UNA PSIQUIATRÍA NACIONAL
Ana Azanza
as
personas del gremio “psi” y hace tiempo leí su Biografía de Franco así como su Biografía
del miedo.
Nacido en Laguardia, hijo de un médico, fue un niño enfermo
que no acudió a la escuela y aprendió a leer en casa donde se aficionó a la
lectura. Era un chiquillo despierto que ya entonces observó “cosas raras” que
ocurrían en la posguerra española y a las que nadie daba explicación. Uno de
esos sucesos inexplicables lo presenció un buen día en plena plaza de la Audiencia. Se trataba de un
desfile o procesión de mujeres mal vestidas y nauseabundas con el pelo cortado
al rape, iban sucias porque se les había dado aceite de ricino que como se sabe
tiene un efecto laxante. Los chiquillos de Jaén las perseguían haciendo mofa:
“¡Pelonas! ¡Pelonas!”. Espectáculo dantesco. Preguntó en casa y obtuvo la
callada por respuesta.
Pensó que sería un fenómeno propio de su ciudad natal pero
con el tiempo descubrió que las pelonas fue un invento de la represión
franquista contras las mujeres de los republicanos. El pelado se inventó aquí,
el hacer beber aceite de ricino venía de Italia. Y parecido escarnio sufrirían
en Francia tras la
Liberación las mujeres novias de nazis.
Un episodio notable en la vida de Enrique González Duro fue
su intento de renovación del manicomio de Jaén. En 1981 fue llamado por la Diputación para dirigir
dicho establecimiento y en 1983 tras muchas y variadas peripecias que ha
contado por lo menudo en sus Memorias de
un manicomio fue despedido. Los políticos querían cambio pero no tanto
cambio y no ese cambio.
La charla que impartió en la Universidad de Jaén
duró poco más de hora y media, se me hizo corta. El contenido lo he desgranado
en otro lugar, yo, al menos, hubiera seguido allí las horas que hiciera falta.
Tocó tantos temas interesantes de los que habló con conocimiento de causa que
lamento haberlo conocido de forma tan breve y somera.
En su libro Los
psiquiatras de Franco. Los rojos no estaban locos además de explicar cómo
fue la lucha por el poder de los psiquiatras que quedaron adeptos al régimen
tras la catástrofe de 1936 a
1939, expone los intentos de llevar a cabo una “psiquiatría nacional” de los
prohombres de la disciplina entonces: López Ibor, Vallejo Nágera y Marco
Merenciano.
Las truculencias son muchas en esta historia. Abreviando,
consta que Marco Merenciano denunció a su maestro el sabio catedrático de la
universidad de Valencia Juan Peset y efectivamente consiguió que lo ejecutaran
en 1940. Merenciano ocupó su cátedra.
De acuerdo con la ideología franquista había que poner en
marcha una auténtica psiquiatría nacional, para ello los psiquiatras
mencionados contaban con una voluntad española, una tenacidad ignaciana y un
lenguaje español del alma. Los patrióticos médicos prescindían de ideas
extranjerizantes y disolventes del auténtico espíritu. Quisieron encontrar
términos de verdadera naturaleza hispánica, encontraron pocas y no pudieron ir
muy lejos con gana, desgana, gracia, desgracia….etc.
Muchos pacientes de la posguerra no querían o no podía
expresar su sufrimiento de guerra y posguerra, sobre todo si formaban parte de la España derrotada. De modo
que los psiquiatras se tenían que limitar a traducir concepciones extranjeras
sin reflexionar sobre lo observado, vivido y padecido en el solar patrio. De
usaban muchos textos traducidos de la psiquiatría alemana y todos los
practicantes de esta disciplina eran germanófilos.
La construcción de una psiquiatría nacional era poco menos
que imposible, partiendo de cero, sin metodología, sin investigación
rigurosamente científica. Se teorizaba mal. Hubo intentos de exhumar la obra de
Llull, Arnaldo de Vilanova, Luis Vives, Ignacio de Loyola…buscando los
fundamentos de una antropología hispánica. Pero no había seriedad en el
intento, puesto que se cerraba los ojos a la dura realidad del presente.
La contradicción estaba servida: se pretendía una ciencia
autóctona pero los españoles se limitaban a reflejar las teorías de sus colegas
alemanes de la época. Se traducían las obras con extensas introducciones de los
médicos españoles, que pretendían aclarar y corregir los “errores doctrinales”.
V. von Weizsäcker fue un psiquiatra admirado que defendía que el pecado podía
influir en determinadas enfermedades psíquicas. Tanto Marco Merenciano como
López Ibor se unieron a la explicación de la enfermedad psi en la “naturaleza
caída”, de ahí la conveniencia de que el psiquiatra fuera cristiano y católico.
Se habló de una psicoterapia nacional para convertir al
individuo enfermo y hacerlo apto para que la filosofía y la religión lo
encaminasen hacia superiores valores. Esta psicoterapia se presentaba como
alternativa al psicoanálisis, al que se estimaba sospechoso por “manosear la
cuestión del sexo a propósito de todo”. El pueblo español era católico en su
mayoría y no debía exponerse a esas desviaciones.
El psicoanálisis que daba importancia a las pulsiones
inconscientes era inasimilable por una psicoterapia nacional basada en el eje
diamantino del hombre español. López Ibor mantenía que el hombre español debía
olvidarse de sus pulsiones, de sus necesidades materiales e instintivas,
reprimiendo las fuerzas del inconsciente demoníacas y revolucionarias. El inconsciente
es inabordable por un psiquiatra del orden franquista.
Entre las terapias no freudianas admitidas estaban las de
Jung, Adler, Künkel, Allers…herejes del freudismo que habían desexualizado el
psicoanálisis.
El objetivo de las terapias de posguerra era adaptar el
individuo al orden social vigente. El psiquiatra Sarró fue el que más se empeñó
en una psicoterapia española. Se preguntaba ¿Cura la verdad o cura el amor
sobre sí mismo?La misión del médico era ayudar al enfermo en cuanto a su salud
no a la verdad. En los casos en los que la curación pudiera obtenerse mediante
pequeñas intervenciones psicoterapéuticas externas no había razón para llevar
más lejos el proceso de clarificación interna de la personalidad.
En los casos más graves había que ir más a fondo. “¿Hemos de
reconocernos como sexualidad, como ambición más o menos frustrada o como
cosmovisiones del arquetipo? ¿y por qué no como el camino del alma hacia Dios
del que nos aleja el pecado y nos acerca la gracia, o como cristiano que
necesariamente cae y se levanta ante la faz divina?”
La interpretación teológica era pues la más adecuada. El
sacerdote podía estar más capacitado que el médico, la psicoterapia española se
aproximaba peligrosamente a la “cura de almas”.
La cura psicoterapéutica tenía que dar al hombre enfermo una
dirección sana para su vida, por ello tenía que ver con la espiritualización,
con la elevación metafísica del hombre enfermo. Incluso durante la cura había
instantes de íntima comunión religiosa, el enfermo descubría la inmortalidad de
su alma, a imagen de las Siete moradas y el Camino de Perfección de santa
Teresa. El enfermo español aunque no fuera católico tenía que recurrir a un
facultativo católico, porque el español es religioso por definición y el médico
tenía una “gracia profesional”.
La psicología española fue adquiriendo tintes religiosos,
tratando de lograr la mayo compenetración religiosa e ideológica entre el
médico y el paciente que juntos debían buscar un mayor acercamiento a Dios. Era
preciso encontrar un lenguaje psiquiátrico nuevo, el “camino del ser”,
prescindiendo de la “transferencia freudiana”. Quisieron buscar la fuente española de la psiquiatría antes
del positivismo y hubo pocos hallazgos. El entusiasmo por la psicoterapia
nacional se fue apagando poco a poco.
Brillantez no faltó en la literatura psiquiátrica española
de la época, pero no fue operativa literatura. Todo se quedó en mera retórica
sin repercusión en la práctica clínica. La psiquiatría entonces dominante nunca
creyó que la psicoterapia curase. Si acaso la psicoterapia servía para
favorecer la captación de clientes, al que había que dejar satisfecho en su
“transacción” con el médico, lo que por supuesto no era preciso con los
pacientes de la beneficencia que poblaban los manicomios en manos de las
Diputaciones provinciales.
En la consulta privada hacía falta cierta psicoterapia para
explicarle al paciente sus padecimientos, no hacía falta que la explicación
fuera verdadera. Incluso una vez “curado” el paciente necesitaba que el médico
le orientara en su futuro. Es decir, que el paciente tenía que volver con más
frecuencia a la consulta. Igual que cuando se padece una enfermedad crónica o
incurable, así el enfermo se concienciaba de su situación vital, aceptaba su
destino y soltaba la pasta. En este sentido cualquier psicoterapia valía, desde
la persuasión, la sugestión o la “palmadita en la espalda”. La auténtica
intimidad del enfermo permanecía incognoscible e inalterada. Bastaba una buena
placa en el portal y un buen caché para que el médico se ganara la confianza
del paciente por su prestigio.
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