jueves, 14 de abril de 2016

Apología del recogimiento


Todos los excesos son malos. Vivimos en mitad de una utopía de la comunicación, o de una "comunicracia". Sociedad del espectáculo incesante; parece que estemos obligados por imperativo mediático al infierno de los otros, incesantemente. Pero los otros no inquietan demasiado, no amenazan con su presencia real, porque no se ofrecen ya aquí en persona, en cuerpo y alma, sino virtualmente, en imagen, como fantasmas. 

Oír, ver, salir, entrar, participar, vender, comprar, tratar, reunirse, entre el ruido y el humo, con sombras... Vivimos en una sociedad que prolonga la niñez, una sociedad adolescente en la que nadie sabe estar quieto ni solo, consigo mismo, entretenido en sentir sencillamente el rumor de sus propios pensamientos. 

¿Protesta usted? ¿Dice que sabe recogerse? ¿Tal vez una vez al año en un guión de Semana Santa? ¿En una estación de penitencia? ¿Sigue usted el paso del padre, del hermano? Pero si suena la radio, no vale, ya no está solo; si suena la televisión, tampoco; si lee el periódico, ha sido congregado por una corriente de opinión, forma parte de un cardumen virtual, viaja en un rebaño etéreo, en una nave multitudinaria. 

Somos mucho más gregarios de lo que nos hacen creer. La identidad es un nudo de relaciones sociales, forma parte de ese imaginario, el de la personalidad, la creencia de que somos muy especiales si nos compramos un pantalón que se compran millones o nos teñimos el pelo de rubio nórdico o nos tuneamos la piel con un tatuaje. Pero la verdadera originalidad es hija del recogimiento, la verdadera libertad es hija de la soledad. 

Montaigne recomendaba ese retiro, el abandono de los ruidos de la corte. Él mismo lo escogió siempre que pudo. Mejor estar solo que mal acompañado. Pascal decía que un hombre educado es aquel capaz de estar solo en una habitación sin aburrirse. El maestro Thomas en su Historia de las mujeres nos recuerda modos muy particulares de desbaratar el tiempo, que se extendían como la peste en el París del XVIII. Son extrapolables a nuestro tiempo, la edad del "look": la afeminada ocupación en aliños y composturas, el desenfrenado deseo de agradar y parecer bien a cualquier precio, incluso si nos jugamos la salud en un quirófano... 


Lo de la anorexia no es ninguna broma; Ally Mcbeal lució hace veinte años como modelo de la joven y brillante neurótica, auténticamente sola, en edad de criar, pero estéril y siempre rodeada de neuróticos: todo se le va en poses o -como se dice ahora-, todo se le va en "postureo", pero nunca consigue quedar bien ni acumular carnes de mujer o auténticos afectos, o sea, ¡sin boca humana que llevarse al pecho! 

¡Qué desolación más acompañada, como la del loco, oculta tras un nick en las redes sociales! El abuso de la comunicación virtual, vicaria, produce una incomunicación personal profunda, o tal vez sea resultado y paliativo de esta. Las camas separadas ya fueron su anticipo protestante. Ahora es el momento de los monitores separados. Un telemando para cada individuo, un espejo para cada narciso. Nada de tocarse, nada de olerse, mucha asepsia y mucho desodorante. 

Un pueblo donde el espíritu de sociedad es tan excesivo, tan extremado, se olvida de la vida casera y tiene amortiguados todos aquellos afectos de la naturaleza que se engendran en la vida privada, y se van criando en el sosiego del silencio. 

Estamos llegando a la locura de desterrar la fidelidad conyugal a los hogares de los labradores, los sacrificios de la amistad (verdadera vocación del amor) se reservan a la gente sencilla y de buen natural, incluso el entusiasmo del amartelamiento que produce frutos va siendo emoción rara y mal vista, al lado del "sexo frío", con fecha de vencimiento. 

El encuentro fácil, la satisfacción inmediata (como un rasca de la Once, ilusión-desilusión instantáneas), matan el entusiasmo, pues el entusiasmo es esa fantasía fogosa que cría los objetos, y necesita la constancia de ese tónico de la voluntad que es la ilusión del viaje, mejor que la satisfacción del destino. Ilusión y fantasía son frágiles plantas que crecen en la íntima soledad del invernadero del alma. 

Los sexos se ven y sienten tanto mejor, en el sentido superficial de la sensibilidad, cuanto menos se estiman. Todo se reduce a formalidades y pura exterioridad. Un corazón fementido se deshace en cumplimientos de semanaversarios y expresiones, en breves llamadas de atención, links que no son ni verdaderos vínculos ni enlaces firmes ni anclas seguras. Al paso que aumenta la falsedad recíproca, será preciso cada vez afectar más y más. 

Así nos volvemos personas, consumidores de electrones. Va a ser muy difícil que volvamos al tenor de las buenas costumbres. La excelencia es superior a los placeres, especialmente por lo que mira a la dignidad y hasta a la felicidad humana, pero es difícil que esto sea reconocido en una iconoesfera dominada por la Internacional Publicitaria, provocadora de angustia, estrés, ansiedad perpetua, movimiento de carrusel hacia ninguna parte... 

¡Cuán dulce sería la vida quieta y sosegada, que no afecta cosa alguna ni se ostenta como espectáculo de liviandad y locura! Digna es de preferirse la vida en que se goza de la amistad honesta y de los simples dones de la naturaleza, a esta vida inquieta y bulliciosa donde incesantemente se corre tras un afecto novedoso cuya profundidad no se explora nunca, bajo la compulsión de un distópico orgasmo cósmico que se escapa cada vez. Quizá sería menos activa la sociedad, pero también sería más dulce la vida interior, y sin tantos sinsabores. 

1 comentario:

  1. Muy acertado tu diagnóstico, Jose.

    Sintonizo con tu nostalgia: instantaneidad, exterioridad, bullicio, narcisismo... ¿Que espacio queda para el cultivo de esa cosa ya antiticuada que solíamos llamar "el alma"?

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