¡Ay!, mi amigo Francisco Álvaro Coello de Portugal, ¡tan fino corresponsal! Por ahí deben yacer guardadas tus elegantes y amables epístolas. ¿Hace cuánto que nos dejaste? Mucho. No legaste sombra en Red, ni foto, ni depósito de tus escritos, de periodismo de fondo, de pensamiento inactual, de ese que cultivó Ortega como aristócrata en plazuela, como torero artista que lidia en sol para todos los públicos atentos. No sé si tuviste que ver o fuiste descendiente de otro Coello de Portugal que fue ingeniero militar y del que bien se habla en la luz.
En un artículo de 1999 (IBIUT, 101), don Álvaro se sorprende de que un gato haya heredado una fortuna en "Estados Armados de América". Ya por entonces hacía reír Woody Allen en una de sus logomaquias filmadas con el amor interespecífico de un chalado y una oveja, que se acostaban juntos para escándalo de puritanos antropocéntricos.
"El oso panda o un águila leonada anteceden al hombre en estimación de algunos humanos", escribía don Álvaro a fines del siglo pasado. Denunciaba la ignorancia de estos perturbados que guardan un difícil equilibrio entre zoolatría y zoofilia -simbólica o bestial-, porque para defender los "derechos del animal" hace falta alguien cualitativamente superior al animal, el hombre, el animal racional que ha inventado derechos y deberes cívicos y civilizadores. ¡Y, pardiez, que es gran invento! Desde luego, el mayor aporte de Occidente a la cultura global -como dejó dicho el catedrático José Rubio Carracedo, que en paz descanse. Y vaya por delante que no hay inconveniente racional en reconocerle al perro doméstico el "derecho" -eco de una obligación humana- a no ser maltratado o abandonado.
Descartes pensaba que todo animal es máquina, eso sí, mecanismo muy bien diseñado por el Supremo Hacedor de máquinas, Dios omnipotente. Leibniz hizo mucho por desengañar a su antecesor racionalista y reconoció alma a los animales e incluso alguna especie de misteriosa inmortalidad.
Tampoco el hombre es sólo máquina de producir y consumir, ni añadiéndole el gracioso suplemento de que reza a veces, rinde tributo a sus muertos casi siempre y se activa eventualmente a favor de los que no comen o de sus hermanos animales en peligro de extinción.
Rocco y su presa, 24 julio del 2008. La Asperilla |
A Álvaro Coello le conmovía la pobre burra de Balaam, que percibía al ángel que su dueño no atisbaba y sufría por ello los garrotazos injustos del profeta. La fidelidad de una perrilla que alimentó durante quince años le convenció de la bondad de la Creación. Algunos humanos como Álvaro han intuido siempre en la mirada de los animales un atajo corto para alcanzar la emoción del espíritu. María Zambrano adoraba a sus gatos; seguramente su relación con ellos fue más mística que fetichista. Yo también quise percibir en los ojos de Rocco, un enorme macho hijo de podenca andaluza y malamute siberiano, semilibre chucho de campo, el orgullo del cazador con el logro de su presa, un conejo aún caliente (v. supra) cuya carrera deshizo a dentelladas. La contemplación de los rostros y metamorfosis de los insectos me transportan a regiones subhumanas o a ensoñaciones transhumanas.
En El animal divino (1985) Gustavo Bueno afirma que no sólo los hombres proceden de los animales por evolución, también los dioses. Nos preguntamos hasta qué punto los animales, o ciertos animales, y en especial los que, seleccionados caprichosamente por el hombre, nos sirven de mascotas, han adquirido en nuestras sociedades categoría de fetiches manoseados.
La palabra "fetichismo" engloba un montón de conceptos antropológicos, psicológicos y hasta políticos que, en general, arrastran connotaciones negativas: formas primitivas o degeneradas de religiosidad, perversión sexual que consiste en sustituir el objeto o persona amada por objetos o prendas suyas..., y hasta Marx habló del "fetichismo de la mercancía" como una especie de alienación religiosa, confundiendo, a juicio de Gustavo Bueno, lo religioso con lo fetichista.
Gustavo Bueno reivindica el fetichismo desde su materialismo filosófico como algo que en modo alguno debe considerarse siempre aberración, perversión, degeneración o primitivismo de la conducta humana, sino como institución cuyas raíces acaso están plantadas en la arquitectura misma de la vida humana, "y no sólo en las fases en las cuales ella comenzó a constituirse como un reino distinto del orden de los primates, sino en la actualidad" (Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, 6ª, Mondadori, Madrid 1989).
Para Gustavo Bueno el fetichismo y la religión dimanan de fuentes diferentes y muchas veces dan lugar a efectos incompatibles. El fetichismo consagra cuerpos o enseres para segregarlos o emanciparlos mediante un mecanismo lógico de sustantivación o hipostatización por el cual dichos objetos, cuerpos o animales, adquieren un fulgor especial, un resplandor sagrado. En ocasiones esta consagración, segregación y sustantivación, pueden conducir a distorsiones graves de la realidad, pero en otras ocasiones cabe considerarlas como un episodio ordinario y necesario en la economía de la construcción lógica de nuestro mundo entorno.
En todas las culturas se dan instrumentos mágicos de dudosa utilidad, amuletos apotropaicos como la higa de azabache que defendía del mal de ojo y de la mirada maléfica, el talismán árabe, el amuleto que hay que llevar para preservarse de un conjuro o sortilegio, o de un disparo, como en nuestra guerra incivil ("Detente bala"). Desde luego, ni el talismán ni el amuleto son por sí mismos fetiches. Uno busca con estos bultos el prodigio de la obediencia mágica de los objetos, más difícil de conseguir aún que la de las personas.
Jung describió de qué manera cristales y piedras pueden servir como símbolos especialmente aptos para representar el sí-mismo. Hay personas (yo me encuentro entre ellas) que no pueden evitar recoger piedras o conchas de formas o colores especiales y las guardan sin saber por qué lo hacen, como si estos objetos tuvieran un misterio vivo que les fascinara, porque les representa lo misterioso de sí, lo oculto de su intimidad desiderativa o moral. Los surrealistas han explotado artísticamente este fenómeno. Bretón cuenta en El amor loco las expediciones que hacía con sus amigos artistas al Mercado de las pulgas, rastro parisino, buscando objetos inútiles que les llamaran la atención, que les fascinasen, como una forma de exploración de sus deseos inconfesados y necesidades estéticas más profundas.
De manera parecida a como puede deslumbrarnos una estampa, alucinarnos un dibujo de Escher, un cuadro de Magritte, o deslumbrarnos la belleza de un fósil o de un cristal, fascina la mirada de un gato, el trino de un pájaro, el vuelo de mariposa de una abubilla, los élitros de un escarabajo y hasta el zumbido pertinaz de un moscardón. A Antonio Machado, las moscas vulgares le evocaban "todas las cosas", no sólo en "la aborrecida escuela", sino incluso en esa "segunda inocencia que da en no creer en nada".
En el anuncio publicitario de un localizador ge-pe-ese para mascota perruna se considera al propietario literalmente "padre" del animal. La consideración como hijo o hija del can supone su consagración fetichista como parte de la familia, tal vez también como genio protector si es perro de carácter. Dista cada vez menos de una regresiva idolatría o retrógrada zoolatría, que no parece tener mucho que ver con las formas superiores de religiosidad.
El impulso religioso puede entretejerse con el fetichista, pero también ser contrario y enemigo suyo. Lo comprobamos en lo que movía a Santa Clotilde a destruir las estatuas de bronce romanas, veneradas en las Galias como culto al emperador, o sirve de ejemplo el impulso de los emperadores bizantinos, cristianos iconoclastas (influidos, tal vez, por la iconoclastia consustancial al Islam, que por cierto tampoco es muy amigo de los canes).
Para el materialismo de Gustavo Bueno no hay númenes espirituales puros y todo numen o divinidad protectora genuina es corpórea y, por consiguiente, fetiche virtual. Sólo virtual, porque el numen animal es mortal. Pero partes suyas como el cráneo o la momia disecada pueden y de hecho son convertidos en fetiches. Algo de esto tiene también el trofeo del cazador o el del asesino en serie. Y hasta puede que, dado un fetiche, termine por alojarse en él algún numen como espíritu residente, y que el culto al fetiche acabe por desarrollarse como culto religioso, emparentado con el culto tradicional de las reliquias, sean estas el diente de Buda, el cabello de Mahoma (sobre el que S. Rushdi escribió un gracioso relato), el corazón de Santa Teresa, la momia de Lenin o el cerebro de Einstein.
"El Museo, el Templo, o el Senado (en el que figuran con frecuencia efigies de los antepasados) son instituciones propias de la civilización, en las que siguen viviendo respectivamente, el fetichismo, la religión y el chamanismo", sentires mágicos que no se quedan encerrados en el recinto de esas instituciones, sino que las desbordan constantemente. La Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo sustituyó esta forma de sentir por el sentir la realidad.
Para Gustavo Bueno, los parques zoológicos son los lugares donde en nuestros días se han refugiado los númenes primarios, y los Museos de Arte el asilo de nuestros fetiches más característicos. Cuadros y esculturas tienen el inconveniente de resultar intocables, distantes en sus vitrinas, mientras que el animal de compañía puede ejercer a la vez como fetiche vivo y numen tangible. También los dinosaurios de goma de los niños cumplen una función semejante. La mascota es el fetiche en el que podemos amar y acariciar a mamá Natura o lo que queda de ella. Miramos al animal de compañía con la nostalgia que recordamos el irreal, en anámnesis del ideal Paraíso del que fuimos arrojados por nuestra insaciable curiosidad y pretensión soberbia de poder y vivir como dioses.
Es un hecho que los animales no hablan, salvo en las fábulas, ni rezan ni celebran a sus muertos (como este servidor ahora a su amigo F. Álvaro Coello). Es por tanto bastante estúpido, a mi juicio, atribuirles culpas u obligaciones, fusilar a un caballo porque tira al suelo y descalabra a un general. ¿No será también erróneo, por lo mismo, atribuirles derechos a las bestias? ¿O es que puede haber derechos sin recíprocas obligaciones? Si acaso, estos "derechos de los animales" no serían sino el eco de obligaciones y compromisos "humanos, demasiado humanos", pues, como anotó el perspicaz psicólogo Nietzsche, el humano es el único animal que puede prometer. Cabe y es piadosa la promesa de respetar cualquier modo de vida, incluida la vegetal, y evitar tratar a otros animales con crueldad, también esta, demasiado humana...
Burros hubo y hay, que hablan doctamente, y lobas que amamantaron y criaron reyes por casualidad. Mochuelos también, que como don Álvaro, nos sirven de conciencias vigilantes en mitad de la noche.
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