martes, 10 de junio de 2014

Misterios Órficos

Orpheus. Franz von Stuck, 1891
La música está hecha de tiempo, como el hombre, como la palabra. Únicamente existe en el momento en que se la ejecuta, en ese instante en que se la interpreta y se la escucha, entonces vive la música o media entre los vivos y sirve para comunicar almas. Nos afecta en ese momento que nunca es el mismo, con su valor espiritual e inmediato.

El sentido de la música es esa genialidad abstracta que agrada al oído, que no puede ser dicha, que sólo puede ser representada mediante sonidos, mediante ritmos y significativos silencios, y que no necesita ni de la imagen ni del concepto, aunque los soporte a su lado.

Todo lo que hay en nosotros: la pasión, la emoción, el sentimiento; todo lo que contiene nuestra mente: el miedo, la ternura, el coraje, la melancolía, la piedad; el niño que hay en mí, la mujer que hay en mí... todos los modos de ser de mi espíritu reclaman por amiga lo que el pensamiento lógico no puede dar ni contener: esa tonalidad que el alma reconoce como propia y que la reflexión mata.


A lo absoluto del sentido y del sentimiento cabe acercarse, para gozarse en ello, por medio de esos estados eróticos superiores, líricos y místicos, en que puede sumergirnos la música, donde se hace posible el trato enigmático con aquellas fuerzas que se ocultan en eso que, impropiamente, llaman los poetas el "corazón": "lo que el amante oído solitario ha  recogido, aislado en medio de la multitud, sin ser notado en su secreto escondrijo: lo que el ávido oído ha percibido, sin  saciarse jamás, y el voraz oído ha guardado, sin sentirse jamás  satisfecho... lo que el alma ha introducido en sus más finos  tejidos...", eso  transmite la forma armónica: acorde, ritmo, número tal vez, melodía, porque eso somos o aspiramos a ser en lo profundo. 

Mediante el lenguaje musical descubrimos nuestra afini­dad con el hondo latido del mundo, con lo que sintieron otros hombres, en otras circunstancias, reconocemos lo que esencialmente nos une, más que lo que nos individualiza y distingue, y reaccionamos: nos relajamos, temblamos, nos emocionamos, nos entristecemos, igual que si uno se despi­diera para siempre de aquello de que debe separarse para no reencontrarlo nunca, ni en el tiempo ni en la eternidad; o nos alegramos por recuperar y sentir nuestra congenialidad con lo perdido, nuestra consonancia con lo deseado, repre­sentado como vivo y sensible en un instan­te... 

Todos lo infinitos matices de la sensualidad humana pueden sublimarse o definirse espiritualmente en el medio de ese gran  discurso que recoge el pentagrama. Por eso tiene la música algo de demoníaco, puesto que busca la divina Belleza en lo sensible, y codicia lo bello como un objeto absoluto, en medio de una existen­cia estética. De ahí ‑como explicó  Kierkegaard‑, que la música haya sido siempre objeto de la atención suspicaz del fervor religioso; "a mayor religiosidad menor importancia de la música y más valor a la palabra". Y es que el músico entra en competencia con el mago. El músico es un taumaturgo, pues también él obra milagros: lo que entendemos de la música es indepen­diente de su soporte material y, sin embargo, lo que afecta al oído es puramente sensible siendo indefinible, es hijo de la materia y, no obstante, engendra espíritu, un ángel intermediario entre la carne y el cielo, entre el cuerpo y el espíritu, pífano del rumor de lo  perfecto, sombra de lo incondicionado. 

                                                                                


Cuentan que cuando Orfeo descendió a los infiernos en busca de Euridice suspendió por un instante, gracias a su música melancólica, las torturas de los condenados y el juicio de los muertos, y hasta consiguió ablandar, con los sones de su lira, el cruel corazón de Hades, príncipe de esos siniestros espacios interiores... De nada le sirvió a Orfeo su alarde. Perdió a Euridice para siempre, ya que no supo esperar, ya que, demasiado ansioso, volvió prematura­mente la cabeza para ver el rostro amado... Gluck recrea este momento mítico en la hermosísima aria: "Che faró senza Euridice?", de la ópera que estrenó en París en 1774, entre grandes polémicas estéti­cas... El enlace anterior ofrece una versión de la Callas.

La música, tanto la llamada "culta" como la llamada, con monosílabo bárbaro, pop, o sea "popular", es un lenguaje inventado. Pero sentimos y oímos el mundo según somos. Aunque también el mundo, la realidad, es en cierto sentido un producto nuestro, claro que no una creación completamente libre, pues no somos dioses. Hemos configurado históricamen­te nuestro entorno según nuestras necesi­dades y nuestras aspiraciones, según lo que somos, más o menos en consonancia con nuestra naturaleza. Y lo que somos depende tanto de nuestras aptitudes como del medio en que nos movemos y hemos sido educados.  Creo que la música expresa, más inmediata y profundamente que ningún otro arte, ese lazo entre educación y vida, entre naturaleza y espíritu, su buscada o ideal armonía, pero también sus eventuales chirridos.

Se dice que Napoleón era incapaz de disfrutar de la música, consideraba a ésta como el menos desagradable de todos los ruidos... Muchas personas son incapaces de gozar de la buena música, no por falta de instrucción, sino porque no pueden abandonar, siquiera por un rato, sus ambiciones personales o sus responsa­bilidades, en tanto que individuos conscientes de sí mismos. No se relajan ni se entregan al amor de los sentidos, en este caso, al cuidado del oído. 

La conciencia es un pesado fardo, igual que una joroba, una dolorosa nuez atragan­tada, cual un pedazo de aquella maldita manzana del "árbol prohibido", "el árbol de la ciencia del bien y del mal". Una ligera mirada al signo y su interés puede hacer que el alma se torne toda ojos, toda identidad, adquiera un nombre y unos atributos. Tomamos conciencia de nuestras preocupaciones, pero a costa del olfato, del tacto, del gusto, del oído, a costa de su natu­raleza anónima y de aquella inocencia  que la emparenta­ba con el rumor de las olas, el canto de los pájaros, y el susurrar del viento entre las hojas. Puede que la razón, ese poderoso instrumento de adaptación y dominio, crezca a costa del sentido en que el alma se gozaba, atenta a lo que el agua, el sol, el árbol y el viento le decían, atenta a lo que le comunicaban de su propio instante eterno... La música nos procura un entusiasmo enloquecedor, una manía divina, un arrebato hacia estados más antiguos, próximos a la sensibi­lidad inconsciente y al ensueño.

Paz y Jazz. Jacque Braustein.

 La existencia estética requiere un estado puramente contem­plativo, exento de identidad y de egoísmo. Naturalmen­te, el discernimiento crítico debe impedir con toda justicia que la conciencia del yo vaque, de este modo le evita malos tragos a la sensibilidad, la preserva para una auténtica revelación. La mayor parte de los programas de la televi­sión, por ejemplo, resultan repulsivos para una sensibilidad medianamente cultivada. Pero estamos demasiado maleados por esa iconoesfera de las apariencias en la que hemos sido condicio­nados a sentirnos como pez en el agua, demasiado conmovidos por su incesante espectáculo de vanidades. Cier­tas formas musicales no son ajenas a la generalización de este embobamiento culpable, de esta disolución de la con­cien­cia personal en el interior de una masa sin alma, dócil y enredi­lada.

Y sin embargo, la música no es un reflejo de la aparien­cia, ni del objeto adecuado a la voluntad individual,  sino un reflejo de la Voluntad misma, una representación formal de lo metafísico. Seguramente tenía razón Ricardo Wagner cuando insistía en que la música ha de ser juzgada por unos principios estéticos distintos a los de las artes figurativas, y no solamente por la categoría de la belleza. Por ello, la música mantiene con la universalidad de los conceptos una relación parecida a la que éstos mantienen con las cosas, aunque su universalidad no sea abstracta, antes bien corre pareja a una determinación completa y clara, similar a la de las figuras geométricas y los números, porque también las melodías son formas generales de la intuición, de este modo se refieren a una infinidad de experiencias patéticas posibles, a un sinnúmero de mundos emotivos y matices sentimentales reales o imaginarios.

Algunos románticos han llegado a pensar que la música expresa los universales anteriores a los objetos, el núcleo más íntimo del mundo: el corazón de las cosas, previo a toda configuración. Por eso Nietzsche (un magnífico pianista, aunque un mediocre compositor) vio en los misterios órficos, siguiendo los pasos de Schopenhauer, el lenguaje inme­diato de la voluntad común, omnipotente, anterior al principio de indivi­duación, expresión de la vida eterna más allá de toda aparien­cia y a pesar de toda aniquilación. Aquel miserable anacoreta  vitalista y enfermo, aquel poeta visionario, santo y blasfemo, percibió, en esa magia del bailarín Dioni­sio -o del "Don Giovanni" mozartiano-, la Idea inmediata de la existencia que siempre retornará a sus orígenes, y cuyo fin es su principio; y, en ese simbolismo trágico de ritmos y canciones, la voz de la Madre Naturaleza, el seductor canto de las tres Nodrizas del Ser: Ilusión, Voluntad, Dolor; o el murmullo de la Sirena que nos interpela, nos compele a existir, o nos consuela, solici­tándo­nos el regre­so, animándonos a volver, hipnotizándonos con el armónico latido de su seno.



La música es un lenguaje universal y por consiguiente un instrumento privilegiado para descubrir lo que nos une a todos los hombres, por debajo o por encima de los diversos lenguajes étnicos. Por tanto, la educación musical debiera ser promovida como medio idóneo para poner ritmo en la mente y predisponer la voluntad en el sentido de una armonía universal que, sin disolver todas las diferencias, las supere y armonice. La razón debiera imitar en esto al arte.
  
                                


(Este texto, con ligeras variantes, fue publicado por primera vez, a modo de prólogo, en el programa general del X Festival internacional de música y danza Ciudad de Úbeda)



              

3 comentarios:

  1. Enhorabuena por esa entrada tan lírica y bellamente ilustrada.Ya tenía ganas de volver a leer al autor en este foro. Estoy convencida de que la música que consigue atraparnos produce en el cerebro una reacción química igual a la del amor. Parafraseando una de las famosas ocurrencias de la película Cuatro bodas y un funeral, cuando no puedes dejar de oir, es amor. Calderón experimentó con el poder de la música y el alma en el auto sacramental La divina Filotea. Para él, el oido es el más puro de los sentidos, el que tiene conexión directa con Dios, el que puede resistir las asechanzas carnales de los sentidos. Era todo un tratado sobre el barroco y la música religiosa. No estoy de acuerdo con que a más religiosidad, menos música. La contrarreforma erigió su respuesta al reformismo luterano en atrapar y elevar el alma de los fieles con melodías arrobadoras. Así que, a menos que consideremos que la contrarreforma tenía intenciones poco religiosas, -paradoja que sería divertido explorar-, música y religión sí tienen un vínculo muy estrecho.

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  2. Una entrada muy sugerente y bella. Todo lo que expone acerca de la música como lenguaje metafísico y universal, más allá de la misma belleza, un orden que está en nosotros o descubrimos en el mundo (disyunción excluyente), me ha traído a la mente inmediatamente a los pitagóricos y a Platón. Para los primeros, la música es el número que interviene en el desorden, el elemento primordial haciendo de la naturaleza algo comprensible, y dotando al alma de capacidad para purificarse; siempre me ha resultado muy bella su teoría de la armonía celestial: los cuerpos celestes interpretando una melodía dotada de medida y proporción, nacida de su eterno movimiento y sus volúmenes. Platón recogió el grueso de esta visión pitagórica de la música y las matemáticas, y así, nos encontramos en *La República* la necesidad que ve el autor de educar a todos los niños en la aritmética, la gimnasia y la música, siendo el valor de ésta, por una parte, suavizar los cuerpos dados al intenso ejercicio físico, pero también una forma de detectar aquellas almas que hubieran contemplado durante más tiempo la Idea de Belleza, y por ello, ser más capaces de recordarla.
    Mi enhorabuena por esta entrada.

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  3. Este es mi tercer intento de dejar un comentario en este post. Veremos si funciona... Sólo quería decirte, estimado José, que me ha gustado mucho este post; pues, no sólo comparto muchas, sino todas, de tus observaciones y valoraciones sobre la música, sino que desde que leí el hermoso librito de Walter Otto 'Las Musas' hasta hoy no había vuelto a leer algo tan adecuado e interesante sobre el tema.

    La única cosa que me gustaría agregar, siguiendo la línea del comentario anterior donde se alude los números y a Platón, es que junto a la dimensión dionisíaca, al poder disolvente y embriagador del cual deriva su cualidad liberadora, la música también, paradójicamente, es una forma muy precisa de orden.

    Según recuerdo (no tengo mis libros aquí en Japón) Stravinsky destaca eso en su 'Poética musical': la música es orden, pauta, integración de partes, equilibrio de conjunto... Y a mi entender esa doble virtud dionisíaca y apolínea a la vez es lo que la hace tan inspiradora.

    Nada más. Excelente post. Gracias.

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