dios ni la conciencia, sino relaciones establecidas por los hombres, que en la medida que conciernen a asuntos humanos mortales, deben de estar sometidas a todos los accidentes que ocurran y varían a medida que varían los hombres. Tanto para Montesquieu como para los Padres Fundadores de la República norteamericana las palabras “poder” y “libertad” eran casi sinónimas. Poder era poder moverse en libertad sin restricciones. La libertad política es una cualidad del yo puedo no del yo quiero, que pertenece a la libertad filosófica.

La libertad política sólo es posible en la comunidad política, en la pluralidad, donde se habla y se actúa, el nosotros de la acción política no es nunca una extensión del yo que filosofa y habla consigo mismo. El “nosotros” surge cuando los hombres viven juntos, se basa en alguna forma de consentimiento, los hombres sólo logran algo juntos, y no es una perogrullada porque siempre están los tiranos y los criminales que intentan ir por su cuenta. Tiranos y criminales suelen usar la violencia como sucedáneo del poder.

El poder político es siempre limitado y dado que poder y libertad son de hecho sinónimos, la libertad política es siempre limitada.

En algún momento surge un “nosotros” de una nueva comunidad política, sin que sea fácil ni casi posible fechar exactamente cuando fue, el origen de la comunidad política se pierde en el misterio. Todo lo que es real hoy en el universo, también las comunidades políticas fueron en algún momento de una improbabilidad infinita. Esa dificultad a la hora de conocer el origen exacto lleva a la invención de leyendas fundacionales.

Las dos leyendas fundacionales de la civilización occidental son la romana y la judía. En ambas leyendas el principio que inspira la acción es el amor a la libertad, en sentido negativo de liberarse de la opresión, recordemos la salida de Egipto de los israelitas, como en sentido positivo de establecer un libertad tangible.

 Resultado de imagen de Virgilio



Eneas huyó de Troya aniquilada y fundó una ciudad preparada por una guerra hecha para anular la de Troya. Virgilio imitó a Homero y le dio la vuelta.  Aquiles huye y es asesinado por Eneas, la fuente de toda aflicción es Lavinia  y el fin de la guerra es la construcción de un nuevo cuerpo político: Roma.

Había un hiato entre el desastre y la salvación, en ello se fijaron los fundadores de nuevos cuerpos políticos. No basta tirar lo viejo para que surja lo nuevo, así lo vivieron tanto los revolucionarios franceses de 1793 como los Padres Fundadores, colonos victoriosos frente a la metrópoli británica en 1776. En Francia cambiaron el calendario, año I de la nueva era correspondía a 1792.

Los Fundadores norteamericanos se vieron ante una tarea inesperada, la fundación de una nueva Roma, el Novus Ordo Seculorum que sigue en los billetes de dólar. Echaron mano de leyendas que les pudieran solucionar el problema del comienzo. Se enfrentaron al abismo de la libertad sabiendo que todo lo que hicieran podía quedar igualmente sin hacer.
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Las leyendas de fundación con su hiato entre liberación y constitución de la libertad indican el problema sin resolverlo. Se enfrentaron al abismo de la libertad sabiendo que todo lo que hicieran podía haberse quedado igualmente sin hacer, que es el aspecto angustiante o al menos vertiginoso de la voluntad. En el continuo normal del tiempo, todo efecto tiene una causa, pero cuando la cadena causal se quiebra, y esto ocurre siempre que se efectúa una liberación, no queda nada donde sostenerse. El pensamiento de un comienzo absoluto, creación de la nada, anula la secuencia de la temporalidad, igual que lo hace la idea de un final absoluto, ambos conceptos equivalen a “pensar lo impensable”.

Los judíos lo solucionaron con un Dios creador que crea el tiempo y el universo a la vez. No hay un antes, porque no había tiempo, y Dios permanece fuera del tiempo. Es el que es de eternidad a eternidad.

Los hombres demasiado ilustrados para seguir creyendo en el Dios creador se volvieron a un lenguaje pseudorreligioso cuando tuvieron que enfrentarse al problema de la fundación de una nueva comunidad política. Lo hicieron Locke que apela al Dios de los cielos, Jefferson, John Adams o Robespierre que instauró el culto al “Ser Supremo”. Igual que Dios creó en el principio cielos y tierra permaneciendo al margen, los Padres Fundadores sientan los fundamentos de una comunidad, crean la condición de toda vida política y desarrollo histórico futuros.

No se pudo volver hacia las antiguas creencias religiosas, pero en todas las constituciones de los Estados norteamericanos se insertó una referencia a un futuro estado de recompensas y castigos. Hacía falta no tanto la fe judeocristiana para fundar los nuevos estados como los instrumentos políticos para proteger a las comunidades de la criminalidad que habían funcionado en el pasado. El intento fracasó, cien años después nadie se apoyaba en el más allá para fundamentar comunidades políticas. Dice Arendt que la pérdida del miedo a la muerte es uno de los factores explicativos de que la criminalidad haya invadido la política en el siglo XX.

Los hombres de acción del XVIII saquearon la historia romana buscando la antigua sabiduría para  instaurar la República, cómo superar las perplejidades del acto libre. Un acto sólo es libre si no es causado por nada que le preceda.
La historia romana les enseñó un hecho consolador, y es que el fenómeno del re-nacimiento es algo que se ha venido repitiendo desde tiempo inmemorial. El Renacimiento del XVI había sido precedido de una serie de renacimientos menores, como el carolingio en el siglo IX.

Los ilustrados que se volvieron hacia la fundación de Roma descubrieron que ni siquiera Roma era un comienzo absoluto, según el poeta Virgilio se trataba del resurgimiento de Troya y del restablecimiento de una ciudad estado que había precedido a Roma. El continuum temporal nunca se había roto. La fundación de Roma era el renacer de Troya, por tanto el primero de los renacimientos que se recuerdan. La égloga cuarta muestra la importancia que tenía para los romanos presentar a Augusto como un nuevo Eneas que restablecería una Edad de Oro en el Lacio.
“Se nos envía una nueva raza del cielo”, el poema es una afirmación de la divinidad del nacimiento en sí, el potencial de salvación del mundo reside en el puro hecho de que la especie humana se regenera constantemente y para siempre. Aunque el niño tendrá que aprender la historia de sus padres y de los héroes de su pueblo para “estar a la altura de los mismos”.

Las fundaciones son por tanto restablecimientos, no comienzos absolutos.

Lo único a lo que se puede aspirar por consiguiente es a repetir fundaciones, “fundar Roma de nuevo”, y lo que precedió a Roma está fuera de la historia, es naturaleza, ciclo sempiterno, cuyo ciclo una y otra vez repetido sirve de refugio a los hombres cansados del negocio de la ciudadanía, pero cuyo origen carece de interés porque está más allá del alcance de la acción.
Los hombres de acción no se rebelaron contra la Antigüedad cuando descubrieron que la salvación proviene del pasado, que los ancestros eran “mayores” y mejores, los más grandes por definición.

El abismo de la pura espontaneidad fue salvado mediante la estratagema típica de la tradición occidental, la única donde la libertad ha sido la razón de ser de la política, de entender lo nuevo como una reedición mejorada de lo viejo. La libertad sobrevivió en la teoría política en las promesas utópicas de un “reino de la libertad” que en la versión de Marx significaría el “fin de todas las cosas”, una paz en la que todas las actividades se marchitarían.

Resultado de imagen de la ciudad de Dios

Resulta frustrante la conclusión pero la única alternativa que Hannah Arendt conoce a esta “especie de paz de cementerio futura si se realiza el reino de la libertad” es la del filósofo romano y cristiano Agustín de Hipona. El fue capaz de captar el espíritu de su tiempo. En La ciudad de Dios expone un apoyo ontológico para una verdadera filosofía romana de la política. Dios creó al hombre como una criatura temporal, y esta temporalidad queda afirmada por el hecho de que todos deben su existencia al nacimiento, la llegada de una nueva criatura que aparece en medio del continuo temporal del mundo como algo totalmente nuevo.

El propósito de la creación del hombre es hacer posible un comienzo: “Con el fin de que éste existiera fue creado el hombre, anterior al cual no existió ninguno.” La capacidad misma de comenzar se enraíza en la natalidad, es el sencillo hecho de que, creativos o no, los nuevos hombres aparecen una y otra vez en el mundo.
Por el hecho de haber nacido estamos condenados a ser libres, sin importar si nos gusta o no la libertad, dice Arendt. Añado que en general no nos gusta, es difícil la libertad y está llena de perplejidades, iniciar algo nuevo nos pone ante un vacío o un abismo como dice la filósofa. Algo que sabemos podríamos perfectamente dejar sin hacer sin que aparentemente nada ocurriera.


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