Gray,
John. Las dos caras del liberalismo.
Paídós. Barcelona. 2001.
John Gray propone en esta
obra una renovación del proyecto liberal. El futuro del liberalismo pasa por abandonar
la esperanza utópica de establecer un consenso racional sobre el mejor modo de
vida posible. Ese ideal no es viable en sociedades que son mucho más diversas
que aquellas donde fue concebida la tolerancia liberal.
En la tradición liberal coexisten dos filosofías: la que considera la tolerancia como la
persecución de una forma de vida ideal, y la que la considera como un
compromiso entre distintas formas de vida. O dicho de otro modo, la que concibe
las instituciones liberales como la aplicación de principios universales, y la
que las concibe como un medio para lograr la coexistencia pacífica. Locke,
Kant, Rawls o Hayek ejemplifican la primera. Hobbes, Hume, Berlin u Oakeshott
la segunda. Stuart Mill estaría a medio camino de las dos: no establece un
conjunto de libertades básicas a proteger, sino que especifica una sola condición
de restricción justificada: un “principio muy sencillo”, por el cual la
libertad sólo debe restringirse si con ello se impide dañar a otros, y no como
consecuencia de la aplicación de unos principios universales.
Según Gray, fue Locke
quien formuló canónicamente la idea de tolerancia como actitud tolerante hacia
lo que se consideraba falso desde unos principios religiosos, morales y
políticos verdaderos. Al contrario que San Agustín, que pensaba que no había
que tolerar el error, en beneficio del errado, Locke creía que la mentira y el
error debían ser tolerados.
En cambio, para Hobbes, iniciador
de la segunda tendencia liberal -que es por la que apuesta Gray- la tolerancia
es una estrategia de paz, y su fin no es el consenso, sino la coexistencia. El modus vivendi es una filosofía política
que conduce a rechazar teorías que prometan una solución final a los conflictos
morales, y tiene como fin la reconciliación de bienes contradictorios.
Los pensadores griegos
(Platón, Aristóteles) no albergaban dudas de que había un modo de vida que era
el mejor para la humanidad. Esa seguridad la heredaron los pensadores modernos.
Para Gray, sería mejor abandonar el ideal griego de armonía y entender que la
armonía no es posible y que el conflicto es inevitable, y más en las sociedades
contemporáneas, la mayoría de las cuales comprenden varios modos de vida con diferentes
concepciones del bien; sociedades, en definitiva, mucho más complejas y mucho menos
homogéneas que la sociedad Moderna.
En la página 15
encontramos una primera formulación del proyecto de Gray:
… necesitamos un ideal basado no en
un consenso racional sobre el mejor modo de vida posible, ni en un desacuerdo
razonable sobre ello, sino en la verdad de que los humanos siempre tendrán
razones para vivir de maneras diferentes
Gray huye del
sustancialismo que supone creer que hay un modo de vida mejor, unos valores
universales. “No necesitamos valores comunes para vivir juntos en paz.
Necesitamos instituciones comunes en las que muchas formas de vida puedan
coexistir” (p. 15). Pero también huye del relativismo. A pesar de que los
distintos modos de buen vivir son inconmensurables, puede haber buenas razones
para preferir unos a otros. Y no sólo hay discrepancias sobre qué es el bien,
sino también sobre cómo puede y debe alcanzarse. Por ello, ideas universales
como las de justicia, igualdad, prosperidad, paz, etc., plantean demandas incompatibles;
cada uno de ellas, además de no tener un sentido unívoco, abarca valores en
conflicto.
Los conflictos son, pues,
inherentes al ser humano. Hay demandas incompatibles porque hay necesidades
humanas incompatibles, las cuales sólo pueden ser satisfechas en formas de vida
también incompatibles. Pero ésta, dice Gray, no es una verdad lógica, sino un
hecho alterable. Lo cual no significa que podamos alcanzar una sociedad
perfecta y armoniosa, dado que la existencia de valores inconmensurables
destruye tal esperanza.
Los diferentes modos de
vida pueden ser alternativas fruto de una elección y no de un antagonismo trágico. Si esto es así, sostiene
Gray, es una verdad sobre la naturaleza humana y no sólo de las sociedades
contemporáneas, aunque el pluralismo de valores tiene una aplicación especial
para éstas. La razón es la coexistencia en casi todas ellas de muchos modos de
vida diferentes pero interdependientes. Son tantos que no pueden especificarse,
pero Gray ofrece algunos criterios que deben cumplir para serlo:
…deben ser practicados por cierto número
de personas, no por una sola, deben extenderse a través de varias generaciones,
tener una conciencia de sí mismos y ser reconocibles por otros, excluir a
algunas personas y tener prácticas, creencias y valores propios, entre otras
condiciones (p. 21).
Este hecho del pluralismo
de modos de vida, según Gray, simplemente no fue previsto por el pensamiento
liberal, y ni siquiera hoy ha sido comprendido plenamente. La reciente
ortodoxia liberal ignora estos conflictos porque da por supuesto que hay consenso
sobre los valores liberales, ocupándose sólo de los conflictos originados en la
diversidad de las ideas personales, que es una verdad “trivial y banal” (p.
23). Es el pluralismo de modos de vida, y no el de ideas “el que debería marcar
la agenda actual sobre del pensamiento sobre ética y gobierno” (p. 22).
¿Qué límites deben
entonces imponerse en la búsqueda del modus
vivendi, puesto que la tolerancia liberal está lejos del "todo vale"?
El modus vivendi es imposible en un régimen en el que las variedades
del bien se consideren síntomas de error o herejía. Sin unas instituciones en
las que los diferentes modos de vida se hagan respetar, no puede haber
coexistencia pacífica entre ellos. Allí donde los regímenes liberales impulsen
esta coexistencia, los pluralistas están obligados a apoyarlos (p. 30).
Las religiones universales y la mayor parte de las filosofías de la Ilustración pecan, desde la perspectiva del pluralismo de valores, al afirmar que son el mejor modo de vida posible y creer que deben y pueden imponerlo (desde el marxismo, se diría que todo esto no es más que ideología: el eurocentrismo que está en la base del colonialismo).
El liberalismo ha
ignorado que “el pluralismo es nuestro destino histórico (…), es una verdad
sobre la vida humana [y] una condición social sin escapatoria” (p. 47).
Gray cita a Nietzsche,
quien creía que los seres humanos difieren demasiado como para que un consenso
sobre el bien sea razonablemente posible. Rechazaba la posibilidad de una
convergencia de toda la especie sobre el contenido del bien. El perspectivismo
nietzscheano es una versión del irrealismo ético, que afirma que podemos
identificar errores sin que haya una única realidad que nuestras creencias
éticas puedan encontrar. El pluralismo de valores y el irrealismo van de la
mano. No hay ninguna perspectiva sobre el bien que sea mejor que las demás.
Para Gray, no hay nada
malo ni contradictorio en que una persona acepte y aplique diferentes valores
en diferentes contextos de su vida, aunque no siempre el compromiso es posible
porque los contextos en los que formulamos nuestros juicios no están aislados
entre sí. En tales casos, ¿cómo actuar?
No es necesario que
alcancemos un consenso sobre el concepto del bien para que creamos que hay
males genéricamente humanos. Estos males universales no constituyen la base de
una moral universal. Es la experiencia universal de estos males, basada en unas
necesidades humanas comunes, y no una concepción universal del bien, la que nos
lleva a intentar guardarnos de ellos mediante unos estándares mínimos de
legitimidad política. Para Gray, pues, los diferentes modos de vida pueden
convertirse en alternativas dentro de un régimen político que cumpla unos
mínimos ético-políticos. “Cuando esto ocurre, el pluralismo de valores como
teoría de la ética apunta hacia el modus
vivendi como ideal político” (p. 83).
Gray reformula de nuevo
su proyecto en las páginas 85 y 86:
Debemos abandonar (…) la concepción
del proyecto liberal como una prescripción para un régimen ideal y adoptar en
lugar de ella una concepción en la que la búsqueda de un modus vivendi entre
valores inconmensurables y en conflicto sea lo fundamental.
En base a este argumento,
Gray critica la teoría de la justicia de Rawls, la teoría de las limitaciones
secundaria de Nozick o la “libertad de autonomía” de Raz. Ninguna de estas
expresiones de filosofía política liberal “ortodoxa”, que creen poder
prescribir un régimen ideal basado en principios liberales, resuelve los conflictos
entre valores. “Es mejor retroceder de Kant a Hobbes y pensar en el proyecto
liberal como la búsqueda de un modus
vivendi entre valores en conflicto” (p. 121).
Si asumimos el modus
vivendi, dice Gray, debemos repensar nuestras ideas sobre los derechos humanos
y el gobierno democrático:
Pasaremos a concebir los derechos
humanos como unos artículos convenientes de paz que permitan que los individuos
y comunidades con valores e intereses en conflicto acepten convivir.
Concebiremos el gobierno democrático no como la expresión de un derecho
universal a la autodeterminación nacional, sino como un mecanismo conveniente
que permite que las diversas comunidades lleguen a decisiones comunes y cambien
de gobierno sin recurrir a la violencia (p. 123).
El propósito de los
derechos humanos, pues, es garantizar el modus
vivendi, para lo cual se deben aceptar y respetar unos derechos básicos que
todos los regímenes deben satisfacer para ser “razonablemente legítimos”. Para
serlo requieren…
…el imperio de la ley y la capacidad de
mantener la paz, unas instituciones representativas eficaces y un gobiernos que
los ciudadanos puedan cambiar sin recurrir a la violencia (…) asegurar la
satisfacción de las necesidades básicas para todos y proteger a las minorías en
desventaja [y] reflejar los modos de vida y las identidades comunes de sus
ciudadanos (p. 124).
Advierte Gray que estos
requerimientos no son exhaustivos y, sobre todo, raramente se satisfacen
plenamente. En otras palabras: ningún régimen concebible es plenamente legítimo.
La legitimidad no es fácil de determinar. Entre los liberales fundamentalistas
que sostienen que los valores liberales tiene autoridad en cualquier régimen y
los liberales relativistas que niegan la existencia de valores universales, hay
un liberalismo, el que propugna Gray, que postula “estándares mínimos de
decencia y legitimidad”.
Satisfarían los
estándares mínimos de legitimidad sin ser liberales, por ejemplo, el Imperio
Otomano, el Imperio de los Habsburgo o el régimen castrista cubano. Éste último
porque “protege mejor los intereses de sus miembros más desfavorecidos que
algunos países avanzados (…). En este ejemplo, el valor de la libertad personal
entra en colisión con la preocupación por el bienestar de los más desfavorecidos”
(p. 128). Más adelante, sin embargo, sostiene Gray que un régimen que vulnere el
artículo que prohíbe a los Estados aplicar políticas de genocidio, o los
artículos 4 y 5 del Declaración Universal de los Derecho Humanos, no pude
reivindicar un carácter razonablemente legítimo (la legitimidad admitiría,
grados, según Gray). Los artículos 4 y 5 dicen: “Nadie estará sometido a
esclavitud o servidumbre; la esclavitud y trata de esclavos está prohibida en
todas sus formas” y “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tatos crueles,
inhumanos o degradantes”. Atendiendo a esto difícilmente se pude considerar
legítimos ni en su menor grado al régimen que causó el genocidio armenio o a un
régimen como el castrista que no sólo vulnera esos dos artículos de Declaración
Universal de los Derecho Humanos, sino casi todos ellos. Además, no es
necesario que la libertad personal entre en colisión con la preocupación por el
bienestar de los más desfavorecidos. No es necesario poner en cuarentena (de años)
los derechos civiles y políticos de todo un pueblo a cambio de unos sistemas
educativo y sanitario como el cubano que, por otra parte, distan mucho de ser
tan buenos como se presume. Según Gray,
en la Cuba castrista entran en conflicto la libertad personal y la preocupación
por el bienestar de los más desfavorecidos. Bastaría, según esto, con
preocuparse, y no conseguir realmente su bienestar. La legitimidad del sistema
la determinan entonces las buenas intenciones y no los resultados. De manera
que aunque las buenas intenciones provocaran el malestar de la inmensa mayoría
de la población (exceptuando los privilegiados burócratas del régimen
bienintencionado), éste quedaría legitimado por su “preocupación” por los
desfavorecidos. A pesar de esta colisión de valores, Gray considera que el
régimen castrista satisface unos estándares mínimos de legitimidad. Sin embargo,
hay muchos ejemplos de regímenes en los
que ese conflicto libertad personal y la preocupación por el bienestar de los
más desfavorecidos no se produce. Podemos sospechar entonces que la vulneración
de los derechos fundamentales de los cubanos obedece más bien a la
supervivencia del régimen que a la preocupación de éste por los más
desfavorecidos, lo que lo ilegitima por completo. Si esa colisión no es
necesaria, el régimen que lo haga necesario debería automáticamente dejar de
ser considerado legítimo aun en grado mínimo. No puede ser legítima la colisión
misma ente las libertades individuales -so pretexto de llamarlas derechos
burgueses- con el valor “preocuparse por los desfavorecidos”.
No es posible hacer una lista
definitiva de los derechos humanos (…) Los derechos universales ofrecen
protección contra los males humanos universales. No puede haber una lista
definitiva (…) ya que el contenido de los males varía (…). Es sensato revisar o
hacer desaparecer algunos derechos y crear otros nuevos (p. 132).
Efectivamente, es
sensato, pero si hay derechos que “protegen unos intereses que son
genéricamente humanos y cuya vulneración representa un obstáculo para
desarrollar cualquier tipo de vida humana merecedora de vivirse” (p. 129), esos
derechos deben permanecer definitivamente en una lista cambiante, y, por
supuesto, deben ser deslegitimados los regímenes políticos que, como el
Imperio Otomano o la Cuba castrista, los saquen de la lista. Lo mismo habría
que hacer, por supuesto, con los regímenes formalmente liberales que vulneraron
en sus colonias unos derechos fundamentales que respetaron en la metrópoli (los
Imperios británico y belga, por ejemplo).
Esto enlaza con el
problema de la tendencia occidental (apoyada teóricamente en la reciente
filosofía política liberal) a intervenir en regímenes no occidentales que
vulneran derechos fundamentales, lo que, como Gray ve acertadamente “nos empuja
a unos conflictos morales y políticos insolubles” (p. 134), porque esa actitud
implica necesariamente poner en riesgo otros derechos.
Para terminar esta
reseña, expondré las consideraciones finales de Gray sobre el modus vivendi. Éste renuncia al proyecto
de un régimen universal, herencia liberal del proyecto de la Ilustración, que ha
sido el de la corriente principal de la filosofía liberal. Este proyecto está
muerto, opina Gray, pero es posible un liberalismo desvinculado de él, que
busque un modus vivendi entre
diferentes regímenes y modos de vida. El modus
vivendi se adapta bien a las sociedades presentes y futuras en las que
coexisten muchos modos de vida. No niega que no podamos elegir racionalmente
entre lo erróneo y lo correcto, sino la idea de que los conflictos de valor no
pueden tener más que una solución correcta. Pero que no haya una única solución
correcta no evita que debamos compartir, si queremos convivir en paz, un mínimo
de criterios, que son los que, en definitiva, ha pensado establecer la
tradición liberal criticada por Gray. Debemos aceptar la pluralidad de valores
y aceptar asimismo que estos valores siempre se encontrarán en conflicto, pero,
como advirtió Max Weber, no se puede aceptar un ingenuo pluralismo
autodestructivo. Es decir, debemos defender firmemente principios esenciales frente
a quienes, alimentándose y aprovechándose de la tolerancia que desprecian,
pretenden imponer la intolerancia.
José
Javier Villalba Alameda
Evidentemente la posición social-liberal o liberal-social es la única viva (desde un punto de vista teórico) después de los desastres producidos por el nacionalismo, el totalitarismo y el absolutismo en el siglo XX. Ya nadie discute la Democracia como horizonte en el que sea posible un equilibrio entre solidaridad y libertad personal, pues sólo la persona inventa y crea. Aunque el pluralismo sea o deba ser una constante en las sociedades avanzadas, no creo que sean tantos los modus vivendi como Gray señala, las multinacionales, la tecnociencia y los Mass Media homogenizan y actualizan globalmente esos modos de vida. De hecho, nunca antes han sido tan homogéneos: Spiderman es un superhéroe internacional y la cancioncilla de la Macarena se bailó y baila en cualquier discoteca del mundo, las chicas de medio mundo tienen una prenda de Zara, y la última tontería del líder norcoreano o del presidente de USA tiene su eco en las antípodas. El gran progreso de la conciencia histórica, en esto fue María Zambrano una visionaria, estriba en el hecho de que los conflictos se van convirtiendo en problemas negociables. Poco a poco, la amenaza y violencia dejan de ser argumentos.
ResponderEliminar