Orpheus. Franz von Stuck, 1891 |
La
música está hecha de tiempo, como el hombre, como la palabra. Únicamente existe
en el momento en que se la ejecuta, en ese instante en que se la interpreta y
se la escucha, entonces vive la música o media entre los vivos y sirve para
comunicar almas. Nos afecta en ese momento que nunca es el mismo, con su valor
espiritual e inmediato.
El sentido de la música es esa
genialidad abstracta que agrada al oído, que no puede ser dicha, que sólo puede
ser representada mediante sonidos, mediante ritmos y significativos silencios,
y que no necesita ni de la imagen ni del concepto, aunque los soporte a su
lado.
Todo lo que hay en nosotros: la pasión, la
emoción, el sentimiento; todo lo que contiene nuestra mente: el miedo, la
ternura, el coraje, la melancolía, la piedad; el niño que hay en mí, la mujer
que hay en mí... todos los modos de ser de mi espíritu reclaman por amiga lo
que el pensamiento lógico no puede dar ni contener: esa tonalidad que el alma
reconoce como propia y que la reflexión mata.
A lo absoluto del sentido y del
sentimiento cabe acercarse, para gozarse en ello, por medio de esos estados
eróticos superiores, líricos y místicos, en que puede sumergirnos la música,
donde se hace posible el trato enigmático con aquellas fuerzas que se ocultan
en eso que, impropiamente, llaman los poetas el "corazón": "lo
que el amante oído solitario ha
recogido, aislado en medio de la multitud, sin ser notado en su secreto
escondrijo: lo que el ávido oído ha percibido, sin saciarse jamás, y el voraz oído ha guardado,
sin sentirse jamás satisfecho... lo que
el alma ha introducido en sus más finos
tejidos...", eso transmite
la forma armónica: acorde, ritmo, número tal vez, melodía, porque eso somos o
aspiramos a ser en lo profundo.
Mediante el lenguaje musical
descubrimos nuestra afinidad con el hondo latido del mundo, con lo que
sintieron otros hombres, en otras circunstancias, reconocemos lo que
esencialmente nos une, más que lo que nos individualiza y distingue, y
reaccionamos: nos relajamos, temblamos, nos emocionamos, nos entristecemos,
igual que si uno se despidiera para siempre de aquello de que debe separarse
para no reencontrarlo nunca, ni en el tiempo ni en la eternidad; o nos
alegramos por recuperar y sentir nuestra congenialidad con lo perdido, nuestra
consonancia con lo deseado, representado como vivo y sensible en un instante...
Todos lo infinitos matices de la
sensualidad humana pueden sublimarse o
definirse espiritualmente en el medio de ese gran discurso que recoge el pentagrama. Por eso
tiene la música algo de demoníaco, puesto que busca la divina Belleza en lo
sensible, y codicia lo bello como un objeto absoluto, en medio de una existencia
estética. De ahí ‑como explicó
Kierkegaard‑, que la música haya sido siempre objeto de la atención
suspicaz del fervor religioso; "a mayor religiosidad menor importancia de
la música y más valor a la palabra". Y es que el músico entra en
competencia con el mago. El músico es un taumaturgo, pues también él obra milagros:
lo que entendemos de la música es independiente de su soporte material y, sin
embargo, lo que afecta al oído es puramente sensible siendo indefinible, es
hijo de la materia y, no obstante, engendra espíritu, un ángel intermediario
entre la carne y el cielo, entre el cuerpo y el espíritu, pífano del rumor de lo perfecto, sombra de lo incondicionado.
Cuentan que cuando Orfeo descendió a
los infiernos en busca de Euridice suspendió por un instante, gracias a su
música melancólica, las torturas de los condenados y el juicio de los muertos,
y hasta consiguió ablandar, con los sones de su lira, el cruel corazón de
Hades, príncipe de esos siniestros espacios interiores... De nada le sirvió a
Orfeo su alarde. Perdió a Euridice para siempre, ya que no supo esperar, ya
que, demasiado ansioso, volvió prematuramente la cabeza para ver el rostro
amado... Gluck recrea este momento mítico en la hermosísima aria: "Che faró senza Euridice?", de la
ópera que estrenó en París en 1774, entre grandes polémicas estéticas... El enlace anterior ofrece una versión de la Callas.
La música, tanto la llamada
"culta" como la llamada, con monosílabo bárbaro, pop, o sea "popular", es un lenguaje inventado. Pero
sentimos y oímos el mundo según somos. Aunque también el mundo, la realidad, es
en cierto sentido un producto nuestro, claro que no una creación completamente
libre, pues no somos dioses. Hemos configurado históricamente nuestro entorno
según nuestras necesidades y nuestras aspiraciones, según lo que somos, más o
menos en consonancia con nuestra naturaleza. Y lo que somos depende tanto de
nuestras aptitudes como del medio en que nos movemos y hemos sido
educados. Creo que la música expresa,
más inmediata y profundamente que ningún otro arte, ese lazo entre educación y
vida, entre naturaleza y espíritu, su buscada o ideal armonía, pero también sus
eventuales chirridos.
Se
dice que Napoleón era incapaz de disfrutar de la música, consideraba a ésta
como el menos desagradable de todos los ruidos... Muchas personas son incapaces
de gozar de la buena música, no por falta de instrucción, sino porque no pueden
abandonar, siquiera por un rato, sus ambiciones personales o sus responsabilidades,
en tanto que individuos conscientes de sí mismos. No se relajan ni se entregan
al amor de los sentidos, en este caso, al cuidado del oído.
La conciencia es un pesado fardo,
igual que una joroba, una dolorosa nuez atragantada, cual un pedazo de aquella
maldita manzana del "árbol prohibido", "el árbol de la ciencia
del bien y del mal". Una ligera mirada al signo y su interés puede hacer que
el alma se torne toda ojos, toda identidad, adquiera un nombre y unos
atributos. Tomamos conciencia de nuestras preocupaciones, pero a costa del
olfato, del tacto, del gusto, del oído, a costa de su naturaleza anónima y de
aquella inocencia que la emparentaba
con el rumor de las olas, el canto de los pájaros, y el susurrar del viento
entre las hojas. Puede que la razón, ese poderoso instrumento de adaptación y dominio,
crezca a costa del sentido en que el alma se gozaba, atenta a lo que el agua,
el sol, el árbol y el viento le decían, atenta a lo que le comunicaban de su
propio instante eterno... La música nos procura un entusiasmo enloquecedor, una
manía divina, un arrebato hacia estados más antiguos, próximos a la sensibilidad
inconsciente y al ensueño.
Paz y Jazz. Jacque Braustein. |
La
existencia estética requiere un estado puramente contemplativo, exento de
identidad y de egoísmo. Naturalmente, el discernimiento crítico debe impedir
con toda justicia que la conciencia del yo vaque, de este modo le evita malos
tragos a la sensibilidad, la preserva para una auténtica revelación. La mayor
parte de los programas de la televisión, por ejemplo, resultan repulsivos para
una sensibilidad medianamente cultivada. Pero estamos demasiado maleados por
esa iconoesfera de las apariencias en la que hemos sido condicionados a
sentirnos como pez en el agua, demasiado conmovidos por su incesante
espectáculo de vanidades. Ciertas formas musicales no son ajenas a la
generalización de este embobamiento culpable, de esta disolución de la conciencia
personal en el interior de una masa sin alma, dócil y enredilada.
Y sin embargo, la música no es un reflejo
de la apariencia, ni del objeto adecuado a la voluntad individual, sino un reflejo de la Voluntad misma, una
representación formal de lo metafísico. Seguramente tenía razón Ricardo Wagner
cuando insistía en que la música ha de ser juzgada por unos principios
estéticos distintos a los de las artes figurativas, y no solamente por la
categoría de la belleza. Por ello, la música mantiene con la universalidad de
los conceptos una relación parecida a la que éstos mantienen con las cosas,
aunque su universalidad no sea abstracta, antes bien corre pareja a una
determinación completa y clara, similar a la de las figuras geométricas y los
números, porque también las melodías son formas generales de la intuición, de
este modo se refieren a una infinidad de experiencias patéticas posibles, a un
sinnúmero de mundos emotivos y matices sentimentales reales o imaginarios.
Algunos
románticos han llegado a pensar que la música expresa los universales
anteriores a los objetos, el núcleo más íntimo del mundo: el corazón de las
cosas, previo a toda configuración. Por eso Nietzsche (un magnífico pianista,
aunque un mediocre compositor) vio en los misterios órficos, siguiendo los
pasos de Schopenhauer, el lenguaje inmediato de la voluntad común,
omnipotente, anterior al principio de individuación, expresión de la vida
eterna más allá de toda apariencia y a pesar de toda aniquilación. Aquel miserable anacoreta vitalista y enfermo, aquel
poeta visionario, santo y blasfemo, percibió, en esa magia del bailarín Dionisio
-o del "Don Giovanni" mozartiano-, la Idea inmediata de la existencia que siempre
retornará a sus orígenes, y cuyo fin es su principio; y, en ese simbolismo
trágico de ritmos y canciones, la voz de la Madre Naturaleza ,
el seductor canto de las tres Nodrizas del Ser: Ilusión, Voluntad, Dolor; o el
murmullo de la Sirena
que nos interpela, nos compele a existir, o nos consuela, solicitándonos el
regreso, animándonos a volver, hipnotizándonos con el armónico latido de su
seno.
La
música es un lenguaje universal y por consiguiente un instrumento privilegiado
para descubrir lo que nos une a todos los hombres, por debajo o por encima de
los diversos lenguajes étnicos. Por tanto, la educación musical debiera ser
promovida como medio idóneo para poner ritmo en la mente y predisponer la
voluntad en el sentido de una armonía universal que, sin disolver todas las
diferencias, las supere y armonice. La razón debiera imitar en esto al arte.
(Este texto, con ligeras variantes, fue publicado por primera vez, a modo de prólogo, en el programa general del X Festival internacional
de música y danza Ciudad de Úbeda)
Enhorabuena por esa entrada tan lírica y bellamente ilustrada.Ya tenía ganas de volver a leer al autor en este foro. Estoy convencida de que la música que consigue atraparnos produce en el cerebro una reacción química igual a la del amor. Parafraseando una de las famosas ocurrencias de la película Cuatro bodas y un funeral, cuando no puedes dejar de oir, es amor. Calderón experimentó con el poder de la música y el alma en el auto sacramental La divina Filotea. Para él, el oido es el más puro de los sentidos, el que tiene conexión directa con Dios, el que puede resistir las asechanzas carnales de los sentidos. Era todo un tratado sobre el barroco y la música religiosa. No estoy de acuerdo con que a más religiosidad, menos música. La contrarreforma erigió su respuesta al reformismo luterano en atrapar y elevar el alma de los fieles con melodías arrobadoras. Así que, a menos que consideremos que la contrarreforma tenía intenciones poco religiosas, -paradoja que sería divertido explorar-, música y religión sí tienen un vínculo muy estrecho.
ResponderEliminarUna entrada muy sugerente y bella. Todo lo que expone acerca de la música como lenguaje metafísico y universal, más allá de la misma belleza, un orden que está en nosotros o descubrimos en el mundo (disyunción excluyente), me ha traído a la mente inmediatamente a los pitagóricos y a Platón. Para los primeros, la música es el número que interviene en el desorden, el elemento primordial haciendo de la naturaleza algo comprensible, y dotando al alma de capacidad para purificarse; siempre me ha resultado muy bella su teoría de la armonía celestial: los cuerpos celestes interpretando una melodía dotada de medida y proporción, nacida de su eterno movimiento y sus volúmenes. Platón recogió el grueso de esta visión pitagórica de la música y las matemáticas, y así, nos encontramos en *La República* la necesidad que ve el autor de educar a todos los niños en la aritmética, la gimnasia y la música, siendo el valor de ésta, por una parte, suavizar los cuerpos dados al intenso ejercicio físico, pero también una forma de detectar aquellas almas que hubieran contemplado durante más tiempo la Idea de Belleza, y por ello, ser más capaces de recordarla.
ResponderEliminarMi enhorabuena por esta entrada.
Este es mi tercer intento de dejar un comentario en este post. Veremos si funciona... Sólo quería decirte, estimado José, que me ha gustado mucho este post; pues, no sólo comparto muchas, sino todas, de tus observaciones y valoraciones sobre la música, sino que desde que leí el hermoso librito de Walter Otto 'Las Musas' hasta hoy no había vuelto a leer algo tan adecuado e interesante sobre el tema.
ResponderEliminarLa única cosa que me gustaría agregar, siguiendo la línea del comentario anterior donde se alude los números y a Platón, es que junto a la dimensión dionisíaca, al poder disolvente y embriagador del cual deriva su cualidad liberadora, la música también, paradójicamente, es una forma muy precisa de orden.
Según recuerdo (no tengo mis libros aquí en Japón) Stravinsky destaca eso en su 'Poética musical': la música es orden, pauta, integración de partes, equilibrio de conjunto... Y a mi entender esa doble virtud dionisíaca y apolínea a la vez es lo que la hace tan inspiradora.
Nada más. Excelente post. Gracias.