Magritte. La respuesta imprevista, 1933 |
Presencia y Ausencia no están en los objetos mismos, sino que el alma, la mente, las descubre en sus interacciones con la circunstancia, en situación. "La idea no es visible en el cuadro: una idea no puede verse con los ojos" -explicó el artista conceptual Magritte. Pero la pintura sí puede hacer despertar en la mente la ausencia de un objeto.
Tabula rasa, página en blanco, eso decían los empiristas británicos que es el alma o la mente antes de toda experiencia. A estos filósofos les llamó Nietzsche con razón "psicólogos", aunque lo fueron 'avant la lettre', antes de que la psicología como ciencia se independizara de la filosofía a partir del Christian Wolff (1679-1754) -según Javier Echeverría-, seguidor de Leibniz. Yo dudo que esa independencia sea algo más que un hecho administrativo, a no ser que se reduzca el "alma" a un simple mecanismo emergido del cerebro y a mero objeto de las neurociencias, es decir, siempre que se crea que el estudio del cerebro y sus funciones agota la reflexión sobre la unidad que nos constituye como personas y sustancias relativamente independientes. Pero el alma no es una cosa, pues en ella actúa con fuerza espontánea un sujeto deliberativo, juzgador y ejecutivo. El Yo gobierna, ordena, si bien relativamente, en situación fluida y determinado por circunstancias variables.
Diciendo que la mente es una tabula rasa o una pizarra vacía el filósofo John Locke (1632-1704) atacaba el postulado cartesiano de las ideas innatas, condiciones nocionales que el entendimiento humano portaría en sí, como si el niño naciera "sabiendo" y con ideas tan complejas como la de infinito, idea esta de la que Descartes dedujo nada menos que la existencia de Dios, pues si la idea de infinito no procede de mí, que soy finito, ni de la experiencia, pues nadie ha visto nunca a Infinito, entonces tiene que haber sido puesta en mí por un ser igual y apropiadamente infinito, luego el ser infinito existe, luego Dios existe.
La idea de Dios descansa hoy olvidada en la obscuridad de un sarcófago y ese argumento del espadachín francés no convence hoy a casi ningún filósofo. No convenció desde luego al agnóstico David Hume (1711-1776), genial escéptico y amigo de Adam Smith que fue tratado como ateo por los puritanos y dogmáticos de su época y que, como Locke, estuvo convencido de que nada hay en el entendimiento humano que no haya pasado antes por los sentidos, según la célebre expresión que se atribuye a Estratón de Lampsaco, autor peripatético, es decir sucesor de Aristóteles, máxima empirista que en su versión escolástica reza: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu.
Esquema de la génesis del conocimiento según Locke. Atlas de Filosofía Peter Kunzmann et al. Alianza 2000. |
John Locke publicó en 1690 su Ensayo sobre el entendimiento humano, la mayor y más importante de sus obras filosóficas. A Leibniz (1646-1716, o Leibnicio, como españolizaban su nombre los eruditos españoles del XIX), que fue gran dialéctico, quiero decir un conversador y corresponsal bien dispuesto a discutir amistosamente con todos los intelectuales de su época y a armonizar sus puntos de vista, seguramente le hubiese gustado mucho dialogar personalmente con Locke, y entre 1703 y 1704 Leibniz escribió sus Nuevos Ensayos, que no se publicarían hasta 1765, póstumamente, por prohibición del duque Georg Ludwig de Hannover y ulterior rey de Inglaterra, Jorge I.
(Hay excelente y reciente edición en español de los Nuevos Ensayos traducidos y actualizados por Javier Echeverría con la colaboración de Mary Sol de Mora).
Pues bien, en sus Nuevos Ensayos, Leibniz discute la negación de las ideas innatas del autor inglés porque "el alma comprende el ser, la substancia, la unidad, la identidad, la causa, la percepción, la razón y muchas otras nociones que los sentidos no pueden proporcionar". Estas ideas se derivan de la reflexión y son, pues, ideas innatas que están presupuestas, además, por el conocimiento sensible, por la percepción o, por lo menos, por la apercepción (percepción consciente).
Todo esto lo analizará luego Kant con gran detalle y rigor profundísimo llamando "lo apriori" a las condiciones del conocimiento que no nos son dadas por la experiencia sensible, sino que son puestas por la estructura o naturaleza de nuestra imaginación y nuestro entendimiento, es decir, por la forma de ser de la psique del sujeto que percibe, entiende y razona. O sea, que vemos las cosas no sólo como son, sino también como somos, según las condiciones que nuestra forma de ser les impone a las sensaciones. La forma del sujeto es fundamental, trascendental, en el sentido de que hace posible el conocimiento, ya que incorpora a lo percibido y apercibido conscientemente un punto de vista particular, a la vez que universal, pues la razón es facultad común a todos los hombres, o activa en la inmensa mayoría.
El principio de no contradicción ¬ ( A & ¬A) es una verdad innata de esa razón universal, pues nadie en su sano juicio aceptaría pensar o aseverar que algo pueda ser al mismo tiempo esto y no-esto, X y no-X. Estas ideas principales y genuinas verdades de razón (analíticas) no son innatas porque la mente nos nazca ya con un sentido de ellas, sino porque las deriva a partir de sí misma. El niño despierto enseguida sabe que una cosa no puede estar ahí y no estarlo al mismo tiempo, no puede ser presente y ausente a la vez. Leibniz no negaba que la experiencia pueda ser necesaria para alcanzar la conciencia de una idea o de una verdad de razón, ni estaba dispuesto a admitir que "toda verdad innata es conocida siempre y por todos". Para él, las verdades innatas lo son -diríamos hoy- virtualmente. Fácilmente se comprende, por análisis del sujeto, que al todo le corresponde ser la suma de las partes o que los ángulos de un triángulo rectángulo suman dos rectos o que un casado no puede estar a la vez casado y soltero.
Por tanto, al viejo axioma aristotélico y escolástico de que "no hay nada en el alma que no proceda de los sentidos", Leibniz añade: excepto el alma misma y sus afecciones, o excepto el mismo entendimiento. "Nihil est in intellectu quod non fuerit in sensu: nisi ipse intellectus". Leibniz rechaza pues la idea de que la mente sea originariamente un papel en blanco o una "tabula rasa". Incluso hay para Leibniz "verdades de instinto":
"Lo que es innato no es al principio conocido clara y distintamente como tal; frecuentemente se necesitan mucha atención y método para percibirlo. No siempre lo hacen los estudiosos, y aún menos todos los seres humanos" (Nuevos Ensayos, 1, 2, 12).
Leibniz afirmará -como Descartes- la innatez de la idea de Dios: "Siempre he sostenido, como también ahora sostengo, la idea innata de Dios, que Descartes mantenía", aunque eso no significa que todos los hombres tengan una idea clara de Dios. Que la idea de Dios es innata significa para Leibniz -según explica Copleston- que la mente puede llegar a ella desde dentro por la sola reflexión interna.
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- Ya lo "sabo" -responde mi nieto Fabio con cuatro años.
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