miércoles, 9 de mayo de 2018

CONCORDIA DE DULCEDUMBRE



El artículo sobre Raimundo Sabunde y su Libro de las criaturas fue publicado por primera vez en la desaparecida web LA ESCALERA administrada por Máximo Lameiro. En su edición, el psicólogo argentino, que es también colaborador de Espíritu y Cuerpo tuvo la amabilidad de presentar nuestro trabajo con un breve currículo de su autor. Soslayamos este, por obsoleto, y dejamos el resto:

En el texto que presentamos a continuación, José Biedma, con un estilo elegante y armónico, un estilo en el que se deja oír su sólida formación clásica, rescata del olvido a un profundo pensador hispano: Raimundo Sabunde, teólogo, autor de la Theologia naturalis seu liber creaturarum; obra que, a lo largo de los siglos, mereció tanto una condena parcial de la Iglesia como una apología de Montaigne y la casi total indiferencia de parte del mundo hispano.


Desde cierto ángulo Sabunde podría ser situado en la línea de todos aquellos profetas, místicos y filósofos que concibieron el universo como libro e intentaron ayudar a otros a aprender a leer en él. Y desde otro ángulo, que no es contradictorio con el anterior, Sabunde salió a tomar parte en el difícil combate entre razón y fe que trastornaba a las mejores mentes de su tiempo. Como Raimundo Lull y otros, el teólogo catalán, reconciliaba razón y fe en la idea de que la naturaleza, las criaturas, constituyen un medio de ascenso hacia las verdades sobrenaturales.


Pero, en fin, nada mejor que dejar hablar al propio Biedma, quien ha definido con toda claridad, en su artículo, las líneas principales del pensamiento de Sabunde y además ha logrado hacernos comprender lo que ese autor del siglo XV tiene de atemporal, y por lo tanto, de contemporáneo...

Máximo Lameiro



EL LIBRO DE LAS CRIATURAS


«Ninguna cosa es digna de nuestro liberal amor,
ni se le debe dar amor,
si ella misma no puede devolver amor
y conocer el amor que le ha sido entregado y cuánto vale»

Raimundo Sabunde

Ha sido y es lamentable el poco aprecio que mostramos los españoles por nuestras tradiciones científicas y filosóficas. Los esfuerzos no tienen continuidad en nuestro solar patrio y casi siempre han sido forasteros los que hanse aprovechado de las grandes intuiciones de nuestros ingenieros, de nuestros pensadores, de nuestros humanistas, de nuestros espíritus más agudos, rectos y certeros. Uno de los olvidos más sonados (valga la paradoja, porque su nombre no suena ya por ninguna parte) es el de Raimundo Sabunde, o Ramón Sibiuda, ya que de estas dos maneras –y de otras parecidas- se conoce a uno de nuestros primeros humanistas, cuando raramente se lo nombra en latín, en castellano o en catalán.

Poco es, desde luego, lo que sabemos de Ramón, que fue médico además de perspicaz filósofo y psicólogo –como su posterior colega Juan Huarte de San Juan-, y que, ya mayor, se ordenó sacerdote. Fue profesor y rector de la universidad de Toulouse y murió en la primavera de 1436. En los últimos años de su vida escribió una obra genial. Utilizó para ello un latín tosco, aunque con estilo lleno de encanto auroral: Theologia naturalis seu liber creaturarum. La primera edición póstuma se fabricó en Deventer, en 1480. Curiosamente, esta obra ha sido más conocida y citada por la traducción y apología que hizo de ella el escéptico francés Miguel de Montaigne, que por sus traducciones al español (cercenadas, incorrectas y escasas).


A pesar de que Paulo IV prohibió el libro en 1559 por considerarlo demasiado racionalista, los jesuitas lo estimaban tanto, pues El libro de las criaturas de Ramón había sido una de las lecturas favoritas de Ignacio de Loyola, que consiguieron la rectificación del Concilio de Trento, y se permitió su lectura a partir de 1564.


La Teología natural de Sabunde es una guía espiritual, y nació del nuevo espíritu renacentista, más interesado por la naturaleza que por los vanos silogismos de la Escolástica. Nació del esfuerzo por hallar una religiosidad más íntima, directa, personal..., retornando a la santa simplicidad del cristianismo originario.


San Francisco, que anduvo por España en 1213 con la intención de visitar el sepulcro de Santiago, se había desposado con la Señora Pobreza y desdeñado los fastos feudales de la Iglesia, descubriendo en la Naturaleza, en la Creación, un hermosísimo espejo del Creador, de ahí su admirable y enfebrecido Cántico de las criaturas. Los franciscanos se convirtieron por ello en los pioneros de un nuevo saber basado en la observación y la experiencia. Ockam, el filósofo que sirvió a Umberto Eco como modelo histórico del detective fray Guillerno (en su famosa novela El nombre de la rosa), fue franciscano; también Rogerio Bacon, quien soñó en el siglo XIII con máquinas maravillosas: luces inextinguibles, ascensores, automóviles... Para San Buenaventura, también franciscano, los senderos de Dios comienzan en el mundo, pasan por el hombre (imagen del Supremo Hacedor) y terminan en el Primer Principio, que no puede ser conocido sin ser amado y no puede ser amado sin un intensísimo goce.


El sentido de fraternidad de los franciscanos les hizo poco dados a aceptar jerarquías o la vanidad del poder, así como la intervención de la Iglesia en los asuntos de la vida pública, de este modo ayudaron a dar una base doctrinal a la independencia del poder civil y a la secularización de la política, aunque Europa hubo de pasar por las atroces Guerras de Religión para escarmentar de los males de la Teocracia.


Raimundo Sabunde debió relacionarse con intelectuales franciscanos y con los seguidores de un curioso iluminado mallorquín: Ramón Llull, terciario franciscano que quiso construir una máquina lógica, una especie de ordenador que permitiese la construcción de una ciencia unificada, una computadora que trabajase con un lenguaje universalmente comprensible. Ramon Llull había perseguido una ordenación del saber que fuese un Arte de la Memoria, mediante una combinatoria conceptual precisa. Nuestros lógicos y matemáticos celebran en él a un precursor de los lenguajes axiomático-deductivos, tan útiles hoy para formalizar y dar rigor a la ciencia más avanzada y “hacer hablar” a las máquinas inteligentes. De su tocayo, de Ramón Llull, toma Sabunde la comparación de la ciencia con un árbol y el afán misionero, pero Sabunde es sobre todo un humanista, y su finalidad es orientar a los hombres para que hallen la clave de su felicidad y plenitud en sí mismos. Por eso insiste en la libertad de la voluntad y en que el templo más firme del Dios verdadero tiene cimientos en lo más hondo del alma humana.


«Nuestra voluntad es intelectual y espiritual por su naturaleza, y por eso es superior a todas las cosas corporales; por eso mismo ninguna cosa corporal es digna de nuestro amor» Libro 3º, cap. 133 del Libro de las criaturas.


El hombre, responsable de sus actos, es también responsable de un mundo que es bueno y digno de cuidado, como un inmenso libro escrito por divino dedo. Las criaturas son el primer escalón para llegar al Cielo, y por eso Ramón llama así a su obra: Libro de las criaturas. El hombre es un microcosmos, un compendio de la creación, la cifra y clave de la totalidad del universo, pues en la criatura humana se dan todos los grados de complejidad: material, vegetal, animal y espiritual.


Toma de San Agustín la introspección, el hábito de estudiarse uno a sí mismo, lo que dará un giro personalista y moderno a su reflexión. El Libro de las criaturas debe también mucho a la venerable ascensión erótica del alma trazada por Platón en Banquete y Fedro, desde la belleza natural, mediante sublimación y abstracción, hacia la unión con las realidades inmutables y eternas, con la Belleza Ideal y Perfecta.


Lo más fascinante de El libro de las criaturas -para una crítica y traductora sagaz como Ana Martínez Arancón(1)- es su libro tercero. Trata del amor y de su fuerza, de su origen y sus frutos... “Nada tenemos que sea verdaderamente nuestro salvo el amor... pues sólo el amor hace al hombre bueno o malo... Y perdemos nuestro amor cuando se lo damos a quien no debemos dárselo”. Por eso debemos conocer bien su efecto transformante, ya que “el amor cambia al que ama en lo amado”. Arrastra tras sí a la voluntad y “así el hombre, por amor, puede cambiar, transformarse y convertirse en otro ser, más noble o más abyecto, libre y espontáneamente”.

Los ecos del Libro de las criaturas serán abundantes en toda la gran mística del Siglo de Oro español, pero también en el matemático y pensador Blas Pascal, quien, como Sabunde, juzga al amor y a la voluntad las potencias más poderosas.

«Y como la voluntad, por amor, se convierte en la cosa amada en primer lugar, y recibe su materia y su forma, tal voluntad puede así exaltarse o hundirse, ennoblecerse o vilipendiarse o envilecerse, ascender o descender, y cuanto más digna y noble sea la cosa amada en primer lugar, tanto más lo será la voluntad, que se colocará por encima de sí misma, y cuanto más inferior sea, tanto más descenderá la voluntad». Libro 3º, cap. 132.


Ana Martínez Arancón cita un bello corolario de esta doctrina del Tratado de amor, atribuido a Juan de Mena:


«Porque se puede decir que amor es un medio de pasión agradable que pugna por hacer unas, por concordia de dulcedumbre, las voluntades que son diversas por mengua de comunicación delectable».


Una de las ideas más interesantes de la guía de Sabunde es la consideración de la divinidad como la noción de “lo más común y universal”, de donde se sigue que “el amor de Dios hace a nuestra voluntad común y universal, comunicable y extensible a todas las cosas, a las que ama no por necesidad e indigencia, sino porque son de Dios”.


La idea de Dios de Sabunde recuerda una fértil noción psicológica de George H. Mead: la de “ el Otro generalizado”(2). Por supuesto, los efectos del amor de Dios de Sabunde no son sólo psicológicos sino también sociales, metafísicos y morales: “El amor de Dios hace a la voluntad hermosísima y amable... es luz y resplandor que ilumina”. Sólo el amor de Dios, cuando es el primero, es causa de verdadera unión entre los hombres, y hace de ellos uno, y sólo el amor a sí mismo o propio establece división o lucha entre ellos... Así pues, “el amor a Dios por encima de todo es la causa de todo bien y de toda concordia” (cap. 144).

Para elevarse hacia el amor de Dios cada hombre puede empezar amando en sí mismo no al hombre concreto sino al hombre en general, a la humanidad común que cada cual representa particularmente. Sólo el que ama al hombre en cuanto hombre puede dejar de usar a los otros hombres como instrumentos para alcanzar su propio honor y delectación. “Así pues, la comunidad y universalidad vuelven al amor bueno, y la singularidad y propiedad lo hacen malo” (cap. 145).


He aquí la ambición de toda formación humanista: ese ascenso a la generalidad (causa y fin común de la existencia), que requiere sacrificio de la particularidad. También es esa la esencia del trabajo cooperativo: formar la cosa, no consumirla(3).

El ascenso desde el ser natural y concreto hacia el ser espiritual y común de todas las criaturas requiere sacrificio de la particularidad a favor de la generalidad, distanciamiento respecto a la inmediatez de nuestro ser aquí y ahora, reconocimiento de lo propio en lo extraño. Verse a sí mismo y ver los propios objetivos privados con distancia quiere decir verlos como los ven los demás. Los puntos de vista generales, hacia los que se mantiene abierta la persona bien formada, revisten caracteres análogos a los de un sentido, al que la tradición humanista ha llamado sentido común y que los cínicos consideran “el menos común de los sentidos”.


Contra el pesimismo de los cínicos, considero que ese germen de lo universal está presente, al menos como anhelo de perfección y plenitud, en todos y cada uno de nosotros. Sirva al menos este deseo como fuente de solidaridad y alegría entre todas las criaturas, entre todos los seres vivientes... “hermano sol, hermano lobo, hermana muerte” .(4)



Notas:

(1) Ramón Sibiuda. Tratado del amor de las criaturas (trad. del Liber creaturarum seu de homine), Barcelona, Altaya, 1998.
(2) El Otro Generalizado es cualquiera y todos los otros que podrían adoptar papeles en un proceso cooperativo, en una actividad común sin la que no habría comunidad de significación ni lenguaje social. «La comunidad o grupo social organizados que proporciona al individuo su unidad de persona pueden ser llamados “el otro generalizado”» (cfr. George H. Mead, Espíritu, persona y sociedad, Paidós, Barcelona 1982).
(3) Sobre este concepto de formación y otros conceptos básicos de la tradición humanista véase la monumental obra Verdad y Método del filósofo Hans-Georg Gadamer (Salamanca, 1977, I, 1.).

(4) El 4 de octubre de 1226 muere San Francisco de Asís, quien con Santo Domingo había trabajado por el resurgimiento moral del mundo. El llamado Santo de las Flores no pasó en toda su vida de simple diácono. Dicen que murió proclamando: “hermano sol, hermano lobo, hermana muerte” (José María Montes. El libro de los santos, Alianza, Madrid, 2001).



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