En Occidente hemos sufrido dos tendencias extremosas cuando
se trató de explicar la compleja relación entre el cuerpo y el espíritu. Dos
tendencias reductoras en lugar de mediadoras. El idealismo o espiritualismo pretendió reducir lo corporal a lo espiritual; y el materialismo o mecanicismo, desde el otro extremo, ensayaron reducir
lo metafísico a lo físico; lo libre, intencional y voluntario, a determinación mecánica.
Pero es en la vida (y no en la conciencia como pretendió el
cartesianismo) donde cuerpo y espíritu se enredan en unidad a la vez ejecutiva y pasiva –la
que somos-, que aglutina las peculiaridades de la vida corporal y de la vida
espiritual sin disolverlas. A ese resorte que liga ambas realidades, o ambas
perspectivas de ambas realidades, llama María Zambrano “alma” o “corazón”,
palabras a las que dota de un significado muy especial. Alma es, a veces, el vuelo ascensional de la filosofía; corazón, el movimiento descendente característico de la poesía.
Alma y corazón serán nombres para referir al modo en que lo
corporal y lo espiritual se integran en la unidad de la persona. Alma en el
sentido de la psyché griega (ψυχή), principio o arcano (arjé) que anima a todo ser vivo (incluidos hongos y vegetales) y aquello en que
todas las facetas humanas confluyen y se integran.
“Corazón” es un término que
se desarrolla en el sentir y pensar cristianos para referir al ámbito recóndito
en el que son reconocidas las grandes verdades de la vida, particularmente las
verdades reveladas, aunque sólo seamos capaces de reconocerlas sin entenderlas plenamente, pues en el corazón no sirven las palabras, solo la música, ese grito del alma separada, guía de salvación del padecer oscuro de las entrañas. Es el lugar del
sentimiento, de las corazonadas, de la súbita iluminación, íntimo espacio en
donde la vida hace notar su peso y pesadumbre, y desde donde también irradia su
fuerza y entusiasmo.
Si el espíritu es transparencia, el corazón es oscuridad y
hermetismo, ligado a las entrañas y lo entrañable. Su clausura muestra que
nutre la intimidad, trayéndonos a un tiempo distinto al tiempo sucesivo y discontinuo de la conciencia. El
corazón es símbolo del silencio en el que solo palpita a su ritmo, el de la
secreta angustia que nunca llega a expresarse. Alma y corazón son dos nombres
para lo mismo. El corazón comunica nuestras entrañas con nuestro espíritu, las
necesidades inexorables de nuestro cuerpo con la libertad que proviene de ser
el hombre forjador de mundos.
Se trata de acabar con la pugna indisoluble de lo físico y lo
metafísico, se intenta poner fin a esa lucha entre la pantera que lo sostiene y el ángel que la cabalga, un conflicto entre la ciega pasión y la pura impasibilidad, entre el
bárbaro y el sabio, una guerra que ha determinado la trágica historia de Occidente. Y es que el
cuerpo, ignorado, menospreciado, ha sufrido la hegemonía de una Razón que se tenía a sí
misma por suprema y única expresión del espíritu. Pero cuando la razón soñaba, desfallecía o deliraba, el cuerpo se rebelaba produciendo monstruos, avasallándolo todo
como una bestia vengativa.
El espíritu, por su parte, flotando encima de los sellados
lugares del corazón, consagrado a la transparencia, amurallado en sus "celestes
razones", ha ido perdiendo fuerza mundificadora al faltarle las “razones seminales”,
esas ideas-fuerza, esos argumentos informales que anidan en las entrañas y hacen al espíritu depositario de vida, de generación
y muerte. Y es que el espíritu ha renegado de su linaje físico tratando de
cortar el cordón umbilical que lo vinculaba a los úteros donde nació.
Faltaba el corazón, esa "realidad alada" por cuya mediación es posible
reconciliar de una vez las pasiones singulares del cuerpo con la voluntad
universalizadora del espíritu.
El hombre no puede vivir en dispersión, desatento a lo valioso, alienado en dispersión
mediática, reduciendo toda relación auténtica a comunicación virtual. Pero, ¿de dónde sacaremos
esa idea que unifique la vida, que la religue esperanzadamente al mundo?, ¿de dónde sacaremos la confianza de esa "segunda inocencia" de la que hablaba Machado?, ¿de no creer en nada o de dudar de la duda? La propia nada del nihilismo à la page tiene un fundamento religioso, como las tinieblas sus sombras luminosas y cada noche su aurora.
La
vida es esa novela de la que somos a la vez autores, actores y espectadores,
creación y expresión de sí misma, poiesis. Y será sin duda una idea poética la que dote a nuestra vida de presencia y de figura, un perfil
en el que ser, en el que abrir paso a nuestra específica finalidad, a nuestra
vocación, a nuestro destino, en esa unidad o mismidad que llamamos “persona”.
Al
alma y corazón (un solo órgano de trascendencia bajo dos perspectivas) atribuye María Zambrano el
protagonismo de la creación de esa idea unificadora, la unidad de una intimidad
que nos ligue piadosamente a lo otro que nosotros. El alma cumple así en la
vida una función religiosa.
Bibliografía
Mabel Salido y José María Herrera. María Zambrano. Colectivo cultural "Giner de los Ríos" de Ronda, 1998.
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