viernes, 10 de julio de 2015

Una fe asequible

Comentarios a reflexiones de un agnóstico insatisfecho que no soporta la inalcanzabilidad de la fe



I. Límites de la ciencia y de su método

No creo que las raíces de la ciencia y de la religión sean antagónicas e irreconciliables. Al menos no para una interpretación no dogmática de religión y ciencia, ni fanática ni cientifista. Tres de los científicos más eminentes que conozco son sacerdotes. Si bien Hawking o Dawkins se oponen a la religión o al deísmo, Fred Hoyle o el mismo Einstein tenían una opinión más matizada.

Ciertamente, la ciencia moderna se caracteriza por su método o, mejor, por el “afán de método”, ese equipamiento o armadura con que se pertrecha el científico que, con el ascetismo de un soldado o de un monje, sale a la caza de realidades o de explicaciones sobre realidades. María Zambrano se percató de que tal método es en realidad una cacería. Y –digo yo- según la presa que busquemos, así el armamento metodológico que emplearemos. Y según el armamento, la presa. La caza puede ser pesca, y si la malla es poco tupida pero fuerte, se cogerán grandes peces, pero los pequeños pasarán desapercibidos…


La ciencia es sin duda el instrumento más poderoso que los humanos han ideado para manejar las cosas, construir objetos y prever o producir fenómenos. La tecnología transforma nuestra vida y amplía sus posibilidades de goce, desarrollo y comunicación, por tanto nuevas ocasiones de realización pero también de alienación. Y sin embargo, la tecnociencia apenas hurga en la superficie de los entes que cosifica, si acaso araña su costra ya objetiva. Su fisgoneo y manoseo tiene un punto de violencia. Tortura en cierto sentido a la naturaleza sometiéndola a un interrogatorio. La vivisección revela ese aspecto obscuro de sus métodos.



Un manual de física serio empieza diciendo “El universo que los físicos estudian está constituido por materia y energía. No sabemos qué son ni la una ni la otra, aunque podemos describir algunas de sus propiedades”. Por muchas propiedades que se describan de nuestra materia y nuestra energía, la ciencia no nos dirá nada sobre el hombre ni podrá darle órdenes jamás. La religión sí, el arte también, y la filosofía convierte biografías en sistemas de interpretación. Es la idea que tenemos del hombre la que determina fundamental el modo político de conducirnos. Y no me refiero con esas actitudes, las que inspiran la vida civil, actitud religiosa, estética o filosófica, sólo al valor de los sueños, aunque también.

Como arsenal o armero de caza y pesca, el método científico está provisto de trampas, fabrica trampas y hace trampas. Quien mejor ha estudiado esto ha sido el epistemólogo Paul Feyerabend. Y más importante: toda ciencia supone una metafísica básica. La suposición de que en la naturaleza hay orden, necesidad y causalidad (¡ya es suponer!) no dejan de ser hipótesis incontrastables, porque de la totalidad de la experiencia ¡no tenemos experiencia! Esta metafísica de la ciencia moderna tiene sesgos galileanos (Dios matemático, mundo cifrado), cartesianos (claridad y distinción, criterios lógicos), newtonianos (espacio y tiempo, sensorios divinos), einstenianos (Dios no juega a los dados), o estifenhawkingnianos (el principio antrópico, tan protagórico). Empezando, claro, por la creencia fundacional, filosófica: hay una verdad a descubrir, lo cual, para alguien que tenga una idea suficientemente abstracta de Verdad (Gandhi, por ejemplo) es ya una apuesta a favor de la existencia de Dios (la Verdad, según San Agustín). Gandhi dijo que la única diferencia entre la fe de los científicos y su fe religiosa era el orden –o jerarquía- de los elementos de la ecuación. Él dice: “Dios es la verdad”; y los científicos dicen: "la Verdad es dios”.

Hace tiempo que sabemos que los fenómenos naturales únicamente son probabilísticamente predecibles. Igual que la física mecánica ha dejado su lugar a la biotecnología como ciencia estrella, el determinismo ha cedido ante el descubrimiento de fenómenos que parecen poner en duda la secuencia causa -> efecto. Hace tiempo que Hume puso en su sitio a la presuntuosa "Causalidad Necesaria", dejándola en "contingente". La explicación causal no es más que una creencia inferida de una costumbre. Y la física cuántica parece haber descubierto causalidades tan azarosas que más bien parecen casualidades.


Por supuesto, también la libertad, base de las humanidades, es un supuesto metafísico, un a priori de la eticidad, como dijo Kant. Hoy deberíamos de estar más bien por la consiliencia, por la reintegración de las dos culturas, la científica y la humanística, en la cual no puede faltar la razón poética y el pensar y sentir religioso, si queremos un ser humano completo y no deforme; y un pensar y sentir religioso que respete y armonice con el saber probado, o sea, con los saberes científicos.

II. ¿Dios, conciencia universal?

Vuestra concepción, señora, de un Dios o Diosa como conciencia universal es razonable, pero por lo mismo insuficiente. Si no sabemos si existe, menos aún qué es. Si supiésemos, la fe, la esperanza e incluso puede que el amor, serían bastante inútiles. Esas virtudes son las excelencias para el menesteroso, pobre, necesitado, doliente, enfermo, angustiado, imperfecto, o sea, para cualquiera de nosotros, que no somos dioses.

Actualidad pura, Pensamiento del pensamiento, Soberano bien, Fin de fines, Creador…, nombres abstractos de Dios, o de los dioses, pues tampoco podemos descartar que haya más de uno, ni podemos negar que insista, como un meme recalcitrante, su Idea.

A mi modo de ver se trata de una idea-fuerza, imprescindible en la práctica. Todo el mundo, incluso el ateo, tiene un cierto sentido de lo sagrado, lo santo, lo puro, lo genuino, el "Uno primordial" del que habla Nietzsche: familia, vida, intimidad, amor, personeidad, ídolo deportivo, naturaleza, hoja de mariguana, voluntad de poderío…, ¡lo que sea, con tal de adorar! Como decía Chesterton (uno de los grandes genios -junto con C. S. Lewis- del deísmo cristiano contemporáneo): cuando Dios desaparece, cualquier cosa se convierte en dios. Y  como Dios calla -añado yo-, en su nombre pueden decirse y escribirse las mayores tonterías. Nuestra capacidad para idolatrar, incluso aquello que en absoluto merece devoción o adoración (la misma cruz no es más que un instrumento de tortura), ha sido históricamente contrastada, sobre todo en épocas en las que la admiración adeudada a lo verdaderamente valioso brilla por su ausencia, y la propensión al mito puede también -como cualquier otra manía- crecer con la edad.

Sin embargo, el ideal de lo divino es éticamente imprescindible porque sin ideales nos quedamos fácilmente sin ideas, y sin ellas sin conceptos, y sin conceptos no podemos conocer ni interpretar ni construir realidad alguna. El concepto es a conciencia lo que la imagen a imaginación y memoria: su materia prima. Y como somos también lo que pensamos, si no miramos al Cielo, difícilmente nos volveremos celestiales. Si no miramos a lo Perfecto, difícilmente progresaremos. El pensamiento de las cosas divinas -ya lo sabía Huarte de San Juan- nos vuelve mejores. Si pensamos que el humano es máquina actuaremos como máquinas; si pensamos que animal, nos embruteceremos; si soñamos que es algo divino, hijo de los dioses, tendremos que hacer un esfuerzo por estar a la altura de nuestros padres celestiales, atenderemos al desarrollo de lo más excelente en nosotros, fin esencial de la vida ética. Nietzsche, ese ateo petulante, genial destripador de ideas, no dudó en considerar, con razón, que los grandes ideales: justicia, belleza, bien, unidad, son el contenido mismo de la idea filosófica de Dios, las razones seminales de las cosas que decía San Agustín, ultramundanos en sí, desde luego, metas regulativas muy funcionales.


Dios es también un ideal amable, mejor que un intelecto puro. Pero, también, el mejor y más entrañable de los confidentes del corazón. Algo en mí que es más que yo y que no es sólo yo, ni el yo solo. Hace poco me confesé con un amigo salesiano. Quería comulgar en la boda de mi hija y pasar por el aro canónico de la Iglesia católica. Se sorprendió cuando le dije que –como vos- nunca había dejado de sentirme cultural, espiritualmente, moralmente cristiano, aunque no practicaba los ritos prescritos, ni me confesaba o comulgaba desde hacía cuarenta años. Nunca he dejado de considerarme parte de la iglesia con minúsculas, esa que es sólo la asamblea espiritual de los que toman a Jesús por ejemplo adorable.

Los Evangelios, las parábolas de Jesús, la educación materna y paterna (la fe de nuestros mayores), la poesía de Juan de la Cruz o de Miguel de Molinos, la filosofía perenne de Huxley, los textos de Gandhi, el ejemplo de mi esposa, las procesiones e iconografías de Semana Santa, las romerías, las saetas, el cristianismo de Erasmo, de Giner, de Machado..., todo ese conglomerado heredado, en el que el catolicismo popular condensa elementos de religiones paganas, antiquísimas, seguramente tienen que ver con la conservación en mí de lo más esencial del cristianismo: una apuesta a favor de Dios concebido como Ser misericordioso, y a favor del próximo (prójimo) concebido como persona (sustancia individual y racional). Un catolicismo bastante reformado que hace honor a la tolerancia del Maestro: “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra“, “no verás la paja en el ojo ajeno sin ver antes la viga en el propio, etc.”.

Influyen tradiciones y circunstancias, más no me considero tradicionalista. Las Iglesias tienen que evolucionar muchísimo si no quieren seguir perdiendo fieles. Una de las experiencias más emocionantes de mi vida religiosa la experimenté en Praga, en una misa husita oficiada por una sacerdotisa, semicantada. Pero hay algo más. Un compromiso adoptado libremente: fe en el espíritu y en las personas (al margen de su sexo) como receptáculos del espíritu, que sopla donde quiere. No es sólo moralismo (Voltaire, Marina). El cristianismo es más que una ética razonable. Más bien apertura al misterio de la Encarnación de lo divino en las personas, y en la persona del Cristo histórico principalmente, un dios doliente, sufriente, angustiado, humanizado. Apertura al misterio tremendo de la vida, la conciencia y la historia humana, esa aventura colectiva con dirección sublime. El Ungido como germen misterioso y éticamente progresista de la historia, que vino a dejar sin fundamento la esclavitud, clave económica del mundo antiguo, que sin la esclavitud se desmorona para bien de la Humanidad.

III. El descubrimiento cristiano del espíritu

Si bien con el antecedente del Eros platónico, el pneuma plotiniano, la serenidad estoica, fue el cristianismo el que descubrió el espíritu en el tiempo de los Antoninos. “Con el cristianismo –escribe María Zambrano- el hombre dejó de vivir en la naturaleza y cambió su angustia de las cosas por la angustia de la nada” (Hacia un saber sobre el alma, Alianza 2004).

Persona es aquello que de ninguna manera puede ser cosa, imagen terrenal de Dios. Y somos personas. Por eso tenemos derechos y obligaciones. Los derechos humanos son una retórica hueca sin ese fundamento personalista de origen helenístico y cristiano. La dignidad pertenece a las personas porque son criaturas divinas, "hijos de Dios". Si somos meros productos del azar y la necesidad, entonces, si feos, enfermos, viejos o inútiles, resultamos prescindibles e incluso exterminables. Fue precisamente esa apuesta por la dignidad de toda persona (también del pobre, del moribundo, del inválido, etc.) lo que molestaba tanto a Nietzsche del cristianismo. Si toda persona es digna por ser criatura divina, entonces ninguna es prescindible. El humanismo renacentista se alimenta de esa fe.


Criaturas divinas, criadas como seres vivientes con cuerpo, mente y espíritu. No es extraño pues que los clímax de máxima exaltación corporal traigan también consigo un delicioso aniquilamiento en esa unidad cósmica, espiritual y divina (parafraseo a Ortega, tan poco religioso él). Compartimos la naturaleza ingeniosa del Creador, aunque nosotros sólo inventemos y combinemos, porque no creemos ni creamos desde la nada. Ay, esa proximidad del verbo "creer" y "crear" es metafísicamente fascinante, uno de esos tesoros filosóficos y formales de nuestra lengua, como la distinción entre "ser" y "estar". Al creer, ¿no deja uno un hueco íntimo para que Dios se recree en su interior?

Fichte llevó hasta el absurdo esa condición trascendental del espíritu como voluntad creativa. Por eso “qué clase de filosofía se elige depende de qué clase de hombre se es”.

A los límites del experimento científico (una experiencia con trampa legítima) hay que añadir los límites de la lógica. Sé de lo que hablo. He sido profesor tutor de lógica y metalógica en la UNED durante lustros. El pionero de la lógica simbólica, Leibniz, fue deísta y creía en la unidad esencial, ecuménica, de las grandes religiones. El más genial de los lógicos del XX, Gödel, acabó sus días en Princeton discutiendo el problema de Dios con Einstein. Gödel nos dejó una recreación de la prueba anselmiana, retomando el argumento “ontológico” bajo la suposición  (si no recuerdo mal) de que Dios es el conjunto perfecto de todos los conjuntos posibles.

Aproximaciones racionales. Y por lo mismo insuficientes. Los místicos prefieren una aproximación sensible, sensual, emocionante y emotiva, incluso pasional a ese Todo que conciben como una energía absorbente, y al que se entregan e inmolan felices. No es descartable una consideración religiosa y mística de la sexualidad, como en el Tao… Pero nuestra cultura reciente en lugar de sacralizar la cópula, la ha envilecido y animalizado.

IV. Verdades del corazón

Hay mucho en la naturaleza  irreductible a fórmulas matemáticas –hablo ahora como entomólogo aficionado, jardinero diletante, hortelano eventual y mediano oleicultor-, y mucho en el alma perfectamente extraño a las luces de la razón humana. Además, hay un extraño lazo, una “cadena dorada”, una inescrutable, misteriosa pero posible armonía entre esos dos polos del universo: Dios y Naturaleza. Espíritu y Materia. Llámale alma del mundo. Su signo es la metáfora, cuya función es precisamente la de definir simbólicamente esa realidad que la razón no abarca.

Metáforas y símbolos (imágenes que unen). Verdades del corazón. Fuego, como sagrario elemental de todas las religiones. Sangre de Cristo, que obsesionaba a santa Catalina de Siena, como emblema de la suma comunión de todos los espíritus. La secreta vida del corazón, aún en los agnósticos y ateos (y hoy el ateísmo ignorante ha llegado a un grado bárbaro de dogmatismo en la "ilustrada" y decadente Europa, e incluso en la izquierda culta hispanoamérica, tan lacaniana y foucaultiana) posee siempre una dimensión “religiosa”, entendiendo el adjetivo sensu lato. Citaría la inteligencia sentiente de Zubiri, pero prefiero una posición todavía menos intelectualista. Hablemos de la música que vos, señora, definiste como flor de la maravilla. Un corazón abierto a la maravilla de lo bueno, bello y verdadero, ya contiene y siente lo divino.

La buena filosofía, la buena religión y el buen arte comparten el mismo anhelo: buscar a Dios entre las sombras (Machado): salvarse de ser individuo, trascender esta oscura prisión individualizadora de la carne, condenada a perecer.

No hallo razones sólidas para renunciar a esa esperanza que comparto con la mayor parte de la humanidad de todos los tiempos.

Por ignota razón
Dios creador quiso devenir en el tiempo
Y al precipitarse entonces
Allí en el espacio nos abandonó


¿Nos abandonó? ¿No has sentido a veces ser parte de él? ¿No has llevado en sus entrañas sus semillas palpitantes? ¿Cuántas veces el artista nos presentará ese misterio en forma de maternidad para que nosotros miremos sin ver, totalmente ciegos? Realidad es el cuerpo que somos pero también lo que creemos e ideamos, lo que queremos ser, la verdad proversiva. El imperativo que nos dignifica dice así: ¡Seamos más que almas! ¡Crezcamos por encima de nosotros mismos! ¡Divinicémonos! No se trata de soberbia, sino de humildad, de reconocimiento de que no nos basta con ser lo poco que somos.

V. Segunda inocencia

Hay una primera inocencia que nos puede alienar en una religiosidad ritualística, supersticiosa, sectaria, la “fe del carbonero” que decía el agonístico y trágico Unamuno; y a veces se da una segunda inocencia, caldo de cultivo y humus fértil para una religiosidad madura. Esa segunda inocencia es la de no creer en nada, ni siquiera en la inexistencia de Dios. O por decirlo con palabras de Julio Caro Baroja: “creer poquito y sin faltarle el respeto a nadie”.

El desmentido cientifista de la religión es pésima metafísica, o metafísica pesimista, si se quiere. Cuando los biólogos o los cosmólogos se meten a filósofos pasan estas cosas. Su escepticismo no es suficientemente radical, en el sentido de que han detenido antes de tiempo su búsqueda. ¿Qué es esa radiación previa al big bang de la que nos habla Penrose? Y, ¿cuál es el centro sin dimensión de toda radiación, ese eje de la peonza física aristotélica? Ignoramos et ignorabimus. Hay un escepticismo fértil, y un escepticismo que degenera en nihilismo, como si la nada fuese suficiente para explicar esta  realísima angustia e inquietud, este peregrinaje, este naufragio... El nihilismo -tan de moda- es la peor de las apuestas, autoinvalidante, porque si todo es mentira también es mentira que todo es mentira.

Lo cierto es que no podemos explicarnos del todo. No seremos jamás conclusión de una demostración. Y más allá o más acá de las virtudes razonables, las cardinales, más allá o más acá de templanza, coraje, prudencia y justicia, están las gracias, está el entusiasmo, las divinas manías,  el loco amor, esas virtudes que el cristianismo considera regalos divinos y dones preciosos: fe, esperanza y amor.

Anhelo de recobrarlo todo
Que se fija en el recuerdo
De la ilusión perdida
Ese instante que no merece pasar
O que pasado tendría
Que ser recogido por la eternidad.

La esperanza de que ninguna buena voluntad se pierda. Esperanza del deshacer o del renacer. Religión como depósito de las esperanzas más entrañables y verdaderas. A esa me apunto con convicción, y la formulo: ‘Credo Deus est’, aunque no sepa qué, quién, dónde, cuándo, o quienes sean… Quiero decir con esto también que me resulta muy inverosímil que seamos el único ser animado, consciente y libre del universo. La inteligencia es fenómeno universal. Y sin duda la habrá en otros mundos. Dios, ese extraterrestre superior. Pero la inteligencia también yace extraña entre nosotros, en el animal, el hongo, la planta, en su secreta intención natural (Kant)... Notre chance est... chiffonnée comme un coquelicot en bouton (Breton), ¿por qué no van a estar los pétalos arrugados de la amapola en su capullo destinados a desplegar sus alas para embellecer el mundo? 

Es verdad “latimos contra lo oscuro”. En cierto sentido, no somos de este mundo. Estamos llamados a ser otra cosa que no es ya cosa, ni tiempo ni espacio. Queremos vivir, sobrevivir, gozar de la vida, pero la enfermedad, el sufrimiento, el desamor, la crueldad, la muerte, el fracaso de la vida, no sólo nos salen al paso, sino que son su esencia misma: “esa llaga en carne viva”.

No temo a la muerte. No ser –“ser” en el sentido de un vivir aquí y ahora- me parece mejor que un ser-vivir impotente y doliente. Los achaques de la carne vieja reclaman descanso. Y una vida sin placer ni dignidad no merece ser vivida. Aquí se equivocan también los vitalistas cuando hacen de esta vida un bien absoluto. Y por eso el suicidio (llámalo eutanasia) no sólo es posibilidad, sino también derecho. Mejor descansemos en paz, si la vida se vuelve insoportable.

No es imposible que hayamos sido creados por un dios menor cuyas imperfecciones compartamos. Un experimento fallido, un proyecto de dudoso futuro. Es la hipótesis gnóstica. ¿Un universo imperfecto dentro de otro mejor? Físicamente, ¡somos tan poca cosa! Espiritualmente, una mónada, un microcosmos. En cualquier caso, debemos actuar como si Dios –el grande y buen Dios misericordioso- existiera. No nos queda otra. Y en Él confío. No creó el mal, sino que se bate con él, con ese hueco, como la luz contra las tinieblas. Dios cómplice de los mejores, de los santos. Ese que aprieta pero no ahoga, salvador y redentor. Ese también que castiga sin dar voces.


Insistes en Su silencio. Pero es posible oír sus ecos. En el trino del abejaruco refulgiendo en el cielo, en el zumbido de la abeja laboriosa, en el flotar de la podalirio sobre el fuego de la lantana (supra), en la máscara amarilla de una Scolia flavifrons, ese avispón parasitario, en las piruetas de mi gata, en el levantar el vuelo de la abubilla, mariposa emplumada. ¡Ese latido del monte, collado que Él vestido dejó de su hermosura! Música callada en la que dulcemente puedes abandonarte y dormir para escuchar la revelación de todo sueño.

Ni a la conciencia me aferro, ni a ese yo que es un juego de máscaras, una representación imaginaria, un sueño él también. Desnacer. Volver al Padre o a la Madre. Dios sin género, sin sexo. Dios amor, deseo satisfecho complacido. Quien es todo, por fuerza ya no desea, ya no ansía.

No creo que sea posible el humanismo, la fe en el hombre, sin ese ideal del hombre que es Dios. Crear no es otra cosa sino poner en acción el dios que llevas dentro. Ese oráculo interior, ese demon socrático, la voz de la conciencia para el cristiano, es causa y sentido de nuestra inquietud amorosa, de nuestra ansia creadora.

Palpitó Dios en la corola de unos labios y fue Dios mismo quien despertó aquel deseo de besarlos y también la contención con que esperó el amante una ocasión más propicia. Igual alienta Dios entre pucheros, y no me refiero a esos que hoy reemplazan en la tele al verdadero arte.

Teofanía cotidiana. No es posible creer en lo que el hombre es, ese miserable terráqueo, sino en lo que de divino hay en él, que no es poco, pero tampoco demasiado, ese superhombre angelical que desde las alturas nos incita y anima a todo.

5 comentarios:

  1. El problema no es su silencio sino nuestra sordera

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  2. Gracias por tu atención, Ana... Sí, ¡hay demasiado ruido! Una dieta de silencio es lo que necesitamos para poder reconocer la "música callada" en "soledad sonora".

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  3. En donde la razón retrocede, rápidamente la locura o el delirio ocupan el poder...
    Kant lo dice estupendamente:
    "Cuando se le niega a la razón el derecho que le incumbe de hablar PRIMERO acerca de objetos suprasensibles como la existencia de Dios y el mundo futuro, se abre una amplia puerta a cualquier delirio, superstición, e incluso el ateísmo". Kant. Cómo orientarse en el pensamiento.
    Con Kant estoy menos de acuerdo cuando (ibidem) afirma que el concepto de Dios y la convicción de su existencia sólo pueden hallarse en la razón y originarse en ella, rechazando cualquier fuente de inspiración y despreciando por completo la instrucción externa. Aunque es evidente que el concepto de razón que tenía Kant era mucho más amplio del que tenemos nosotros, incluyendo también lo estético, lo bello, lo sublime, lo sensato y razonable... ¿Por qué lo divino va a congruir mejor con la razón que con el deseo, esencia misma de lo que tan bien somos según Spinoza? A este respecto recuerdo una conversación en el alcázar de Sevilla con el filósofo José Rubio Carracedo, que me contaba, a burlaveras, la hipótesis de que el cielo y el infierno son reales, más allá de esta vida, según el modo en que los hemos imaginado en esta vida. Así, el ateo que no cree ni crea ahora el más allá, no tiene más allá, el que sueña con una fusión con el Padre eterno rodeada de una orquesta de querubines, eso tendrá, etc. ;-)). Siempre me ha parecido más verosímil una teología basada en la imaginación (como en ciertas místicas minoritarias, sufíes) que en la basada en el Noûs (la del Estagirita o la de Tomás). No veo por qué la inteligencia o la voluntad han de tener más prerrogativas metafísicas que la Imaginación Creadora. A este respecto, véase mi artículo sobre la teología del PseudoAretino en LA ESCALERA de Max Lameiro...

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  4. Interesante post José. Propio de una mente razonadora que no se resigna a excluir el misterio entre sus preguntas.

    Acuerdo con mucho de lo que dices y me identifico con otro tanto, pero no puedo dejar de preguntarme ¿porqué darle tanta importancia a la ciencia cuando nos ponemos de cara a aquello por definición la trasciende? ¿Porqué es tan importante lo que la ciencia, o más bien los científicos, digan acerca de Dios o la Trascendencia?

    Recuerdo que cuando yo era joven todavía se hablaba de Alexander Oparin y sus experimentos para probar que la vida había derivado azarozamente de elementos químicos más simples. Pero cuando entrabas en detalles podías reconocer que esos experimentos, o más bien sus conclusiones, eran tan absurdos como pretender que si arrojas azarozamente muchos ladrillos unos sobre otros terminarás por constuir una catedral... Y no muy distintas, aunque más recientes, son las especulaciones sobre la "maquina de Dios" y el origen del universo.

    Creo que hace falta una teoría consistente sobre los lenguajes y sus diversos niveles de sentido. Pero una capaz de relacionar dichos niveles con otros tantos niveles de lo Real. Entonces se le podría asignar a la ciencia su lugar propio, sin permitir que su prestigio, bien ganado desde cierto ángulo, la autorice a invadir niveles que le resultan ajenos e incluso inaccesibles. Como sea, por suerte la ciencia no te inhibe de pensar y de hablar, y me ha gustado tu escrito. :-)

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  5. Estas conversaciones demuestran que también la ciencia, como cualquier otro discurso, es susceptible de diversas lecturas, materialistas y no materialistas, queda en la disposición del que mira... las mismas cosas no dicen lo mismo a todo el mundo, es evidente.

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