Con La Ilustración Anthony Pagden continúa el camino emprendido en 2002 con La ilustración y sus enemigos. Dos ensayos sobre los orígenes de la
modernidad, obra con la que pretendía identificar los valores de la
Ilustración para defenderla de los críticos que la hicieron responsable de
todos los males del mundo contemporáneo. Confiesa Pagden en el prólogo a la edición española de la obra que reseñamos que escribió La Ilustración y sus enemigos porque
éstos habían conseguido ocultar el
aspecto positivo más significativos del proyecto ilustrado, que, a
grandes rasgos, no fue otro que el de “fundar una ´ciencia´ absolutamente laica
de la humanidad” (p. 12). Es decir, hacer uso de la razón y liberar al hombre
de prejuicios, especialmente los religiosos; lo que Kant condensó en el
lema Sapere Aude, o lo que es lo
mismo: atrévete a usar tu propia razón.
Con esta nueva obra Pagden pretende demostrar que de todos los aspectos distintivos de
la Ilustración el más constante y significativo fue “la concepción de una `humanidad` culturalmente diversa pero
racialmente homogénea lo que hizo posible la evolución del ideal `cosmopolita`
moderno” (p. 13). Este aspecto, el universalismo o cosmopolitismo, habría sido minusvalorado por los detractores de la Ilustración, quienes habrían centrado
su atención en un solo aspecto, que si bien también era producto ilustrado no
era ni el único ni el más importante: el sometimiento del universo humano a la
razón científica. De hacer caso de estos críticos errados la
Ilustración no hubiera sido más que una prolongación de la Revolución
científica del siglo XVII y no hubiera tenido la influencia que tiene en el
mundo actual: “(…) el mundo globalizado que hoy habitamos no habría existido
jamás” (p. 13).
¿Por qué causa tanta polémica
intelectual la Ilustración? Porque, según Pagden -y en eso, ni los críticos ni
los partidarios parecen estar en desacuerdo- ejerció y ejerce una influencia
profunda y constante en el mundo occidental, sea para bien o para mal. Los
“valores occidentales” se ponen en entredicho cada vez más en el propio
Occidente, y como éstos provienen de la Ilustración, el valor de ésta también
se pone en duda y se señalan a la Ilustración y a la Modernidad como las fuentes
de los terribles males de la humanidad que tuvieron su siniestra cumbre en la
primera mitad del s. XX. Esta idea -equivocada,
afirma Pagden- obedece a un juicio unilateral por el cual el proyecto ilustrado
se considera la imposición de la razón a la naturaleza y al hombre,
olvidando el cosmopolitismo que tiene su origen, no en el supuesto de la razón
compartida, sino de los sentimientos compartidos.
¿Pero qué era exactamente eso que
dio lugar a tan vehementes discusiones? ¿Qué es la Ilustración? A responder a
esta pregunta, a responder a sus críticos y a resaltar su aspecto
universalizador dedica Pagden más de quinientas páginas que se ordenan
siguiendo un hilo temático que dibuja la identidad del proyecto ilustrado en
torno al concepto central de “sociedad humana universal”: negación del derecho natural
(cap. 1); desvinculación de la religión y la ética (cap. 2); “desencantamiento”
del mundo (cap. 3); aparición de las ciencias humanas y su autonomía respecto a
la religión (cap. 4), descubrimiento del “otro”, del salvaje, del hombre
natural (cap. 5); defensa del hombre “civilizado” (cap. 6), que es el paradigma
a partir del cual proyectar la Gran sociedad cosmopolita (caps. 7 y 8).
El debate sobre la identidad de
la Ilustración, como nos recuerda Pagden, empezó con la Ilustración misma,
convirtiéndose en una asunto público y editorial de rápida expansión por toda
Europa. Para captar la quintaesencia de la
Ilustración veamos que decían de ella los propios ilustrados: suponía, según Kant, abandonar la
minoría de edad del hombre, causada por el hombre mismo, y abandonar la incapacidad de
utilizar el entendimiento sin la guía del otro. Por lo tanto, ser ilustrado
equivalía a utilizar la razón y a ser crítico. Ilustración era el intento del
hombre por emanciparse de cualquier autoridad, espiritual o mundana, de los
dogmas y prejuicios, pensando por sí mismo: “El proyecto [ilustrado] consistía
en demostrar la verdad irreductible de dos supuestos básicos que, desde
entonces, han sido fuente de controversia. El primero dice que si bien la
especie humana es única entre las especies animales, nada tiene que ver con la
divinidad (…) La `ciencia del hombre` había de ser resueltamente laica. El
segundo afirma que existe una `naturaleza humana` universal que puede ser
entendida allí donde se encuentre” (p. 50). En opinión de Pagden, que insiste en este
último aspecto, el universalizador, el objetivo de la Ilustración no era tanto someter la humanidad
a la razón como crear el concepto de identidad humana universal. El principio
más importante de la Ilustración, del que derivan todos los demás, es que todos
los seres humanos no solo pertenecemos a la misma especie, sino que compartimos
la misma identidad y pertenecemos a una sola comunidad, la humanidad, que
pronto se convertiría en un concepto duramente atacado (De Maistre, uno de los
primeros y más acérrimos enemigos de la Ilustración, dirá que jamás en su vida
se encontró con el hombre, sino con
franceses, rusos, italianos, etc.).
Pagden, al contrario de quienes han rechazado la Ilustración por considerarla esencialmente un exceso de racionalismo
y cálculo, afirma que el cosmopolitismo se convertiría en base del nuevo
concepto del orden social y político del mundo heredero de la Ilustración. No fueron
sólo el dominio de las ciencias naturales y su correlato, el afán de dominio sobre la
naturaleza, lo que definía el espíritu ilustrado; también, y en mayor medida,
lo definían las que iba a denominarse después “ciencias del hombre” o “ciencias
humanas”, basadas en el supuesto de una misma naturaleza compartida por todos
los hombres. El error de los críticos de la Ilustración sería no ver esa doble
vertiente o suponer que las ciencias sociales al mimetizar su método perseguían
también los mismos fines que las ciencias naturales. En mi opinión, su error, mucho mayor y de más graves consecuencias que el señalado por Pagden, es la visión estrecha y reduccionista de la racionalidad moderna e ilustrada como
puro afán de dominio.
Racionalidad, secularización y
cosmopolitismo cobraron sentidos radicalmente opuestos: eran fuente de lo mejor
o de lo peor. El “desencantamiento” del mundo se convirtió en paradigma de esta
ambivalencia. ¿Acaso no era positivo para la sociedad europea, que se había
desangrado en las guerras de religión (lo que demostraban, por otra parte, que
una sociedad religiosa no era garantía de una sociedad ética), el proceso de
secularización? No sólo lo era sino que, según Max Weber, era una tendencia imparable
de la sociedad moderna ¿No era necesario, además de inevitable, terminar con el
poderoso influjo de la religión y desterrar el poder casi absoluto de un grupo
autorizado de intérpretes de la palabra divina? ¿No afirmaba Kant -con razón- que respecto a la cuestión de la minoría de edad la “materia religiosa” era las
“más dañina y oprobiosa de todas”? Sí, afirmará más tarde Nietzsche, la religión
es dañina porque debilita la voluntad. Y al tiempo que anunciaba la muerte de
Dios tras larga agonía, denunciaba la desorientación y el sinsentido ocasionados
por esa muerte, como ya habían hecho antes los tradicionalistas antiilustrados.
El cosmopolitismo también era
susceptible de adquirir un sentido negativo: no era más que eurocentrismo
apoyado en la seguridad y soberbia originadas, precisamente, en la racionalidad
y la secularización, en el convencimiento de haber encontrado el camino y la
“generosidad” de enseñárselo a los aun perdidos. ¿”Generosidad”, “enseñar”? También
podría decirse “egoísmo” y “dominar”. ¿Quién puede negar lo evidente? El
nacionalismo, el imperialismo, el racismo seudocientífico del siglo XIX, la
vanguardia consciente guiando al pueblo alienado a su emancipación afianzando sus más
que dudosos logros en el terror y, para rematar el cuadro, la nación más culta
y educada, Alemania, enloqueciendo y demostrando que la educación y la cultura,
por sí mismas, no eran la solución a los problemas de la sociedad que, por lo que
creyeron los ilustrados, eran consecuencia de la ignorancia y la minoría de
edad del pueblo. Sapere audio, aconsejaba
Kant. ¿Para eso?
Los filósofos de la escuela de
Frankfurt, casi todos alemanes de origen judío refugiados de la Alemania nazi,
se dolieron y culparon de la tragedia a
la Ilustración y a la Modernidad. Adorno y Horkheimer culparon a la tecnología
del mundo moderno y a las instituciones que lo habían hecho posible. Racionalidad
y desmitificación habían acabado, como una enfermedad autoinmune, con lo que
debería haber conservado.
También culpó a la técnica Heidegger,
considerado como el más excelso pensador europeo. Apologeta de la “comunidad
del pueblo”, “el suelo” y la “sangre”, guardó un vergonzoso silencio siempre
que le preguntaron sobre el exterminio del pueblo judío (cosmopolita y
desarraigado a la fuerza, sin suelo y desangrado) y cuando por fin, por una
sola vez, hizo mención de él, comparó la matanza de animales en
los mataderos industriales con la matanza industrial de seres humanos en
Auschwitz. Gianni Vattimo, en la misma línea, afirmó que los asesinatos en masa
perpetrados por los nazis no obedecieron, en último término, a trastornados criterios
políticos e ideológicos, sino que su origen se encontraba en la existencia de
la ciencia y de la técnica. Una manera quizá no muy sutil de exculpar al
asesino, acusando al instrumento con el que mata. Decía Walter Benjamin que
todo documento de cultura lo es también de barbarie. Heidegger y Vattimo lo
confirman: altísima cultura y vil justificación de la barbarie.
Si insisto en el Holocausto es por lo
significativo que resulta que los críticos de la Ilustración hayan responsabilizado de su suceso a la Modernidad y a la
Ilustración. ¿No sería más bien consecuencia del espíritu antiilustrado? Quizá
no fue la racionalidad técnica y el afán de dominio de la naturaleza por el hombre,
lo que condujo al desastre. El sociólogo Norbert Elías (también alemán, también
judío) analizó el proceso que culminó en el indescriptible estado de la
sociedad alemana bajo el nazismo y distinguió la existencia de dos cánones de
conducta en las naciones europeas de finales del siglo XIX y principios del XX que
planteaban a los ciudadanos exigencias contradictorias: un canon moral de
carácter igualitario (herencia ilustrada, añado) que otorga al ser humano como
tal el valor supremo, y un canon nacionalista, procedente del canon aristocrático-guerrero
medieval (de clara raigambre romántica y contrailustrada, añado) cuyo valor
supremo es la colectividad, el Estado, la patria o la nación a la que el
individuo pertenece y obligatoriamente debe subordinarse. Pues bien, el canon
guerrero suponía el fracaso del canon ilustrado, y viceversa, y fue
precisamente donde el canon ilustrado se había formulado con más claridad, en
la Alemania de Kant, afirma Elías, donde la clase media burguesa, la más
numerosa, activa e influyente de la nación, asimiló el ethos guerrero, el canon de conducta nacionalista. Así, el control
individual de la conciencia se sustituyó por el control autoritario impuesto
desde arriba (lo que supuso una vuelta al espíritu premoderno, pero con la
técnica moderna a su disposición: un binomio letal). Control autoritario que
cobró su máxima expresión, recuerda Elías, con la reformulación autoritaria (o tergiversación
infame) del imperativo categórico kantiano por Hans Frank, ministro y
gobernador general de Polonia: “Actúa de tal manera que el Fürhrer aprobara tu conducta en el caso de que tuviera conocimiento
de ella”.
En cualquier caso, los críticos
de la Ilustración, sobre todo los frankfurtianios, pensaron que fue la
convicción ilustrada de que los seres humanos podemos superar nuestra triste
condición gracias a la razón, la que habría llevado al colapso de la razón.
¿Fue un exceso o una falta de racionalidad? Ciento cincuenta años antes Goya
había dejado un mensaje ambiguo en uno de sus grabados: “El sueño de la razón produce monstruos”. ¿Qué
engendra lo monstruoso, la razón cuando pretende ir más allá de lo que le
permite la realidad, o la razón que no obra porque está dormida? La primera
mitad del siglo XX nos ha enseñado, mediante una excesiva y cruel lección, que
han ocurrido las dos cosas. Lo cierto es que dos condiciones necesarias para la existencia del Lager y el Gulag son un estado totalitario con una capacidad casi total de
coacción y también la pretensión de que un grupo de hombres pretendidamente
sabios y benéficos, o al menos con buena voluntad, pueden controlar la vida
política, social y económica, ordenando las fuerzas y capacidades de todos en
orden a la consecución de una sociedad igualitaria, próspera y justa.
Ahora, recién empezado el siglo
XXI, se considera a la “globalización”, heredera directa del cosmopolitismo
ilustrado, el culmen del racionalismo eurocentrista (incluyamos en dicho término
a todo Occidente) que desprecia las diferencias culturales y a la naturaleza en
nombre del progreso y de la ciencia. Se acusa de hipocresía a quienes dicen “civilización universal” en lugar de decir “imperialismo occidental”, a quienes
pretendiendo exportar la democracia sólo pretenden importar riquezas. Y algo de
eso habrá, sin duda: ¿a qué idea, por pura y noble que sea, no la ha ensuciado el
interés?
Pagden defiende que en el corazón del proyecto
ilustrado encontramos el intento de
definir lo que une a la humanidad, lo que la define, dentro de las diferencias
obvias reconocibles entre culturas. Debemos, pues, actuar social y
políticamente a partir de ese mínimo compartido. Por ejemplo, sobre la plena
igualdad entre hombres y mujeres, dice Pagden que es “(…) una de las herencias
de la Ilustración que todos (o casi todos) asumimos en la actualidad. Hoy nadie
aplicaría el adjetivo “civilizado” a un pueblo, a una cultura, una ley, una
religión que se negara a reconocer a las mujeres los mismos derechos legales
que a los hombres, que practicara la infibulación (considerada ya en el siglo
XVIII un signo de barbarie), que les prohibiera conducir, les negara una
educación igual a la de los hombres o las obligara a desfigurarse llevando
ciertos atuendos en público” (p.297). Lo que supone asumir cierta distancia
respecto del relativismo cultural. Como advierte David Alvargonzález, una cosa
es admitir el principio democrático, hijo de la Ilustración, de la igualdad
entre los hombres y la validez de todas las conciencias, como principio
indiscutible de una sociedad política, y otra cosa trasladar ese principio al
terreno de las relaciones entre culturas, etnias, etc., es decir, aceptar el “relativismo
cultural”.
Nuestra civilización, heredera de la Ilustración, debe
aceptar la pluralidad de valores y aceptar asimismo que estos valores siempre
se encontrarán en conflicto, pero, como dijo Max Weber, no se puede aceptar un
ingenuo pluralismo que pueda devenir autodestructivo. Es decir, debemos
mantener posiciones firmes, defendiendo principios esenciales frente a
posiciones de diversa índole que, alimentándose y aprovechándose de la
tolerancia que desprecian, pretenden imponer la intolerancia. Esos principios
esenciales son los que hemos heredado de la Ilustración y los que, sostiene
Pagden, merece la pena preservar. “Este libro no quieres ser un panfleto
político ni una homilía moral [sino] una reflexión sobre lo que el presente le
debe al pasado” (p. 30). En efecto, su libro no es un panfleto ni un sermón; es una obra repleta de información enriquecedora y útil para reflexionar
sobre la conveniencia de mantener los principios políticos y morales heredados de la Ilustración.
La Ilustración. Y por qué sigue siendo importante para nosotros.
Anthony Pagden. Alianza editorial. Madrid, 2015.
José Javier Villalba Alameda
José Javier Villalba Alameda
Las ideas de la ilustración son excelentes ideas: una sola raza humana, ciudadanos del mundo, guiarse por el propio entendimiento...
ResponderEliminarNo son las ideas las que causan los desastres en la humanidad, son personas de carne y hueso que tienen esas u otras ideas. Sistemas políticos que se instalaron y que favorecieron determinados comportamientos en los que lo digno y lo difícil era ir contra el sistema.
La ilustración sigue viva en sus principios por inaplicada en gran parte del mundo, y por insuficientemente aplicada en muchos otros lugares.
Los tiranos de toda especie siempre tienen argumentos a mano para seguir aherrojando a la gente, y en verdad lo tienen fácil, usar el propio entendimiento sin la guía de otro y considerar iguales a todos los humanos en virtud de su razón, son dos principios muy fáciles de escribir y muy complicados de llevar a cabo siempre y en toda situación y aún más que los lleve a cabo la masa.
Me gustaría saber con qué argumentos el cosmopolitismo ilustrado puede oponerse al iusnaturalismo.
ResponderEliminarEstoy con vos en que los grandes valores de la ilustración son irrenunciables, volteriano hasta la médula y convencido de que no se debe tolerar la intolerancia.