jueves, 16 de agosto de 2012

Psicología y realidad del mal

Fotografía del Ángel caído (P. Alhambra)


 Mark Rowlands, divulgador filosófico, denuncia con razón que en nuestros días tendemos a escribir el mal con comillas. Quiere decir con ello que nuestra civilización desestima el juicio moral en beneficio del diagnóstico clínico o el análisis psico-sociológico. Damos por hecho que los “malos” sólo pueden serlo por alguna enfermedad mental o como consecuencia ineludible de ciertos malestares sociales. ¡Pobres “malos”! En realidad son enfermos o desfavorecidos…

Ni siquiera los malos son responsables de lo que hacen mal. De esta forma echamos balones de responsabilidad fuera, tampoco nosotros podemos llegar a ser malos. El mal resulta ser lo marginal, no lo cotidiano y, además, el “mal” no es culpa de nadie.

En las escuelas y en los institutos casi a nadie ya –salvo tal vez en la informalidad de la cafetería- se le ocurre hablar de niños traviesos o malos, sino, en todo caso de “alumnado disruptivo”. Si le gastan una “putada” a una profesora novata o al veterano condescendiente y ex-ácrata (y siempre buscarán a los más débiles para estas “disruptividades”), como colgarle un letrero difamante en la espalda a pincharle las ruedas del coche, no lo harán porque han decidido divertirse molestando o haciendo daño, sino porque quieren llamar la atención hacia sus problemas, padecen disfunciones psicológicas o son desfavorecidos sociales.

Así, el mal nunca es lo que parece ser, una “putada” –si se me permite expresarme en el corrupto lenguaje moral de nuestros días, en el que los eventos buenos se llaman “de puta madre”-, sino que es siempre otra cosa: una llamada de atención, un efecto del abandono, incluso una llamada de socorro…

Rowlands discute la teoría de un tal McGinn que entiende el mal moral como un regodearse en el dolor ajeno (en alemán, Shadenfreude), ofreciendo el contraejemplo de la hija abusada y violada durante años por un padre borracho y que, ya adulta, clama justicia buscando legítima satisfacción en una condena de cárcel para el padre, sin que por ello podamos considerar su actitud (vengativa) como moralmente mala. O el caso de su madre, que durante años ha obrado mal por omisión, consintiendo o haciendo la vista gorda ante tales abusos, sin buscar con ello ni placer ni alegría en el sufrimiento de la hija, sino evitar los maltratos del marido alcohólico y brutal en carne propia. 

Regodearse en las desgracias de la mala gente puede que no sea ejemplar ni heroico, pero dista de ser malvado. Probablemente se trate de una actitud bastante natural. Todos disfrutamos viendo como, en cualquier melodrama, el malvado acaba penando por sus incurias y desafueros. Si el bien fuese siempre premiado y el mal castigado como corresponde, nuestra existencia sería mucho más segura y mucho menos angustiante. Y desde luego, muchísima menos gente se comportaría mal.

El caso es que –como esa madre que para evitar ser víctima permite cobardemente que su hija lo sea- se puede ser malo sin regodearse en el mal ajeno. Para ir contracorriente, baste admitir hoy que se pueden hacer malas obras sin que medien ni motivos psicológicos –discapacidades, traumas, complejos- ni sociales (pobreza, desestructuración familiar), o sea, sin que uno sea forzado a hacer el mal por las circunstancias:

Cuando pensamos en el mal en términos de enfermedad o fracaso social suponemos que el mal es excepcional: algo que reside en la marginación. Pero lo cierto es que el mal se extiende por toda la sociedad (Mark Rowlands. El filósofo y el lobo. Seix Barral, Barcelona, 2009, pg. 121).

¿Acabará siendo banal hablar de la banalidad del mal, tal y como hizo Hannah Arend? La filósofa tenía razón: no hace falta ser un monstruo para complicarse en crímenes horrendos a sabiendas de la injusticia en que se cae. Adolf Eichmann, el oficial nazi complicado en el exterminio sistemático de judíos, no pretendía infligir dolor o degradar, porque simplemente era incapaz de comprender o identificarse con el sufrimiento de sus víctimas, a las que seguramente ni siquiera considerase personas. Tampoco era capaz de someter sus valores y creencias a un mínimo de examen crítico (lo que llama Rowlands “deber epistémico”). Rowlands piensa que la razón principal de que despreciemos nuestro deber moral o epistémico no es la mala intención sino la desgana, la pasividad cómplice.

La clave para distinguir a los malos de los buenos está en observar de qué manera aquéllos tratan a los débiles, animales, mujeres, viejos, niños... o cómo intentan generar debilidad en los demás. Todos tenemos capacidad para la crueldad. Todos sabemos hacer presa como pitbulls sobre el talón de Aquiles del prójimo. “El mal es banal o normal” significa que no hay que ser o sentir como un “anormal” para ser malo. Sólo hay que transigir con ciertos deseos, llevándolos a la práctica sin reflexión.

El famoso experimento de Philip Zimbardo lo demuestra. En situaciones especiales, como la de la Alemania que encumbró a un sicópata mediocre como Hitler, o sometidos a fuertes presiones sociales (sé por experiencia lo agobiante que puede ser la disciplina militar), todos podemos dejar de pensar moralmente, perder el juicio y cometer o transigir con crímenes horribles. El mito del doctor Jekyll y Mr. Hyde expresa con su hipérbole un fenómeno humano universal. La transformación moral, la degradación fanática, pasional y asesina, de la personalidad humana no es un episodio extraño. A este respecto, siempre recuerdo las declaraciones de una señora mayor cuando le dijeron que su vecino del descansillo de la escalera era un peligroso terrorista complicado en un crimen horrendo en el que habían muerto inocentes, incluida una niña y una mujer embarazada:

- ¡Era un chico tan simpático, me ayudaba a subir el carro de la compra por las escaleras!

El experimento de la Prisión de Stanford, al que antes me refería, puso de manifiesto que en determinadas circunstancias cualquiera puede comportarse como un diablo y los mejores incurren en una pasividad cómplice e indecente. La razón tal vez se halle en el temor a no seguir la mala corriente y en una difusión de la responsabilidad. A fin de cuentas, ¿por qué me tiene que tocar a mí hacer de héroe?

En el experimento de la Prisión de Stanford –una prisión simulada-, se les asignó a unos jóvenes voluntarios los roles de guardianes, y a otros, los de prisioneros. El experimento tuvo que finalizar abruptamente porque algunos guardianes desahogaron a placer su “mala leche”, quiero decir su potencial para la crueldad. Aquellos guardianes “buenos”, que no abusaron de su situación tratando con crueldad a los prisioneros, fueron sin embargo incapaces de evitar el mal comportamiento de los líderes crueles. Se inhibieron cuando se produjeron los peores abusos.

Al escribir “mal” con comillas, al no reconocer a los malos juzgándoles como tales, tratándoles como irresponsables, tarados o enfermos, ampliamos la dejación de responsabilidad y autoridad, ofreciéndonos un pretexto banal para mirar para otro lado.

Debemos resistir la tentación de justificar el mal explicándolo por causas mecánicas, entre otros motivos porque con ello privamos también al malo de toda dignidad personal, considerándolo como un mero objeto, una hoja sacudida y tirada al suelo por el viento irresistible de las circunstancias. Una explicación psicosocial no es una justificación moral. Incluso si podemos explicar un crimen, nunca estará justificado, porque hemos de suponer (postulado de la dignidad) que el criminal siempre podría haber hecho otra cosa, siempre podría haber escogido no convertirse en criminal. 

Para evitar la desidia del cómplice en el ámbito cotidiano (y se disfraza de tolerancia lo que muchas veces no es sino complicidad) es imprescindible superar el temor al aislamiento social. Comprendo que en una sociedad de padres, maestros y autoridades consentidoras, que ha convertido la impunidad del adolescente en principio legal, y los recintos de ocio en botellódromos, resulta muy difícil adoptar el papel de “aguafiestas”. Pero esto es lo que debemos esperar de un verdadero educador, de un juez, de una madre…

Desarrollar la imaginación heroica en los jóvenes es difícil sin la restauración de una mitología apropiada, edificante. Vale el ejemplo de Sócrates, aunque en su inocencia heroica el tábano de Atenas no comprendiese nunca que se pueda ser malo a sabiendas, pero también el de Cristo, quien durante su ejecución injusta también pidió perdón al Padre por sus asesinos, alegando que no sabían lo que hacían. Incluso sirven los buenos ejemplos de Lisa Simpson, salvando las distancias, claro. 

¿Cómo restaurar esos venerables ideales: el sentido de la vergüenza, de la templanza, de la piedad, de la prudencia, de la justicia…? Este es el problema, sobre todo cuando las instituciones que las representan o deberían representarlas, la universidad, la iglesia, la televisión pública..., no ofrecen un claro compromiso pedagógico con la honradez y el bien.

Bibliografía
A parte del citado libro de Rowlands, “La banalidad del heroísmo”, de Philip Zimbardo y Zeno Franco. Muy Historia, nº 19, 2008. 

3 comentarios:

  1. Para enlazar con el artículo de Juan José Millas, "¡Qué asco de Vicente del Bosque!" (El País, 11-08-2012). Te pregunto y me pregunto: ¿elegimos el mal a sabiendas de que es "el mal" o porque lo convertimos en "el bien"? Me explico: desde un punto de vista pragmático, el bien se desdibuja en la frontera de lo que me conviene. Según expone en su artículo, J.J. Millas, Forentino Pérez consideró "bueno" despedir a Vicente del Bosque porque no tenía actractivo mediático. ¿Actuó bien? Posiblemente no actuó mal a sabiendas, ni fue un ignorante. Sus valores, económico-comerciales, le guiaron para tomar esa decisión. El problema está en la Escala que se tome y yo creo que fluctuamos en la valoración, a veces cayendo del lado pragmático, en otras ocasiones remitiéndonos a escalas esencialistas del tipo "derechos humanos", y, desgraciadamente, son incompatibles en nuestro mundo.
    Millas lo tenía claro; si tenía que elegir a alguno de los dos para tomarse un gin tonic, prefería, sin dudar, a Vicente del Bosque. Hoy por hoy también lo tengo claro, si tengo que elegir una manera de enseñar ética, será siguiendo ese código esencialista que recogen todas las Constituciones modernas, aunque sean otros los artículos que más se debatan, precisamente los que terminarán poniendo en entredicho la "conveniencia" de los derechos fundamentales.

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  2. Gracias por tu comentario, Amelia. Lamentaría que se pudiese seguir del artículo la consecuencia de que hay adolescentes malos y buenos. En realidad no hay malas personas, sino malos actos de las personas. El verdadero problema, que se manifiesta en los casos concretos, es el de llevar a los hombres a distinguir entre lo mejor y lo peor. En esto yo prefiero la retórica de las virtudes a la de los derechos. Pero tu posición es perfectamente justa, y tal vez más moderna que la mía... El problema de los valores es que todavía no hemos introducido la democracia en ellos. Me explico, la tolerancia no cabe duda que es una virtud (sobre todo tal y como la entendió Voltaire), pero la piedad también, y hemos dejado que se fuera por el sumidero de la historia reciente... Igual pasa con la innovación y la conservación, o con la ansiedad (que dosificada es incluso virtud) y la paciencia. ¡Santa paciencia, más necesaria que en ningún lado en este nuestro "negocio"!

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  3. Sobre la cuestión educativa del final del artículo: Me parece que para educar es decir ayudar a que el adolescente de "nuestro negocio" madure y encuentre su propio camino en la vida, no hay que complicarse la existencia: empatía y ejemplo. Fray ejemplo es el mejor predicador, decían no sé que antiguos predicadores, y es algo que me parece esencial. Y empatía con el educando, que no significa reírle todas las gracias, sino "escucha" de sus necesidades. Si quiero que me respeten yo soy la primera que debo respetar, enseñar, corregir sin humillar, sin hacer sentir mal al educando. Sin usar del puesto de profesor como del puesto de un "carcelero", hay una autoridad que se debe ganar. NO es evidente pero tampoco es imposible.
    Mi experiencia es que cuando se respeta a los alumnos, ellos te devuelven lo que les das.

    Respecto al tema del principio:
    El problema que la Arendt vió bien y que la psicología social con sus diversos experimentos no deja de confirmar, es que como humanos somos bastante más borregos que lo que como filósofos estamos dispuestos a admitir.
    Dar el cante contra el poder abusivamente ejercido lo hacen algunos Sócrates, Juanas de Arco y personajes cuya figura crece con el paso del tiempo al mismo ritmo que decrece la de sus verdugos. Son las terribles paradojas de la sociedad humana: los buenos grandes ejemplos que todos alabamos sin discusión crían malvas desde hace siglos. Y a los Sócrates del mañana probablemente los estemos linchando hoy.

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