domingo, 5 de abril de 2015

EL PESO DE UNA VIDA

Me han llegado hondo todos los artículos del libro “El peso de una vida” de Bruno Bettelheim, psicoanalista, fallecido por suicidio en 1990 a los 87 años de edad.

Hay que destacar que el libro citado se abre con un capítulo titulado “La Viena de Freud” en la que se exponen de manera brillante las circunstancias históricas que rodearon el nacimiento del psicoanálisis. Todo esto me ha resultado de gran interés, puesto que es un contrapunto a la crítica feroz deMichel Onfray a la escuela psicoanalítica, al fundador de la misma y a sus excesos.

Bruno Bettelheim

Nacido en Viena Bettelheim explica en "El peso de una vida" la extraña manera cómo llegó al psicoanálisis, pensaba que otro estudiante le estaba intentando quitar la novia deslumbrándola con su discurso a propósito del recién nacido saber psicológico. Se propuso saber tanto como su rival, para ello adquirió las obras de Freud asequibles a su economía: “Psicopatología de la vida cotidiana”, “Inteligencia y subconsciente” y los ensayos sobre Moisés y Leonardo. Fue un error pensar que la chica estaba interesada en el otro muchacho,  y por otra parte poco después Bruno Bettelheim dejó esa relación. Sin embargo la semilla de su interés estaba echada.

Tiempo después, tras haber hecho estudios de germanística en la universidad de su ciudad natal, no sabía muy bien qué hacer con su vida. La insatisfacción, el sentimiento de inferioridad, la depresión sin motivo concreto, y al final una crisis matrimonial le llevaron a pensar que quizás sería buena idea descubrir qué podía hacer el psicoanálisis por él.

Fue a ver al doctor Sterba y en la primera cita tuvieron la charla de rigor: duración de las sesiones, precio…etc. Le agrado que el psicoanalista no pretendiera tener con él una relación médico-paciente, en el sentido de que él poseyera un saber superior. A sus preguntas sobre si el psicoanálisis le ayudaría Sterba le respondió que en aquel  momento no tenía ni idea y que lo descubriría a la vez que Bruno Bettelheim.

En este punto hay ya una crítica a una degeneración de los psicoanalistas actuales, dan la impresión a sus pacientes de poseer un conocimiento superior e incluso se permiten hacer promesas de curación. Pero Sterba le dejo bien claro que el psicoanálisis no era algo que el psicoanalista pudiera hacer “por” y “para” el paciente, sino que se trataba de una tarea conjunta, eran dos seres humanos a punto de embarcarse en una tarea conjunta que sería de gran y común interés.

Antes de seguir adelante, me ha parecido que estos propósitos sirven para cualquier labor “psicológica” de “ayuda” a una persona en cualquier trance vital grande, pequeño o mediano. Lo que Bettelheim afirma del psicoanálisis y su práctica lo veo aplicable a cualquier otra “terapia” de tipo psicológico. Por eso me ha resultado tan impactante este libro.

El psicoanalista tenía un conocimiento de la literatura freudiana que el paciente en ese momento no tenía, además tenía experiencia. Pero eran iguales en el esfuerzo por aprender cosas significativas sobre el paciente. Así alivió la ansiedad por lo que esas cosas pudieran hacerle y por no tener poder para modificarlas o evitarlas.

No piensa el autor de estas páginas que los psicoanalistas actuales carezcan de decencia y se aprovechen de la gente. Pero la institucionalización como una especialidad altamente cualificada y la formación cada vez más compleja que se exige han dado lugar a desviaciones con respecto a esa vivencia primera de esta terapia.

En aquellos tiempos, años 20, muchos psicoanalistas eran médicos y usaban sus domicilios como consulta y sala de espera de sus pacientes. La consulta formaba parte de su hogar, no era un lugar frío y aséptico. La mujer del doctor Sterba pscoanalizaba niños, de manera que los clientes de ambos solían coincidir en la sala de espera. De ese modo como ocurrió un hecho determinante en la vida de Bettelheim y que me ha llamado poderosamente la atención.

La doctora Sterba trataba a un niño psicótico, Johnny. Entonces su trastorno no tenía nombre y simplemente se les consideraba niños anormales. Tenía un comportamiento introvertido y excéntrico que no invitaba a charlar con él. Bruno intentaba a pesara de todo dirigirle alguna palabra amable y el chico contestaba con un monosílabo.
 
En el alféizar de la ventana había unos cactus en pequeños tiestos. Johnny tenía la costumbre de arrancar una de las hojas afiladas, metérsela en la boca y masticarla. Las espinas debían herirle labios, encías y lengua. A veces sangraba. Durante mucho tiempo a pesar del desconcierto Bruno no reaccionó. Pero un día cuando llevaba unos dos años de análisis exclamó: “Johny, no sé cuanto tiempo llevas visitando al doctor, al menos dos años, te conozco desde entonces, y aún masticas esas horribles hojas.”

El niño pareció de pronto crecer en estatura y dijo con desdén: “¿Qué son dos años comparados con la eternidad?” Era la primera vez que pronunciaba una frase completa y Bruno quedó atónito.

Y cuando entró en la consulta y se tendió en el diván comprendió que el comentario que le había hecho al chico no estaba motivado por un sentimiento altruista provocado por el dolor que se autoinflingía. El comentario sólo le atañía a él mismo. Llevaba tiempo preguntándose si el análisis le estaba sirviendo de algo. Debido a esa preocupación al ver a Johnny masticar las hojas del cactus se preguntó si el análisis le hacía bien al muchacho y por extensión si el psicoanálisis le hacía algún bien a alguien.
 
De manera inconsciente había esperado que la respuesta le revelara que los dos estaban perdiendo el tiempo o le convenciera de que aunque no me diera cuenta le estaba sirviendo a él y a mí. No podía quitarse de la cabeza el comentario del chico, en parte por el sentimiento de culpabilidad por pretender interesarse por él cuando en realidad le estaba intentando utilizar para resolver un problema acuciante que le agobiaba.

Esta reacción de reprochar a otro u ofrecer a otro ayuda me ha hecho pensar que es más frecuente de lo que parece. Cuantas veces al preguntar “¿te ayudo?” en realidad estamos pidiendo ayuda, o manifestando que somos nosotros los que adoptamos una falsa superioridad ante el otro, al que miramos por encima del hombro, para ocultar nuestra propia indigencia.

Además la amplitud de la lección que Bruno Bettelheim sacó de este suceso me ha convencido de que el “arte de la psicología” estaba en él, con independencia de que hubiera escogido esa escuela o cualquier otra. En efecto, para poder “ayudar” en una terapia es preciso “ayudarse a sí mismo”. Bruno demostró humildad, disposición a aprender de todo lo que le rodea, también de un niño y además un niño con un trastorno psicótico. No sabemos nunca  de quién ni cuándo vamos a recibir una lección de vida, de esas que llegan al alma y se quedan dentro.

Johny intuyó lo que le ocurría a Bruno. Bruno se sentía insatisfecho por el largo tiempo dedicado al psicoanálisis y en él había volcado su descontento. Con su pequeña frase le puso a raya al decirle que en ese momento necesitaba adquirir una mejor percepción del tiempo si quería obtener mejores resultados. La concisa manera de expresarlo le enseñaron a ser paciente, con su propio análisis y más tarde con el tiempo que otros iban a necesitar para volver a formar su personalidad.

La frase “¿Qué son dos años comparados con la eternidad?” le enseñaron cosas que comprendió de inmediato y otras que tardó años en asimilar. Suele pasar con la inteligencia intuitiva en comparación con las enseñanzas explícitas que se aprenden rápido porque no llegan al núcleo de los problemas personales como llega una afirmación con intuición psicológica, no preparada ni razonada sino vista y dicha casi sin pensar.

Por ejemplo y eso es lo que quería remarcar de esta historia, Johnny le enseñó y nos puede enseñar nuestra tendencia a creer que el origen de nuestras acciones es el interés por los demás y no por nosotros mismos, y lo mucho que podemos aprender de los demás acerca de nuestra persona, siempre que aceptemos que las palabras y acciones de los demás no sólo revelan cosas sobre ellos, sino también sobre nosotros. Hasta ese momento Bruno lo había aprendido como algo abstracto en la literatura psicoanalítica. Pero tras verlo en una experiencia personal, la teoría se convirtió en conocimiento. Sólo a través de las experiencias personales puede comprenderse la verdadera sustancia de la teoría psicoanalítica o cualquier otra teoría sobre el continente más desconocido que somos nosotros mismos.

Johnny le enseñó la diferencia entre el tiempo objetivo y el tiempo psicológico o experimental. Cuando los sufrimientos no cesan y parecen eternos, dos años intentando escapar de ellos son como un instante. Que la magnitud de la propia miseria altera el significado de cualquier experiencia.
El comentario sobre la eternidad le permitió comprender que ni él ni nadie puede limitar la cantidad de tiempo que una persona necesita para poder afrontar ciertas cosas o cambiar, y que ese intento de acelerar el proceso es producto de las propias ansiedades. Sólo uno puede saber cuando está preparado para cambiar.

Bettelheim trabajó durante años con niños psicóticos en la Escuela Ortogénica Sonia Shankman de la Universidad de Chicago. Allí llegó a apreciar aún más la lección sobre el tiempo y la eternidad. Sólo si concedía a esos niños un tiempo sin límites, llegaban a la convicción de que el terapeuta estaba de su parte y no contra ellos, mientras percibían que los demás que el resto del mundo intentaba modificar sus hábitos. Animándoles a avanzar en función de su sentido del tiempo, les demostraba que consideraba sus reacciones tan válidas para ellos como las de cualquier otro.

Cuando se desesperaba ante un catatónico, sólo tenía que recordar la frase de Johnny que funcionaba como un hechizo, en cuanto dejaba de preocuparse por el paso del tiempo, cesaban las exigencias internas para consigo mismo y el paciente.

Con la experiencia Bettelheim comprendió la diferencia en el tratamiento si el motivo era “ayudarles” no obtendría respuesta. Pero si sinceramente deseaba que le aclarasen algo de gran importancia sobre lo que poseían un conocimiento inaccesible, los chicos reaccionaban. La confianza en que Johnny le diera alguna información sobre el valor del psicoanálisis les situó en pie de igualdad y permitió a un muchacho incapaz de comunicar relacionarse. El hecho de que algo crucial en su experiencia también lo fuese de Bruno estableció un vínculo de simpatía mutua. Hasta ese día no había considerado al chico como un igual, aceptando que como pacientes del psicoanálisis vivían una experiencia paralela.

Eso hizo posible la comunicación profunda. Más tarde aprendió a raíz de su trato con otros individuos psicóticos que ese tipo de comunicación era la que permitía pasar a otras experiencias y finalmente a establecer auténticas relaciones personales.

Sólo esa vez trató a Johnny como alguien con un conocimiento superior en un asunto importante: ¿Servía el psicoanálisis? En todos los demás encuentros Bruno se había sentido superior.

Hace una interpretación psicoanalítica de porqué el niño se lastimaba la boca con el cactus, era una forma de distraerse de la angustia que le producía su trastorno psicótico.

En "El peso de una vida" hay más interesantes consideraciones sobre los llamados niños lobo, Bettelheim justifica que es una leyenda sin base pensar que esos niños encontrados en la naturaleza fueran criados por lobos "demasiado humanos", más bien su opinión es que se trata de niños autistas abandonados por padres "poco humanos".

También describe su experiencia en el campo de concentración de Dachau en el que estuvo dos años, y lo que le ocurrió cuando volvió allí en la década de los 50. El libro se cierra con un capítulo sobre el espíritu de guetto que según él facilitó el exterminio de los judíos europeos, pueblo al que Bettelheim también perteneció por nacimiento.

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