Fotografía del Ángel caído (P. Alhambra) |
Ni siquiera los malos son responsables de lo que hacen mal.
De esta forma echamos balones de responsabilidad fuera, tampoco nosotros
podemos llegar a ser malos. El mal resulta ser lo marginal, no lo cotidiano y, además,
el “mal” no es culpa de nadie.
En las escuelas y en los institutos casi a nadie ya –salvo tal
vez en la informalidad de la cafetería- se le ocurre hablar de niños traviesos o malos, sino, en todo caso de “alumnado
disruptivo”. Si le gastan una “putada” a una profesora novata o al veterano
condescendiente y ex-ácrata (y siempre buscarán a los más débiles para estas “disruptividades”), como colgarle un letrero difamante en la espalda a pincharle las ruedas del
coche, no lo harán porque han decidido divertirse molestando o haciendo daño,
sino porque quieren llamar la atención hacia sus problemas, padecen
disfunciones psicológicas o son desfavorecidos sociales.
Así, el mal nunca es lo que parece ser, una “putada” –si se
me permite expresarme en el corrupto lenguaje moral de nuestros días, en el que
los eventos buenos se llaman “de puta madre”-, sino que es siempre otra cosa:
una llamada de atención, un efecto del abandono, incluso una llamada de socorro…
Rowlands discute la teoría de un tal McGinn que entiende el
mal moral como un regodearse en el dolor ajeno (en alemán, Shadenfreude), ofreciendo el
contraejemplo de la hija abusada y violada durante años por un padre borracho y
que, ya adulta, clama justicia buscando legítima satisfacción en una condena de
cárcel para el padre, sin que por ello podamos considerar su actitud (vengativa) como moralmente mala. O el caso de su madre, que durante años ha obrado mal por omisión, consintiendo o haciendo la vista gorda ante tales abusos, sin buscar con ello
ni placer ni alegría en el sufrimiento de la hija, sino evitar los maltratos
del marido alcohólico y brutal en carne propia.
Regodearse en las desgracias de la mala
gente puede que no sea ejemplar ni heroico, pero dista de ser malvado.
Probablemente se trate de una actitud bastante natural. Todos disfrutamos
viendo como, en cualquier melodrama, el malvado acaba penando por sus incurias y
desafueros. Si el bien fuese siempre premiado y el mal castigado como corresponde, nuestra
existencia sería mucho más segura y mucho menos angustiante. Y desde luego, muchísima menos gente se comportaría mal.
El caso es que –como esa madre que para evitar ser víctima
permite cobardemente que su hija lo sea- se puede ser malo sin regodearse en el
mal ajeno. Para ir contracorriente, baste admitir hoy que se pueden hacer malas
obras sin que medien ni motivos psicológicos –discapacidades, traumas,
complejos- ni sociales (pobreza, desestructuración familiar), o sea, sin que uno sea forzado a hacer el mal por las
circunstancias:
Cuando pensamos en el mal en términos de enfermedad o fracaso social suponemos que el mal es excepcional: algo que reside en la marginación. Pero lo cierto es que el mal se extiende por toda la sociedad (Mark Rowlands. El filósofo y el lobo. Seix Barral, Barcelona, 2009, pg. 121).
¿Acabará siendo banal hablar de
la banalidad del mal, tal y como hizo Hannah Arend? La filósofa tenía razón: no
hace falta ser un monstruo para complicarse en crímenes horrendos a sabiendas
de la injusticia en que se cae. Adolf Eichmann, el oficial nazi complicado en
el exterminio sistemático de judíos, no pretendía infligir dolor o degradar,
porque simplemente era incapaz de comprender o identificarse con el sufrimiento
de sus víctimas, a las que seguramente ni siquiera considerase personas.
Tampoco era capaz de someter sus valores y creencias a un mínimo de examen
crítico (lo que llama Rowlands “deber epistémico”). Rowlands piensa que la
razón principal de que despreciemos nuestro deber moral o epistémico no es la
mala intención sino la desgana, la pasividad cómplice.
La clave para distinguir a los
malos de los buenos está en observar de qué manera aquéllos tratan a los débiles,
animales, mujeres, viejos, niños... o cómo intentan generar debilidad en los
demás. Todos tenemos capacidad para la crueldad. Todos sabemos hacer presa como
pitbulls sobre el talón de Aquiles del prójimo. “El mal es banal o normal” significa
que no hay que ser o sentir como un “anormal” para ser malo. Sólo hay que
transigir con ciertos deseos, llevándolos a la práctica sin reflexión.
El famoso experimento de Philip
Zimbardo lo demuestra. En situaciones especiales, como la de la Alemania que
encumbró a un sicópata mediocre como Hitler, o sometidos a fuertes presiones
sociales (sé por experiencia lo agobiante que puede ser la disciplina militar),
todos podemos dejar de pensar moralmente, perder el juicio y cometer o
transigir con crímenes horribles. El mito del doctor Jekyll y Mr. Hyde expresa
con su hipérbole un fenómeno humano universal. La transformación moral, la degradación fanática, pasional y asesina, de la
personalidad humana no es un episodio extraño. A este respecto, siempre recuerdo
las declaraciones de una señora mayor cuando le dijeron que su vecino del
descansillo de la escalera era un peligroso terrorista complicado en un crimen
horrendo en el que habían muerto inocentes, incluida una niña y una
mujer embarazada:
- ¡Era un chico tan simpático, me
ayudaba a subir el carro de la compra por las escaleras!
El experimento de la Prisión de
Stanford, al que antes me refería, puso de manifiesto que en determinadas
circunstancias cualquiera puede comportarse como un diablo y los mejores
incurren en una pasividad cómplice e indecente. La razón tal vez se halle en el
temor a no seguir la mala corriente y en una difusión de la responsabilidad. A
fin de cuentas, ¿por qué me tiene que tocar a mí hacer de héroe?
En el experimento de la Prisión
de Stanford –una prisión simulada-, se les asignó a unos jóvenes voluntarios
los roles de guardianes, y a otros, los de prisioneros. El experimento tuvo que
finalizar abruptamente porque algunos guardianes desahogaron a placer su “mala
leche”, quiero decir su potencial para la crueldad. Aquellos guardianes “buenos”,
que no abusaron de su situación tratando con crueldad a los prisioneros, fueron
sin embargo incapaces de evitar el mal comportamiento de los líderes crueles.
Se inhibieron cuando se produjeron los peores abusos.
Al escribir “mal” con comillas,
al no reconocer a los malos juzgándoles como tales, tratándoles como
irresponsables, tarados o enfermos, ampliamos la dejación de responsabilidad y
autoridad, ofreciéndonos un pretexto banal para mirar para otro lado.
Debemos resistir la tentación de
justificar el mal explicándolo por causas mecánicas, entre otros motivos porque
con ello privamos también al malo de toda dignidad personal, considerándolo
como un mero objeto, una hoja sacudida y tirada al suelo por el viento
irresistible de las circunstancias. Una explicación psicosocial no es una
justificación moral. Incluso si podemos explicar un crimen, nunca estará
justificado, porque hemos de suponer (postulado de la dignidad) que el criminal
siempre podría haber hecho otra cosa, siempre podría haber escogido no
convertirse en criminal.
Para evitar la desidia del cómplice en el ámbito cotidiano (y se disfraza de tolerancia lo que muchas veces no es sino complicidad) es imprescindible superar el temor al
aislamiento social. Comprendo que en una sociedad de padres, maestros y
autoridades consentidoras, que ha convertido la impunidad del adolescente en
principio legal, y los recintos de ocio en botellódromos, resulta muy difícil adoptar el papel de “aguafiestas”. Pero
esto es lo que debemos esperar de un verdadero educador, de un juez, de una
madre…
Desarrollar la imaginación heroica
en los jóvenes es difícil sin la restauración de una mitología apropiada,
edificante. Vale el ejemplo de Sócrates, aunque en su inocencia heroica el tábano de Atenas no
comprendiese nunca que se pueda ser malo a sabiendas, pero también el de
Cristo, quien durante su ejecución injusta también pidió perdón al Padre por sus asesinos, alegando que no sabían lo que hacían. Incluso sirven los buenos ejemplos de Lisa Simpson, salvando las
distancias, claro.
¿Cómo restaurar esos venerables ideales: el sentido de la vergüenza,
de la templanza, de la piedad, de la prudencia, de la justicia…? Este es el
problema, sobre todo cuando las instituciones que las representan o deberían
representarlas, la universidad, la iglesia, la televisión pública..., no ofrecen
un claro compromiso pedagógico con la honradez y el bien.
Bibliografía
A parte del citado libro de
Rowlands, “La banalidad del heroísmo”, de Philip Zimbardo y Zeno Franco. Muy
Historia, nº 19, 2008.
Para enlazar con el artículo de Juan José Millas, "¡Qué asco de Vicente del Bosque!" (El País, 11-08-2012). Te pregunto y me pregunto: ¿elegimos el mal a sabiendas de que es "el mal" o porque lo convertimos en "el bien"? Me explico: desde un punto de vista pragmático, el bien se desdibuja en la frontera de lo que me conviene. Según expone en su artículo, J.J. Millas, Forentino Pérez consideró "bueno" despedir a Vicente del Bosque porque no tenía actractivo mediático. ¿Actuó bien? Posiblemente no actuó mal a sabiendas, ni fue un ignorante. Sus valores, económico-comerciales, le guiaron para tomar esa decisión. El problema está en la Escala que se tome y yo creo que fluctuamos en la valoración, a veces cayendo del lado pragmático, en otras ocasiones remitiéndonos a escalas esencialistas del tipo "derechos humanos", y, desgraciadamente, son incompatibles en nuestro mundo.
ResponderEliminarMillas lo tenía claro; si tenía que elegir a alguno de los dos para tomarse un gin tonic, prefería, sin dudar, a Vicente del Bosque. Hoy por hoy también lo tengo claro, si tengo que elegir una manera de enseñar ética, será siguiendo ese código esencialista que recogen todas las Constituciones modernas, aunque sean otros los artículos que más se debatan, precisamente los que terminarán poniendo en entredicho la "conveniencia" de los derechos fundamentales.
Gracias por tu comentario, Amelia. Lamentaría que se pudiese seguir del artículo la consecuencia de que hay adolescentes malos y buenos. En realidad no hay malas personas, sino malos actos de las personas. El verdadero problema, que se manifiesta en los casos concretos, es el de llevar a los hombres a distinguir entre lo mejor y lo peor. En esto yo prefiero la retórica de las virtudes a la de los derechos. Pero tu posición es perfectamente justa, y tal vez más moderna que la mía... El problema de los valores es que todavía no hemos introducido la democracia en ellos. Me explico, la tolerancia no cabe duda que es una virtud (sobre todo tal y como la entendió Voltaire), pero la piedad también, y hemos dejado que se fuera por el sumidero de la historia reciente... Igual pasa con la innovación y la conservación, o con la ansiedad (que dosificada es incluso virtud) y la paciencia. ¡Santa paciencia, más necesaria que en ningún lado en este nuestro "negocio"!
ResponderEliminarSobre la cuestión educativa del final del artículo: Me parece que para educar es decir ayudar a que el adolescente de "nuestro negocio" madure y encuentre su propio camino en la vida, no hay que complicarse la existencia: empatía y ejemplo. Fray ejemplo es el mejor predicador, decían no sé que antiguos predicadores, y es algo que me parece esencial. Y empatía con el educando, que no significa reírle todas las gracias, sino "escucha" de sus necesidades. Si quiero que me respeten yo soy la primera que debo respetar, enseñar, corregir sin humillar, sin hacer sentir mal al educando. Sin usar del puesto de profesor como del puesto de un "carcelero", hay una autoridad que se debe ganar. NO es evidente pero tampoco es imposible.
ResponderEliminarMi experiencia es que cuando se respeta a los alumnos, ellos te devuelven lo que les das.
Respecto al tema del principio:
El problema que la Arendt vió bien y que la psicología social con sus diversos experimentos no deja de confirmar, es que como humanos somos bastante más borregos que lo que como filósofos estamos dispuestos a admitir.
Dar el cante contra el poder abusivamente ejercido lo hacen algunos Sócrates, Juanas de Arco y personajes cuya figura crece con el paso del tiempo al mismo ritmo que decrece la de sus verdugos. Son las terribles paradojas de la sociedad humana: los buenos grandes ejemplos que todos alabamos sin discusión crían malvas desde hace siglos. Y a los Sócrates del mañana probablemente los estemos linchando hoy.