LA POESÍA Y SU SOMBRA
(Una meditación en torno a la obra de Yves Bonnefoy)
Miguel Florian
“La parole est pleine
de cendres”i
se lee en Une pierre, poema perteneciente a Vie errante
(1993). Esas cenizas, tal vez puedan explicar el que la lectura de la
obra de Yves Bonnefoy (1923-2016) nos deje un eco remoto, brumoso,
inasible. Esas palabras creemos haberlas escuchado antes, en un
tiempo y un lugar imprecisos. Lo mismo que al recorrer por vez
primera las calles de una ciudad, nos sobrecoge a veces el estupor,
la improbable sospecha de haber estado allí antes; su voz despierta
en nuestra alma otra voz, y nos reconocemos turbiamente en su eco.
Sí, en alguna ocasión -¿quizá en la entraña del sueño?- fuimos
mecidos en un mar de similares voces. Como un murmullo que en el
fondo de la noche desvela un alma fatigada, y recupera el un perfume
lejano perdido, así, su palabra fascina.
En la cadena de las
voces, la de Yves Bonnefoy parece enlazarse con formas primigenias
(protopalabras) que bullen desprendiendo un aroma a heno y a tierra
humedecida; allí, en el crisol donde se generan los seres. Por todo
ello, su poesía se encuentra transida de una enorme capacidad
desveladora, pues que, en verdad, desnuda algo que se hallaba velado,
cubierto por la pátina del devenir. Palabra esclarecedora, que
derrama su chorro de luz sobre una superficie cubierta por el olvido.
No estamos ante la palabra descriptiva, el nombre que nada más
enuncia lo que se muestra, sino que consigue que los seres graviten
–en su reverberación- hacia lo que tras ellos subyace. De esta
manera, la poesía recupera su vocación de guía para alumbrar al
alma a través del dédalo del acontecer. Más que palabra en el
tiempo (si por él hemos de entender este horizontal de nuestra
existencia cotidiana) es palabra que alcanza a suspenderse entre lo
temporal y lo atemporal.
La obra de Bonnefoy es
heredera del simbolismo mallarmeano; pero en ella es reconocible,
asimismo, el influjo del formalismo surrealista. Con escritores como
Jouve, Emmanuel o Menard, comparte una común sensibilidad hacia lo
trascendente. Su poesía ha sido tachada en ocasiones de hermética.
Las más de las veces estas opiniones suelen proceder de aquellos
para quienes todo arte debe supeditarse a una preceptiva que por su
comodidad, adecue fielmente lo nuevo a lo manido. Se rehuye así lo
desacostumbrado y, por ende, todo se torna oscuridad. Sin embargo, no
hemos de pedirle a la poesía que se conforme a una función muelle y
doméstica, útil quizás para disimular el tedio; es cometido suyo
invitarnos a salir de casa y guiarnos en la intemperie. Es buena esta
ocasión para recordar aquella llamada baudelairiana ‘hacia lo
desconocido, para encontrar lo nuevo’. No hemos de ocultar que esta
tarea comporta determinado riesgo, pues fácilmente puede encubrir
inanidad; pero, en definitiva, todo depende –recordando a
Nietzsche- de la capacidad de verdad que cada espíritu sea capaz de
albergar.
“La verdadera poesía, la que es inicio, la que
reanima, nace en lo más cercano a la muerte”; puesto que la Poesía
como la Filosofía –tal como Platón la entendió en el Fedón-
es un quehacer que se asienta en la contingencia. El reconocimiento
de la fragilidad humana, de su existir precario es, en definitiva, lo
que el lenguaje debe confirmar. Pero, reconoce Bonnefoy, “la poesía
no es filosofía” ya que “la operación poética se apoya sobre
presencias, no sobre esencias”ii.
Esta observación es en parte cierta, pues tampoco podemos olvidar
que el ámbito de las presencias remite al de las esencias. Y es a la
poesía a la que corresponde mostrar dicha mediación. Lo que en la
filosofía, así como en la ciencia, denuncia Bonnefoy es el hecho de
que sólo atiendan a una realidad de espectros (esencias), en donde
lo inmediato, lo que aparece, queda desleído, exangüe y, en
definitiva, falsificado. Este es el error que se origina en el
platonismo, y del que es deudora la metafísica posterior. En esto, y
no en otra cosa, consiste el onirismo que Bonnefoy halla en el
pensamiento abstracto: que nos muestra un universo descarnado. La
filosofía, afianzada en el concepto, elevó la mirada (theoria)
tan lejos de lo inmediato que terminó por obviado. Por ello, es
buena ocasión para que la poesía se sitúe en lo que podríamos
llamar un horizonte preplatónico, previo a la escisión conceptual,
y abolir así la dualidad: “la poesía fue el acto mismo donde en
el curso de los siglos se rescataron las certidumbres en los
vértigos, la unidad en el seno de lo múltiple (La presencia y la
imagen)”. Aunque no podamos sustraernos a usar la palabra -la
imagen, el concepto- no por ello hemos de olvidar su naturaleza
instrumental, consistente en asumir lo concreto, y no diluirlo. En
todo signo -si no vamos más allá de él- habita el engaño, ya que
tiende a imponer la tiranía de lo abstracto. Y es así como acabamos
por someternos a la idolatría de las imágenes. Éste seria el mayor
pecado del artista, preferir el sueño a la vigilia, la sombra a la
luz, y emular la obra oscura del Demiurgo tendente a multiplicar los
fantasmas. Formalmente, a la poesía también le corresponde una
labor de vigilancia frente a la proclividad natural de las palabras a
petrificarseiii.
De esta manera, la muerte no debe ser entendida
únicamente, como negación, pues que la vida se edifica desde ella.
El hombre, cuando no procura el engaño, debe reconocer qué suelo
pisa: si es que pretende sostenerse sobre él. La poesía no puede,
por menos, que emerger de este reconocimiento de la finitud: “Te he
visto romperte y gozar de estar muerta”, leemos en Del
movimiento y la inmovilidad de Douve. Es desde la caducidad,
desde la radical indefensión de su ser, de donde el corazón humano
se nutre para atisbar en lo próximo su tensión hacia lo lejano, “lo
que tengo en mis manos quizá no sea más que sombra, / aprende a ver
en ella una cara inmortal”.
La palabra poética es símbolo, pues que unifica
lo que se encuentra acá con lo que está allá, este país con el
“transpaís” (L’arriére-pays). No desdobla, sino que
fusiona lo real y lo soñado, la esencia con la apariencia. A través
de este verbo redimido es que se puede “alcanzar dentro de nosotros
algo más que nosotros (El artista del último día)”.
Si al menos en cierta medida Bonnefoy rechaza la
impostura platónica, no ocurre otro tanto con el pensamiento de
Plotino, Lo mismo que para este pensador (de tan enorme influencia en
la génesis del misticismo cristiano) al arte le compete sobrepasar
lo aparente y conseguir que “las imágenes ya no sean engañosas
representaciones de las ideas, sino emisoras de éstas”iv.
Es así que se pueda hablar -como opina Jean Starobinskiv
- de un proyecto ontológico en la obra bonnefoyana, pues que tanto
en su obra lírica como en la ensayística, existe una permanente
búsqueda del Ser, de lo Uno que subyace a la multiplicidad de los
entes; y que se muestra, no mediante la razón especulativa (“el
miedo a la muerte es el secreto del concepto”, podemos leer en Lo
improbable), sino de la razón mítica que, mediante la Imagen,
nos lleva a reconocer en lo mutable su comunión con lo imperecedero:
“la imagen es un dardo que surca en dirección al transpaís (El
artista del último día)”.
La belleza de los seres sensibles, le hace sentirse
al alma arrebatada hacia otro reino donde los fragmentos se concilian
bajo una luz armonizadora. En lo hondo del espíritu parece
encerrarse un profundo misterio, la nostalgia inefable que nos
descubre como desterrados, y sólo “basta con que algo nos conmueva
(...) para que el ser se separe, así como su luz, y nos haga sentir
exiliados (El transpaís)”.
La obra de Bonnefoy se entronca, por todo lo que
llevamos dicho, con la tradición órfica -y gnóstica- para la que
el hombre esconde bajo el disfraz de su cuerpo un alma eterna que
pugna, mediante la reflexión y la pureza, por remontarse hasta el
fuego atemporal de donde se desprendió. Pero, sin embargo, para
Bonnefoy esta vuelta ha de realizarse desde la experiencia del cuerpo
-desde el alma encarnada.
Si, debido a su naturaleza, la palabra surge
mediante un proceso de desrealización, habrá de ser ella misma,
sometida ahora a la crisolización simbólica la que, superando su
inicial carencia, se reintegre aquello mismo que escindió. Esta
palabra -hecha carne- recuperará su patria perdida. La labor poética
es una tarea de intensidad. La palabra auténtica, la palabra
desveladora, se reconoce por la fuerza del espíritu que la forjó,
“basta sólo con mirar y escuchar intensamente para que lo absoluto
se declare (El transpaís)”. Dos mundos se reconcilian, dos
mundos que siempre fueron uno, por eso “no importa cuál es el
verdadero (El engaño del umbral)”.
El verso de Bonnefoy parece ya proceder de la otra
orilla, como una voz que encontró su pantalla en lo infinito, y se
nos la devuelve transmutada. Rumor semejante escuchamos en otras
aguas -pienso ahora en J.V. Foix, en Seferis, en Juan Ramón-.
Palabra que se enciende en sus márgenes, y reverbera, y deja
entrever el horizonte curvado del Ser. Sobre ella siempre penderá el
riesgo de la mentira, que le hace convertirse en piedra, opaca
materia que se resiste a la claridad. Palabra falsa entonces,
siniestra sacerdotisa de la sombra. Caer de bruces ante los ídolos,
esa es la permanente tentación que acecha al alma. La palabra debe
evitar dicha inercia, traspasar el umbral, y asomarse a otro mundo.
“El acto creador -leemos en Homenaje a Jorge Luis Borges- no
es escribir. Es darle nombre a la cosa, y escuchar resonar en él,
indefinidamente, el misterio del ser”.
Miguel Florián, publicado en CUADERNOS DEL SUR (Diario de Córdoba).
Córdoba, 13.06.1991.
i
La palabra está llena de ceniza
ii
en La emoción postergada, Quimera, nº 34.
iii
“La poesía es la renovación del lenguaje”. Quimera, nº 34
iv
Fernando Castro, Fe, figura y visión en Yves Bonnefoy. Syntaxis,
nº 14.
María Zambrano soñó con la restitución de la presencia (poesía) a la esencia (filosofía). Y es que, a veces, el bosque nos impide ver los árboles. Cuando se habla mal de Platón yo insisto en que suele tomarse por "Platón" lo que no es sino una interpretación dualista, gnóstica, cristiana de su gradualismo. Nunca negó Platón que el mundo sensible fuese real. Incluso sus virtuales simulacros lo son. Sólo que de otro modo a como son reales los números o las ideas.
ResponderEliminarMe atrae está apertura al misterio, este conjurar la muerte por la palabra, está metafísica poética (todas lo son). Así que habrá que leer a Bonnefoy y habrá que hablar de él.
Muchas gracias Encarna, muy buen post.
EliminarBonnefoy fue un gran poeta, y como todos los auténticos poetas, sabía que la palabra se abre a "mundos" cuyo status ontológico no se deja reducir a las categorías que habitualmente manejan los filósofos. Sean o no justas sus apreciaciones sobre Platón y el neoplatonismo, entiendo que lo que el poeta intentaba era preservar esa particular "ontología" de lo poético.
Leer a Bonnefoy, como a otros poetas, es caminar en el filo de navaja de la palabra. Un filo corta...
No por nada ese estupendo libro que mencionas en tu post, Del movimiento y de la inmovilidad de Douve, comienza con una significativa cita de Hegel:
"Pero la vida del espíritu no se espanta de la muerte ni se mantiene incontaminada de ella. Es la vida que le da soporte y en ella se mantiene"
Muchas gracias por tu comentario, Máximo, pero el mérito es del poeta y también filósofo Miguel Florián, en cuyo nombre he publicado el texto. Yo soy solo la portavoz. Excelentes tus reflexiones, como también las de José Biedma. En el siglo XVI el poeta cortesano inglés Philip Sidney defendió la preeminencia de la poesía sobre la filosofía como forma de conocimiento. Yo no me atrevería a tanto, pero sí a aceptar la complementariedad de esta forma de captar y expresar geniales intuiciones sobre el mundo, de la que puede aprenderse mucho. un placer coincidir con ambos de nuevo en este foro.
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