jueves, 4 de enero de 2018

PARMÉNIDES Y LA QUIETUD





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“Los agujeros negros del universo no son nada
 comparados con los agujeros negros de nuestro pasado”
Peter Kingsley es un sofisticado[1] producto de la factoría del King’s College de Londres. Doctor en Filosofía, ha sido profesor en universidades de medio mundo. En los oscuros lugares del saber es obra suya publicada por Atalanta (2010), traducción de Carmen Francí de In the Dark Places of Wisdom. El español es parco en mayúsculas (en mayuscular); así, con tantas mayúsculas inglesas, la obra de Kingsley parece pretender mucho, pero en realidad dice poco y lo repite mucho. Eso sí, lo que dice es relevante y está respaldado por una bibliografía y documentación abrumadoras.

La tesis de Kingsley es sencilla pero pretende desplazar señaladamente los pilares de la Historia de la Filosofía Occidental…

“Hace ya tiempo que los orígenes de la filosofía occidental se presentan como una cuestión de mera especulación intelectual, de ideas abstractas. Pero eso es sólo un mito… La filosofía se había desarrollado como una actividad generalista, intensamente práctica” (pg. 136).


Parménides no fue principalmente un ontó-logo, fundador de la lógica de Occidente, sino un adivino, un profeta, un legislador, un mago, un sanador, un sacerdote, un místico. Platón, heredero de su tradición, cometió un explícito parricidio (cfr. Sofista, 241d-242ª) al eliminar del pitagorismo-orfismo-eleatismo representado por su “padre” Parménides los componentes mistéricos o reinterpretarlos en clave racionalista…

“Platón lo hizo tan bien que, en realidad, nadie sospecha ya hasta qué punto es grande el abismo que separa la idea de la filosofía de Platón de la de Parmeneides [sic], ni sospecha cuánto es lo que ha quedado atrás”[2] (pg. 150).

Los últimos hallazgos arqueológicos vendrían a confirmar esta reinterpretación de lo que nos ha quedado del poema de Parménides (o Parmeneides). Al lado de esta propuesta, puede oírse un diagnóstico crítico sobre la anorexia espiritual de nuestra cultura y una propuesta de terapia:

“Nuestra cultura occidental… medra y prospera, convenciéndonos de que valoremos todo aquello que carece de importancia” (pg. 16).

Occidente ha reducido a mito los componentes más valiosos de aquella sabiduría que triunfó durante siglos en el sur de Italia, y sólo verá claro su futuro si los recupera.

Resultado de imagen de kingsley en los oscuros lugares del saberAntes de Parménides, Pitágoras había zarpado desde Samos rumbo al Oeste y se había instalado en Italia hacia el 530 a. C. Durante siglos se contó que Pitágoras aprendió cuanto sabía viajando a Egipto y Andalucía (sic), a Fenicia y Siria, a Persia y la India. Dicen que el padre de Pitágoras fue un tallador de piedras preciosas, no es sorprendente que ello le vinculara al comercio y a los largos viajes. Una curiosa tradición afirma que Pitágoras acostumbraba a llevar pantalones, atuendo que por entonces solo era común entre los persas e iraníes. Otra tradición recoge que Pitágoras iba de pueblo en pueblo no para enseñar, sino para curar.

El caso fue que Pitágoras convirtió en templo su nuevo hogar en el sur de Italia: construyó una sala especial subterránea en la que permanecía sin moverse durante largos periodos de tiempo. Después describía su visita al inframundo y su regreso como mensajero de los dioses. No era pues un racionalista incorregible, sino un sabio a la antigua, lo cual incluye una vena de sanador, otra de profeta, otra de místico y alguna de mago (técnica y magia debían ser por entonces indiscernibles). Aquellos sabios no separaban la racionalidad de la irracionalidad en la vida (Kingsley elude el hecho de que Platón sólo llama "sabios", precisamente, a los pitagóricos).

“La filosofía y la magia en otros tiempos eran las dos partes de un todo” (161)… “Cuando la racionalidad se combina de veras con la irracionalidad, empezamos a ir más allá de ambas. Entonces se crea algo más, algo extraordinario que es atemporal”.

Es evidente que los griegos también fueron “enanos encaramados a espaldas de gigantes”;  Pitágoras aprendió técnicas y saberes de culturas más antiguas. Comercio y curiosidad siempre se dieron la mano. Los pavos reales, procedentes de la India, se introdujeron en el Mediterráneo a partir del templo de Hera en Samos, donde eran tratados como símbolos sagrados. Occidente, aún en mantillas, debe mucho a Oriente (“nuestra inmensa deuda con Oriente”). Elea fue una colonia fócea donde florecieron tradiciones superiores que procedían del Este. Los verdaderos orígenes de la filosofía occidental dependen mucho de esas tradiciones que sobrepasan en sabiduría –según Kingsley- lo que reductivamente la filosofía ha llegado a ser…

“En lugar de amor a la sabiduría, la filosofía se convirtió en el amor a hablar y discutir sobre el amor a la sabiduría. Desde entonces, el hablar y el discutir han expulsado del panorama a todo lo demás” (38).

En efecto, las recetas de los sabios curadores vinculados al culto de Apolo más bien recomendaban dietas de silencio para calmar las angustias pertinaces de los hombres o para impedir que se convirtieran en morbos crónicos, como suelen ser en las sociedades nuestras de consumo compulsivo… “En nuestra desesperación, inventamos cosas para echarlas de menos”. El agujero que tenemos en el corazón difícilmente puede cegarse con sucedáneos. En el arte del sucedáneo –sentencia el autor- la cultura occidental es hoy maestra. “Lo que para nuestros antepasados eran caminos de libertad, para nosotros son cárceles y jaulas”.

En efecto, la tradición órfico-pitagórica en la que se insertó Parménides enseñaba la quietud
Platón fue muy consciente de la importancia de la tradición representada por Parménides y por los pitagóricos. Del primero dice que es digno de reverencia. Hace decir a Sócrates de él “que poseía una profundidad nobilísima en todos los sentidos”, pues le pareció un hombre tan respetable como temible. Por otra parte, es sabido que Platón compró para la Academia una biblioteca a sus amigos pitagóricos de la Magna Grecia, y se cuenta que visitó las ruinas de Elea.

Platón escribió un diálogo anacrónico sobre Parménides, que hoy lleva el nombre del eleata por título (un diálogo tardío, crítico). Para Kingsley es una fantasía histórica y una ficción interesada, cuyos personajes llevan el mismo nombre de pensadores que habían vivido un siglo antes. Es posible que Parménides y Zenón viajaran a Atenas, pero no para discutir sobre el ser y el no ser, sino en calidad de embajadores y representantes de Elea, para negociar la paz. De su discípulo Zenón de Elea dice Platón que era un hombre guapo y bien proporcionado, e incluso alude al rumor de que era el amante de Parménides. Según Kingsley el verdadero objetivo de Platón era presentarse a sí mismo como verdadero heredero intelectual de la escuela de Elea, sucesor legítimo de Parménides.

Sin embargo, Platón desechó una parte importante de la espiritualidad de aquel legado… “si no hubiera hecho lo que hizo, el Occidente que conocemos nunca habría existido” (49).

Lo cierto es que, a juzgar por los versos que conservamos, Parménides, hijo de Pyres y discípulo de Aminias[3], escribió un poema fascinante “bajo la inspiración divina”, con algunos de los versos más poderosos y enigmáticos jamás escritos, donde importa la música y se rompen las reglas métricas a fin de producir efectos concretos. Son versos que implosionan y tienen su climax al principio y no al final, como era común. Escritos con un sentido del humor especial. Su lenguaje no es el corriente, sino el lenguaje de acertijos y oráculos, indicios y dobles sentidos, el lenguaje de la iniciación religiosa que usa de la repetición para crear un estado hipnótico, como usaban del rezo del rosario nuestras abuelas, a modo de conjuro. 

Repetición e inocencia van de la mano, y Kingsley las contrasta con la búsqueda insaciable de novedad que rige en las sociedades contemporáneas, en las que el deseo de variedad es, precisamente, lo más repetitivo. Es reseñable que durante su fantástico éxodo hacia la diosa, el poeta no mencione ningún ruido, excepción del silbido del carro y del sonido aflautado de los ejes de las puertas, que tienen que ver con el toque de silencio de una syrinx y el siseo de la serpiente, lo cual remite a las tradiciones délficas de la pelea de Apolo y la serpiente[4]. Aún hoy, el siseo es una manera de hacer callar a la gente. Los pitagóricos eran capaces de oír en el silencio el sonido de la creación, el ruido que hacen las estrellas y planetas mientras giran en sus órbitas, perceptible por el poeta en la quietud absoluta del éxtasis[5].

En definitiva, se trata de un canto sagrado, de un texto mágico asociado a la mitología de Orfeo. No trata sólo de describir un viaje intelectual, sino de propiciar una migración transformadora al zambullirnos en otro mundo, lejos de las cosas familiares y de las opiniones manidas.

La diosa sin nombre de la que el poeta recibe lecciones, según Kinsgley, es Perséfone (“la doncella”), reina del inframundo. Todos los personajes que Parménides describe en su viaje iniciático son mujeres o niñas (“doncellas, hijas del sol). Incluso los animales, las yeguas del carro solar, son hembras. El viaje que describe es mítico, “un viaje a lo divino con ayuda de lo divino”. 

El viajero no iba de las tinieblas a la luz, ¡sino en dirección contraria! Kingsley vincula este hecho con la tradición de la incubación en cavernas sagradas y oratorios abismáticos, “Moradas de la Noche”, el Pozo del Tártaro. En una palabra, Parménides viaja a los infiernos, a las regiones del Hades, allí de donde no regresa casi nadie. Y este mito es el mundo de significado que hemos dejado atrás. Las llaves de ese otro mundo oculto las custodia Justicia[6], “que siempre exige el pacto exacto”. 

Parménides se dirige más allá del tiempo y del espacio, dispuesto a compartir la suerte de Orfeo. La iniciación era condición para establecer un vínculo con lo divino. Una preparación para la muerte[7]. El iniciado busca un estado de conciencia especial que le aparte de la experiencia ordinaria, “del transitado sendero de los hombres”, pues en lo que todo el mundo ignora hallará la sabiduría. Es como morir antes de morir, la expedición del héroe. Lo esencial en este viaje no es la razón, sino el anhelo, la pasión, el deseo. Para llegar hasta donde el anhelo alcance, hay que escuchar la voz del deseo en el silencio de la guarida.

Para Kingsley, el inframundo al que es conducido el poeta no es sólo un lugar de oscuridad, sino el lugar de la paradoja donde se encuentran todos los opuestos, pues “la fuente de la luz mora en la oscuridad”. Heracles era el héroe de todas estas tradiciones órficas. Y por eso no es de extrañar que los pitagóricos tendieran a vivir cerca de regiones volcánicas, pues consideraban el fuego volcánico la luz de la más profunda oscuridad. “No hay cielo sin pasar por el infierno”. Se trata de tomar consciencia en el mundo de los muertos.

Los sueños son ventanas a ese mundo[8]. En las cavernas sagradas, los sanadores recetaban dietas o vigilias y velaban los sueños de los peregrinos, mientras estos incubaban, la voz revenida de los héroes o la orientadora de los dioses. La gente se acostaba en un recinto cerrado, dormía, soñaba, entraba en un estado especial, tenía visiones, deliraba, el sueño los enfrentaba con el dios, la diosa o el héroe. Entonces alcanzaban a ver el significado de su sufrimiento. Y así se producía la curación. No había que tomar antidepresivos ni otras drogas. En Hierápolis, encima de una gran caverna, había un templo de Apolo Anatolio, dios del sol y de la curación, pero también dios de la incubación. Uno de los mayores centros de adoración a Apolo Oulios estuvo en Mileto, donde Tales predijo un eclipse de sol en 585 a. C.

Apolo era el dios de quien yace como una animal en una guarida. Y por eso sus sacerdotes, los sanadores eleáticos, eran Señores de la Guarida. Estas terapias tenían su origen en prácticas arcaicas de origen asiático, especialmente originarias de Caria. Luego, Apolo se racionalizó. Mas en su origen estuvo asociado a la oscuridad y la noche, con las cavernas y lugares oscuros, con los infiernos y la muerte. Según un poema órfico, Apolo y Perséfone hicieron el amor y los mismos sacerdotes y criados de Apolo tenían vínculos estrechos con el culto y adoración a Perséfone. Parménides no la nombra, se limita a llamarla “diosa”. Un nombre era poder, y no se invoca una divinidad en vano. Perséfone proporcionará, según Kingsley la mayor parte de la imaginería y la inspiración para la Virgen María católica.

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Deméter y Perséfone

En opinión del autor, la intención de Parménides no era teórica, puramente lógica u onto-lógica, sino muy práctica. No es despreciable el testimonio según el cual fue también legislador, “dio leyes a los ciudadanos”, testimonios que hacen también de Zenón responsable del gobierno de su ciudad[9]. Y la parte perdida del poema seguramente hacía referencia a saberes útiles. Los pitagóricos no fueron sólo especuladores y practicos de “armonías celestiales y viajes astrales”, sino eficaces constructores de puentes y artillería.

Sin embargo, cuando Platón y sus seguidores tomaron estas ideas de los pitagóricos amputaron hábilmente todas las ambigüedades, eliminaron la necesidad del descenso a la sima oscura de la tierra[10]. Los primeros cristianos volvieron a hablar de las profundidades de lo divino, así como la mística judía. “Cuando se aparta a lo divino de las profundidades, perdemos nuestra propia profundidad” –sentencia Kingsley. El conocimiento del otro camino quedó para algunos herejes, para los autores de oráculos, para los alquimistas, para los místicos. “Antes de poder ascender hay que bajar, hay que morir antes de renacer” (72).

Parménides pertenecía a una antigua tradición de iatromantis, de sacerdotes que sanaban mediante la profecía, dando voz a lo que no la tiene, entrando en trance mediante técnicas de control de la respiración. El iatromantris era alguien que podía dominar sus estados de conciencia, alguien familiarizado con el mundo más allá de los sentidos donde espacio y tiempo carecen de realidad. Apolo era el dios de esos estados anormales, del éxtasis y los  estados catalépticos en que el mediador era poseído por el dios. Al contrario que el éxtasis dionisíaco, el apolíneo no tenía nada de desenfrenado e inquietante, era intensamente privado y personal, un quietismo que liberaba fuerzas interiores, más allá de la duda y la creencia, emparentado con prácticas y tradiciones chamánicas del Asia Central o Siberia. En aquellos tiempos no había clara frontera entre Oriente y Occidente.

La parte perdida del poema (la tercera) hace que pasemos por alto los aspectos más prácticos de sus enseñanzas. Sin duda –acepta Kingsley- para Parménides el nacimiento, la edad y la muerte eran sólo ilusiones. Pero eso no quiere decir que no se las tomara en serio. Precisamente cuando no prestamos atención a las ilusiones, éstas empiezan a hacerse reales. Parménides era un physikos, lo cual establece una distinción sutil entre él y otros sanadores (Oulis). En cierto sentido fue el héroe fundador de una tradición que hemos laminado, extrañados tal vez porque el fundador de la filosofía occidental más pura fuera sacerdote, o extrañados porque un sacerdote pueda ser considerado también un héroe.

Es muy probable que adoptara a Zenón como hijo, lo cual también estaba ligado a la iniciación. Era también frecuente en la escuela de Hipócrates, situada en la isla de Cos, que los sanadores adoptaran a sus alumnos como parte de su familia. Hipócrates era considerado un asklepiadês o “hijo de Asclepio”, igual que Parménides era considerado un ouliadês o hijo de Apiolo Oulios. 

Es difícil negar que el pitagorismo tuviese algo de secta. Ingresar en esa “orden” significaba poder enfrentarse al silencio, renunciar a las opiniones vulgares, pero al menos, tu maestro se convertía en una guía, en un padre, lo cual indicaba un proceso de renacimiento espiritual, trascendente al nacimiento físico. La Escuela imponía sin duda tremendas exigencias morales. Y el vínculo entre maestro y discípulo era muy fuerte. 

Cuando Aminias el pitagórico, un hombre pobre y sabio murió, Parménides, que había sido su discípulo, construyó para él un santuario de héroe, ya que pertenecía a una familia rica y distinguida. Le agradecía así a Aminias el haberle devuelto la quietud (hêsychia). O sea, que Aminias convirtió a Parménides a la vida filosófica, la vida contemplativa, la “vida tranquila”. Aprender a liberar la atención de las distracciones debía formar parte de ese entrenamiento. Eso permitía el acceso a un mundo distinto, en el que sólo se puede entrar mediante acertijos[11], o en meditación profunda, éxtasis y sueños. 

Los pitagóricos alimentaban el enigma, pues creían que transformaba al iniciado. Incluso podía destruirlo, como la esfinge destruía a los visitantes de Tebas hasta que llegó Edipo. Pero el objetivo del acertijo o del enigma era alejar la atención de las respuestas superficiales. Son preguntas que no admiten un sí o un no. Son las preguntas más propiamente humanas, las específicamente filosóficas.

La lógica que Parménides quiso introducir en Occidente no era la lógica de la demostración racional, la reducción al absurdo o la mecánica proposicional, sino otra muy diferente que pretendía alterar por completo la vida y los valores de la gente. Nos hemos escabullido de ella tomando una vía que consideramos más razonable, “legitimados” por el prejuicio de que somos más sabios que las gentes de tiempos anteriores.

La convicción de Kingsley es que todo conocimiento es inútil a no ser que podamos vivirlo, a no ser que nos comprometamos con él y mejore nuestro estilo de vida. Pero lo que en su tiempo exigió una entrega completa, se ha convertido en una lógica árida, en un pasatiempo o en un juguete desechable.

“Donde nuestra conciencia no quiere llegar, es donde está el futuro” (215).





[1] La palabra “sofisticado”, que viene de “sofista”, se reintrodujo en español con un sentido positivo, al contrario que el sustantivo, a partir del inglés “sofisticated”. Hoy nuestra concepción de los sofistas dista mucho de aquella negativa (demagogos, charlatanes) impuesta escolásticamente durante siglos.
[2] Esta afirmación que descalifica la interpretación platónica del pitagorismo parece algo contradictoria con lo que se afirma en la Cuarta parte: que las tradiciones pitagóricas ocupan un lugar destacado en la obra final de Platón, en Leyes, y que Platón tomó prestado de los pitagóricos especialmente sus mitos e imágenes míticas. El “Consejo Nocturno” ideado por Platón en Leyes sería una señal de esta recuperación de la religiosidad pitagórica y una apuesta por una cierta teocracia ilustrada.
[3] Kingsley discute el vínculo tradicional, establecido por Platón y creído por Aristóteles, entre Jenófanes y Parménides. Admite, eso sí, cierta similitud superficial entre sus ideas y el hecho de que ambos estaban unidos de un modo u otro a Elea.
[4] Asclepio, dios de la medicina, hijo de Apolo, se aparecía seguido de serpientes siseantes. Fue a Asclepio a quien Sócrates mandó en sus momentos postreros sacrificar un gallo. Platón mantuvo el vínculo entre filosofía y curación (therapeia). Sócrates dice que la filosofía que practica es una therapeia psychés, una cura de la mente.
[5] En su justamente famosa Oda a Salinas, Fray Luis recoge y explota admirablemente este motivo pitagórico.
[6] “El padre de la diosa Justicia se llamaba Ley”. Esto es importante para el papel de legislador que Kingsley le atribuye también a Parménides.
[7] No es casual que en el diálogo platónico más trágico, Fedón, Sócrates antes de tomar la cicuta dialogue con dos pitagóricos y defina la filosofía como un ejercicio de preparación para la muerte (melete thanatou), como una ascética.
[8] Kingsley llega a afirmar que “otros seres se comunican con nosotros a través de nuestros sueños”… “Todo está vivo y la muerte es sólo un nombre para algo que no comprendemos” (pg 155).
[9] De hecho, la parte central de su poema –dice Kingsley- se presenta como crónica de un proceso legal. “Moisés bajó las tablas del monte Sinaí; Parmeneides trajo las suyas de las profundidades del infierno” (pg. 192.
[10] El liberado de la alegoría de la caverna platónica (Sócrates) vuelve a ella por una vocación pedagógica y por afecto a sus antiguos compañeros de presidio, deseando compartir sus descubrimientos, aún sin esperar ninguna revelación u honor de su descenso.
[11] El correlato oriental es el koan zen, un tipo de aporía o paradoja irresoluble, que da que pensar sobre la complejidad o el misterio de la realidad… Zenón de Elea, discípulo y tal vez hijo adoptivo de Parménides, fue maestro de la aporía, siendo las suyas celebérrimas. Un koan muy conocido es: “Si un árbol cae en un bosque y no hay nadie presente, ¿produce algún sonido?”.

1 comentario:

  1. Me he alegrado muchísimo de recordar, tantos años después, este libro que me gustó enormemente. Para mí fue una emoción intensísima, a través de él, "ver" a los griegos habitando en su propia época, no en la nuestra, y comprender con cuánta ligereza hacemos de ellos, como
    a Superman, filósofos que abandonan a la menor oportunidad la toga y las sandalias para exhibirse entre nosotros en traje de chaqueta. Esto no resta valor a legado histórico, en absoluto, pero oscurece la interpretación de montones de aspectos que, sin esa perspectiva, nos parecen incómodos, no sabemos qué hacer con ellos y acabamos metiéndolos debajo de la alfombra. Sí, los presocráticos eran pensadores que vivían y escribían en un mundo en que la religión antigua, la magia y los mitos, en un magma ideológico, permeaban
    por completo su cosmovisión, y su fin era eminentemente práctico. Hasta cuando Aristóteles proclama que solo le guía la más pura reflexión teórica, Habermas demuestra cuánto fin práctico hay detrás de esa aseveración.Enhorabuena al autor por esta entrada.

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