Les aveux de la chair
( Confesiones de la carne) es el título del cuarto volumen de la Historia de la
sexualidad escrito por Michel Foucault y que acaba de ser editado por Frédéric Gros en Gallimard. Compuesto probablemente entre 1981 y 1982.
Antes de esa fecha Foucault se refería al momento greco latino como el
contrapunto del pensamiento y práctica cristiana. Entre el 79 y el 82 se
interesa por la problematización histórica y cristiana de la carne a través de
dos actos de verdad comunes en los primeros siglos: la exomologesis y la
exagoreusis.
El libro que comentamos ilustra estos dos actos de “decir la
verdad” a modo de penitencia por los pecados así como el contexto en el que se
inscribían, los modos de vida comunes entonces, virginidad y matrimonio. La enfermedad que se llevó a la tumba al
filósofo el 25 de junio de 1984 le impedirá culminar la revisión de este
manuscrito para su publicación. En los
últimos meses de vida será la noción de parresia
en los griegos la que ocupará sus horas de trabajo y sus conferencias en el
Colegio de Francia.
Hay que resaltar la capacidad del filósofo para los títulos
atrayentes. No hubiera tenido el mismo tirón el libro si en lugar de Historia
de la sexualidad, tomo IV, Confesiones de la carne, lo titula “Historia de las prácticas de penitencia en
el cristianismo”. El filósofo ha profundizado a base de bien en las obras de
Clemente de Alejandría, Casiano, Tertuliano, San Agustín entre otros, todos
pertenecientes al grupo de los llamados Padres de la Iglesia, los cuales en sus
homilías y manuales dirigidos a los creyentes iban estableciendo los cómos y
los porqués de los modos de vida de la nueva religión iniciada como un retoño
del judaísmo.
Es quizás el mayor interés de este libro, conocer de modo
detallado, por qué canales transcurrió el trasvase de las prácticas morales
procedentes de los sabios y filósofos grecorromanos a las prácticas cristianas.
Como el propio Foucault expresa en el anexo I, se trata de
demostrar:
-Que existe un núcleo prescriptivo relativamente constante
en el cristianismo. Es un núcleo antiguo formado antes del cristianismo que se
puede ver en autores de la época helenística y romana.
-Que ese núcleo no sufre modificación en los Apologistas
cristianos del siglo II, Clemente de Alejandría integra una teología de
inspiración platónica y un conjunto de preceptos morales de inspiración
estoica.
-Que es la nueva definición de las relaciones entre
subjetividad y verdad la que dará un significado inédito a ese núcleo
prescriptivo antiguo y que esa nueva definición aportará modificaciones
importantes al concepto antiguo de los placeres y a su gestión.
-Esas modificaciones tienen menos que ver con la distinción
prohibido/permitido y más con el análisis del modo de relación que el sujeto ha
de tener con los placeres. Lo que cambia no es la ley sino la experiencia como
condición de conocimiento.
La capacidad de análisis del filósofo hizo que no pudiera
culminar su proyecto de una historia íntegra de la sexualidad. Pues cuando
iniciaba un trabajo que pretendía ser una mera introducción al tema que en
realidad le interesaba, la propia introducción empezaba a engordar y acababa
por dar lugar a un libro de casi 400 páginas como es el caso. De todas formas llama
la atención leer bajo la pluma de un pensador que no se distingue precisamente
por su cercanía personal al catolicismo ni al cristianismo los propósitos e
ideas que las personas que sí tenemos que hemos tenido algún tipo de
“experiencia religiosa fuerte”, podemos reconocer.
Es decir, que muchas de las prácticas y normas en conventos,
monasterios, prelaturas provienen de aquella época temprana del nacimiento de
la Iglesia. Foucault es un testigo y lector avezado de los “pastores” de
aquellos tiempos y da buena cuenta de ello. También sabe que lo que en Agustín,
Cipriano o Tertuliano eran exhortaciones piadosas, la llamada parenética,
sufrirá con el paso del tiempo un proceso de juridificación, sobre todo en la edad media a partir del siglo XI.
En especial es notable en el capítulo referente al matrimonio, que Foucault
redacta basándose en la obra de San Agustín, las consideraciones sobre el
matrimonio remedio de la concupiscencia, estado de vida modelado según el
compromiso de Dios con su Iglesia, darán lugar más de mil años después al
grueso del llamado derecho canónico que se ocupa por una gran parte del
matrimonio contraído por los bautizados. La doctrina básica
apuntaba ya en Agustín.
Pero como filósofo lo que Foucault extrae y a lo que más
vueltas dio en sus último años es la relación del individuo con la verdad. En
los 5 primeros siglos el cristianismo inventó esas dos modalidades mencionadas
para liberar al sujeto del mal: un gran rito penitencial referido al conjunto
de la existencia, y una práctica continua de vigilancia sobre los movimientos
más profundos del alma. En la primera contaban más los gestos, lloros, golpes
de pecho; en la segunda lo fundamental era “decir lo verdadero”, ser sincera al
director espiritual para desvelar los rincones y pliegues del propio espíritu.
Exomologesis era la primera acción, exagoreusis esta segunda.
La exomologesis es la ruptura con la vida anterior que se
realizaba frente a toda la comunidad antes de recibir el bautismo, como Lázaro
cuando salió de la tumba, el penitente acepta la vida eterna del alma, muestra
su cuerpo penitente abocado a la muerte, manchado por la impureza. El que hace
penitencia ganará la reconciliación como el metal que se prueba con el fuego.
La exomologesis es una doble renuncia a lo que se es y al ser mortal y manchado
por el pecado.
El monje sin embargo se somete de otro modo. Renuncia al
mundo y hace aparecer el mal con su vida de vigilancia ininterrumpida de sus
pensamientos, con su sometimiento a la regla de contar, escuchar, someterse,
con la humildad y la obediencia rigurosa al superior. El monje tiene que hablar
de lo escondido en su alma, escondido por naturaleza si no se hace el esfuerzo
de fijarse en ello, y también porque ahí estriban las seducciones del Maligno.
Hay que estar constantemente al quite no para leer la forma auténtica y pura de
la propia subjetividad, sino para identificar todo lo que procede del demonio,
ver las tentaciones y hacer por abandonar la propia voluntad identificándose
con la de Dios y la del director.
Son importantes estas dos prácticas diferenciadas que
muestran el dimorfismo de las sociedades cristianas entre una vida en el siglo
y una vida sometida a la regla. Muchos cambios en los procedimientos de
penitencia entre los siglos VI al XVII se originaron en los monasterios. La
práctica de los exámenes de conciencia con preguntas sistemáticas que la devotio moderna propagó entre los laicos
es un buen ejemplo. Más que hacer lo verdadero predominio de decir lo
verdadero. Y así se constituyó durante mil años el arte de las artes, la
dirección de las almas. Origen de la propensión al discurso y a la voluntad de
saber que caracteriza la experiencia de sí y de los otros en nuestras
sociedades. Al final cuando la confesión en el siglo XVII se vea como la forma
privilegiada de dirigir las almas, se debe a que la exagoreusis ganó a la
exomologesis.
Sin embargo ambas prácticas se entremezclaron. El monje de
por sí no tenía por qué hacer penitencia pública, había realizado un pacto con
Dios de por vida. Pero los textos de Casiano, abad del siglo IV se refieren a
las penitencias que se realizaban en los cenobios. Por ejemplo el monje
Pafnutio aceptó realizar penitencia acusado de una falta que no había cometido
y lo vemos: alejarse de la Iglesia, llorar y orar sin descanso, multiplicar el
ayuno, ponerse a los pies de los demás y prosternarse en la iglesia implorando
perdón.
En los monasterios según Casiano ya se regulan las
penitencias asignadas a las más leves
faltas como puede ser romper una maceta, equivocarse al cantar el salmo o
hablar con quien no se debe. “En la reunión general de los hermanos, implorará
el perdón de todos postrado en tierra y así quedará hasta que el abad le
permita levantarse”.
A la contemplación, objetivo de la vida monástica, se llega
por la disciplina, la humildad, la sumisión al otro, la purificación del
corazón. La penitencia se convierte en un estado que consiste en no cometer ya
pecados. La penitencia es la pureza del corazón producida por el examen, la
humildad, la paciencia, la obediencia, la discreción, la confianza en los
mayores. Acaba por coincidir con la propia vida monástica. Es un discurso
perpetuo, las lágrimas constantes han de caer sobre el alma como lluvia
bienhechora para apagar el fuego encendido por nuestra conciencia, dice Casiano
a sus monjes. Así por la confesión de las faltas, “les aveux” y el olvido de sí la vida monástica se muestra
como un combate perpetuo y firme contra la tentación y el mal en uno mismo.
Poco a poco se inventaron prácticas jurídicas y
reglamentarias que definieron un código de sanciones determinadas para las
infracciones. El preboste ha de evaluar la falta, dirigir la reprimenda, luego
el abad juzga. Separa las faltas privadas de las públicas. Las privadas han de
ocultarse a la vista de los demás, “sólo el abad es capaz de curar las propias
heridas y las ajenas”. La institución
monástica desplegó todo un conjunto de procedimientos susceptibles de expulsar
el mal, de corregirlo. Entre la manifestación pública de los hechos y gestos de
penitencia, la verificación, y su enunciación permanente, la a regla monástica
hizo aparecer la forma más importante de relación entre el mal y lo verdadero,
entre hacer el mal y decir lo verdadero, la jurisdicción.
Entre los laicos había que diferenciar las faltas graves que
ponían en cuestión el bautismo y las pequeñas faltas cotidianas que alejan de
la perfección. Los 3 grandes pecados en el siglo II eran idolatría, homicidio,
adulterio. Luego la distinción entre lo que necesitaba penitencia canónica y lo
que no se irá complicando. Para las faltas no públicas se va instalando la
penitencia privada. San León criticará dar publicidad a la propias faltas y
recomienda la confesión secreta, no es preciso humillarse tanto ya en el siglo
V, “hay pecados que es mejor no confesar en público porque podrían servir a los
enemigos de los que los confiesan.”
Habrá un sistema binario, falta pública, penitencia pública
y falta privada, penitencia privada. Y así lo recogerán los teólogos de la
época carolingia.
La otra diferencia será pecado grave, falta. Cesáreo obispo
de Arles detalla los graves: sacrilegio, apostasía, superstición, homicidio,
adultero, concubinato, fornicación, espectáculos crueles o lascivos, robo,
falso testimonio, perjurio, calumnia. Para el resto de faltas basta confesarlas
al cura y dejar en él el fardo de los pecados, dirá Cipriano. No hace es
preciso vestir saco y ceniza, es decir, hacer penitencia pública. Casiano
refiere para ellos los medios de remisión de los pecados: caridad, limosna,
lágrimas, confesión, aflicción del corazón, enmienda de vida, intercesión de
los santos, conversión de otros, perdón de ofensas. El cura va adquiriendo en
la comunidad cristiana el papel del terapeuta.
El arte de las artes se desarrollará de forma cada vez más
intensa y pensada. La vida cristiana ordinaria ha de ser una conversión
continua que no basta la primera que tuvo lugar en el bautismo. El obispo ha de
vigilar cada instante la existencia y la vida cotidiana de todos. Por ello como
cabeza de la comunidad su papel ha de ser el de pastor con el rebaño. Ha de
conocer a cada una de sus ovejas hasta el fondo del alma. Pero como decía
Gregorio ya en el siglo VI lo principal no son los pecados vistos y conocidos
por todos, sino las faltas escondidas.
Por tanto la dirección y la práctica del examen y la
confesión no se limitaron a los cenobios, aunque en el siglo III se
desarrollaran en ese contexto. Y en época de persecuciones lo importante fue
recuperar a los débiles que flaqueaban, pero ya en época de Iglesia institucionalizada,
siglo VI, Gregorio Magno recuerda que
“el arte de conducir las almas es el arte de las artes y la ciencia de las
ciencias. Es más difícil curar el alma que el cuerpo.”
Así que las dos formas de confesión se sostienen y se
acercan mutuamente en un campo institucional que a pesar de sus diferencias,
vida secular y vida regular, presenta cierta unidad. La unidad constituida por
un tipo de poder, un poder que es específico de las iglesias cristianas, que no
existe en otras religiones. Un poder una de cuyas funciones principales es
guiar la vida de los fieles como una vida de penitencia, exigir
ininterrumpidamente el despliegue de los dos procesos de verdad, exomologesis y
exagoureusis.
Un buen capítulo está dedicado a la virginidad como recomendación
cristiana de vida. Durante los primeros
siglos nos dice Foucault el desafío teórico y práctico tuvieron que ver con el
sentido y el valor dado a una rigurosa abstención de toda relación sexual. La
virginidad en el contexto cristiano no fue una simple prolongación de la
recomendación de la continencia por los sabios antiguos. De hecho los
encratistas fueron un grupo considerado desviado de la doctrina oficial
expuesta por san Jerónimo. Los encratistas querían imponer el peso de la virginidad
a todos. El realce de la virginidad entre la abstinencia parcial de los sabios
y la continencia rigurosa de los encratistas condujo poco a poco a toda una
relación del individuo a su pensamiento, a su alma y a su cuerpo (p. 152). Y la
concepción cristiana de la carne se elaboró al ritmo de la elaboración de toda
una doctrina sobre la virginidad, en particular la de las mujeres.
Desde el principio existieron círculos de mujeres cristianas
dedicadas a una vida religiosa intensa al margen del matrimonio. También algunas
jóvenes fueron empujadas por sus familias a llevar una existencia virginal en
el seno de sus familias. De todo ello nos habla san Cipriano en De Habitu virginum, Tertuliano en De virginibus velandis, en Ad uxorem y en Exhortatio ad castitatem donde recomienda
una vida casta a los viudos. Con todo es el
Banquete de Metodio de Olimpia escrito en el siglo III la primera gran
elaboración sistemática sobre la virginidad. El diálogo se sitúa entre el
neoplatonismo alejandrino de los primeros padres y el ascetismo instituido en
el siglo IV.
Ya en el primer discurso de esa obra una tal Marcela explica
el triple movimiento de ascensión que produce la virginidad: como en Platón la virginidad eleva a las
alturas el carro de las almas que se alzan más allá del mundo sobre la bóveda
celeste. Es también una ascensión histórica de la humanidad, a la que al
principio Dios recomendó reproducirse y
ahora la eleva más cerca del cielo, la ley se transforma progresivamente. Y en
tercer fue necesaria la Encarnación del Verbo que nos obtuvo la gracia para
acceder a un modo de vida divino.
Sin embargo los textos oficiales de los Padres como Agustín y Ambrosio
subrayarán el carácter pro choice de
la virginidad. Es un estado de vida solo para algunos, mientras que el
matrimonio lo es para la inmensa mayoría. En época contemporánea habrá quien
sobre esta distinción masa/escogidos construirá la metáfora tropa/estado mayor
de Cristo. Agustín se opone a toda forma
de dualismo gnóstico que pretende imponer una abstención rigurosa y no deja
lugar ni al matrimonio ni a la procreación (p. 187).
El obispo de Hipona señala el valor positivo de la
virginidad, “vale mucho más que la simple observación de una prohibición” y
además ya no estamos bajo la Ley del antiguo testamento sino bajo una nueva
forma de relación entre Dios y los hombres.
La virginidad es un acto libre e individual, pero en él está
implicada la salvación de la humanidad, el drama todavía en curso cuyos
protagonistas son Dios y el género humano. Decisión personal, no es ley, y como
decisión figura o mejor transfiguración del mundo. Más tarde Gregorio de Nisa
señalará que quien practica la virginidad remonta el curso del tiempo y
restablece en él la perfección primitiva del mundo (p. 192). Es más que una
práctica virtuosa que merecerá su recompensa en el más allá, es una mutación
actual de la existencia. Opera en el cuerpo y alma del individuo una revolución
que los separa de los límites terrestres y le lleva desde ya a la vida eterna.
A través de la virginidad dice Foucault que se da un corte
entre creación y procreación. La
actividad sexual tiene un papel en la historia del mundo, poblar la tierra antes de que llegue el tiempo de la salvación
con la Encarnación. El rescate se ha producido en Cristo y la mística de la
virginidad proyecta en la forma de
figuras espirituales un conjunto de movimientos, conjunciones, nexos,
generaciones que son un desdoblamiento de los deseos, actos y relaciones
sexuales.
La puesta en valor de la virginidad implica mucho más que
una simple prohibición. Es responsable de una valorización considerable de la
relación del individuo consigo mismo, con su propia conducta sexual, puesto que
hace de esa relación consigo una experiencia positiva con sentido histórico,
metahistórico y espiritual. Foucault
quiere dejar claro que si alguna vez dentro del cristianismo se ha dado un
valor negativo al acto sexual se debe a que forma parte de este conjunto de
doctrina que da a la relación del sujeto con su actividad sexual una
importancia desconocida en la moral griega o romana. El lugar central del sexo en la subjetividad
occidental está claramente marcado en la formación de una mística de la
virginidad (p. 202).
En conclusión resulta pertinente la profundización en matrimonio,
virginidad, renuncia a sí, abandono en la dirección espiritual, estado vital de
penitencia por los pecados y el poder eclesiástico sobre las personas que de ahí se seguirá. Pero si algo muestra la
historia no ya de los textos sino de las prácticas, es que la relación de uno
consigo mismo nunca es una relación en aislamiento total de los demás. Incluso
el monje más retirado sigue siendo ser humano social, y sobre el papel la
mística de la renuncia y la virginidad son propuestas sublimes y atrayentes.
Pero en la realidad son prácticas en medio de otros seres humanos, lo que da
lugar a relaciones de poder sobre quien renuncia de las que no hablan los
Padres que elaboraron estas doctrinas y por las que Foucault tanto se interesó.
Y quien dice “poder” sabe que el “abuso” del mismo no suele andar lejos.
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