Iván Illich (1926-2002) fue un filósofo austríaco afincado en México
cuya obra parece sido olvidada y sin embargo planteó hace cuarenta años una
serie de ideas que pueden actuar como revulsivo en nuestra acomodada y adormilada existencia. En particular me fijaré en su
crítica a la medicina moderna como la padecemos y disfrutamos en las sociedades
avanzadas.
Está en sus Obras Completas, vol. I, publicadas en 2006. Los
griegos veían dioses en las fuerzas de la naturaleza, Némesis era la venganza
divina que caía sobre los mortales que osaban usurpar privilegios divinos.
Némesis es la respuesta a la arrogancia del individuo, Illich se vuelve a los
griegos porque su análisis y denuncia nada tiene que ver con los realizados
desde una perspectiva burocrática e industrial contemporánea, abundan los
análisis de las disfunciones en el sistema, pero el ethos o marco de comprensión está industrialmente determinado. Si
algo rechaza con vehemencia el filósofo de Cuernavaca es el saber de los
expertos y el lenguaje mistificado que los caracteriza.
Los perjuicios de la medicina y los médicos sobre la salud
sólo pueden revertirse cuando los no médicos recobren la voluntad de
autoasistencia mutua, es decir, que en cada uno y en la comunidad humana, con
independencia del saber médico institucionalizado, existe una capacidad de autocuración
que se ve aplastada, perseguida en la actualidad. La tesis de Illich es que la
medicina crea más enfermedades de las que cura.
Se trata de una nueva plaga a la que denomina iatrogénesis,
por ser su origen la propia medicina, del griego iatros que significa médico. Durante las últimas generaciones el monopolio
sobre la asistencia a la salud ha coartado la libertad sobre nuestro propio
cuerpo, denuncia Illich. Es preciso revertir la tendencia con el fin de que la
gente viva una vida autónoma y saludable.
Empezando por denunciar la ilusión de que sea legítimo ese
monopolio sobre la salud, ha sido el propio planteamiento industrial o
ingenieril del asunto de la curación el que ha reducido la supervivencia
humana. La salud paradójicamente se ve afectada y reducida por el ejercicio de
aquellos que se dicen profesionales de la misma porque la sociedad así los
reconoce.
No separa Illich estos efectos perversos de la medicina de otros avances pretendidos que también han degenerado y consiguen en su progreso lo contrario de lo que se proponen. La intensidad y velocidad del tráfico es una amenaza para la movilidad, la educación normalizada en las escuelas y los medios masivos de comunicación se cargan el aprendizaje y la urbanización masiva nos inutiliza como constructores de nuestra propia casa. Son cuatro casos si los unimos al de la medicina en los que una institución se aparta de la finalidad para la que se creó.
La iatrogénesis es social porque coloniza la libertad, se da
cuando la burocracia médica aumenta las tensiones, genera nuevas necesidades,
multiplica la dependencia inhabilitante, disminuye el nivel de tolerancia al
malestar, reduce el trato que la gente acostumbraba a tener con el que sufre. Se
produce cuando el cuidado es un artículo de consumo, cuando todo sufrimiento se
hospitaliza y ya no se nace, se convalece ni se muere en casa. Cuando sufrir,
dolerse y sanar sin representar el papel de paciente sumiso al que se trae y se
lleva por el pasillo de un hospital se etiqueta como desviación.
El problema viene dado porque la autonomía profesional
degenera en monopolio radical sobre la salud. El control social de la población
por parte de los médicos se ha convertido en una actividad económica, la
medicina iatrogénica cataloga a los enfermos como ineptos, genera categorías
nuevas de pacientes y enfermedades. No eres un ser sufriente sino un caso de
tal o cual patología a la que se examina como una rata de laboratorio para
comprobar efectos de una medicación, empeoramiento o mejora de síntomas. Sólo
se puede seguir viviendo bajo supervisión del médico y no hay nada que hablar
sobre el propio sufrimiento y sentimiento, puesto que el paciente no tiene “preparación
científica”. Se desanima a la gente en la lucha por un mundo más sano.
La tesis renovadora de Illich es que para tratar el común de
las dolencias que se pueden dar en una comunidad sana, bastaría una formación más
somera que cualquiera podría tener a parte de otra dedicación profesional.
La medicina es una empresa moral, tiene autoridad para
declarar enfermo a alguien aunque no se queje y para rehusar a otro el
reconocimiento social de su dolor. Pero hoy la profesión médica es una
manifestación del poder de clase que han obtenido las élites universitarias. Sólo
los médicos saben quién está enfermo. Y el eclipse del componente moral que hay
en la decisión del médico lo ha dotado de un poder totalitario. El médico no
necesita tener en cuenta la moral, porque le basta la ciencia. Y precisamente
por esta falacia urge la revisión de la iatrogénesis social.
En todas las sociedades ricas y pobres contemporáneas se
gasta mucho dinero en asistencia a la salud. Parte de ese dinero ha enriquecido
a los médicos y una parte mucho mayor a los oficinistas médicos. Otra
considerable a los negocios del seguro médico. Todavía peor es el dinero
invertido en asistencia sanitaria de alto costo, en ningún otro sector se han
dado crecimiento tan sostenido. Y sin embargo los índices de mortalidad
curiosamente es comparativamente alta. Para ilustrar todos estos aspectos
Illich da cifras de Estados Unidos, Inglaterra, Unión Soviética, Colombia y
otros muchos países correspondientes a los años 70 del siglo pasado.
Sólo en China no existe la tendencia a fiarse sólo del médico
y el hospital. En los años 60 y 70 la nutrición, la higiene y el control de la
natalidad han mejorado notablemente la salud de la población. Este país
demuestra que todos los instrumentos técnicos eficaces para una vida más sana
pueden pasar en muy poco tiempo a millones de personas comunes y utilizarse de
forma conveniente.
El estudio de las infecciones más comunes en otro tiempo muestra
que los médicos no han influido sobre las epidemias. Después de la segunda
guerra mundial la tuberculosis había descendido al úndécimo lugar habiendo sido
la primera. Cólera, disentería, fiebre tifoidea alcanzaron un máximo y
disminuyeron con independencia del control médico. Cuando se comprendieron
estas enfermedades ya habían perdido gran parte de su virulencia. Lo mismo pasó
con las enfermedades infantiles escarlatina, difteria, tos ferina, sarampión. Retrocedieron
por el mejoramiento de las condiciones en las viviendas y sobre todo el factor
principal fue la mejora en la alimentación de los niños.
Cuando las enfermedades infecciosas disminuyeron aparecieron
las epidemias modernas: cardiopatías, enfisemas, bronquitis, obesidad…etc Dos
cosas son ciertas, no puede acreditarse que el ejercicio profesional de los médicos
haya eliminado las antiguas formas de mortalidad ni tampoco es responsabilidad
suya la mayor expectativa de vida que por otra parte transcurre sufriendo las
nuevas enfermedades.
Geografía médica, historia de las enfermedades, antropología
médica han mostrado que lo decisivo
fueron alimentación, agua, aire en correlación con igualdad sociopolítica y
mecanismos culturales que mantienen la estabilidad de las poblaciones.
Se extiende Illich sobre la inutilidad de los tratamientos
médicos, las lesiones provocadas por el médico y la indefensión de los
pacientes. Pero me parece suficiente para abrir boca sobre la idea fundamental,
y es que el despliegue de la medicina científica e industrializada tiene su
lado negro que es precisamente contrario a la salud. Que la salud es un
concepto mucho más amplio y está en nuestra mano en una medida mayor de lo que
deja suponer el consumo creciente de medicina y medicinas al que nos hemos
lanzado.
Déu et guard Ana,
ResponderEliminarMossèn Jacint Verdaguer, capellà i el més gran poeta de les lletres catalanes, té una poesia que fa:
"El dolor tot temps et segueix com l'ombra,
qui més ne fuig més prompte se'l troba,
qui no el vol de grat el tindrà per força."
Sense saber-ho, Jacint Verdaguer, tenia el mateix ideari que Ivan Illich. Tots dos eren sacerdots, i un no tenia coneixement de l'altre.
Salutacions,
Joan Vives.