« Il existait deux voies qu’une culture pouvait emprunter après avoir satisfait ses besoins matériels fondamentaux. La première était celle de la réflexion et de l’étude : prendre du recul, observer, chercher la connaissance et l’inspiration dans le monde environnant. La seconde consistait à investir toute son énergie dans la protection de sa bonne fortune. »
Greg Egan. Gloire (2007, trad. Bragelonne, Paris 2009)
Ante la dificultad de encontrar obras de Greg Egan
traducidas al español, decidí comprar un relato suyo en versión francesa: Gloire (2007, traducción 2009). Dos
exploradoras espaciales pertenecientes a una gran confederación galáctica no
dudan en encarnarse en otra especie, la raza de los Noudah, y en atravesar
veinte años luz para acceder a los secretos matemáticos de una tercera especie
desaparecida: los Niahs.
Los actuales inquilinos del planeta en el que vivieron los
Niahs no tienen aún tecnología como para viajar por el espacio exterior y no
comprenden que una raza más antigua, de la que no saben si proceden, dedicase
tres millones de años a buscar la fórmula matemática definitiva, el teorema
capital. Como nosotros, aún están engolfados en pugnas y conflictos entre
bloques políticos.
Es muy interesante el dilema civilizatorio que se plantea en
el relato del escritor de ciencia ficción australiano. Los Niahs desaparecieron
hace un millón de años. Y no se sabe por qué. Escribían en porcelana irrompible
sus descubrimientos y sus restos arqueológicos prueban que disfrutaron de una
cultura sofisticada, aunque nada permite deducir que hayan viajado a otras
estrellas o se hayan dispersado por el universo exterior. Todo hace pensar que
una vez hubieron alcanzado un cierto confort material, se consagraron a
diversas formas de arte, sobre todo a las matemáticas.
Joan y Anne, las dos investigadoras, creen que una
civilización que emplea tres millones de años estudiando matemáticas tiene sin
duda algo que enseñar a la Amalgama
(así se llama la confederación de inteligencias avanzadas de la galaxia). La
Amalgama ha superado ya la fase de imperialismo territorial o expansión
violenta, y las naciones y federaciones que incluye resuelven pacíficamente sus
tensiones.
Ninguna cultura de la Amalgama ni de otras civilizaciones ancestrales había logrado antes tal profundidad de análisis. Los Niahs
expresaban sus descubrimientos matemáticos mediante hipercubos analógicos heptadimensionales
de una elegancia flipante. Estaba claro que buscaban un teorema que unificara a
todos los demás. Y seguramente lo encontraron. Joan y Anne lo denominaban
metafóricamente el Big Crunch.
Y especulando podríamos pensar que una vez que lo hallaron,
perdieron todo interés por la vida. ¿Podría haberse producido con ello un
suicidio colectivo a escala de toda una cultura? ¿O un largo periodo de
aletargamiento y esterilidad acabó con los Niahs, una vez resuelto el Gran Problema y alcanzada la Gran Meta?
El principio de este razonamiento es importante: Es la
búsqueda, no el hallazgo, lo que dota a una cultura de energía. Fue la
generación siguiente a la de aquellos pioneros que extendieron la civilización
occidental hasta la costa del pacífico los que inventaron el gran cine. Luego, a
falta de ideas, casi hemos de conformarnos con meros “efectos especiales”.
Evidentemente, es inverosímil que una cultura entera pierda
de la noche a la mañana las ganas de vivir, y con ello sucumba en seguida. Tal
vez sea preciso para ello el empuje o la presión de una fuerza externa:
epidemia, invasión, cambio climático, cataclismo cósmico…
No hay acción sin esperanza y no hay esperanza sin meta. La navegación por el mar proceloso de la vida se hace imposible si no sabemos donde está el norte. El
filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han alude a ello en su ensayo
sobre El aroma del tiempo y el arte
de demorarse (Herder, 2015). Cuando la vida y la comunicación se resuelven en
un instante, como en la mensajería instantánea, se pierde la rica semántica del
camino, se olvida el sentido místico de la peregrinación, desaparece el enorme valor de la espera.
Donde no existe la duración de un marchar, sólo queda el instante de un zumbido
de teléfono móvil.
“El tiempo se desintegra en una mera sucesión de presentes. La época de las prisas no tiene aroma”.
La historia moderna tenía su propio horizonte de salvación
secular: emancipación, libertad, igualdad, fraternidad, una meta cosmopolita de
paz universal (Kant). Su soteriología (doctrina de salvación) se llamaba progreso. Parecía evidente que los
cambios históricos, fueran reformas o revoluciones, se orientaban a la
consecución de una humanidad más justa y feliz, o sea, suponían un progreso
hacia una meta, si bien esta podía situarse en el infinito. Todavía los avances
científico-técnicos se venden y publicitan en esa liturgia pseudorreligiosa,
pseudomágica, la de una salvación de la carne en un futuro inmediato, o remoto
pero posible.
Pero, por muchos políticos que no se hayan enterado todavía y sigan
publicitando sus programas con el eslogan del “progresismo”, la verdad es que dos
guerras mundiales y un par de colosales desastres atómicos acabaron con esa creencia, con la teleología del Gran Relato del Progreso
que sustituyó al Gran Relato de la Divina Providencia.
En la postmodernidad que habitamos ya no hay un horizonte
universal, y tal vez sea porque ese horizonte ya esté realizado: fin de la
historia. Quizá, como afirma el filósofo francés Jean-Luc Nancy, la semilla del
espíritu cristiano, secularizada, se ha realizado como humanismo católico, capitalismo
protestante y progreso técnico ilustrado (razón instrumental). Aunque yo mucho me temo que mientras
que las dos últimas potencias (capitalismo y tecnociencia) triunfan y se
desarrollan, el humanismo cae en picado (y el auge el animalismo no deja de ser
un síntoma de ello).
Es muy difícil fiarse del hombre occidental cuando
éste ha renunciado ya a buscar el regreso a Ítaca rompiendo su compromiso con Penélope.
Es muy difícil ser filántropo si no vemos en el humano una imagen de Dios, un
dios posible. Puede incluso que entonces, afianzados en la misantropía por los
grandes desastres históricos y ecológicos causados por los hombres, más la falta de objetivo
de toda evolución natural, nos volvamos del todo estériles, como ese viejo
Schopenhauer que paseaba solo y sólo confiaba
ya en su perrillo.
Se acabó el compromiso con la Historia. También con la propia Biografía como un relato con sentido.
Fuera promesas, fuera compromisos. Velocidad y prisas. Únicamente queda el zapping para quienes a pesar de todo no
quieren perderse nada: el disfrute de fragmentos de vida en los que esperamos
todavía encontrar la realización gozosa de nuestras disposiciones. "¡No te lo
pierdas, no te lo pierdas!", nos grita el publicista. Y así saltamos de una placer a otro sin solución de continuidad, sin duración, sin relato, sin sentido.
Compañías de superficie en redes sociales. Todos vagabundos
y okupas. Para Byung-Chul Han no es posible la libertad sin un sostén, y como
ya no hay narración sobre la que gravite la duración de nuestras vidas, lo que
queda es desorientación, zumbido sin rumbo. Atolondramiento.
Por eso las exploradoras espaciales del relato de Greg Egan,
Joan y Anne, una vez hallado el teorema del Big
Crunch (tan largo como el radio de la galaxia) que encontraron tras tres
millones de años de esfuerzos analíticos los Niahs dudan si revelarlo o no a
Amalgama, la confederación galáctica. Si los Buscadores sacian de golpe su sed de conocimientos, corroída
entonces su razón de vivir, ¿no languidecería con ello su cultura hasta desaparecer?
Nota bene
Sobre el transhumanismo de Greg Egan en Axiomático véase mi entrada en Signamento.
Precisamente estaba pensando algo parecido al leer "Muerte aparente en el pensar" de P. Sloterdijk, lo importante no es tanto el descubrimiento científico en sí como el camino que lleva a él. La vida filosfófica, científica, la vida humana es "ejercicio", y lo fundamental es que nos pasamos la vida ejercitándonos. Pensamos que por obtener tal o cual diploma, pero lo que importa es el hecho del ejercicio, el camino.
ResponderEliminarSe expresa en un dicho vulgar alemán, "der Weg ist das Ziel", el camino es la meta, y a mi parecer no tiene remedio. Puesto que caminantes somos todos, con independencia de la posmodernidad ambiente o lo que quiera que sea el marco en el que vivimos, y no "hay de otra" más que seguir poniendo un pie delante de otro, física y espiritualmente.
O sea que como dice Sloterdijk de forma comprensible y asequible, ¡por una vez!, la muerte del pensar es sólo aparente.