sábado, 9 de abril de 2022

ACCIDENTAL-MENTE

"Flor criónica", técnica mixta 2020

 "En los resquicios del azar
anida nuestro destino."

Juan Ráez Padilla. Touché, 2021.

Hace siglos que el capricho y la libertad de los dioses fueron sustituidos por Necesidad, deidad inflexible. Tal vez también eso sucedió por necesidad. Las intenciones no cuentan si la Ley natural manda necesariamente. El naturalismo materialista moderno ha decretado que en la historia natural no hay intenciones, ni siquiera propósitos secretos, ni planes inescrutables.

 ¿Es casual que la misma palabra "necesidad" sirva para significar la fatalidad del sino y la miseria del estar en necesidad. Desde aquel momento en que los fisiólogos y filósofos presocráticos creyeron encontrar un principio ordenador, un arcano imprescindible, rendimos culto a Necesidad. Buscamos su fuente y desembocadura para poder nombrar al río.

Estamos y vivimos en la creencia de que las cosas y los sucesos no pueden ser sino como son y vienen sucediendo, igual que serán y sucederán. Amamos esa regularidad, su inercia, la uniformidad y fijeza de su compás. Como si fuésemos niños, nos divertimos con su aparente repetición. Más cuanto más maduros somos, porque si los eventos se repiten resultan previsibles. El devenir no asusta si se vuelve circular. La redundancia de nuestros actos, a la que llamamos costumbre, parece asegurar mejor que cualquier lumbre nuestra morada, nuestra burbuja de bienestar, por eso la costumbre es nuestra segunda naturaleza, nuestro ser moral, al que llamamos carácter (êthos).

Además de un complejo de predisposiciones genéticas e instintos, somos nuestros hábitos. Por encima de la estructura de nuestros deseos y aptitudes (con pe), se configura con el tiempo la superestructura de las actitudes (con ce), que es lo que llamamos nuestra forma moral de ser, el ingrediente personal e idiosincrático de nuestra personalidad psicológica.


JBL. Mirada accidental. Técnica mixta, 2021.

Nadie desea creer en los accidentes. Nadie quiere pensarse como un efecto accidental, casual, que no causal. Nos asusta el imperio de lo imprevisible, el dominio trágico y revolucionario de la contingencia, porque el accidente escapa de nuestro dominio, depende de una fatalidad exterior, independiente de nosotros -eso ya fastidia- o dependiente del Azar (ese otro nombre del diablo), a falta de una explicación racional, de un porqué, recurrimos a la fatalidad que ordena un dios menor, un demonio demiúrgico... Cayó la teja y mató a un niño inocente. Jamás fumó, cuidaba su alimentación, hacía deporte, ¡y desarrolló un cáncer que lo fulminó en cuatro meses! Esas cosas pasan todos los días, ¡y bicho malo nunca muere!

Rechazamos estas posibilidades negativas que horrorizan, como que el malvado se salga con la suya y la guerra la gane el peor. Es mejor no pensar en ellas. Hasta que suceden. Pero puede que la realidad no sea más que una larguísima secuencia de accidentes. Menos mal que una teoría de la accidental inconsistencia de la naturaleza tiene también por fuerza que ser inconsistente. No puede ser ley natural que no haya leyes naturales. Pura ocurrencia sería un cuadrilátero modal que reste y borre la necesidad, sería como sustraer la universalidad del cuadro de las cantidades. Una teoría que rechazara la oposición sustancia/accidente para reducirlo todo a una pluralidad de accidenes imprevisibles no podría contener más que juicios problemáticos. Un cosmos reducido a caos.

Sin embargo es una posibilidad innegable que las cosas siempre podrían haber sucedido de otro modo a como sucedieron; igual que es innegable que todo es mejorable ¡y empeorable!

 Existen accidentes físicos y accidentes mentales. Tendemos a negar la existencia de estos últimos y ni nos referimos a ellos como motor de la evolución de la especie ni los tenemos en cuenta al describir o evaluar el desarrollo de la personalidad, pero un ridículo accidente cerebral, como la obstrucción de una venita milimétrica del córtex puede cambiar una vida, igual que esa mota de polvo que penetra en el cuerpo de una ostra y fuerza a esta, que vegetaba feliz, a defenderse y producir una perla.

Efímera

Sin aparente motivo del mismo cerebro -si ni siquiera se ve a sí mismo, ¿cómo va a tener intenciones un cerebro?- puede emerger no una sustancia maravillosa hecha de nácar prensado, sino una idea terrible, un pensamiento espeluznante, un temor invencible..., y en un segundo echar por tierra la paz de espíritu. Esos son los accidentes más misteriosos y graves: una emoción como la rabia o el rencor, como el odio o los celos, se hace de pronto viral, infesta el cerebro, contamina todo el cuerpo: sus aptitudes y sus actitudes, y acaba promoviendo acciones (auto) destructivas, indecentes, inapropiadas y hasta criminales.

Así, por razones perfectamente incognoscibles, o sea accidental-mente, los más grandes imperios pueden decaer y hundirse en los sótanos de la historia. Y todo por culpa de un accidente o de una madeja de accidentes. Puede que la misma vida no sea otra cosa sino un fallo accidental de la materia inerte, su contingencia mortal.

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