“Los agujeros negros del universo no son nada
comparados con los agujeros negros de nuestro pasado”
Peter Kingsley es un sofisticado[1] producto de la factoría
del King’s College de Londres. Doctor en Filosofía, ha sido profesor en universidades
de medio mundo. En los oscuros lugares
del saber es obra suya publicada por Atalanta (2010), traducción de Carmen
Francí de In the Dark Places of Wisdom.
El español es parco en mayúsculas (en mayuscular); así, con tantas mayúsculas
inglesas, la obra de Kingsley parece pretender mucho, pero en realidad dice poco y lo repite mucho. Eso sí, lo que dice es relevante y está respaldado por
una bibliografía y documentación abrumadoras.
La tesis de Kingsley es sencilla pero pretende desplazar
señaladamente los pilares de la Historia de la Filosofía Occidental…
“Hace ya tiempo que los orígenes de la filosofía occidental se presentan como una cuestión de mera especulación intelectual, de ideas abstractas. Pero eso es sólo un mito… La filosofía se había desarrollado como una actividad generalista, intensamente práctica” (pg. 136).
Parménides no fue principalmente un ontó-logo, fundador de la
lógica de Occidente, sino un adivino, un profeta, un legislador, un mago, un sanador, un
sacerdote, un místico. Platón, heredero de su tradición, cometió un explícito parricidio (cfr. Sofista, 241d-242ª) al eliminar del pitagorismo-orfismo-eleatismo
representado por su “padre” Parménides los componentes mistéricos o
reinterpretarlos en clave racionalista…
“Platón lo hizo tan bien que, en realidad, nadie sospecha ya hasta qué punto es grande el abismo que separa la idea de la filosofía de Platón de la de Parmeneides [sic], ni sospecha cuánto es lo que ha quedado atrás”[2] (pg. 150).
Los últimos hallazgos arqueológicos vendrían a confirmar
esta reinterpretación de lo que nos ha quedado del poema de Parménides (o Parmeneides). Al lado de esta propuesta,
puede oírse un diagnóstico crítico sobre la anorexia espiritual de nuestra
cultura y una propuesta de terapia:
“Nuestra cultura occidental… medra y prospera, convenciéndonos de que valoremos todo aquello que carece de importancia” (pg. 16).
Occidente ha reducido a mito los componentes más valiosos de
aquella sabiduría que triunfó durante siglos en el sur de Italia, y sólo verá
claro su futuro si los recupera.
Antes de Parménides, Pitágoras había zarpado desde Samos
rumbo al Oeste y se había instalado en Italia hacia el 530 a. C. Durante siglos
se contó que Pitágoras aprendió cuanto sabía viajando a Egipto y Andalucía
(sic), a Fenicia y Siria, a Persia y la India. Dicen que el padre de Pitágoras
fue un tallador de piedras preciosas, no es sorprendente que ello le vinculara
al comercio y a los largos viajes. Una curiosa tradición afirma que Pitágoras
acostumbraba a llevar pantalones, atuendo que por entonces solo era común entre
los persas e iraníes. Otra tradición recoge que Pitágoras iba de pueblo en
pueblo no para enseñar, sino para curar.
El caso fue que Pitágoras convirtió en templo su nuevo hogar
en el sur de Italia: construyó una sala especial subterránea en la que
permanecía sin moverse durante largos periodos de tiempo. Después describía su
visita al inframundo y su regreso como mensajero de los dioses. No era pues un
racionalista incorregible, sino un sabio a la antigua, lo cual incluye una vena
de sanador, otra de profeta, otra de místico y alguna de mago (técnica y magia
debían ser por entonces indiscernibles). Aquellos sabios no separaban la racionalidad de la
irracionalidad en la vida (Kingsley elude el hecho de que Platón sólo llama "sabios", precisamente, a los pitagóricos).
“La filosofía y la magia en otros tiempos eran las dos partes de un todo” (161)… “Cuando la racionalidad se combina de veras con la irracionalidad, empezamos a ir más allá de ambas. Entonces se crea algo más, algo extraordinario que es atemporal”.
Es evidente que los griegos también fueron “enanos encaramados
a espaldas de gigantes”; Pitágoras
aprendió técnicas y saberes de culturas más antiguas. Comercio y curiosidad
siempre se dieron la mano. Los pavos reales, procedentes de la India, se
introdujeron en el Mediterráneo a partir del templo de Hera en Samos, donde
eran tratados como símbolos sagrados. Occidente, aún en mantillas, debe mucho a
Oriente (“nuestra inmensa deuda con Oriente”). Elea fue una colonia fócea donde
florecieron tradiciones superiores que procedían del Este. Los verdaderos
orígenes de la filosofía occidental dependen mucho de esas tradiciones que
sobrepasan en sabiduría –según
Kingsley- lo que reductivamente la filosofía ha llegado a ser…
“En lugar de amor a la sabiduría, la filosofía se convirtió en el amor a hablar y discutir sobre el amor a la sabiduría. Desde entonces, el hablar y el discutir han expulsado del panorama a todo lo demás” (38).
En efecto, las recetas de los sabios curadores vinculados al
culto de Apolo más bien recomendaban dietas de silencio para calmar las
angustias pertinaces de los hombres o para impedir que se convirtieran en morbos crónicos, como suelen ser en las sociedades nuestras de consumo compulsivo… “En
nuestra desesperación, inventamos cosas para echarlas de menos”. El agujero que
tenemos en el corazón difícilmente puede cegarse con sucedáneos. En el arte del
sucedáneo –sentencia el autor- la cultura occidental es hoy maestra. “Lo que
para nuestros antepasados eran caminos de libertad, para nosotros son cárceles
y jaulas”.
En efecto, la tradición órfico-pitagórica en la que se
insertó Parménides enseñaba la quietud.
Platón fue muy consciente de la importancia de la tradición
representada por Parménides y por los pitagóricos. Del primero dice que es
digno de reverencia. Hace decir a Sócrates de él “que poseía una profundidad
nobilísima en todos los sentidos”, pues le pareció un hombre tan respetable
como temible. Por otra parte, es sabido que Platón compró para la Academia una
biblioteca a sus amigos pitagóricos de la Magna Grecia, y se cuenta que visitó
las ruinas de Elea.
Platón escribió un diálogo anacrónico sobre Parménides, que
hoy lleva el nombre del eleata por título (un diálogo tardío, crítico). Para Kingsley es una fantasía
histórica y una ficción interesada, cuyos personajes llevan el mismo nombre de
pensadores que habían vivido un siglo antes. Es posible que Parménides y Zenón
viajaran a Atenas, pero no para discutir sobre el ser y el no ser, sino en calidad
de embajadores y representantes de Elea, para negociar la paz. De su discípulo
Zenón de Elea dice Platón que era un hombre guapo y bien proporcionado, e
incluso alude al rumor de que era el amante de Parménides. Según Kingsley el
verdadero objetivo de Platón era presentarse a sí mismo como verdadero heredero
intelectual de la escuela de Elea, sucesor legítimo de Parménides.
Sin embargo, Platón desechó una parte importante de la
espiritualidad de aquel legado… “si no hubiera hecho lo que hizo, el Occidente
que conocemos nunca habría existido” (49).
Lo cierto es que, a juzgar por los versos que conservamos,
Parménides, hijo de Pyres y discípulo de Aminias[3], escribió un poema
fascinante “bajo la inspiración divina”, con algunos de los versos más poderosos y
enigmáticos jamás escritos, donde importa la música y se rompen las reglas
métricas a fin de producir efectos concretos. Son versos que implosionan y
tienen su climax al principio y no al final, como era común. Escritos con un
sentido del humor especial. Su lenguaje no es el corriente, sino el lenguaje de
acertijos y oráculos, indicios y dobles sentidos, el lenguaje de la iniciación
religiosa que usa de la repetición
para crear un estado hipnótico, como usaban del rezo del rosario nuestras
abuelas, a modo de conjuro.
Repetición e inocencia van de la mano, y Kingsley
las contrasta con la búsqueda insaciable de novedad que rige en las sociedades
contemporáneas, en las que el deseo de variedad es, precisamente, lo más
repetitivo. Es reseñable que durante su fantástico éxodo hacia la diosa, el poeta no mencione
ningún ruido, excepción del silbido del carro y del sonido aflautado de los
ejes de las puertas, que tienen que ver con el toque de silencio de una syrinx y el siseo de la serpiente, lo
cual remite a las tradiciones délficas de la pelea de Apolo y la serpiente[4]. Aún hoy, el siseo es una
manera de hacer callar a la gente. Los pitagóricos eran capaces de oír en el
silencio el sonido de la creación, el ruido que hacen las estrellas y planetas
mientras giran en sus órbitas, perceptible por el poeta en la quietud absoluta
del éxtasis[5].
En definitiva, se trata de un canto sagrado, de un texto
mágico asociado a la mitología de Orfeo. No trata sólo de describir un viaje
intelectual, sino de propiciar una migración transformadora al zambullirnos en
otro mundo, lejos de las cosas familiares y de las opiniones manidas.
La diosa sin nombre de la que el poeta recibe lecciones,
según Kinsgley, es Perséfone (“la doncella”), reina del inframundo. Todos los
personajes que Parménides describe en su viaje iniciático son mujeres o niñas
(“doncellas, hijas del sol). Incluso los animales, las yeguas del carro solar, son
hembras. El viaje que describe es mítico, “un viaje a lo divino con ayuda de lo
divino”.
El viajero no iba de las tinieblas a la luz, ¡sino en dirección
contraria! Kingsley vincula este hecho con la tradición de la incubación en
cavernas sagradas y oratorios abismáticos, “Moradas de la Noche”, el Pozo del
Tártaro. En una palabra, Parménides viaja a los infiernos, a las regiones del
Hades, allí de donde no regresa casi nadie. Y este mito es el mundo de
significado que hemos dejado atrás. Las llaves de ese otro mundo oculto las
custodia Justicia[6], “que siempre exige el
pacto exacto”.
Parménides se dirige más allá del tiempo y del espacio,
dispuesto a compartir la suerte de Orfeo. La iniciación era condición para
establecer un vínculo con lo divino. Una preparación para la muerte[7]. El iniciado busca un
estado de conciencia especial que le aparte de la experiencia ordinaria, “del
transitado sendero de los hombres”, pues en lo que todo el mundo ignora hallará
la sabiduría. Es como morir antes de morir, la expedición del héroe. Lo
esencial en este viaje no es la razón, sino el anhelo, la pasión, el deseo.
Para llegar hasta donde el anhelo alcance, hay que escuchar la voz del deseo en
el silencio de la guarida.
Para Kingsley, el inframundo al que es conducido el poeta no
es sólo un lugar de oscuridad, sino el lugar de la paradoja donde se encuentran
todos los opuestos, pues “la fuente de la luz mora en la oscuridad”. Heracles
era el héroe de todas estas tradiciones órficas. Y por eso no es de extrañar
que los pitagóricos tendieran a vivir cerca de regiones volcánicas, pues
consideraban el fuego volcánico la luz de la más profunda oscuridad. “No hay
cielo sin pasar por el infierno”. Se trata de tomar consciencia en el mundo de
los muertos.
Los sueños son ventanas a ese mundo[8]. En las cavernas sagradas,
los sanadores recetaban dietas o vigilias y velaban los sueños de los
peregrinos, mientras estos incubaban,
la voz revenida de los héroes o la orientadora de los dioses. La gente se
acostaba en un recinto cerrado, dormía, soñaba, entraba en un estado especial,
tenía visiones, deliraba, el sueño los enfrentaba con el dios, la diosa o el héroe.
Entonces alcanzaban a ver el significado de su sufrimiento. Y así se producía
la curación. No había que tomar antidepresivos ni otras drogas. En Hierápolis,
encima de una gran caverna, había un templo de Apolo Anatolio, dios del sol y
de la curación, pero también dios de la incubación. Uno de los mayores centros
de adoración a Apolo Oulios estuvo en Mileto, donde Tales predijo un eclipse de
sol en 585 a. C.
Apolo era el dios de quien yace como una animal en una
guarida. Y por eso sus sacerdotes, los sanadores eleáticos, eran Señores de la
Guarida. Estas terapias tenían su origen en prácticas arcaicas de origen
asiático, especialmente originarias de Caria. Luego, Apolo se racionalizó. Mas
en su origen estuvo asociado a la oscuridad y la noche, con las cavernas y
lugares oscuros, con los infiernos y la muerte. Según un poema órfico, Apolo y
Perséfone hicieron el amor y los mismos sacerdotes y criados de Apolo tenían
vínculos estrechos con el culto y adoración a Perséfone. Parménides no la
nombra, se limita a llamarla “diosa”. Un nombre era poder, y no se invoca una
divinidad en vano. Perséfone proporcionará, según Kingsley la mayor parte de la
imaginería y la inspiración para la Virgen María católica.
Deméter y Perséfone |
En opinión del autor, la intención de Parménides no era
teórica, puramente lógica u onto-lógica, sino muy práctica. No es despreciable
el testimonio según el cual fue también legislador, “dio leyes a los ciudadanos”,
testimonios que hacen también de Zenón responsable del gobierno de su ciudad[9]. Y la parte perdida del
poema seguramente hacía referencia a saberes útiles. Los pitagóricos no fueron
sólo especuladores y practicos de “armonías celestiales y viajes astrales”, sino
eficaces constructores de puentes y artillería.
Sin embargo, cuando Platón y sus seguidores tomaron estas
ideas de los pitagóricos amputaron hábilmente todas las ambigüedades,
eliminaron la necesidad del descenso a la sima oscura de la tierra[10]. Los primeros cristianos
volvieron a hablar de las profundidades de lo divino, así como la mística
judía. “Cuando se aparta a lo divino de las profundidades, perdemos nuestra
propia profundidad” –sentencia Kingsley. El conocimiento del otro camino quedó
para algunos herejes, para los autores de oráculos, para los alquimistas, para
los místicos. “Antes de poder ascender hay que bajar, hay que morir antes de
renacer” (72).
Parménides pertenecía a una antigua tradición de iatromantis, de sacerdotes que sanaban
mediante la profecía, dando voz a lo que no la tiene, entrando en trance mediante
técnicas de control de la respiración. El iatromantris
era alguien que podía dominar sus estados de conciencia, alguien familiarizado
con el mundo más allá de los sentidos donde espacio y tiempo carecen de
realidad. Apolo era el dios de esos estados anormales, del éxtasis y los estados catalépticos en que el mediador era
poseído por el dios. Al contrario que el éxtasis dionisíaco, el apolíneo no
tenía nada de desenfrenado e inquietante, era intensamente privado y personal,
un quietismo que liberaba fuerzas interiores, más allá de la duda y la
creencia, emparentado con prácticas y tradiciones chamánicas del Asia Central o
Siberia. En aquellos tiempos no había clara frontera entre Oriente y Occidente.
La parte perdida del poema (la tercera) hace que pasemos por
alto los aspectos más prácticos de sus enseñanzas. Sin duda –acepta Kingsley-
para Parménides el nacimiento, la edad y la muerte eran sólo ilusiones. Pero
eso no quiere decir que no se las tomara en serio. Precisamente cuando no
prestamos atención a las ilusiones, éstas empiezan a hacerse reales. Parménides
era un physikos, lo cual establece
una distinción sutil entre él y otros sanadores (Oulis). En cierto sentido fue
el héroe fundador de una tradición que hemos laminado, extrañados tal vez
porque el fundador de la filosofía occidental más pura fuera sacerdote, o
extrañados porque un sacerdote pueda ser considerado también un héroe.
Es muy probable que adoptara a Zenón como hijo, lo cual también
estaba ligado a la iniciación. Era también frecuente en la escuela de
Hipócrates, situada en la isla de Cos, que los sanadores adoptaran a sus
alumnos como parte de su familia. Hipócrates era considerado un asklepiadês o “hijo
de Asclepio”, igual que Parménides era considerado un ouliadês o hijo de Apiolo
Oulios.
Es difícil negar que el pitagorismo tuviese algo de secta. Ingresar en
esa “orden” significaba poder enfrentarse al silencio, renunciar a las
opiniones vulgares, pero al menos, tu maestro se convertía en una guía, en un
padre, lo cual indicaba un proceso de renacimiento espiritual, trascendente al nacimiento
físico. La Escuela imponía sin duda tremendas exigencias morales. Y el vínculo
entre maestro y discípulo era muy fuerte.
Cuando Aminias el pitagórico, un
hombre pobre y sabio murió, Parménides, que había sido su
discípulo, construyó para él un santuario de héroe, ya que pertenecía a una familia
rica y distinguida. Le agradecía así a Aminias el haberle devuelto la quietud (hêsychia). O sea, que Aminias convirtió
a Parménides a la vida filosófica, la vida contemplativa, la “vida tranquila”. Aprender
a liberar la atención de las distracciones debía formar parte de ese
entrenamiento. Eso permitía el acceso a un mundo distinto, en el que sólo se
puede entrar mediante acertijos[11], o en meditación profunda,
éxtasis y sueños.
Los pitagóricos alimentaban el enigma, pues creían que
transformaba al iniciado. Incluso podía destruirlo, como la esfinge destruía a
los visitantes de Tebas hasta que llegó Edipo. Pero el objetivo del acertijo o
del enigma era alejar la atención de las respuestas superficiales. Son
preguntas que no admiten un sí o un no. Son las preguntas más propiamente humanas, las específicamente filosóficas.
La lógica que Parménides quiso introducir en Occidente no
era la lógica de la demostración racional, la reducción al absurdo o la
mecánica proposicional, sino otra muy diferente que pretendía alterar por
completo la vida y los valores de la gente. Nos hemos escabullido de ella tomando
una vía que consideramos más razonable, “legitimados” por el prejuicio de que
somos más sabios que las gentes de tiempos anteriores.
La convicción de Kingsley es que todo conocimiento es inútil
a no ser que podamos vivirlo, a no ser que nos comprometamos con él y mejore
nuestro estilo de vida. Pero lo que en su tiempo exigió una entrega completa,
se ha convertido en una lógica árida, en un pasatiempo o en un juguete desechable.
“Donde nuestra conciencia no quiere llegar, es donde está el futuro” (215).
[1]
La palabra “sofisticado”, que viene de “sofista”, se reintrodujo en español con
un sentido positivo, al contrario que el sustantivo, a partir del inglés
“sofisticated”. Hoy nuestra concepción de los sofistas dista mucho de aquella
negativa (demagogos, charlatanes) impuesta escolásticamente durante siglos.
[2]
Esta afirmación que descalifica la interpretación platónica del pitagorismo
parece algo contradictoria con lo que se afirma en la Cuarta parte: que las
tradiciones pitagóricas ocupan un lugar destacado en la obra final de Platón,
en Leyes, y que Platón tomó prestado
de los pitagóricos especialmente sus mitos e imágenes míticas. El “Consejo
Nocturno” ideado por Platón en Leyes sería una señal de esta recuperación de la
religiosidad pitagórica y una apuesta por una cierta teocracia ilustrada.
[3]
Kingsley discute el vínculo tradicional, establecido por Platón y creído por
Aristóteles, entre Jenófanes y Parménides. Admite, eso sí, cierta similitud
superficial entre sus ideas y el hecho de que ambos estaban unidos de un modo u
otro a Elea.
[4]
Asclepio, dios de la medicina, hijo de Apolo, se aparecía seguido de serpientes
siseantes. Fue a Asclepio a quien Sócrates mandó en sus momentos postreros
sacrificar un gallo. Platón mantuvo el vínculo entre filosofía y curación
(therapeia). Sócrates dice que la
filosofía que practica es una therapeia
psychés, una cura de la mente.
[5]
En su justamente famosa Oda a Salinas, Fray Luis recoge y explota
admirablemente este motivo pitagórico.
[6]
“El padre de la diosa Justicia se llamaba Ley”. Esto es importante para el
papel de legislador que Kingsley le atribuye también a Parménides.
[7]
No es casual que en el diálogo platónico más trágico, Fedón, Sócrates antes
de tomar la cicuta dialogue con dos pitagóricos y defina la filosofía como un
ejercicio de preparación para la muerte (melete
thanatou), como una ascética.
[8]
Kingsley llega a afirmar que “otros seres se comunican con nosotros a través de
nuestros sueños”… “Todo está vivo y la muerte es sólo un nombre para algo que
no comprendemos” (pg 155).
[9]
De hecho, la parte central de su poema –dice Kingsley- se presenta como crónica
de un proceso legal. “Moisés bajó las tablas del monte Sinaí; Parmeneides trajo
las suyas de las profundidades del infierno” (pg. 192.
[10]
El liberado de la alegoría de la caverna platónica (Sócrates) vuelve a ella por
una vocación pedagógica y por afecto a sus antiguos compañeros de presidio, deseando compartir sus descubrimientos, aún sin esperar ninguna revelación u honor de su descenso.
[11]
El correlato oriental es el koan
zen, un tipo de aporía o paradoja irresoluble, que da que pensar sobre la
complejidad o el misterio de la realidad… Zenón de Elea, discípulo y tal vez
hijo adoptivo de Parménides, fue maestro de la aporía, siendo las suyas
celebérrimas. Un koan muy conocido
es: “Si un árbol cae en un bosque y no hay nadie presente, ¿produce algún
sonido?”.
Me he alegrado muchísimo de recordar, tantos años después, este libro que me gustó enormemente. Para mí fue una emoción intensísima, a través de él, "ver" a los griegos habitando en su propia época, no en la nuestra, y comprender con cuánta ligereza hacemos de ellos, como
ResponderEliminara Superman, filósofos que abandonan a la menor oportunidad la toga y las sandalias para exhibirse entre nosotros en traje de chaqueta. Esto no resta valor a legado histórico, en absoluto, pero oscurece la interpretación de montones de aspectos que, sin esa perspectiva, nos parecen incómodos, no sabemos qué hacer con ellos y acabamos metiéndolos debajo de la alfombra. Sí, los presocráticos eran pensadores que vivían y escribían en un mundo en que la religión antigua, la magia y los mitos, en un magma ideológico, permeaban
por completo su cosmovisión, y su fin era eminentemente práctico. Hasta cuando Aristóteles proclama que solo le guía la más pura reflexión teórica, Habermas demuestra cuánto fin práctico hay detrás de esa aseveración.Enhorabuena al autor por esta entrada.