Paul Ricoeur |
“Dios es todopoderoso;
Dios es absolutamente bueno;
sin
embargo, el mal existe”.
Esta contradicción ha sido históricamente un martillo pilón en las cabezas de los teólogos, fuesen estos fideístas o racionalistas, dogmáticos o tolerantes. ¿Por
qué? Porque sólo dos de estas proposiciones son compatibles. Nunca las tres
juntas.
Si Dios es todopoderoso, entonces no es absolutamente bueno
porque consiente el mal en el mundo. Luego, o no es todopoderoso, o no es
absolutamente bueno, porque es evidente que existe el mal, el crimen, el
atropello de derechos, el sufrimiento inútil, la catástrofe natural que se
lleva casas y vidas de ricos y pobres de justos e injustos… Y aún trata la naturaleza peor a los pobres. Aunque, como veremos más adelante,
también es posible negar la existencia del mal (o al menos una cierta
concepción limitada de lo malo), para poder admitir la verdad de las dos primeras
proposiciones.
Y es que la tarea de pensar el mal y de pensarlo ante Dios
puede no agotarse –explica Ricoeur- con razonamientos que asuman el principio
de no contradicción y la totalización sistemática, que son reglas propias de la
lógica formal.
El mal es un enigma. En sus tres dimensiones: culpa moral
(en lenguaje religioso, “pecado”),
sufrimiento involuntario y muerte.
El mal moral es
aquello por lo que la acción humana es objeto de imputación, acusación y
reprobación. La imputación atribuye responsabilidad, la acusación caracteriza
la acción como violadora del código ético dominante en una comunidad dada, y
la reprobación condena y sanciona. El castigo es entonces también un mal, un
sufrimiento infligido aunque justificado. Una devolución tal vez proporcionada
y a lo mejor benevolente de mal por mal.
La falta hace al ser humano culpable; el sufrimiento,
víctima. Obrar mal es siempre dañar a un semejante directa o indirectamente,
hacerlo sufrir. Aunque podemos hacer sufrir a otro sin querer, sin voluntad,
sin intención, sin culpa. Sucede todos los días. Si nos damos cuenta y
lamentamos el sufrimiento causado nos disculpamos diciendo “no fue mi
intención”. La intención es lo que cuenta, pero somos seres de dobles, de
triples intenciones, por eso se ha dicho que el infierno está lleno de “buenas
intenciones”.
Reducir al prójimo a cosa, a instrumento, a mercancía, es el
modelo básico del obrar mal. Despersonalizar para obtener con ello una ventaja,
que puede ser el mero placer de ver sufrir al otro (crueldad). El hombre ha
acreditado su historia como una historia de la crueldad.
El presentimiento de que culpa, sufrimiento y muerte
expresan la condición humana en su profunda unidad parece avocarnos a un único
misterio de iniquidad, incompatible con la idea de un Dios todopoderoso y de un
Creador bueno. La vida moral exprime así
su sin-sentido, su angustia, su incongruencia con una realidad, la natural, del
todo amoral.
En la experiencia de la culpa suele andar mezclado el
sentimiento de haberse dejado seducir por una fuerza superior que parece
desdibujar la frontera entre culpable y víctima: un demonio, una pasión
irrefrenable, una experiencia de pasividad… Las pasiones, literalmente, se
padecen, son, como decía Séneca, morbos del ánimo, enfermedades del alma. ¿No
será el malo un enfermo? Puesto que sufrimos dolor por nuestros errores y somos
castigados por nuestras faltas, ¿no sería también una enfermedad, un accidente,
una fatalidad, el castigo merecido por la acción mala que cometemos en esta
vida, o que cometimos en otra vida anterior quedando impune?
Es la idea oriental del Karma, o la occidental del Pecado
Original. Ningún mal quedaría impune. El sufrimiento del mundo sería
consecuencia de una herencia de culpa, propia o específica, la del pecado de
nuestros primeros padres. Esta última es la solución de San Agustín. También la
de Ciorán, que interpreta la retribución como una “caída en el tiempo”, una
caída en la Historia. Una rebelión del género humano contra el orden natural.
Puede interpretarse así la célebre sentencia de Anaximandro, generalizada a
todos los seres, que pagarían con su muerte el precio por haber existido, por
haber escapado o haber intentado liberarse de la materia inerte.
Autores como Rudolf Otto han puesto de manifiesto la
ambivalencia moral de lo sagrado, que posee un costado luminoso, pero también
otro tenebroso. Los grandes relatos sobre el origen aluden a ello intentando
integrar ethos y cosmos, moral y
naturaleza, en una visión englobante. Mas el hiato entre naturaleza y ética, o
entre vida y moral, parece insalvable. De hecho, la bondad moral no es un
criterio de supervivencia. Muchas veces se reproducen mejor el malo, el cruel,
el inútil social, el incompetente moral, el imbécil, el parásito… viven y se
replican igual o mejor que el justo. El depredador ocupa el vértice de la
pirámide trófica. De ahí que el problema del mal sea el clavo en el zapato de
cualquier religión.
Y sin embargo, sólo el mito y la religión tratan a su modo
prerracional o irracional de lo originario, del mal que nos constituye, del
lugar del sufrimiento, de lo sucedido-para-siempre, ante lo cual mi libertad
efectiva es convocada a existir. El mito revela una vasta plataforma de experimentación
e incluso de juego con las hipótesis más variadas y fantásticas, monistas,
dualistas, mixtas… El mito recoge la faceta demónica de la experiencia del mal
y la articula en un lenguaje distinto al de la filosofía y la ciencia.
La misma experiencia de lo tenebroso, de la muerte anidando
en la vida misma, puede interpretarse como una conditio sine qua non de la creatividad, que florece en el corazón
mismo de la tiniebla, como un vacío que destila claridad. Tal es el símbolo de
la aurora en el pensamiento poético de María Zambrano. Pero esta tiniebla no es
la del mal radical, ni la del malditismo poético post-romántico, el de las
flores del mal, sino una “penumbra tocada de alegría” en que se anuncia un
parto aún indefinido, es “la noche del sentido en que germina la aurora de la
palabra”. La palabra como aurora o como razón poética, “luz que se enciende en
la sangre”, a golpes de sufrimiento, para evitar que ésta se pudra en la ciega
oscuridad del dolor o del rencor. Sólo una razón sacrificial, auroral, muy
distinta de la formal o cenital, pueda hacerse cargo del mal[1]. Pero…
¿De dónde viene el mal? Y, sobre todo, ¿por qué yo he de
sufrirlo? El Libro de Job ofrece el
trágico espectáculo del justo que sufre, la dramática discordancia entre el mal
moral y el mal que es injustificado sufrimiento. Ese escándalo para la razón
–según Kant- que exige a la misma razón el postulado o presunción de una
retribución transmundana, de un Juez absoluto. Allí, en el Cielo o el Infierno,
el justo y el malvado serán retribuidos o penalizados por sus obras
respectivas.
En Job, incluso la queja se hace improcedente. Job acaba
arrepintiéndose de la queja misma. El consuelo es diferido escatológicamente,
pero, al final, Satanás pierde su apuesta.
Según Ricoeur, la
gnosis permitió pasar de la teología a la teodicea mediante una
especulación fantástica en la que las fuerzas del bien combaten sin tregua
contra los ejércitos del mal con el fin de liberar las centellas de luz que
permanecen cautivas en la materia. El mundo material es para la gnosis
fundamentalmente malo. No ha sido diseñado por un Dios benevolente, sino por un demiurgo demente.
Algún gnóstico se aventurará a decir que, en realidad, este mundo es el
purgatorio, o peor, el auténtico infierno.
La expulsión del Paraíso. Franz von Stuck |
San Agustín responde a esta visión trágica como buen
neoplatónico, negándole sustancia al mal. El mal no es, porque el pensar inteligente es siempre un pensar el ser, un pensar uno, un pensar bien. Por
consiguiente, el mal ni siquiera puede ser pensado, es la nada. El mal es concebido entonces como deficiencia, como imperfección
congénita, lo cual permite comprender la inclinación de la criatura hacia el
mal, o sea, hacia la nada. Nace así una onto-teología que arroja entero el
problema del mal al acto voluntario, al pecado decidido por el libre albedrío. “Veo
el bien, sé como hacerlo, hago el mal” –que decía Pablo de Tarso. De ahí la
concepción dramática de la libertad propia del cristianismo paulino y
profundizada por el agustinismo. El pecado (mal moral) introduce así un mal
privativo del que “la caída” voluntaria (la “caída en el tiempo” en la
interpretación cioranesca) es responsable. De este modo, todo mal, o es pecado
o es pena por el pecado: no hay alma precipitada injustamente en la desgracia.
Esto contraviene nuestra experiencia cotidiana, en la que
vemos sufrir al justo. Para hacer aquella tesis verosímil es preciso extender
la culpa del individuo a la especie, a todo el género humano, e. d., asignar al
pecado una dimensión supraindividual, histórica, genérica. Es la doctrina del
“pecado original”, con la que San Agustín pretende hacer frente a la impotencia
del hombre frente a la potencia demónica o demoníaca del mal, ya presente antes
de cualquier mala intención personal deliberada.
Pero, ¿qué culpa tenemos nosotros de las decisiones que
tomaron Adán y Eva? Este mito, por mucho que lo racionalicemos, no nos
consuela, pero sí nos confirma que la nada de privación, que el no-ser –como la
muerte- es una potencia superior a cada voluntad individual y a cada volición
singular.
El monje britano Pelagio (IV-V d. C.), por el contrario,
deja a cada ser libre ante su sola responsabilidad, como Jeremías o Ezequiel
cuando niegan que los hijos deban pagar las culpas de los padres. No obstante,
según Ricoeur, tanto Agustín como Pelagio dejaron sin contestación la pregunta
por el sufrimiento injusto: el africano condenándolo al silencio en nombre de
una inculpación del género humano; Pelagio, en nombre de una exigente apelación
a la responsabilidad personal.
De la onto-teología nació la justificación racionalista de
Dios a la que llamamos teodicea. El
modelo es la Teodicea de Leibniz. El
mal metafísico sigue siendo defecto ineluctable de todo ser creado, si es
verdad que Dios no podría crear a otro Dios, o sea, a un ser perfecto como Él.
Todas las formas del mal dependen de la insuficiencia del ser creado, no sólo
el mal moral, sino también el dolor y la muerte.
Al principio de no contradicción se une ahora el principio de
razón suficiente o principio de lo mejor,
desde el momento en que se concibe la creación como una pugna en el
entendimiento divino entre una multiplicidad de modelos cósmicos posibles, de
los cuales Dios elige este en el que hemos sido creados y que contiene el
máximo de perfecciones con el mínimo de defectos. Digamos ya, para evitar la
mofa volteriana (en el Cándido), que
este mundo en el que habitamos no es el mejor de los mundos posibles, pero es
al menos el menos malo de los mundos posibles. No se trata aquí de negar el mal
sino de optar por un vigoroso optimismo al afirmar que el balance total es
positivo, esto es, que “no hay mal que por bien no venga”. Su corolario
estético es que el contraste entre lo negativo y lo positivo contribuye a la
armonía del conjunto.
No obstante, la queja, la lamentación del justo sufriente,
de la víctima inocente, quebranta una vez más la idea de una compensación del
mal por el bien, así como antes lo había hecho con la idea de retribución.
Kant asesta un duro golpe a la teodicea al dejar la razón
del mal en mera esperanza de bien. La teodicea no es para el prusiano más que
una “ilusión trascendental”. El problema del mal compete exclusivamente a la
esfera práctica. Mal es aquello que
no debería ser y que la acción humana, la acción libre, autónoma, debe combatir.
El mal es el enemigo práctico. La pregunta ya no es de dónde viene el mal, sino
de dónde viene que lo hagamos. El problema del sufrimiento o es un problema
ético, si es evitable, o filosóficamente irrelevante, si no es intencional. De
este último, del problema del dolor, causado por una enfermedad o por un
accidente, y de su paliación se ocuparán las ciencias naturales y las técnicas
que se les asocian: la fisiología, la psicología experimental, la farmacopea,
la psiquiatría, la medicina, etc.
Respecto al “mal radical”, el mal moral, Kant es más
pelagiano que agustiniano. Nada justifica el daño deliberado a la humanidad o a
sus dignos fines, sino la máxima (equivocada, insuficiente para convertirse en
ley) que sirve de fundamento subjetivo a todas las malas máximas de nuestro
libre albedrío, como una propensión al mal propia del género humano (aquí se vuelve
Kant hacia Agustín), contraria tendencia a la propensión al bien que constituye
la buena voluntad, única cosa que puede ser llamada con propiedad “buena” en
este mundo, buena en un sentido ético; por tanto, la mala voluntad, la mala
intención, es lo único que puede llamarse “mal” en sentido metafísico o moral.
Respecto a la razón de ser de ese mal radical, Kant dictamina que es
inescrutable. Es el fondo demónico de la libertad humana (lo que tal vez Amelia
Valcárcel llamó inapropiada y escandalosamente el “derecho al mal”, que
reclamaba para las féminas, después de haber sido patrimonializado y
monopolizado históricamente por los varones y que mejor hubiera dado en llamar
el “derecho a equivocarse”).
Obviamente, Kant no acabó con el problema del mal, con esa
llaga abierta, ni con el lamento que nos provoca. En Hegel, la negatividad tiene una función creadora
al obligar a cada figura del espíritu a volverse en su contraria y a engendrar
una nueva figura que suprime y a un tiempo conserva a la precedente
(superación, Aufhebung).
"El cuerpo tiene muy poca piedad con el alma. Además, a diferencia de ésta, el cuerpo jamás olvida: es implacable, rencoroso y constante en su maldad", E.L.M., EL Dolor, Octaedro, 2011 (Las siete bestias). |
La dialéctica romántica hace coincidir lo trágico y lo
lógico en todo, ¿acaso no tiene algo que morir para que nazca otro ser más grande
y mejor? La idea de evolución (Darwin)
ya está insinuada en esta de superación hegeliana.
De este modo, si bien la desgracia está en todas partes, lo está superándose,
superada en su dinamismo, por eso la reconciliación prevalece siempre sobre el
rompimiento.
En el capítulo VI de la Fenomenología
del Espíritu, Hegel muestra al espíritu dividido entre la convicción que estimula a los grandes
hombres de acción, y la conciencia juzgante del “alma bella”, que tiene las
manos limpias pero carece de manos. El buen juicio denuncia la violencia del
hombre de convicción, la ceguera y arbitrariedad de sus pasiones, pero también
debe confesar sus limitaciones y la hipocresía de un ideal moral inoperante,
que se refugia en la palabra.
¿En qué consiste entonces el perdón? En el desistimiento
paralelo de los dos momentos del espíritu, el reconocimiento mutuo de su
particularidad y en su reconciliación. La justificación nace de la destrucción
del juicio condenatorio. Para Hegel en el fondo todo lo real es racional, todo
es Lógos, incluso la pasión con que obra el gran hombre o la gran mujer no es
más que una “astucia de la razón” para modelar la historia según las
conveniencias del Espíritu (Geist), su verdadero protagonista. Pero este
panlogismo (todo es Lógos) parece recuperar muy románticamente el pan-tragedismo
con un sesgo optimista, como el de Leibniz. La historia humana no es
precisamente el lugar de la dicha, pero al menos es feliz en su meta última
(Endzweck), la emancipación completa del Espíritu a través de sus formas
libres: la religión, el arte y la filosofía, la entera actualización de la
Libertad desplegando a espaldas de la tragedia histórica una intención segunda,
disimulada en la primera de las metas egoístas.
Nosotros, tras los grandes desastres del siglo XX, ya no
podemos ser tan optimistas, la misma ilusión ilustrada del progreso se ha
vuelto hoy incierta, cuando no sospechosa de publicitaria o propagandística.
Nos perturba la perplejidad de que cuanto más se prospera más marginadas quedan
las víctimas de la historia.
Para contestar a Hegel, Ricoeur echa mano del teólogo Karl
Barth, para el cual sólo una teología fracturada, que renuncie a la
totalización sistemática, puede aventurarse a pensar el mal. Fracturada por
fuerza ha de ser una teología que le reconoce al mal una realidad inconciliable
con la bondad de Dios y de la creación. Barth reserva para esta realidad el
término das Nichtige, para significar una nada hostil a Dios, una nada que no
es sólo deficiencia, defecto, privación, sino también corrupción y destrucción.
Se confirma así el carácter inescrutable del mal moral –tal y como intuyó
Kant-, su radicalidad, pero también se ensaya una renovada atención a la
protesta del sufrimiento humano que no puede explicarse sólo como pena
(retribución) o providencia.
Par Barth, la nada es lo que Cristo venció al aniquilarse él
mismo en la cruz. En Jesucristo, Dios encontró y combatió la nada. La
controversia con la nada es así también asunto del propio Dios y nuestros
combates con el mal moral nos convierten en cobeligerantes, en camaradas de
guerra con Dios frente a la nada[2]. Dios permite que no
veamos todavía su reino, que la razón moral exige, y que sigamos amenazados aún
por la nada.
Para Barth, también la nada depende de Dios. Lo que Dios
rechaza, eso es la nada, “la mano izquierda de Dios”, lo que no quiere, y que
sólo existe porque Dios no la quiere. Análogamente, el mal sólo existe como
objeto de su ira. El reinado sobre la nada constituye el opus alienum de Dios, distinto de la creación buena (opus proprium), toda llena de gracia.
“Porque Dios reina también en la mano izquierda, él es causa y señor de la nada
misma”.
Pero si la bondad de Dios se muestra en que combate al mal
desde el inicio de la creación, como sugiere la referencia al caos original en
el Génesis, ¿no queda el poder de Dios sacrificado a su bondad? Y a la inversa,
si Dios es también Señor de la nada, ¿no se ve limitada su bondad por su ira,
por su rechazo, aun si ese rechazo se identifica con un no querer?
Débil compromiso. Barth acepta el dilema de la teodicea,
pero recusa la lógica de no contradicción y totalización sistemática, más bien
hemos de leerla según la lógica de Kierkegaard, una lógica de la paradoja,
eliminando de sus fórmulas enigmáticas el menor asomo de conciliación.
Ricoeur se pregunta si no retomó Barth las especulaciones de
los pensadores renacentistas –proseguidas por Schelling- sobre el costado
demónico de la deidad. La sabiduría parece consistir en reconocer el carácter
aporético del pensamiento sobre el mal. Y es que el problema del mal no sólo es
especulativo: exige una convergencia de pensamiento y acción y una
transformación espiritual de los sentimientos.
En el campo del pensar, toda síntesis se muestra
provisional, mera incitación a pensar más y de otra manera, contenida en el
“¿Por qué?” de la lamentación de las víctimas. En este asunto, como en otros,
las aporías y paradojas resultan más productivas que los dogmas y las
ideologías.
En el campo de la acción, el mal es lo que no debería ser,
lo que debe ser combatido. Bajo el influjo del mito, el bien aparece como una
tarea. Urge así disminuir la cantidad de violencia ejercida por unos hombres
contra otros, pues con ello reducimos el nivel de sufrimiento del mundo. Antes
de acusar a Dios o de especular sobre los poderes del diablo, actuemos ética y
políticamente contra el mal.
En el orden emotivo, hay que decir que los sentimientos que
nutren la lamentación y la queja pueden beneficiarse de la sabiduría
enriquecida por la meditación filosófica y teológica. Un ejemplo que pone
Ricoeur es el del duelo, tal y como lo describe Freud como un desligamiento de
ataduras afectivas.
A las tendencias de
las víctimas a acusarse y entrar en el juego cruel de la víctima expiatoria es
preciso replicar: no, Dios no ha querido eso; y menos aún ha querido
castigarme. De este modo, el fracaso de la teoría de la retribución queda
integrado en el trabajo del duelo.
El grado cero de la espiritualización de la queja está muy
cerca del amor fati de los estoicos.
La aceptación del azar o del destino, de lo que no se puede cambiar: el mal
como fatalidad. También puede espiritualizarse la lamentación en una queja
contra Dios con la llamada “teología de la protesta”, protesta contra la idea
del “permiso” divino. La acusación contra Dios es aquí la impaciencia de la
esperanza, pues aguarda una plena manifestación de la victoria de Dios sobre el
mal. Es el grito del salmista: “¿Hasta cuándo, Señor?”.
Un tercer grado de espiritualización del lamento es
descubrir que las razones para creer en Dios no tienen nada en común con la
necesidad de explicar el origen del sufrimiento:
“El sufrimiento sólo es un escándalo para aquel que entiende a Dios como la fuente de todo cuanto hay de bueno en la creación, incluyendo la indignación contra el mal, el valor de soportarlo y el impulso de simpatía hacia sus víctimas; creemos así en Dios a despecho del mal” (P. Ricoeur).
Creer en Dios a pesar del mal es también una manera de
integrar la aporía especulativa en el trabajo de duelo.
Más allá de este umbral hay sabios que renuncian por
completo a la queja o que disciernen en el sufrimiento un valor educativo y
purgativo, pero este sentido no puede ser enseñado, sólo puede ser hallado o
reencontrado, y en ningún caso debe reconducirse hacia la autoacusación y la
autodestrucción.
Otros sabios –explica Ricoeur- hallan consuelo y razón para
renunciar a la queja en la idea de que Dios mismo sufre. Dios mismo padeció y
murió en Cristo. Tal tendencia ve en la renuncia a los deseos una fuente de
aceptación y calma. Renuncia al deseo de recompensa e incluso al deseo de
inmortalidad, acepta la muerte y aún anhela ese “morirse del todo” que
solicitaba Borges para sí. Es la sabiduría de Job cuando se dice que llegó a
amar a Dios “por nada”, muy próxima a la piedad del budismo.
Ricoeur no quiere aislar esta experiencia solitaria de la
lucha ética y política contra el mal. Piensa que una vez suprimida la
violencia, quedaría al desnudo el enigma del verdadero sufrimiento, del
sufrimiento irreductible.
Bibliografía mínima
Paul Ricoeur. El mal.
Un desafío a la filosofía y a la teología, Amorrortu, Madrid, 2011 (3ª).
NOTAS
[1]
Pedro Cerezo Galán, “La aurora de la razón poética”. En Criaturas de la Aurora,
Líberman, Jaén 2018.
[2]
Para cierta teología cristiana, no existen ni el Cielo ni el Infierno,
simplemente, los malvados no serán resucitados cuando Cristo regrese al mundo
(Parousía), pues el mal les condujo a ser Nada (lo contrario del Ser, de Dios).
Sólo a los justos les es prometido un nuevo cuerpo perfecto. Y no hay más vida
que la de este mundo, como no hay alma viva sin cuerpo, no hay inmortalidad del
alma descarnada, si bien el cuerpo material será renovado por la parousía, definitivamente redimido del
mal.
DESIGNIO BENÉFICO
ResponderEliminarAl principio de sus *Pensamientos y apuntes...* (Cádiz, 1837) el filósofo José Mª de Pando combate la incredulidad moderna que seca las fuentes de la moralidad. Afirma que en todo tiempo la principal causa del escepticismo, aun sincero y reflexivo, es el triunfo del crimen y la abyección de la virtud, sin embargo él ve en ese mismo manantial de incredulidad y descontento la prueba irrefragable de que hay un porvenir para los hombres. Los hombres inventamos, ordenamos, comprendemos... "Invención, disposición (contrivance) prueba designio. El mundo abunda en disposiciones o arreglos (contrivances), en designios; y todos los que conocemos están dirigidos a objetos benéficos. El mal existe sin duda; mas en cuanto podemos percibir, no es nunca objeto de designio. Los dientes y muelas están formados para mascar y triturar, no para que duelan: el dolor que experimentan de cuando en cuando, es incidental al designio (...). Ningún anatomista descubrió jamás un sistema de organización calculado para producir dolor y enfermedad".
He sufrido,
ResponderEliminary también no he querido sentirlo.
Pienso en cualquier amigo
u quizás en el mismo demonio.
Y digo...
NO.
No deseo que esto que vivo
lo padezca otro ser vivo
u divino.