viernes, 25 de septiembre de 2020

DE SENECTUTE. CICERÓN Y DEL PULGAR

PULGAR A LA VEJEZ

Por José Biedma López

Hernando del Pulgar (1436-1496) fue excelente cronista de esa época cortesana y crucial que conformó nuestro primer Renacimiento. Vivió en la corte de Juan II y Enrique IV y acabó ejerciendo de consejero, secretario y embajador de Isabel la Católica. No perdió en ninguno de esos dos primeros reinados turbulentos su prestigio bien ganado de político avezado y hombre honrado. 

Aunque su obra más famosa es Claros varones de Castilla (1486), sus cartas (Letras, 32 epístolas) combinan tonos muy diversos: desde la gravedad filosófica y religiosa hasta la ironía y el sarcasmo, desde la pincelada ingeniosa hasta la confidencia íntima. 


Hacia 1482 escribió una de estas jugosas epístolas, dirigida al médico Francisco Nuñes, sobre los males que asoman en la vejez. En ella comenta con ingenioso humor negro la obra de Cicerón De senectute (De la vejez), diciendo que en la obra del gran maestro latino pueden hallarse consuelos, pero pocos remedios a sus males y que por eso ha preferido dirigirse mejor al físico remediador que al filósofo consolador.

Discute al Cicerón que afirma que la vejez es buena porque la vivieron honrosamente ilustres romanos como los Escipiones, los Fabios o los Metelos. Refuta Pulgar al gran orador ad hominem, pues el mismo Cicerón acabó sus años acosado y sus días descabezado deshonrosamente por orden de Marco Antonio. Y es que Cicerón cuenta las glorias que aquellos alcanzaron, pero no “las angustias y dolores que sintieron y sienten todos cuantos mucho viven”. Cita al respecto lo mal que lo pasaron en su vejez  principales figuras del Antiguo Testamento, desde Adán que perdió un hijo Abel asesinado por otro maldito, o Noé que vio perecer el mundo, hasta Isaac o el rey David… “Todos ellos por vivir mucho hubieron en sus postrimeros días grandes tormentos, allende de los dolores corporales que les acarrea la vejez”.


Elogia Cicerón la vejez por su templanza, ya que los mayores, que hoy llamamos “de la tercera edad” (aunque bien podrían ser “de la cuarta” o “de la quinta”) se apartan de la lujuria y de los excesos propios de los años mozos, pero Pulgar pregunta con picardía si usan los viejos de esta moderación porque no pueden o porque no quieren, pues más bien “parece faltar la obra porque falta el poder” y puede que esté el poder seco aunque esté verde el deseo (“viejos verdes”, que decimos hoy)… “Así que no sé yo [Pulgar] como loemos de templado al que no puede ser destemplado”, pues el apetito le tienta al viejo lo que la fuerza le niega.

Ensalza también Cicerón la vejez porque está llena de buen consejo, pero Pulgar ha visto “muchos viejos llenos de días y vacíos de seso, a los cuales ni los años dieron autoridad, ni la experiencia pudo dar doctrina”. Además –como dice en otra de sus Cartas-, cualquiera por necio que sea presume de dar consejo, porque dar consejo es barato. Elogia también el ilustre romano la condición del anciano porque está cerca ya de ir a visitar a los buenos y a los parientes, a los que añora y hasta ve en sueños en la otra vida. Pero hete aquí –objeta Pulgar- que “de esta visitación veo yo que todos huimos”. Y añade que precisamente uno de los mayores males que padece el anciano es el pensamiento de la proximidad de la muerte, pensamiento y temor este que le distrae y rebaja el disfrute de los pocos bienes que le quedan en la existencia terrenal.

Y lo peor de todo, que Pulgar detecta, es que si el viejo se muestra como tal viejo, huyen de él; y si finge ser mozo, de él se burlan. Para servir no vale, y si le sirven reniega (con los años, ya se sabe, “poco dormir y mucho gruñir”). Con los jóvenes no se entiende y la mayoría de los de su edad ya no viven. El anciano es enojoso a quien lo menea; aborrecible a los próximos; si es pobre, porque tarda en palmarla; si es rico, porque se demora la herencia.

En la fealdad de la vejez se detiene Pulgar, haciendo alarde de ese realismo tan hispano… Y aún la avaricia –dice- le crece a muchos viejos con los días… “Así que, señor físico, no sé qué pudo hallar Tulio [Cicerón] que loar en la vejez, heces y horrura de toda la vida pasada”. Si alguna edad es digna de exaltación, sería la mocedad porque es hermosa, sana, alegre, enhiesta, recia, dispuesta a todo ejercicio… “¡Juventud, divino tesoro!”, que cantará siglos más tarde Rubén Darío. Acaba Pulgar su carta al médico amigo suplicándole los tónicos y emplastos necesarios que, en lugar de regalarle consuelo, remedien al menos sus numerosos achaques.

Desde los tiempos de Hernando, o Hernán o Fernando del Pulgar..., desde los tiempos de Isabel la Católica (Pulgar murió pocos años después de que se completara la Reconquista y se descubriera América), nuestra salud y vitalidad han cambiado en general para mejor, no sólo gracias al avance de la ciencia médica, sino también a que nuestra vida es más fácil y cómoda gracias a las máquinas y nuestra alimentación mejor y más saludable, por lo que envejecemos menos y más tarde. ¿La prueba? Pulgar ya se sentía viejo cuando escribió la carta que he parafraseado, aunque sólo había cumplido, como mucho, 46 años. Con esa edad, hoy todavía nos sentimos jóvenes.  O casi.

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