David Hume me ha parecido siempre un filósofo excelente, y no sólo porque despertara a Kant del sueño de la razón dogmática. Era un tipo simpático, gran conversador, extraordinariamente culto e inteligente, pero su fama de ateo le impidió ingresar en la universidad. No fue ateo, sino escéptico. Se comportó como un magnífico anfitrión de Rousseau cuando este viajó a la Gran Bretaña, y el suizo le pagó con reproches de paranoico. Su gran amigo Adam Smith, con el que cruzó cartas memorables, gozó de mejor gloria en vida que él, y no tuvo que ganarse el sustento como Hume, de bibliotecario y mercenario de la historiografía.
Aunque su exagerado empirismo le llevó al absurdo de negar el valor cognitivo de los saberes narrativos, poéticos o artísticos, su descubrimiento de lo mucho que debe nuestra idea de Dios al funcionamiento de nuestra mente, o de lo mucho que debe la idea del yo a la imaginación, igual que su conclusión de que nuestras certezas científicas están en deuda con nuestros hábitos y creencias; o su descalificación del dogmatismo, pues nuestro conocimiento sobre la naturaleza es sólo probable, dado que los mismos acontecimientos naturales no son necesarios, sino contingentes...; y en fin, su fino análisis de los sentimientos y pasiones del alma, a los que concede una importancia capital en la moral (emotivismo)..., todas estas ideas, y algunas más, me fascinaron hace más de treinta años y aún hoy siguen estimulando mi reflexión.
Monumento a Hume en Edimburgo |
Por eso peregriné en Edimburgo buscando su tumba, que no hallé. Me indignó que los curas de las iglesias de Edimburgo a los que interrogué ni siquiera le conociesen. Años después, mi hijo Antonio José me hizo el favor de cumplir por mí con este precepto de honrar a los muertos (y a su padre humeófilo) e hizo las fotografías que ilustran esta entrada.
Por lo menos me traje en aquella ocasión de Edimburgo un ejemplar de sus Selected Essays (Oxford 1993), y sus Enquiries concerning the Human Understanding and concerning the Principles of Morals, un ejemplar de segunda mano, con exlibris manuscrito de Jan A. Sinclair (November 1959) en el libro salido de las prensas oxonienses, a parte de algunos discretos subrayados, el tomo no escondía por desgracia ninguna carta de amor.
Años después, y por mantener mi competencia in English, me propuse traducir uno de sus ensayos, y no sé por qué me dio por On suicide. No estaba deprimido, ni mucho menos. Lo traduje para la revista digital Casinada, editada por mi buen amigo Carlos Salinas en formato texto para que sus contenidos tuvieran fácil difusión en los países menos adelantados informáticamente.
Antojo delante del mausoleo de David Hume |
Me ha parecido adecuado revisar aquella traducción y publicarla aquí para el público curioso. Como buen ilustrado, Hume ataca la superstición y ensaya probar que el suicidio no contraviene ni nuestros deberes para con Dios ni para con el prójimo. No deja de ser curioso que para ello eche mano del concepto de Dios como Providencia Omnipotente. Incluso acaba afirmando en nota que el suicidio no es necesariamente contrario al deber cristiano.
Sobre el
suicidio (*)
David Hume (1711-1776)
Traducción directa del inglés por J. Biedma L.
para Casinada-Filosofía
De la filosofía proviene una considerable ventaja, consiste en que
proporciona un soberano antídoto para enfrentar la superstición y la falsa
religión. Los otros remedios contra ese mal pestilente son vanos, o por lo
menos inciertos. El llano buen sentido y las costumbres del mundo, que por sí
solos sirven estupendamente a los propósitos de la vida, resultan aquí
ineficaces: la historia, tan buena como la experiencia diaria, proporcionan
ejemplos de hombres dotados con la más vigorosa capacidad para la empresa y los
negocios que tienen toda su vida encogida bajo la esclavitud de la más grotesca
superstición. La alegría y dulzura del temperamento, que ofrecen un bálsamo
para todas las demás heridas, no infunden ningún remedio para veneno tan
violento, como podemos observar particularmente respecto al bello sexo, el
cual, aun comúnmente en posesión de espléndidos regalos de la naturaleza, siente
arruinados muchos de sus encantos por esta inoportuna intrusa. Pero cuando la
razonable filosofía ha tomado por una
vez posesión de la mente, la superstición se excluye eficazmente; se puede
afirmar justamente que su triunfo sobre esta enemiga es más completo que sobre
la mayor parte de los vicios e imperfecciones que afectan a la naturaleza
humana. El amor o la ira, la ambición o la avaricia, tienen su raíz en el
temperamento y los afectos, y la más correcta razón es siempre insuficiente
para enmendarlos completamente; pero la superstición, fundada sobre la falsa
opinión, debe desvanecerse inmediatamente cuando la filosofía verdadera ha
inspirado sentimientos más justos de poderes superiores. La contienda entre la
destemplanza y la medicina es aquí más equilibrada; y nada puede impedir que la
última se compruebe eficaz, a menos que sea falsa y sofisticada.
Sería superfluo
magnificar aquí los méritos de la Filosofía mostrando la tendencia perniciosa
de ese vicio que cura a la mente humana. El hombre supersticioso, dice Cicerón
(**), se muestra miserable en cualquier
escenario, en cada incidente de su vida. Hasta el propio sueño, que destierra
toda preocupación de los desgraciados mortales, le proporciona a él materia
para nuevos terrores, mientras examina sus pesadillas y encuentra en esas
visiones pronósticos sombríos de calamidades futuras. Puedo añadir que aunque
sólo la muerte puede poner punto y final a su miseria, no se arriesga a volar a
este refugio, sino que todavía prolonga una existencia lamentable ante el vano
temor de que ofenda a su hacedor, por usar el poder con que ese ser benefactor
le ha dotado. Los regalos de Dios y la Naturaleza nos son robados por este
enemigo cruel; y a pesar de que una sola pisada nos alejaría de las regiones de
la pena y el lamento, la amenaza todavía con encadenarnos bajo un ser odioso,
que ella misma contribuye sobre todo a volver miserable. Se ha observado a
propósito de éstos que han sido reducidos por las calamidades de la vida a la
necesidad de emplear dicho remedio fatal, que si el inoportuno cuidado de sus
amigos les priva de esta clase de muerte que se propusieron para sí mismos,
ellos rara vez se atreven a intentarlo de nuevo, a no ser que puedan cobrar
tanta resolución la segunda vez, como para ejecutar su propósito. Tan grande es
nuestro horror a la muerte, que cuando se presenta bajo cualquier forma cerca
de ese hombre que ha intentado conformar su imaginación a ella, adquiere nuevos
terrores, y así doblega su débil coraje: pero cuando las amenazas de la superstición
son añadidas a esta natural timidez, ningún milagro priva por completo a los
hombres de un completo poder sobre sus vidas, puesto que también muchos
placeres y disfrutes, a los que somos arrastrados por una fuerte propensión,
nos son arrancados por esta tirana inhumana. Esforcémonos aquí por devolver a
los hombres su libertad innata, examinando todo los argumentos comunes contra
el Suicidio, y mostrando que esta acción puede estar libre de toda imputación
de culpabilidad o pecado, de acuerdo con los sentimientos de todos los antiguos
filósofos.
Si el suicidio es un crimen, debe ser una transgresión de
nuestro deber para con Dios o para con nuestro prójimo, o para con nosotros
mismos.
Para probar que el
Suicidio no es una transgresión de nuestro deber para con Dios, pueden quizás
bastar las consideraciones siguientes. En orden al gobierno del mundo material,
el creador omnipotente ha establecido leyes generales e inmutables, por las
cuales todos los cuerpos, desde los planetas mayores a las diminutas partículas
de materia, son mantenidos en su propia esfera y función. Para gobernar el
mundo animal, ha dotado a todas las criaturas vivientes con poderes corporales
y mentales; con sentidos, pasiones, apetitos, memoria y juicio, gracias a los
cuales ellos se impulsan y regulan en el curso de la vida para la que han sido
destinados. Estos dos principios diferentes del mundo material y animal
continuamente se invaden el uno al otro, y mutuamente entorpecen o estimulan
cada una de las operaciones del otro. Las capacidades de los hombres y del
resto de los animales son reprimidas y dirigidas por la naturaleza y cualidades
de los cuerpos circundantes; y las modificaciones y acciones de estos cuerpos
son incesantemente alteradas por las operaciones del conjunto de los animales.
El hombre es detenido por los ríos a su paso por la superficie de la tierra; y
los ríos, cuando son adecuadamente dirigidos, prestan su fuerza al movimiento
de las máquinas, que sirven a los usos del hombre. Pero aunque las esferas de las
facultades material y animal no se mantienen completamente separadas, ninguna
discordia o desorden resulta de ello en la creación; por el contrario, de esta
mezcla, unión, y contraste de todos los varios poderes de los cuerpos
inanimados y de las criaturas vivientes, deriva esa sorprendente armonía y
proporción, que proporciona el más seguro argumento de la suprema sabiduría.
La providencia de la
deidad no aparece inmediatamente en ninguna operación, sino que rige todas las
cosas a través de leyes generales e inmutables que han sido establecidas desde
el origen del tiempo. En cierto sentido, todos los acontecimientos pueden ser
declarados acción de la omnipotencia; pues todos proceden de los poderes con
que ha dotado a sus criaturas. Una casa que cae por su propio peso no se
arruina por su providencia más que una destruida por las manos de los hombres;
las facultades humanas no son menos artificios suyos que las leyes del
movimiento o la gravitación. Cuando las pasiones entran en juego, cuando el
juicio manda, cuando los miembros obedecen; todo esto es obra de Dios; tanto
sobre estos principios animados, como también sobre los inanimados, ha
establecido el gobierno del universo.
Cada acontecimiento es
igual de importante a los ojos de este Ser infinito, que abarca de un vistazo
las más distantes regiones del espacio y los más remotos periodos del tiempo.
No hay ningún acontecimiento, por importante que sea para nosotros, que haya
eximido de cumplir las leyes generales que gobiernan el universo, o que haya
reservado especialmente para su propia intervención o acción inmediata. La revolución de los estados e imperios está
determinada por los menores caprichos o pasiones de hombres particulares; y las
vidas de los hombres son acortadas o alargadas por los más diminutos accidentes
del aire o la dieta, el sol o la tempestad. La naturaleza todavía desarrolla su
progreso y obra; y si las leyes generales son todavía alteradas por voliciones
especiales de la divinidad, esto sucede de manera que escapa completamente a la
observación humana. Así que, por una parte los elementos, y por otra las partes
inanimadas de la creación, siguen adelante con sus acciones sin cuidarse del
interés particular y la situación de los hombres; por eso los hombres son
instruidos para ejercer su propio juicio y discreción en sus choques con la
materia, y pueden emplear todas las facultades con que ellos están dotados, en
orden a proveer lo necesario para su tranquilidad, felicidad o preservación.
¿Cuál es el significado
de ese principio, supuesto ese hombre que, cansado de la vida y cazado por la
pena y la miseria, supera bravamente todas los terrores naturales de la muerte
y provoca su salida de este escenario cruel?; ¿acaso ese tal hombre -me
pregunto- ha incurrido en la indignación de su creador por usurpar el oficio de
la divina providencia y perturbar el orden del universo? ¿Afirmaremos que la
Omnipotencia se ha reservado para sí, de cualquier manera peculiar, el derecho
a disponer de las vidas humanas y no ha sometido ese acontecimiento, como ha
hecho con otros, a las leyes generales por las que el universo es gobernado?
Esto es evidentemente falso: la vida de los hombres depende de las mismas leyes
que las vidas del resto de los animales; y están sujetas a las leyes generales
de la materia y el movimiento. La caída de una torre o la ingestión de un
veneno igualmente destrozarán a un hombre que a la más humilde de las
criaturas; una inundación arrastrará a toda cosa sin distinción que se ponga
bajo el alcance de su furia. Si por consiguiente y desde siempre las vidas de
los hombres son dependientes de las leyes generales de la materia y el
movimiento, ¿consideraremos criminal que un hombre disponga de su vida porque
sea en todos los casos un crimen pasar los límites de estas leyes o alterar sus
operaciones? Esto parece absurdo: todos los animales aprenden a desarrollar
prudencia y habilidad en su conducta en el mundo; y tienen perfecta autoridad
para alterar todas las operaciones de la naturaleza, tan lejos como sus poderes
se lo permitan. Sin este ejercicio de su autoridad no sobrevivirían ni un
momento; cada acción, cada movimiento de un hombre, innova en el orden de
algunas partes de la materia, y desvía de su curso ordinario las leyes
generales del movimiento. Por consiguiente, y poniendo juntas estas
conclusiones, hallamos que la vida
humana depende de las leyes generales de la materia y el movimiento, y que no es ninguna usurpación del oficio
de la providencia perturbar o alterar estas leyes generales: en consecuencia
¿no tiene cada cual el libre derecho a disponer de su propia vida? ¿Y no puede
legítimamente emplear este poder con que la naturaleza le ha dotado?
Si quisiéramos destruir
la evidencia de esta conclusión, tendríamos que mostrar una razón por la que este caso particular sea excepción. ¿Será
porque la vida humana tenga tan gran valor, que es una presunción de la prudencia
humana disponer de ella? Sin embargo, la vida de un hombre tiene tanto valor
para el universo como la de una ostra: y si fuese de tan gran importancia, lo
cierto es que el orden de la naturaleza humana la ha sometido actualmente a
nuestra discreción, y nos impone, en cada incidente, la necesidad de determinar
todo lo que a ella se refiere.
Si todo el derecho a
disponer de la vida humana estuviera reservado al especial dominio de la
Omnipotencia, sería una usurpación de su derecho que los hombres dispusieran de
sus propias vidas, pero entonces sería igualmente criminal actuar a favor de la
preservación de la vida como para su destrucción. Si aparto una piedra que cae
sobre mi cabeza, perturbo el curso de la naturaleza; invado el ámbito
particular de la Omnipotencia, alargando mi vida más allá del periodo que, por
las leyes generales de la materia y el movimiento, se le ha asignado.
Un pelo, una mosca, un insecto,
son capaces de destruir a este "poderoso" ser cuya vida es tan
importante. ¿Acaso es un absurdo suponer que la discreción del hombre pueda
disponer con todo derecho de aquello que depende de tan insignificantes causas?
A mi juicio, si pudiera
llevar a efecto tales propósitos, no
sería ningún crimen desviar de sus cursos al Nilo o al Danubio. ¡Dónde está
entonces el crimen de sacar unos cuantos gramos de sangre de sus canales
naturales!
¿Imaginas que me quejara
a la Providencia o maldijera mi creación porque abandono la vida y asigno
límite temporal a un ser que, de continuar existiendo, me volvería desgraciado?
Tales sentimientos están muy lejos de mí. Simplemente estoy convencido de una
cuestión de hecho que cualquiera puede aceptar como posible, que la vida humana
puede ser infeliz; y que mi existencia, si se prolonga demasiado, llegará a
serlo inevitablemente: pero doy gracias a la providencia, tanto por el bien del
que ya he disfrutado, como por el poder con que he sido dotado de escapar de
los males que me amenazan (***). Esto mismo lo endosa como queja a la
providencia quien neciamente imagina que no posee ningún poder de este tipo; y
quien debe todavía prolongar una vida odiosa, cargada de pena y enfermedad, de
indignidad y miseria.
¿No se enseña que cuando
cualquier mal se abate sobre mí, aunque lo haga por la malicia de mis enemigos,
debo resignarme a la providencia; y que las acciones de los hombres son
operaciones de la Omnipotencia, igual que las acciones de los seres inanimados?
Por consiguiente, cuando caigo por mi propia espada, recibo igualmente mi
muerte de manos de la deidad, igual que si hubiera procedido de un león, de un
precipicio o de una calentura.
La sumisión que se
requiere respecto de la providencia, en cada calamidad que me aqueja, no
excluye la técnica y la industria humana, si posiblemente por sus medios puedo
evitar o escapar de la calamidad. ¿Por qué entonces no puedo emplear un remedio
tan bien como empleo cualquier otro?
¡Es una
especie de blasfemia imaginar que cualquier ser creado puede perturbar el orden
del mundo o invadir las atribuciones de la providencia! Sería como suponer que
ese ser poseyera poderes y facultades que no recibió de su creador, y que no
están subordinadas a su gobierno y autoridad. No cabe duda que un hombre puede
perturbar la sociedad y disgustar así al Todopoderoso: pero el gobierno del
mundo está más allá de su alcance y completamente a salvo de nuestra violencia.
¿Cómo se muestra que el Todopoderoso se disgusta con estas acciones que perturban
la sociedad? Pues por los principios que ha implantado en la naturaleza humana,
y que nos inspiran un sentimiento de remordimiento si nosotros mismos hemos
sido culpables de tales acciones, y con censura y desaprobación, siempre que
las observamos en otros. Examinemos ahora, de acuerdo con el método propuesto, si
el suicidio es de esta clase de acciones, y si supone un quebranto de nuestros
deberes para con el prójimo y con la
sociedad.
Un hombre que abandona
voluntariamente la vida no causa el menor perjuicio a la sociedad: sólo cesa de
hacer el bien; con lo cual, si esto es una injuria, es de tipo menor.
Todas nuestras
obligaciones de hacer el bien a la sociedad parecen comportar algo recíproco.
Recibo beneficios de la sociedad, y por eso debo promover sus intereses; pero
cuando la abandono definitivamente, ¿puede mantenerse el compromiso?
Incluso admitiendo que
nuestras obligaciones de hacer el bien sean perpetuas, tendrían ciertamente
algunas limitaciones; no puedo estar obligado a hacer un bien a la sociedad a
cambio de un gran daño para mí mismo: ¿Por qué prolongaría una existencia
miserable, sólo porque el público tal vez pudiera recibir con ello de mí una
ligera ventaja? Si por causa de la edad y las enfermedades, puedo legalmente
jubilarme de cualquier oficio y emplear todo el resto de mi tiempo en combatir
esas calamidades, y aliviar en lo posible las miserias de mi vida futura; ¿por qué
no puedo acortar estas miserias de una vez mediante una acción que en nada
perjudica a la sociedad?
Pero supóngase que no
tengo ya más poder para promover el interés público; supóngase que más bien soy
una carga para la sociedad; supóngase que mi vida impide que otra persona sea
mucho más útil a la sociedad: en tal caso, mi renuncia a la vida no sólo debe
ser inocente, sino laudable. Y la mayoría de la gente que cae en la tentación
de abandonar la existencia suele estar en parecida situación; quienes tienen
salud, poder o autoridad, tienen normalmente excelentes motivos para acomodarse
al mundo.
Un hombre participa en
una conspiración por el interés público; es prendido bajo sospecha; se le
amenaza con la tortura; y conoce por su propia
debilidad que le harán cantar el secreto: ¿podría el tal servir mejor el
interés público, que poniendo fin inmediato a su desgraciada vida? Fue el caso
del famoso y bravo Strozzi de Florencia.
Supóngase de nuevo que
un malhechor es condenado justamente a una muerte vergonzosa; ¿podemos imaginar
alguna razón por la que no pueda anticipar su castigo, y salvarse a sí mismo de
la angustia de pensar en su terrible proximidad? Con ello conculca las
prerrogativas de la Providencia no más que el magistrado que ordenó su
ejecución; y su muerte voluntaria es igualmente ventajosa para la sociedad, por
librarle de un miembro pernicioso.
No hay duda de que el
suicidio puede ser congruente con el interés y con nuestros deberes para nosotros mismos, si se admite que la
edad, la enfermedad o la desgracia pueden hacer de la vida un insoportable
fardo y volverla peor aún que la aniquilación. Creo que no hay hombre que renunciase
a la vida mientras ésta mereció conservarse. Es tal nuestro natural horror a la
muerte, que unos pequeños motivos nunca podrán hacérnosla simpática; y aunque
quizá la situación de la salud de un hombre o de su fortuna no pareciesen
requerir este remedio, podemos estar seguros al menos, de que cualquiera que,
sin aparente razón, haya recurrido a él, tuvo que padecer una incurable
depravación o una tristeza de temperamento tan grandes, que debieron
envenenarle todo disfrute, y volverle tan desdichado como si hubiera tenido que
cargar con la más pesada desgracia.
Si se supone que el
suicidio es un crimen, sólo la cobardía puede empujarnos a él. Pero si no es un
crimen, tanto la prudencia como el valor podrían llevarnos a librarnos por
nosotros mismos y de una vez de la existencia cuando llega a ser una carga.
Entonces es el único camino por el que podemos ser útiles a la sociedad, dando
un ejemplo que, si fuera imitado, preservaría para cada uno su oportunidad de
ser feliz en la vida, mientras le libraría eficazmente de todo peligro o
miseria (#).
(#) Nota original de Hume:
Sería fácil probar que
el suicidio puede estar tan justificado bajo el cristianismo como lo estuvo
para los paganos. No hay un sólo texto de la escritura que lo prohíba. Esa gran
e infalible regla de fe y práctica, que debe controlar toda filosofía y
razonamiento humano, nos ha dejado sobre este particular naturalmente libres.
En la escritura se nos recomienda, es cierto, la resignación a la providencia;
pero eso significa solamente sumisión a
los males inevitables, no a los que pueden remediarse mediante la
prudencia y el coraje. No matarás es
un mandamiento destinado obviamente a excluir el asesinato de otros, sobre cuya
vida no tenemos ninguna autoridad. Que este precepto, como la mayoría de los
preceptos de la escritura, deba ser modificado por la razón y el sentido común,
es evidente en la práctica de los jueces, quienes castigan a los criminales con
la pena capital, a pesar de la letra de la ley. Pero aún en el caso de que este
mandamiento se refiera también al suicidio, carecería de autoridad ahora.
Porque toda la ley de Moisés ha sido abolida, excepto aquello en que se refiere
a la Ley Natural; y ya hemos procurado probar, que el suicidio no está prohibido
por dicha ley. En todo caso, cristianos y paganos parten del mismo fundamento;
Catón y Bruto, Arria y Porcia actuaron heroicamente; aquellos que ahora imitan
su ejemplo deben recibir las mismas alabanzas de la posteridad. Suicidarse es
considerado por Plinio como un poder en que los hombres aventajan a los mismos
dioses:
«Deus non sibi
potest mortem consciscere, si velit, quod homini dedit optimum in tantis vitae
poenis».
[Dios no podría darse
muerte a sí mismo, aunque quisiera, privilegio que concedió al hombre entre
tantos sufrimientos de la vida].
FIN de SOBRE EL SUICIDIO de DAVID HUME.
Traducción directa del
inglés por José Biedma L.
para Casinada-Filosofía.
Notas del traductor:
(*) Si bien 'Sobre el suicidio'
y 'De la inmortalidad del alma' fueron
probablemente escritos hacia 1755, la perspectiva de una condena eclesiástica y
la posible persecución indujeron a Hume a evitar su publicación. Por eso vieron
la luz póstumamente en 1777, bajo el título: Dos ensayos. Traducimos On
Suicide sobre la edición de Stephen Copley y
Andrew Edgar (Oxford, New York, 1993).
(**) Sobre la adivinación, 2.72
(150).
(***) "ills that threaten me". Séneca, Epístolas, 12, 'Sobre la vejez', § 10: 'Y demos gracias a Dios
porque ningún hombre puede ser mantenido con vida'.
Curioso las razones del escéptico Hume para quitarse la vida
ResponderEliminarel suicidio me sigue pareciendo inhumano y cruel.
He sabido
de suicidios reales de personas relativamente jóvenes y en ningún caso estoy segura habían seguido estos razonamientos,
el suicidio en general cuando se produce en lo que se me alcanza y salvo que uno sea Séneca o Marco Aurelio, condición nada corriente, es fruto de la desesperación y el abandono.
Habría que releer también a Durkheim sobre el suicidio.
No es lo mismo hablar del suicidio en abstracto que del suicidio vivido, una vez más.
Más allá de los méritos de tu traducción, estimado José, y del interés histórico que pueda tener ese texto, estoy de acuerdo con Ana.
ResponderEliminarEn lo personal las argumentaciones de Hume ahí me huelen a sofística. En en el sentido que la palabra tenía para los platónicos: un discurso inauténtico que quiere pasar por verdadero; como un oropel que llama la atención y seduce pero mirado de cerca resulta no ser oro sino hojalata.
Gracias por vuestros comentarios, Ana, Max. A mí el texto de Hume me parece un canto a la libertad y a la rebeldía frente a un Universo al que el dolor de un hombre y su vida le importa tanto como la vida de una ostra. Si la existencia me resulta insoportable, ¡que le den por saco a la existencia! Veo algo grande, diría que divino, en tal renuncia.
ResponderEliminarGracias a ti José, y a Ana, por sostener este espacio. Pues aquí podemos distentir sin dejar de escucharnos. Hay algo orteguiano en eso: una suerte de "perspectivismo" gracias al cual se hace posible el diálogo entre personas con visiones a veces cercanas y otras veces totalmente divergentes.
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