En cierto sentido todos somos distintos y, por consiguiente,
todos somos, de algún modo explícito o secreto, anormales. Sin embargo, hay una especie de
límite o media estadística, culturalmente variable, que permite distinguir una
alteración física poco significativa, de una desviación monstruosa. La teratología es una especialidad
zoológica que estudia aquellos individuos naturales que no responden al
patrón normal o estándar estadístico de una especie y que la tradición popular llama “monstruos”.
En la época de Feijóo nació en Medina Sidonia un niño con
dos cabezas. Se planteó entonces el problema teológico de si había que bautizar
las dos cabezas o bastaba con bautizar una. Por el mismo tiempo, en Fernán
Caballero se halló una criatura de aspecto humano en el vientre de una cabra,
¿una cabra anormal? Como Feijóo era propenso a admitir la cópula fecunda de
hombres con animales, creyó que se trataba de un ser engendrado por un acto de
bestialidad. Lo que en una época se ve como monstruosidad, más adelante se
explica clínicamente. Por ejemplo, en la misma época del lúcido polígrafo benedictino
se hablaba de mujeres mayores que ponían huevos, que hoy se explican y reducen científicamente a tumores
uterinos y embarazos patológicos.
Por desgracia, los monstruos no son criaturas fantásticas
como el unicornio o el ave fénix, sino engendros perfectamente naturales, en el
sentido paradójico de que esas imperfecciones, como la quinta pierna de un cerdo,
han resultado naturalmente viables al
menos durante un tiempo, aunque luego estén destinadas a la destrucción así que
caminos sin salida de la evolución, o sometidas al desprecio humano cuando son
deformaciones físicas del prójimo.
Como el filósofo Hegel pensaba que todo lo real es racional,
tenía también que pensar que en la Naturaleza no todo es racional si se dan malformaciones congénitas o deformidades
monstruosas y estériles. Desde el idealismo racionalista del alemán, las
monstruosidades se explican como enajenaciones de la Idea que desbarra y se aliena al
encarnar y tomar cuerpo en la materia, materia que es matriz caótica de la naturaleza, pero
no falla porque la idea sea torpe, imperfecta o mala, sino porque la materia
contiene un germen de azar y un pronto de desorden, de irracionalidad. Es lo mismo que un diseño
impreso sobre una madera en tres dimensiones, material que, mire usted por donde, tiene un nudo en el borde,
un nudo que salta produciendo una pieza imperfecta al aplicarle el arquetipo o paradigma del diseñador. No es el prototipo lo que
está mal, sino la materia la que no aguantó la forma perfecta que le imponía el modelo o molde. Esta manera de considerar la naturaleza como algo mixto,
compuesto de materia y forma, venía de lejos, del Timeo platónico, del hilemorfismo de Aristóteles y del neoplatonismo
de Plotino.
¡Pobres monstruos! Pobres personas condenadas al desprecio por
sus deformidades ingénitas y no elegidas. Tenían que cargar también con el
prejuicio de quienes veían en su fea diversidad innata un signo de degeneración, de maldad
o de pecado.
En su Tratado sobre las
mujeres ilustres de la Antigüedad, Johan Boccaccio, autor del Decamerón, se refiere a Dripetua,
reina de Laodicia, hija del gran Mitrídates, rey de Ponto, que guerreó largo
tiempo con los romanos. La pobre nació con dos órdenes de dientes, “cosa
monstruosa en su tiempo en toda Asia”. Para comer no tuvo dificultad con la
inusitada cantidad y doble hilera de dientes, pero la deformidad era significativa y debía
darle un aspecto singular y grotesco. No culpó a su madre ni a su padre por
ello, y siguió a Mitrídates en el campo y el arte militar “con muy loable fe”,
asumiendo todo tipo de peligros y trabajos. “Y atestiguó con tal leal servicio –escribe
Boccaccio- que los delitos y crímenes de la naturaleza y deformidades no se
deben imputar a los padres o a las madres”.
Con la tradición filosófica, Boccaccio pensaba que las
deformidades las más de las veces inclinan a deformes costumbres, y por ello
celebraba aún más la fortaleza de la excelencia y virtud de Dripetua al superar
en la práctica su “diversidad funcional”, no permitiendo que le amargara la vida. Y es que el espíritu puede más que la carne.
Nota: En las citas he seguido la traducción de Paulo Hurus, alemán de
Constancia, en su edición de la obra de Giovanni Boccaccio de 1494, modernizando su
ortografía.
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