Panorámica de Bergen (Noruega) |
Captamos el mundo a través de nuestros sentidos, que son más
de cinco. Y a los conocidos, como el tacto, el del equilibrio, el del dolor, el
cenestésico…, puede que haya que añadir con el tiempo otros, físicamente
desconocidos o no detectados todavía por la ciencia. Sentidos que poseen
algunos seres privilegiados por la naturaleza como si fueran superpoderes, tal el zahorí que
siente, no sabe cómo, pero siente por donde transcurre el venero del agua bajo
sus pies. Sin duda, los sentidos más valiosos para el conocimiento del entorno
son la vista y el oído, con que Giner de los Ríos les llamaba sentidos
“noológicos”, y por eso ceguera o sordera resultan tan fastidiosas.
Con los sentidos configuramos el mundo gracias a la
experiencia, que organiza la imaginación y conserva la memoria. Pero cada uno
de nosotros convierte sus impresiones en imágenes e ideas muy singulares, tan
particulares y personales que se puede decir que cada uno de nosotros vive en
su mundo, un mundo que es en parte creación original propia. Así la vida se expresa
bajo la forma de innumerables individualidades irreductibles. Para referir a
ello, el brillante biólogo y filósofo ecologista René J. Dubos (1901-1982)
acuñó el símbolo del “dios interior” (A
God Within, 1973). Todos portamos un “dios interior” compatible con el
“genio del lugar”, armonizable con el medio ambiente en que nos movemos, pero
también un “demonio interior” dispuesto a sacrificar la belleza y pureza del
entorno a la pereza, la codicia, la ambición…, y a otros tristes vicios de la
carne, de la carne, o sea, también ellos naturales. Ya lo dijo Aristóteles, la naturaleza
puede ser demónica, pero no divina. Nadie, ningún organismo es perfecto.
Whitehead (1861-1947), el matemático inglés convertido en
filósofo dijo que ensalzamos la rosa por su perfume (aunque las de otoño, las
más hermosas, no lucen precisamente por su fragancia), que elogiamos al pájaro
por su canto, que celebramos al crepúsculo por su juego de bermellones y
corintos…, rendimos así honores a la naturaleza, honores que nos corresponden a
nosotros mismos, pues en realidad la naturaleza carece de sonidos, de perfume,
de color; no es más que un apresurado y eterno intercambio de materia,
desprovisto de todo sentido (eso creía el filósofo). Somos nosotros, no la
naturaleza, quienes creamos en nuestros cerebros y mentes los sonidos, los
perfumes, los colores y los significados que constituyen nuestra vida emocional
e intelectual, a partir de la mescolanza de fenómenos físicos externos, que la
naturaleza, eso sí, pone a nuestra disposición.
El argumento de Whitehead pierde peso cuando nos percatamos
de que segrega completamente al sujeto cognoscente del objeto conocido, al
hombre de la naturaleza, como si fuéramos cosa aparte. Pero ¿acaso nosotros no
somos también naturaleza, naturaleza selecta? Sucedió asimismo que la naturaleza en nosotros se
hizo espejo: se convirtió en ojo, oído, imaginación, representación, invención,
conciencia. La naturaleza se elevó a animal técnico capaz de extender el poder
de sus sentidos mediante artefactos con los que la naturaleza, que sigue siendo sujeto y sustrato, puede conocerse y
verse mejor, tanto en lo muy grande: los vastos espacios del cosmos; como en lo
muy pequeño: en las maravillosas e inimaginables danzas de partículas y
destellos cuánticos.
Elefante "esculpido" con toallas de baño |
No hay línea de demarcación entre naturaleza y cultura,
salvo en la publicidad comercial de los patés y en los botes de champú, donde
se nos dice que este y aquel son completamente “naturales”, pero lo natural es
que el hombre explote el trabajo de la abeja, la lana de la oveja, la fuerza
del buey o del aire, y que sustituya el pudridero de la selva por ameno prado,
jardín florido o fértil campiña. Los paisajes que proporcionan un placer más
duradero y para un mayor número de personas serán siempre aquellos en los que
el hombre ha domado la naturaleza, domesticándola según su interés y arte. Ejemplo: Uno llega en trenecito eléctrico
hasta la cima de un monte de los Alpes suizos, pongamos que sea el Pilatos. Todo
impecable, al fondo un hermoso lago devuelve su color al cielo mientras uno se
aísla del frío detrás de un cristal, consulta las noticias en su celular, pura
transparencia, y gran sabor el del café con leche, tan "natural" como el bombón de chocolate, del cacao que los españoles trajeron de América, con un toque de licor francés inventado por los monjes medievales de Cluny, y que uno saborea con deleite en mitad de una naturaleza tan propia como humanizada. Es conocido que los suizos no tiran ni colillas al suelo. La buena educación, mejor aún.
La naturaleza es maravillosa, precisamente porque es capaz
de devenir cultura mediante la acción humana y ésta resulta satisfactoria
mientras expresa profundas necesidades naturales, mientras resulta sostenible,
es decir compatible con la salud, la dignidad y la alegría de los que ya
existimos y de los que habrán de venir y querrán existir en un entorno
saludable, limpio y alegre. Y la cultura empieza a fallar cuando, aún auxiliada
por la técnica, pero queriendo demasiados huevos, hace enfermar a la
gallina.
Desengañémonos, lo que llaman los anuncios publicitarios
“natural” o “naturaleza”, como algo completamente extraño a la acción técnica y
artística del hombre, sencillamente ya no existe. Ni siquiera las selvas más
impenetrables del Congo, de Indonesia o del Amazonia, están libres del efecto
antrópico, o sea de las alteraciones que la historia de los hombres ha
introducido para bien o para mal en la historia natural del planeta Tierra, que
nos abarca. Lo que está ahí, ante nuestros ojos, también donde acaba la ciudad,
ha sido desde hace milenios transformado por el arte y por la técnica.
¿Qué es más artificial el cepillo de dientes o las órbitas
planetarias? Todo, pura y puxa invención humana. Sucede que muerto Dios, nos
queda al menos Mamá Natura, ídolo imaginario que nuestra época diviniza como
fuente de saludables bondades, mientras que la acción humana sería sólo fuente
de maldades y poluciones. Y así, decayendo hacia la misantropía, se llega a hablar del ser humano como plaga o infección del planeta. Se olvida que tan naturales son el virus de la gripe
y las ladillas, como el roble y el ruiseñor, y tan natural es que las hormigas
apacienten pulgones o la avispa Cerceris parasite mariposas, como que nosotros domestiquemos y sacrifiquemos ovejas o cacemos muflones.
Iglesia católica de San Pablo en Bergen (Noruega) |
En todo este nuevo credo de urbanitas veganos y animalistas se esconde un prejuicio:
el de considerar a la naturaleza como una entidad separada e independiente de
nosotros y de nuestras intenciones y al mismo tiempo, el creerla por completo dominable e
incluso destruible. Sin embargo, ni la naturaleza es algo extraño a lo que
hacemos, ni es absolutamente sojuzgable, ni se subordina sin más a nuestro
antojo. Hay que negociar con ella, buscar un equilibrio.
De hecho, el hombre
–como ya vio Aristóteles- es por naturaleza técnico y urbanita. La cuestión
está en cómo y cuántas queremos que sean nuestras ciudades, si enormes y
dominadas por coches y máquinas, o pequeñas, paseables y ricas en zonas
verdes. Y en ello estamos. Científicos serios abogan por una desurbanización
gradual de las metrópolis y una distribución equitativa de la población en
ciudades y pueblos autosuficientes que exploten “tecnologías suaves” (sol,
agua, aire) en una renovada sociedad tecno-agrícola.
La misma conservación del entorno y del paisaje (un invento
romántico), es, desde hace siglos, un problema técnico. No un dejar ser a la
naturaleza, "naturaleza madrasta” (como la llamaba Kant), sino un conservarla y/o
recomponerla según nuestras necesidades, intereses y gustos, es decir, según criterios económicos, éticos y estéticos. Para ello no queda
más remedio que seguir la receta de Dubos: Pensar globalmente y actuar
localmente.
(La primitiva versión de este artículo, con otro título, en el digital nuevodiario. Las fotografías que lo ilustran son de su autor)
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