Ana Azanza por la traducción
Hermann von Helmholtz, un físico del siglo XIX comparaba los progresos a la hora de resolver un problema con los de un escalador “obligado a volver sobre sus pasos porque no puede seguir adelante”. Un escalador, dice von Helmholtz “dirige sus pasos por un nuevo camino que le lleva un poco más lejos”. La reflexión del físico suscita la pregunta: ¿Cómo funciona la mente creativa para traspasar el valle que le llevara al siguiente pico aún más alto?
Dado que las mentes pensantes son diferentes a los organismos que evolucionan y a las moléculas que se ensamblan unas con otras, no podemos esperar que usen los mismos mecanismos como la deriva genética o las vibraciones térmicas para superar los valles profundos con los que se encuentran. Pero de alguna forma se las arreglan para alcanzar el mismo objetivo. Y parece que usan más de un medio para lograrlo, disponen de muchos. Pero uno de los principales es el juego.
No me refiero al juego basado en reglas que se efectúa sobre un tablero ni a un juego de competición como un partido de fútbol, sino al tipo de juego despreocupado y desestructurado de un niño frente a una pila de piezas del Lego o con una pala y un cubo de arena. Me refiero a la conducta que consiste en jugar sin tener un objetivo inmediato ni un beneficio, sin tener siquiera la posibilidad de fallar.
El juego es tan importante que la naturaleza lo inventó antes que nosotros. Casi todas las crías de mamífero juegan, también lo hacen las aves como los loros o los cuervos. Hemos visto jugar a reptiles, peces, y a las arañas, los animales todavía inmadurados sexualmente utilizan el juego para practicar la copulación. Pero el campeón del juego en el reino animal es sin duda el el delfín nariz de botella o mular, del que se han descrito 37 formas diferentes de juego. Los delfines en cautividad juegan sin parar con pelotas y otros juguetes, los delfines en el océano lo hacen con plumas, esponjas y “anillos de humo”, burbujas de aire que expulsan por sus orificios respiratorios.
Tan amplia variedad de juego puede ser algo más que un capricho frívolo de la naturaleza. La razón es que tiene su coste. Las crías pueden gastar 20% de su energía diaria haciendo el tonto por decirlo así en lugar de preocuparse por buscarse la comida. Y estos juegos pueden causar serios problemas. Con frecuencia los cachorros de guepardo ahuyentan a las presas persiguiéndose o subiéndose encima de la madre que está acechando. Los pequeños elefantes jugando se quedan atascados en el barro. Los corderos que juegan con las espinas de un cactus quedan empalados en ellas. Algunos animales juguetones han llegado a matarse. En un estudio de 1991 el investigador de Cambridge Robert Harcourt observó una colonia de focas sudamericanas. En una sola temporada, 102 cachorros recibieron ataques de lobos marinos, murieron 26. Más del 80% de dichos animales estaban jugando cuando los atacaron.
Con unos costes tan altos tiene que haber algún beneficio. Y de hecho donde se han medido dichos beneficios se comprueba que el juego puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Es el caso de los caballos salvajes de Nueva Zelanda, cuanto mejor juegan mejor sobreviven al primer año de vida. Igualmente los cachorros de oso pardo de Alaska que jugaron más en su primer verano no solo sobrevivieron mejor al primer verano sino que tuvieron más oportunidades de supervivencia en inviernos posteriores. Las arañas machos practican cómo copular lo suficientemente rápido para alejarse de la hembra velozmente y evitar el ataque de otros machos.
Algunos objetivos del juego nada tienen que ver con resolver problemas mentales. Cuando los caballos juegan refuerzan sus músculos, y unos buenos músculos pueden ayudarles a sobrevivir. Cuando los cachorros de león juegan a luchar entre sí, están preparándose para las futuras luchas que les ayudarán a dominar el grupo. Cuando los delfines juegan con las burbujas, están perfeccionando habilidades para confundir y atrapar a sus presas, las arañas macho que juegan al sexo, practican cómo copular velozmente y poder escapar.
Pero al menos en los mamíferos el juego es más que una mera práctica de una conducta estereotipada como podría ser la del pianista practicando una partitura una y otra vez. Cuando los mamíferos acechan, cazan y escapan se encuentran en situaciones y entornos siempre nuevos. Marc Bekoff, investigador en la Universidad de Colorado que ha dedicado su vida al estudio de la conducta animal, argumenta que jugar amplia el repertorio de la conducta animal, dándole flexibilidad para adaptarse a las circunstancias cambiantes. En otras palabras el juego animal crea conductas diversas con independencia de si esa diversidad es inmediatamente útil o no. Prepara al jugador para un mundo inesperado e impredecible.
La flexibilidad puede ayudar a los animales más inteligentes a resolver difíciles problemas. Un experimento de 1978 demostró su valor para ratas jóvenes. En este experimento algunas ratas fueron separadas de sus pares durante 20 días mediante una red colocada en medio de la jaula que les impidió jugar. Después de un período de aislamiento los investigadores enseñaron a las ratas a conseguir la comida quitando una pelota de goma de en medio tirando de ella. Luego cambiaron la tarea, en vez de tirar de la pelota había que empujarla. Las ratas que no habían jugado comparadas con las otras tardaron mucho más intentando nuevos modos de resolver el problema y obtener la comida.
El etólogo de Cambridge Patrick Bateson vinculó observaciones como ésta más directamente con los paisajes de la creación cuando dijo que “el juego puede cumplir una función de sondeo que puede permitir al individuo escapar de falsos puntos finales” y que cuando se encuentra en un metafórico punto inferior puede ser beneficioso para activar mecanismos que lo saquen de ahí. Desde este punto de vista el juego es a la creatividad lo que la deriva genética a la evolución y el calor a las moléculas que se ensamblan unas con otras.
Si las cosas son así no es extraño que las personas creativas a menudo describan su trabajo como una actividad lúdica. Alexander Fleming, que descubriría la penicilina se vió reprobado por su jefe debido a su actitud juguetona: “juega con los microbios, es muy agradable romper las reglas y encontrar algo que nadie había visto antes”. Andre Geim, premio Nobel de Física en 2010 declaró que “la actitud de juego ha sido siempre una característica en mi investigación ... a menos que te ocurra estar en el sitio indicado en el momento preciso o tengas recursos que nadie más tiene, la única posibilidad es tener espíritu más aventurero.” Cuando James Watson y Francis Crick descubrieron la doble hélice, se sirvieron de bolas de colores estilo Lego que podian pegar y que les sirvieron para crear el modelo, lo único que hicieron fue “empezar a jugar”. Y C.G. Jung, uno de los padres del psicoanálisis dijo lo mejor: “La deuda que tenemos con el juego de la imaginación es incalculable.”
Una de las características del juego es que suspende el juicio y no tenemos que ocuparnos de seleccionar las buenas ideas descartando las malas. Eso nos permite pasearnos por las avenidas de la imperfección para luego poder subir a los picos de la perfección, pero jugar es el único modo de llegar hasta arriba.
Menos deliberados pero igual de potentes son los sueños que tenemos mientras dormimos. No es coincidencia que el piscólogo Jean Piaget, que abrió camino a la investigación del desarrollo infantil, relacionaba el soñar con el juego. En los sueños nuestras mentes se sienten libres para combinar los más extraños fragmentos de pensamientos e imágenes para dar lugar al argumento de una novela y a sus personajes. Es conocido que Paul McCartney escuchó por primera vez su canción “Yesterday” en un sueño y no creyó que fuera una canción original. Se pasó semanas preguntando a la gente del negocio musical si la conocían, no la conocían. “Yesterday” fue una de las canciones con más éxito del siglo XX, con más de 7 millones de interpretaciones y 2000 versiones. Otro sueño inspiró al psicólogo alemán Otto Loewi la idea de un experimento crucial, que probó que nuestros nervios comunican químicamente a través de lo que hoy llamamos neurotransmisores. Mereció ganar el Premio Nobel.
Incluso en estado de semivigilia que los psicólogos llaman hipnagogia—tenemos la mente lo suficientemente libre para descender por las humildes colinas de la conciencia. En ese estado August Kekule, vió la estructura del benceno, Mary Shelley halló la idea de su novela Frankenstein, y Dmitri Mendeleiev descubrió la tabla periódica de los elementos.
El vagar de la mente es similar al juego y al sueño. 96% de los americanos reconocen que les pasa diariamente, el otro 4% debe ser que está distraído para darse cuenta. Cuantificar cuanto tiempo pasa nuestra mente vagando es sencillo: preguntar. Interrumpa a otra persona que está trabajando y pregúntele en que está pensando. O deje que el móvil le haga el trabajo. Prográmelo para enviar a los participantes en el estudio una pregunta, qué están pensando en momentos del día escogidos al azar. La media de tiempo de distracción oscila entre un tercio y la mitad.
Dejar la mente vagar se considera una peculiaridad inofensiva, como en el cliché del típico profesor despistado. Pero tiene consecuencias reales. Empecemos por las malas. La gente despistada lo hace peor en los tests que requieren concentrar la atención. Y más preocupante es que también lo hacen mal en los tests en los que más vale no fallar si se tienen aspiraciones profesionales. Entre ellos está el Scholastic Aptitude Test requerido a muchos de mis colegas para ser admitidos.
Pero la mente divagante tiene también un lado ventajoso, al menos para los que tienen un cerebro bien entrenado. Son conocidas las abundantes anécdotas que muestran a creadores como Einstein, Newton y el matemático Henri Poincaré, resolviendo importantes e intricados problemas precisamente cuanto no estaban trabajando en algo concreto. La sabiduría popular que dice que las mejores ideas llegan cuando uno está en la ducha siempre se ejemplificó con el descubrimiento de Arquímedes referente a la medida del volumen de un objeto. (Sí claro, fue en una bañera).
Pero mientras el descubrimiento de Arquímedes fue provocado por la subida del nivel del agua mientras se metía en la bañera, otros ocurrieron “a propósito de nada”. Por ejemplo fijémonos en el famoso relato de Poincaré que describe un período de su vida en el que había estado trabajando sin éxito en un problema matemático:
El aparentemente infructuoso período antes del descubrimiento
tiene un nombre: incubación. Si al trabajo aparentemente sin fruto
en un problema le sigue otra actividad menos ardua que no requiere
tanta concentración, -andar, ducharse, cocinar- la mente está libre
y puede vagar. Y cuando la mente incuba el problema puede hallar de
pronto la solución.
La incubación es tan inconsciente como real, e implementa la creatividad. En un experimento 134 estudiantes participaron en un test que requería hallar usos desacostumbrados para objetos utilizados en la vida diaria, como bolígrafos o ladrillos. Pocos minutos después de comenzado el test los psicólogos interrumpieron a algunos estudiantes y les dieron tareas que no tenían ninguna relación con lo anterior. La nueva tarea no requería gran esfuerzo, se les mostró una serie de dígitos y tenían que decir cuáles eran pares o impares, pero los distrajo del test. Tras la interrupción los estudiantes continuaron con el test de creatividad y hallaron respuestas más creativas que el otro grupo que no había tenido una tarea “distractora”.
A otro tercer grupo de estudiantes se les propuso una interrupción como al primero pero la tarea que se les dió era más difícil y requería mayor atención.
El resultado fue que sus respuestas fueron menos creativas que las del primer grupo. La conclusión: las tareas que no requieren mucho esfuerzo, suficientemente fáciles como para necesitar poca atención, pero suficientemente difíciles para evitar el trabajo consciente en un problema, pueden liberar la mente, dejarla vagar y favorecer que resuelva un problema creativamente.
Si el vagar de la mente favorece la creatividad, su opuesto, el control de la atención practicado en la meditación llamada de atención plena o mindfulness, debería de tener los efectos opuestos, buenos y malos. Y así es, un estudio de 2012 mostró que la meditación de atención plena al reducir el mariposeo mental puede mejorar los resultados en los tests académicos normalizados. Pero los individuos menos asiduos a este tipo de meditación tienen mejor resultado en los tests de creatividad como el que mencionamos.
El mensaje está claro, lo mismo que la evolución biológica requiere un equilibrio entre la selección natural que impulsa y la deriva genética, la creatividad también necesita un equilibrio entre la selección de las ideas útiles, en las que es mejor tener la mente concentrada, y la suspensión de la selección para jugar, soñar o permitir que la mente divague.
Andreas Wagner es autor de Life Finds a Way: What Evolution Teaches Us About Creativity. Profesor en el Instituto de Bilogía evolutiva y estudios medioambientales en la Universidad de Zurich y profesor visitante en el Instituto de Santa Fe Institute. Ha escrito cuatro libros sobre innovación evolutiva.
Adaptado de Life Finds a Way: What Evolution Teaches Us About Creativity por Andreas Wagner.
Hermann von Helmholtz, un físico del siglo XIX comparaba los progresos a la hora de resolver un problema con los de un escalador “obligado a volver sobre sus pasos porque no puede seguir adelante”. Un escalador, dice von Helmholtz “dirige sus pasos por un nuevo camino que le lleva un poco más lejos”. La reflexión del físico suscita la pregunta: ¿Cómo funciona la mente creativa para traspasar el valle que le llevara al siguiente pico aún más alto?
Dado que las mentes pensantes son diferentes a los organismos que evolucionan y a las moléculas que se ensamblan unas con otras, no podemos esperar que usen los mismos mecanismos como la deriva genética o las vibraciones térmicas para superar los valles profundos con los que se encuentran. Pero de alguna forma se las arreglan para alcanzar el mismo objetivo. Y parece que usan más de un medio para lograrlo, disponen de muchos. Pero uno de los principales es el juego.
No me refiero al juego basado en reglas que se efectúa sobre un tablero ni a un juego de competición como un partido de fútbol, sino al tipo de juego despreocupado y desestructurado de un niño frente a una pila de piezas del Lego o con una pala y un cubo de arena. Me refiero a la conducta que consiste en jugar sin tener un objetivo inmediato ni un beneficio, sin tener siquiera la posibilidad de fallar.
Delfín mular o nariz de botella |
El juego es tan importante que la naturaleza lo inventó antes que nosotros. Casi todas las crías de mamífero juegan, también lo hacen las aves como los loros o los cuervos. Hemos visto jugar a reptiles, peces, y a las arañas, los animales todavía inmadurados sexualmente utilizan el juego para practicar la copulación. Pero el campeón del juego en el reino animal es sin duda el el delfín nariz de botella o mular, del que se han descrito 37 formas diferentes de juego. Los delfines en cautividad juegan sin parar con pelotas y otros juguetes, los delfines en el océano lo hacen con plumas, esponjas y “anillos de humo”, burbujas de aire que expulsan por sus orificios respiratorios.
Tan amplia variedad de juego puede ser algo más que un capricho frívolo de la naturaleza. La razón es que tiene su coste. Las crías pueden gastar 20% de su energía diaria haciendo el tonto por decirlo así en lugar de preocuparse por buscarse la comida. Y estos juegos pueden causar serios problemas. Con frecuencia los cachorros de guepardo ahuyentan a las presas persiguiéndose o subiéndose encima de la madre que está acechando. Los pequeños elefantes jugando se quedan atascados en el barro. Los corderos que juegan con las espinas de un cactus quedan empalados en ellas. Algunos animales juguetones han llegado a matarse. En un estudio de 1991 el investigador de Cambridge Robert Harcourt observó una colonia de focas sudamericanas. En una sola temporada, 102 cachorros recibieron ataques de lobos marinos, murieron 26. Más del 80% de dichos animales estaban jugando cuando los atacaron.
Con unos costes tan altos tiene que haber algún beneficio. Y de hecho donde se han medido dichos beneficios se comprueba que el juego puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Es el caso de los caballos salvajes de Nueva Zelanda, cuanto mejor juegan mejor sobreviven al primer año de vida. Igualmente los cachorros de oso pardo de Alaska que jugaron más en su primer verano no solo sobrevivieron mejor al primer verano sino que tuvieron más oportunidades de supervivencia en inviernos posteriores. Las arañas machos practican cómo copular lo suficientemente rápido para alejarse de la hembra velozmente y evitar el ataque de otros machos.
Algunos objetivos del juego nada tienen que ver con resolver problemas mentales. Cuando los caballos juegan refuerzan sus músculos, y unos buenos músculos pueden ayudarles a sobrevivir. Cuando los cachorros de león juegan a luchar entre sí, están preparándose para las futuras luchas que les ayudarán a dominar el grupo. Cuando los delfines juegan con las burbujas, están perfeccionando habilidades para confundir y atrapar a sus presas, las arañas macho que juegan al sexo, practican cómo copular velozmente y poder escapar.
Pero al menos en los mamíferos el juego es más que una mera práctica de una conducta estereotipada como podría ser la del pianista practicando una partitura una y otra vez. Cuando los mamíferos acechan, cazan y escapan se encuentran en situaciones y entornos siempre nuevos. Marc Bekoff, investigador en la Universidad de Colorado que ha dedicado su vida al estudio de la conducta animal, argumenta que jugar amplia el repertorio de la conducta animal, dándole flexibilidad para adaptarse a las circunstancias cambiantes. En otras palabras el juego animal crea conductas diversas con independencia de si esa diversidad es inmediatamente útil o no. Prepara al jugador para un mundo inesperado e impredecible.
La flexibilidad puede ayudar a los animales más inteligentes a resolver difíciles problemas. Un experimento de 1978 demostró su valor para ratas jóvenes. En este experimento algunas ratas fueron separadas de sus pares durante 20 días mediante una red colocada en medio de la jaula que les impidió jugar. Después de un período de aislamiento los investigadores enseñaron a las ratas a conseguir la comida quitando una pelota de goma de en medio tirando de ella. Luego cambiaron la tarea, en vez de tirar de la pelota había que empujarla. Las ratas que no habían jugado comparadas con las otras tardaron mucho más intentando nuevos modos de resolver el problema y obtener la comida.
El etólogo de Cambridge Patrick Bateson vinculó observaciones como ésta más directamente con los paisajes de la creación cuando dijo que “el juego puede cumplir una función de sondeo que puede permitir al individuo escapar de falsos puntos finales” y que cuando se encuentra en un metafórico punto inferior puede ser beneficioso para activar mecanismos que lo saquen de ahí. Desde este punto de vista el juego es a la creatividad lo que la deriva genética a la evolución y el calor a las moléculas que se ensamblan unas con otras.
Si las cosas son así no es extraño que las personas creativas a menudo describan su trabajo como una actividad lúdica. Alexander Fleming, que descubriría la penicilina se vió reprobado por su jefe debido a su actitud juguetona: “juega con los microbios, es muy agradable romper las reglas y encontrar algo que nadie había visto antes”. Andre Geim, premio Nobel de Física en 2010 declaró que “la actitud de juego ha sido siempre una característica en mi investigación ... a menos que te ocurra estar en el sitio indicado en el momento preciso o tengas recursos que nadie más tiene, la única posibilidad es tener espíritu más aventurero.” Cuando James Watson y Francis Crick descubrieron la doble hélice, se sirvieron de bolas de colores estilo Lego que podian pegar y que les sirvieron para crear el modelo, lo único que hicieron fue “empezar a jugar”. Y C.G. Jung, uno de los padres del psicoanálisis dijo lo mejor: “La deuda que tenemos con el juego de la imaginación es incalculable.”
Una de las características del juego es que suspende el juicio y no tenemos que ocuparnos de seleccionar las buenas ideas descartando las malas. Eso nos permite pasearnos por las avenidas de la imperfección para luego poder subir a los picos de la perfección, pero jugar es el único modo de llegar hasta arriba.
Menos deliberados pero igual de potentes son los sueños que tenemos mientras dormimos. No es coincidencia que el piscólogo Jean Piaget, que abrió camino a la investigación del desarrollo infantil, relacionaba el soñar con el juego. En los sueños nuestras mentes se sienten libres para combinar los más extraños fragmentos de pensamientos e imágenes para dar lugar al argumento de una novela y a sus personajes. Es conocido que Paul McCartney escuchó por primera vez su canción “Yesterday” en un sueño y no creyó que fuera una canción original. Se pasó semanas preguntando a la gente del negocio musical si la conocían, no la conocían. “Yesterday” fue una de las canciones con más éxito del siglo XX, con más de 7 millones de interpretaciones y 2000 versiones. Otro sueño inspiró al psicólogo alemán Otto Loewi la idea de un experimento crucial, que probó que nuestros nervios comunican químicamente a través de lo que hoy llamamos neurotransmisores. Mereció ganar el Premio Nobel.
Deambular mentalmente es asombrosamente frecuente. La mente está ausente entre un tercio y la mitad del tiempo.
Incluso en estado de semivigilia que los psicólogos llaman hipnagogia—tenemos la mente lo suficientemente libre para descender por las humildes colinas de la conciencia. En ese estado August Kekule, vió la estructura del benceno, Mary Shelley halló la idea de su novela Frankenstein, y Dmitri Mendeleiev descubrió la tabla periódica de los elementos.
El vagar de la mente es similar al juego y al sueño. 96% de los americanos reconocen que les pasa diariamente, el otro 4% debe ser que está distraído para darse cuenta. Cuantificar cuanto tiempo pasa nuestra mente vagando es sencillo: preguntar. Interrumpa a otra persona que está trabajando y pregúntele en que está pensando. O deje que el móvil le haga el trabajo. Prográmelo para enviar a los participantes en el estudio una pregunta, qué están pensando en momentos del día escogidos al azar. La media de tiempo de distracción oscila entre un tercio y la mitad.
Dejar la mente vagar se considera una peculiaridad inofensiva, como en el cliché del típico profesor despistado. Pero tiene consecuencias reales. Empecemos por las malas. La gente despistada lo hace peor en los tests que requieren concentrar la atención. Y más preocupante es que también lo hacen mal en los tests en los que más vale no fallar si se tienen aspiraciones profesionales. Entre ellos está el Scholastic Aptitude Test requerido a muchos de mis colegas para ser admitidos.
Pero la mente divagante tiene también un lado ventajoso, al menos para los que tienen un cerebro bien entrenado. Son conocidas las abundantes anécdotas que muestran a creadores como Einstein, Newton y el matemático Henri Poincaré, resolviendo importantes e intricados problemas precisamente cuanto no estaban trabajando en algo concreto. La sabiduría popular que dice que las mejores ideas llegan cuando uno está en la ducha siempre se ejemplificó con el descubrimiento de Arquímedes referente a la medida del volumen de un objeto. (Sí claro, fue en una bañera).
Pero mientras el descubrimiento de Arquímedes fue provocado por la subida del nivel del agua mientras se metía en la bañera, otros ocurrieron “a propósito de nada”. Por ejemplo fijémonos en el famoso relato de Poincaré que describe un período de su vida en el que había estado trabajando sin éxito en un problema matemático:
“Descorazonado por mi fracaso
me fui unos días al mar para intentar pensar en otra cosa. Una
mañana, caminando por el acantilado, se me ocurrió repentinamente
la idea de la que tuve inmediata certeza, de que las
transformaciones aritméticas de formas cuadráticas ternarias eran
idénticas a las de la geometría no euclidiana.”
La incubación es tan inconsciente como real, e implementa la creatividad. En un experimento 134 estudiantes participaron en un test que requería hallar usos desacostumbrados para objetos utilizados en la vida diaria, como bolígrafos o ladrillos. Pocos minutos después de comenzado el test los psicólogos interrumpieron a algunos estudiantes y les dieron tareas que no tenían ninguna relación con lo anterior. La nueva tarea no requería gran esfuerzo, se les mostró una serie de dígitos y tenían que decir cuáles eran pares o impares, pero los distrajo del test. Tras la interrupción los estudiantes continuaron con el test de creatividad y hallaron respuestas más creativas que el otro grupo que no había tenido una tarea “distractora”.
A otro tercer grupo de estudiantes se les propuso una interrupción como al primero pero la tarea que se les dió era más difícil y requería mayor atención.
El resultado fue que sus respuestas fueron menos creativas que las del primer grupo. La conclusión: las tareas que no requieren mucho esfuerzo, suficientemente fáciles como para necesitar poca atención, pero suficientemente difíciles para evitar el trabajo consciente en un problema, pueden liberar la mente, dejarla vagar y favorecer que resuelva un problema creativamente.
Si el vagar de la mente favorece la creatividad, su opuesto, el control de la atención practicado en la meditación llamada de atención plena o mindfulness, debería de tener los efectos opuestos, buenos y malos. Y así es, un estudio de 2012 mostró que la meditación de atención plena al reducir el mariposeo mental puede mejorar los resultados en los tests académicos normalizados. Pero los individuos menos asiduos a este tipo de meditación tienen mejor resultado en los tests de creatividad como el que mencionamos.
El mensaje está claro, lo mismo que la evolución biológica requiere un equilibrio entre la selección natural que impulsa y la deriva genética, la creatividad también necesita un equilibrio entre la selección de las ideas útiles, en las que es mejor tener la mente concentrada, y la suspensión de la selección para jugar, soñar o permitir que la mente divague.
Andreas Wagner es autor de Life Finds a Way: What Evolution Teaches Us About Creativity. Profesor en el Instituto de Bilogía evolutiva y estudios medioambientales en la Universidad de Zurich y profesor visitante en el Instituto de Santa Fe Institute. Ha escrito cuatro libros sobre innovación evolutiva.
Adaptado de Life Finds a Way: What Evolution Teaches Us About Creativity por Andreas Wagner.
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