sábado, 22 de noviembre de 2025

REINVENCIÓN DEL AMOR

 

Alain Badiou

Elogio del amor

Entrevistado por Nicolas Truons, el filósofo francés Alen Badiou ingenia un original elogio del amor. Badiou cree que el ser amante es uno de los roles del filósofo, que también ha de tener condición de artista, de científico y de militante (o de "activista"). A fin de cuentas, la raíz verbal de amistad y concordia está en la voz philo-sophía, amistad con la sabiduría presupone el oficio de filósofo... Y todo filósofo tiene algo de comediante, sea cual sea su hostilidad hacia la interpretación y el fingimiento. Todos nuestros ancestros griegos --como los fiósofos hoy-- hablaban en público. El filósofo es un ilusionista que seduce amorosamente a la gente para llevarla hacia verdades improbables, pero lo bueno es que seduce (o aliena) en nombre de verdades, dice Badiou.

Piensa el francés que hoy el amor está amenazado. Byung Chul Han ha pronunciado un dictamen parecido. Vivimos tiempos de "coaching amoroso", de relaciones entrenadas y calculadas en beneficio de seguridades higiénicas, solvencias hedónicas..., vivimos tiempos de "liesones" efímeras, nada peligrosas, sin riesgo, programadas, aventuras de fin de semana. Cónyuges que se prometen fidelidad, incluso delante de un altar, para desistir de ella al año. Y sin embargo, se sigue creyendo que el amor es la emoción que da intensidad y significación a la vida. Pero Badiou piensa que, si es auténtico, no puede ser seguro, no puede carecer de riesgos. Toute liaison est dangereux. Un amor sin riesgos es tan absurdo como una guerra sin muertos o un exterior sin insectos.

Hoy sólo se cree en el amor supeditado a una exigencia de bienestar y seguridad, tal amor "securitario" es un camelo. El amor es un riesgo inútil y desechable para quienes buscan una conyugalidad preparada y continuada en la dulzura del consumo, con acuerdos y componendas sexuales placenteras, química o artificialmente intensificadas... Por eso cree Badiou que hay que reinventar el riesgo en el amor y la aventura esforzada contra la seguridad y la comodidad.

Repasando la historia de la reflexión sobre el amor, nos encontramos con la filosofía anti-amor de Schopenhauer que interpreta la pasión amorosa como un engaño que nos tiende la naturaleza (Voluntad anónima) para que nos sacrifiquemos en beneficio de la especie, un cebo de placer intenso y breve para que reproduzcamos el dolor extenso e ineludible de la existencia... ¡Menos mal que otros muchos filósofos han hecho del amor una experiencia subjetiva suprema!, empezando por Platón, cuya erótica es una modalidad de ascensión hacia lo ideal, motivada por el deseo de engendrar en la belleza y no sólo físicamente, pues Eros es para el ateniense el estímulo de toda creación cultural. Interpreta Badiou que ese élan amoroso, platónico, es germen de lo universal y por eso cuando admiro un bello cuerpo --lo quiera o no, lo sepa o no-- estoy ya de camino hacia la idea de la belleza, que es --como dijo Ficino en su comentario al Banquete-- el esplendor del Bien.

No lo llames sexo

Badiou piensa que el amor nos anima a experimentar el mundo a partir de la Diferencia y no solamente desde la Identidad. Sorprende su tesis de que lo sexual no une, sino que separa, dado que el goce te arrastra lejos del otro aunque estés físicamente pegado a él. Contra Proust, para el cual el goce era el verdadero contenido de la subjetividad amorosa, Badiou sostiene que tal postura es una variente de la tesis escéptica respecto del amor, y defiende que el goce es un parásito artificial del amor que no tiene por qué entrar en su definición. La reducción del amor al goce sexual es narcisista. Por eso Lacan concluía que no había en rigor "relación sexual", provocando con ello un gran escándalo en una época en que todo se sexualizaba. "El amor es un pensamiento", escribio Pessoa.

El amor es, precisamente, lo que viene a suplir la falta de relación sexual. En el amor el sujeto intenta abordar "el ser del otro". Esa diferencia entre dos individuos es infinita. El amor es ese acontecimiento en el que el sujeto va más allá de sí mismo y de su reflejo narcisista, pues en el sexo uno se relaciona consigo mismo, si bien mediante el otro, mediante la mediación del diferente. El sexo instrumenaliza al otro, en lugar de aprestarse a vivir su diferencia. El otro te sirve para descubrir lo real del goce. En el amor, en cambio, la mediación del otro vale por sí misma. Eso es el encuentro amoroso: uno parte del "asalto del otro", a fin de hacerle existir con uno, tal como es...



El milagro del encuentro

"El asalto del otro"...Las metáforas guerreras o cinegéticas son comunes para referir al encuentro y al proceso de seducción, "la conquista" del amado como "presa" de una caza en que la persuasión atrayente y atractiva, la fascinación graciosa, sustituyen al interés, a la fuerza o la violencia... La concepción lacaniana del amor como encuentro con lo diferente le parece a Badiou mucho más profunda que la concepción absolutamente banal según la cual el amor no sería sino una pintura imaginaria o un ornamento estético del sexo, concepción que facilitaría su mercantilización, pues el sexo se puede comprar y el amor no y --peor, según Marcuse-- tal descomposición del pensamiento erótico en su realización carnal funcionaría como una desublimación represiva, como una presión alienante y porno-publicitaria.

Badiou distingue entre una concepcion comercial y jurídica del amor, como contrato entre dos individuos libres que declaran que se aman y atienden a una igualdad en la relación como sistema de ventajas recíprocas, y el amor como construcción de verdad. Hay una concepción escéptica que hace del amor una ilusión temporal, mero oropel del deseo, pero el escritor nacido en Rabat no reduce el amor a un espejismo bioquímico ni a un contrato, sino que lo define como auténtica construcción, edificación que merece la pena y es digna de trabajo y esfuerzo. Es lo que se experimenta a partir de lo Dos y no de lo Uno (todos hemos sido sin saberlo lo Dos, antes de ser lo Uno). O sea, el amor es el mundo examinado, practicado y vivido a partir de la diferencia y no de la identidad. Es el proyecto que incluye naturalmente el deseo sexual y sus pruebas, que incluye el nacimiento de un niño y otras mil cosas. Se trata de vivir desde el punto de vista de la diferencia. "El deseo es una potencia inmediata, pero el amor pide cuidados, reanudaciones".

El otro inmanente

Próxima a la suya, esta la concepción de E. Levinas que piensa el amor como experiencia irreductible del otro, epifanía cuyo soporte es Dios como "lo totalmente Otro", la experiencia central de la alteridad que funda la ética. El amor es sin duda y por excelencia un sentimiento ético (sobre-natural, podríamos decir), según Levinas. Sin embargo, Badiou opina que no hay nada especialmente "ético" en el amor como tal y pasa de "rumiaciones teológicas", pues ve en ello la revancha última de lo Uno frente a lo Dos, aunque es consciente de la relevancia en la historia del trascendentalismo a lo divino. Supongo que alude con ello a la mística, a la erotomanía de la abnegación teopática.

El encuentro con el otro no es para el filósofo y dramaturgo una experiencia "oblativa" en la que me olvido de mí en beneficio del otro y, en lugar de querer apropiármelo, lo que deseo es darme a él: la entrega y el olvido de mí mismo para darme a lo totalmente Otro ("dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado"). El amor no me lleva hacia "lo de Arriba", pero tampoco a "lo de Abajo", ni al Cielo ni al Infierno. Es una proposición existencial: la construcción de un mundo descentrado respecto a mi simple pulsión de supervivencia, o sea, respecto a mi interés. Badiou opone construcción a mera experiencia.

Un puente entre dos soledades

El amor es la paradoja de una diferencia idéntica, "nuestra diferencia" que existe y promete perseverar todavía. Su fragilidad es la de un puente tendido entre dos soledades. El verdadero sujeto del amor es el devenir edificante de la pareja y no la satisfacción de los individuos que la componen: Ella y yo --o él y yo--, incoporados a un único sujeto, el sujeto del amor, el "nosotros" de la pareja, que ensaya el desplegamiento de un mundo a través del prisma de nuestra diferencia, de modo que este mundo advenga, nazca, en lugar de ser solo lo que llena mi interés o mi perspectiva personal. "El amor es siempre la posibilidad de asistir al nacimiento del mundo". Por lo demás, el nacimiento de un niño, si es en el amor, es uno de los ejemplos --tal vez el más intenso y feliz-- de esta posibilidad. El verdadero enemigo del amor no es el rival del celoso o de la celosa, sino el egoísmo, aquel a quien debo vencer es a mí mismo, al "yo" que quiere la identidad contra la diferencia, que quiere imponer su mundo frente al del otro, que no deja espacio ni tiempo para apropiar la diferencia en la unidad del Dos.

La construcción amorosa parte de una separación, una disyunción, de una diferencia infinita, un Dos. Se inicia en un encuentro, al que Badiou da el estatuto metafísico de acontecimiento, esto es algo parecido al "azar significativo" de los surrealistas, "algo que no entra en la ley inmediata de las cosas". Romeo y Julieta representan la alegoría de aquella separación inicial pues pertenecen a mundos enemigos. El encuentro entre dos diferencias es una acontecimiento contingente que sorprende... Hay un vínculo profundo entre el amor y la muerte, su cumbre pudiera ser el Tristán e Isolda de Wagner, entonces el amor se consume en el momento fugaz, inefable y excepcional del encuentro y no puede después entrar en el mundo que permanece como exterior y contrario a la relación.


Tal concepción romántica ha de ser rechazada, porque el amor no debe reducirse al encuentro, pues se trata de una construcción que aspira a cumplir una duración más interesante que sus comienzos. Es ese "comer perdices" de los cuentos de hadas que resta para después de la boda, que no se explicita cuando se dice "y fueron felices y comieron perdices". Por supuesto que existe el deslumbramiento, el éxtasis de los comienzos, pero un amor es, ante todo, una construcción duradera, una obstinada aventura. Dejarse caer al primer obstáculo, a la primera divergencia seria en los primeros aburrimientos, no es sino una desfiguración del amor. Un amor verdadero es aquel que triunfa duraderamente, a veces también duramente, sobre los obstáculos del mundo. Casi se puede definir el amor como una exitosa lucha contra la separación.

Por duración no hay que entender que el amor dure, que se ame siempre o para siempre, sino que el amor inventa una manera diferente de durar en la vida. Que la existencia de cada uno, en la prueba del amor, se confunde con una temporalidad nueva. El amor es también "el duro deseo de durar", el deseo de una duración desconocida porque reinventa la vida. Reinventar el amor es reinventar esta reinvención. Por desgracia, el amor es descalificado hoy, deconstruido, desilusionado o desublimado, en nombre de su "realidad sexual". Hay que aceptar que el amor inscribe en su devenir la realización del deseo y es más que una declaración o un encuentro que compromete... Liberar nuestro cuerpo, desnudarnos para el otro, renunciar a todo pudor, criar, toda esta entrada en escena del cuerpo vale como prueba de amor, de un abandono al amor que señala la diferencia esencial con la amistad, pues la amistad no exige prueba corporal ni resonancia en el goce del cuerpo, ya que es un sentimiento más intelectual, por lo que muchos filósofos han preferido la amistad al desconfiar de la pasión (padecimiento) amoroso...

"Pérfido amor, y cuál huye
tras los primeros momentos
del ardor!
¡Santa amistad, que concluye
por cumplir los juramentos
del amor!

Los versos del filósofo asturiano pueden sugerir que el amor, en su duración, presenta todos los rasgos positivos de la amistad. Sin embargo, distinto y por encima de la amistad, se relaciona con la totalidad del ser del otro: el abandono del cuerpo a la caricia y el compromiso con el cuidado del otro es el símbolo material de esta totalidad erótica. 

Procedimiento de verdad

En conclusión, el amor no puede ser --y no lo es para nadie, salvo para los ideólogos interesandos en su pérdida-- un simple revestimiento del deseo sexual, una astucia complicada y quimérica para que se cumpla la reproducción de la especie. Por eso Badiou llama al amor "procedimiento de verdad", es decir, una experiencia con la que un cierto tipo de verdad se construye: la verdad sobre lo Dos, la verdad de la diferencia. Lo que hay de universal en el amor, por lo que interesa a todo el mundo en todas las épocas, es que propone una experiencia de verdad sobre lo que es ser dos y no uno, por eso amamos el amor como decía San Agustín. Es el Adamar sanjuanesco. Pero amamos también que otros amen, simplemente porque amamos las verdades. Es lo que da sentido a la filosofía, que la gente ama las verdades, incluso cuando no saben que las aman.

La declaración de amor señala el paso del azar al destino. Eso la hace peligrosa y cargada de angustia. Puede ser larga, difusa, confusa, complicada, re-declarada, abocada a ser repetida. Fija el azar, indica que de lo que fue casualidad nos proponemos sacar causalidad, es decir, otra cosa, una duración, una obstinación, un compromiso, una fidelidad... Badiou usa esta palabra "fidelidad" para precisar el paso de un encuentro azaroso a una construcción sólida como si hubiera sido necesaria. Y cita el libro de André Gorz Lettre a D. Histoire d'un amour, en el que el autor declara su amor a Dorine con estas palabras:

"Vas a cumplir ochenta años. Has empequeñecido seis centímetros, sólo pesas cuarenta y ocho kilos y siempre eres bella, graciosa y deseable. Hace cincuenta y nueve años que vivimos juntos y te amo más que nunca. De nuevo llevo en el hueco de mi pecho un vacío devorador que sólo calma el calor de tu cuerpo contra el mío."

En efecto, hay gente que se ama siempre, y son muchos más de los que se cree, y muchos más de los que se dicen. El "te amo para siempre" (eis aiona) fija el azar en el registro de la eternidad. El amor es eso: una declaración de eternidad que se despliega como puede en el tiempo físico, una irrupción de la eternidad en la temporalidad mundana. Por eso es un sentimiento tan intenso. El amor prueba que la eternidad puede existir en el espacio de sentido de la vida cuando su esencia es la fidelidad.




Si bien el amor es prueba de lo Dos: encuentro, declaración, duración y eternidad, hay un momento en que debe probarse en el orden de lo Uno, volver a lo Uno. La figura a la vez simbólica y real de este uno es el niño. Su nacimiento es a la vez un milagro y una dificultad que pone a prueba la relación, porque alrededor del Uno del niño ha de desplegarse el Dos. Por eso el amor ha de ser re-declarado. El nacimiento de los hijos puede provocar crisis existenciales violentas. Como muchos procedimientos de verdad, el amoroso no siempre es pacífico, comporta violentas peleas, verdaderos sufrimientos, separaciones que se superan o no. El amor repele a los cobardes porque comporta dolores, desengaños, pérdidas irreparables... Hay incluso suicidas amorosos, porque la esencia del amor es dramática, tragicómica a veces. "El drama amoroso es la experiencia más clara del conflicto entre la identidad y la diferencia".

La comunidad familiar

Y además se complica con relaciones de poder, con lo que podríamos llamar micropolítica, que puede degenerar en "terrorismo íntimo". Se trata de saber si Dos son capaces de asumir la diferencia en igualdad y hacerla creadora. La familia socializa esa gestión como célula base de la propiedad y el egoísmo. Para Badiou, la familia puede definirse como el Estado del amor. En ella anida la Fraternidad, el más obscuro de los tres valores del lema republicano. De Libertad e Igualdad caben definiciones bastante estrictas, pero ¿qué será la fraternidad? Es difícil que al hablar de fraternidad tal expresión no resuene en el tambor milenario de la sentimentalidad cristiana. Para Badiou atañe a la cuestión de la coopresencia amistosa de las diferencias en el seno de las relaciones de poder, una noción que se lleva tan bien con el ecumenismo religioso, como con el cosmopolitismo estoico o con el internacionalismo comunista, capaz de integrar las mayores diferencias.

Aunque se ha identificado el Yavé del Antiguo Testamento con un Dios colérico y vengativo, la presencia del amor en lo que los hebreos llaman Tanaj es también considerable, sólo hay que recordar el Cantar de los cantares, atribuido al rey Salomón... Pero el ejemplo supremo del uso de la intensidad amorosa en la dirección de una concepción trascendente del amor universal es el cristianismo, que aspiró en sus orígenes a formar una comunidad fraterna (charitas, ágape) orientada hacia la fuente última de todo amor, identificada con la trascendencia divina, tal movimiento de elevación tuvo su antecedente en Platón, a través de una erótica orientada hacia la belleza de la perfección inefable e indefinible.




A pesar de las violencias y genocidios causados por el comunismo, Badiou se conserva "comunista" en un sentido muy particular, podriamos decir que es un comunista reformado o "revisionista" (recordando el sentido negativo que el "revisionismo" tuvo durante la exaltación estalinista y el dogmatismo althusseriano, cuando los intelectuales de izquierdas miraban para otra parte, no queriendo saber nada del genocidio imperialista provocado por el comunismo bolchevique o maoísta); como materialista ("platonismo materialista", valga la disonancia cognitiva o la contradicción entre los términos) Badiou reduce el amor a lo inmanente y terrenal. Afirma al Otro, pero sin el "totalmente-Otro", sin el "Gran-Otro" de las trascendencias éticas, religiosas o místicas... 

"Un amor arrodillado para mí no es un amor, incluso si, a veces, en el amor tenemos la pasión de entregarnos a aquel o aquella a quien amamos".

La voluntad de hacer gravitar el amor con la tierra, de pasar de la trascendencia a la inmanencia, fue, según el filósofo, la del comunismo histórico, al materializar la exigencia absoluta de proximidad fraternal que inventó el cristianismo. Pero lo único que hizo el comunismo fue sutituir al Padre eterno --como reconoce Badiou-- por el culto a la personalidad del caudillo del Partido Único. La expresión "culto a la personalidad" nombra también ese género de transferencia colectiva sobre la figura política. Los poetas también cayeron en ello, recordemos los cantos de Eluard a Stalin, los de Aragon... "Mi Partido me ha dado los colores de Francia", el extraño contubernio nacional-socialista, tan histórico y probable como el rojipardo pacto de Hitler y Stalin para repartirse Polonia. El Partido convertido en secta y fetiche. Badiou asume la autocrítica e insiste ahora en que no hay que mezclar el tema del amor con la pasión política.

Para él, el problema político es el del control del odio, y no el del amor. Y el odio es una pasión que activa casi inevitablemente la cuestión del enemigo. En el ámbito político existen enemigos; en el amoroso, no. Ni el furor comunista ni el furor capitalista, que hace del interés el único fin de la acción, valen si queremos reinventar el amor, porque todo procedimiento de verdad es esencialmente desinteresado: su valor no reside sino en sí mismo, y este valor está más allá de los intereses inmediatos de los dos individuos a los que el amor compromete.

El amor, irreductible a toda ley, agujerea la existencia, es al "amor loco" de Breton, el "ama y haz lo que quieras" de San Agustín. Por eso el conflicto teatral más frecuente, el más explotado, es la lucha del amor azaroso contra la ley necesaria (cfr. Antígona). El arte ha representado de mil maneras este carácter asocial o anómico del amor. Sin embargo, los surrealistas no se interesaron por su duración, insistieron en la eternidad del instante, en el eterno femenino y la mística de los encuentros, en la ventana a la eternidad del éxtasis orgásmico. Badiou propone una concepción de la eternidad amorosa menos "milagrosa" y más tenaz y laboriosa de la experiencia de lo Dos. 

"Hay un trabajo del amor, y no solamente existe el milagro. Hay que estar en la brecha, hay que ponerse en guardia, hay que reunirse, con uno mismo y con el otro. Hay que pensar, actuar, transformar. Y entonces sí, como recompensa inmanente del trabajo, está la felicidad"

Y sin embargo, es cierto que el amor como construcción verdadera --o como "conversación interminable" (José Antonio Marina) franquea siempre un punto de imposibilidad en la brevedad de la vida, en la inmanencia de las horas, por eso reclama inmortalidades.


lunes, 3 de noviembre de 2025

 

DIALÉCTICAS Y RETÓRICAS

La dialéctica ha sido una herramienta central en la filosofía occidental, pero su significado ha variado profundamente según los contextos y las pensadoras o pensadores. Desde su función crítica en los diálogos socráticos, pasando por su estructura lógica en el idealismo de Hegel, hasta la visión irónica de Schopenhauer, la dialéctica se ha entendido tanto como un método, como una técnica o como un proceso intelectual.

La palabra dialéctica procede del griego antiguo y su significado etimológico pudiera ser "lenguaje, habla, conversación" (diálektos) y "dialogar, conversar, discutir" (dialégesthai). Curiosamente, la palabra comparte la misma raíz etimológica que “dialecto”, como variante lingüística. Dialéctica significa originariamente el arte del diálogo o el arte de discutir mediante el razonamiento. Es el método que busca la verdad mediante el contraste de ideas opuestas en una conversación o debate racional. La RAE la define como “arte de dialogar, argumentar y discutir” además de como método de razonamiento desarrollado a partir de principios; también la define como la capacidad de afrontar una oposición o como una relación entre opuestos, mostrándonos además tres definiciones de tipo filosófico: primera, en la doctrina platónica, el proceso intelectual que permite llegar, a través del significado de las palabras, a las realidades trascendentales o ideas del mundo inteligible; la segunda, relativa a la tradición hegeliana, como un proceso de transformación en el que dos opuestos, tesis y antítesis, se resuelven en una forma superior o síntesis; y una tercera definición que considera a la dialéctica como una serie ordenada de verdades o teoremas que se desarrolla en la ciencia o en la sucesión y encadenamiento de los hechos.

La palabra retórica sin embargo no tiene tantos significados, etimológicamente significa el arte del orador o el arte de hablar con eficacia. La RAE la define como “Arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover”. Y dando un paso más, nos encontraremos con la palabra erística, entendida como el arte discutir para ganar, sin importar la verdad o la falsedad del argumento. Iremos analizando en un recorrido histórico y de forma paralela tanto las distintas concepciones que ha tenido la dialéctica como su oposición conceptual a la retórica y la erística.

En la Grecia clásica, la dialéctica era el arte del diálogo y la argumentación, aunque en diferentes sentidos, como veremos a continuación. Nos remontamos a el siglo V a.C. en Atenas, que fue un periodo de gran efervescencia económica, cultural y política. En este contexto surgieron los sofistas, maestros itinerantes que enseñaban retórica, política y ética, y Sócrates, filósofo crítico que desafió los valores y prácticas de su tiempo, promoviendo la reflexión y el diálogo. Nos cuenta Victoria Camps que

Dice Hegel que “los sofistas fueron los hombres cultos de la Grecia de entonces y los propagadores de la cultura”.  De ahí que la sofística se haya vinculado con la ilustración griega, con el afán de acudir a la razón para resolver las preguntas más importantes que asaltan a la mente humana. Los libros de filosofía explican que esta significa el paso del mito al lógos, de la explicación mágica y fantasiosa a la argumentación racional (Camps, 2022: 15).

Pero el mito no desaparece, sino que ahora se utiliza como recurso para exponer ideas, por lo que hay que extraer del lenguaje los significados verdaderos y discutirlos con reflexividad. Para Bertrand Russell, la palabra sofista no tenía al principio un sentido peyorativo, sino que significaba lo que nosotros hoy en día entendemos por profesor:

Un sofista era alguien que se ganaba la vida enseñando a los jóvenes lo que les sería útil para la vida práctica. Como no existía una enseñanza del Estado, los sofistas enseñaron solamente a los particulares que poseían medios o cuyos padres estaban bien situados. Esto les dio cierto matiz de clase además de las circunstancias políticas de la época (Russell, 2010: 131).

En opinión de Russell, el odio que suscitaron los sofistas tanto en la gente en general como en Platón y en los filósofos anteriores se debía a su mérito intelectual. Los sofistas instruían en el arte de argüir y estaban preparados como los juristas modernos. En opinión de Victoria Camps:

La sofística tuvo mala prensa porque no todos los sofistas fueron honrados, también los hubo manipuladores y sin escrúpulos. Platón se encargó de denigrarlos a todos por igual, concienzudamente, presentándolos en continua polémica con Sócrates, quien, pese a mantener una posición ambivalente frente a la sofística, siempre acababa saliendo el más airoso de la contienda (Camps, 2022: 16).

El enfrentamiento intelectual entre Sócrates y los sofistas en la Atenas clásica constituye un momento crucial en la historia del pensamiento ético y político. Mientras los sofistas representaban una postura relativista y pragmática en torno a la moral y el poder, Sócrates defendía la búsqueda de una verdad ética universal y objetiva que fundamentara una vida virtuosa y justa. Los sofistas defendían que los valores morales y las normas políticas no eran universales sino convencionales y relativos a cada ciudad o cultura. Protágoras, por ejemplo, afirmó que "el hombre es la medida de todas las cosas", subrayando la subjetividad y pluralidad de las verdades. Para los sofistas, la habilidad retórica era esencial para influir en la política y la sociedad. La retórica se convierte así en un instrumento para persuadir y lograr alcanzar el poder, sin importarles la verdad objetiva de los argumentos. Los sofistas enseñaban atendiendo a la opinión y no a la verdad. Algunos como Protágoras o Gorgias utilizan la dialéctica principalmente como técnica retórica y persuasiva, no necesariamente al servicio de la verdad, sino del éxito argumentativo. La dialéctica es para ellos una herramienta para convencer o vencer en el discurso, incluso defendiendo posiciones contradictorias o manipulando el lenguaje si fuera necesario. Su finalidad era práctica y política y tenía como objetivo preparar a la ciudadanía para el debate público y el éxito social.

Creo que se hace necesario entender los pensamientos de estos filósofos para relacionarlo con su postura acerca de la dialéctica: Protágoras representa el relativismo moral y epistemológico, al sostener que no existe una verdad universal, sino que cada individuo construye su propia realidad y juicio moral según su percepción. De esta manera, todas las opiniones pueden ser verdaderas. Coloca al ser humano en el centro del debate filosófico borrando la distinción entre ser y apariencia.

Gorgias, por su parte, lleva esta postura al extremo al adoptar un escepticismo radical: argumenta que nada existe; y si algo existiera, no podría conocerse; y si pudiera conocerse, no podría comunicarse, negando así toda posibilidad de verdad objetiva o conocimiento compartido. Mantiene tesis nihilistas, como que nada hay o es. Y si lo hubiera, no sería cognoscible para el ser humano. Para él, el lenguaje no manifiesta la realidad, pues las palabras transmiten significados diferentes para el que habla y para el que escucha.

Para Antifonte, la concepción de la vida buena se articula en torno a una forma singular de hedonismo naturalista. A diferencia del hedonismo de epicúreos posteriores o del utilitarismo moderno, el hedonismo de Antifonte está profundamente arraigado en la tensión entre la naturaleza (physis) y la ley o convención (nomos). Su filosofía constituye una crítica aguda a las normas sociales que constriñen al individuo, al tiempo que propone el placer como principio rector de la existencia. Sostiene que la naturaleza humana tiende espontáneamente al placer y evita el sufrimiento. El ser humano alcanza su plenitud cuando escucha a la naturaleza, no cuando se somete a leyes que ignoran su verdad más íntima.

Finalmente, Trasímaco, defiende que la justicia es simplemente el interés del más fuerte, es decir, una construcción del poder que beneficia a quienes lo ejercen, sin un fundamento moral universal, revelando una concepción cínica y pragmática del derecho y la política. Se sitúa en una perspectiva realista, tratándose de un moralista defraudado: piensa que la persona justa siempre sale perjudicada, mientras que las personas injustas obtienen un mayor beneficio personal.

Estas posturas reflejan el giro antropocéntrico de la sofística y su cuestionamiento de los valores tradicionales, poniendo en crisis las nociones absolutas de verdad, moral y justicia.

Trasímaco, en el primer libro de la República, arguye que no hay justicia, excepto el interés del más fuerte; que las leyes se hacen por los gobiernos para su propia ventaja; que no existe una norma impersonal a la cual apelar en las contiendas por el poder. Calicles, según Platón (en Gorgias), sostuvo una doctrina parecida. La ley de la naturaleza, dijo, es la ley del más fuerte; pero los hombres han establecido ciertas instituciones y preceptos morales, por su conveniencia, para refrenar al más fuerte. Semejantes doctrinas han logrado mayor aplauso en nuestra época que en la Antigüedad. Y piénsese lo que se quiera de ellas, no son, desde luego, características de los sofistas (Russell, 2010: 137).

Para Victoria Camps, Calicles podría considerarse el personaje más cínico de los diálogos platónicos. No era un sofista, los despreciaba, y poseía una lengua viperina y mordaz. Ridiculizó a Sócrates y, por ende, el papel del filósofo. Calicles considera que todo filósofo es un impostor porque no se resiste a ver la contradicción entre la naturaleza y la ley y no se atreve a decir lo que piensa.

Protágoras sugería que la moral y la justicia no son dadas por la naturaleza ni por los dioses, sino que son convenciones humanas adoptadas para hacer posible la vida en sociedad. Esta idea de un acuerdo colectivo para organizar la convivencia anticipa claramente el núcleo del contractualismo: la idea de que el orden político y moral surge de un pacto entre los individuos.

Son muchas las ideas y los interrogantes que plantea la disquisición del sofista Protágoras. La primera es que los humanos se constituyen como tales bajo un determinado orden social. Antes de que exista este orden, se presupone un hombre natural, presocial, un estado de naturaleza, que debe ser corregido para bien de la humanidad. Hay aquí el germen de lo que luego se llamará “contrato social”: el constructo racional, la hipótesis por la que nos explicamos el porqué de las leyes y el Estado, así como la obligación de someternos a ellas. La idea de contrato justifica la necesidad de las convenciones morales y políticas para vivir en la ciudad, ya que sin ellas la estabilidad se destruye y todo está en peligro de desmoronarse (Camps, 2022: 23).

En el pensamiento de Sócrates, que comenzó siendo sofista, pero terminó distanciándose de la sofística, la dialéctica sin embargo es un método de conversación filosófica orientado al descubrimiento de la verdad, ya que él desde su supuesta ignorancia prefería buscar el saber en lugar de mostrarlo, venderlo u obsequiarlo. La mayéutica consiste en guiar al interlocutor, mediante preguntas, hacia el reconocimiento de su ignorancia con la finalidad posterior de poder construir un conocimiento más claro, fundamentado y argumentado. La dialéctica no busca en este caso vencer al adversario, sino hacer emerger la verdad mediante el diálogo riguroso ayudando al interlocutor con preguntas y respuestas a crear ideas propias y donde al mismo tiempo puede descubrir contradicciones en su pensamiento durante este proceso. Se trata, por tanto, de una metodología, frente al concepto sofista de dialéctica como técnica de persuasión. Y es que Sócrates sostuvo que la justicia y el bien dependen del conocimiento: nadie hace el mal voluntariamente, sino por ignorancia. Así, la educación y la reflexión moral son fundamentales para la vida política. Nos cuenta Victoria Camps que Sócrates aprendió la mayéutica de su madre, que era comadrona:

Si la comadrona ayuda a alumbrar niños, el filósofo debe ayudar a alumbrar pensamientos para llegar a ideas generales a partir de los casos particulares (Camps, 2022: 31).

La mayéutica podría definirse como el arte de dar a luz las ideas que tenemos en el interior. Mientras para Sócrates, una política justa requiere ciudadanos virtuosos, guiados por el conocimiento y la justicia, los sofistas vinculaban la política a la capacidad de persuasión y al poder, separándola y apartándola de criterios morales absolutos. El enfrentamiento entre Sócrates y los sofistas no solo fue un choque de ideas, sino que supuso la fundación de la ética y política occidental, destacando la tensión entre relativismo y universalismo, retórica y verdad. Este debate abrió el camino a la filosofía moral y política clásica, influyendo en Platón y Aristóteles. Además, en la actualidad sigue planteando cuestiones vigentes sobre relativismo, educación, poder y política en nuestra sociedad.

El intelectualismo moral de Sócrates es una doctrina filosófica que sostiene que el conocimiento de lo bueno es suficiente para obrar el bien y donde la virtud es identificada con el conocimiento. Para Sócrates, el saber y la moralidad son sinónimos. La filósofa estadounidense de origen húngaro Agnes Callard, en su libro Sócrates al descubierto (2024) comenta que Sócrates se describe así mismo como una persona que ha dedicado su vida a la política, proclamándose un experto en tres áreas: la política, el amor y la muerte. Los rasgos distintivos de la ética socrática son dos: no tenemos respuestas y filosofar es la manera de llegar a ellas. Para Sócrates, la ética consistiría en indagar sobre cuestiones extemporáneas, pero para Callard, aún estamos en la fase de decir qué es la ética socrática, aunque se trata de una ética intelectualista, y la gente tiene una fuerte y profunda aversión al intelectualismo (Callard, 2025: 167).

Para Platón, la dialéctica es el más alto método filosófico, una vía para alcanzar el conocimiento verdadero, especialmente de las Ideas, desarrollando este concepto en diálogos como el Banquete o la República: la dialéctica permite al alma ascender desde el mundo sensible hacia el mundo inteligible, donde se encuentran las Ideas. Comienza con el método socrático de refutación, que cuestiona creencias erróneas para después establecer conocimientos sólidos sobre las Ideas. La dialéctica para Platón además conecta con la estructura del ser, por lo que la considera también desde una dimensión ontológica, además de lógica y discursiva. En definitiva, es un método ascendente del alma hacia el conocimiento de la verdad eterna, no se trata solo de un diálogo o discusión, sino de un camino del alma hacia la verdad, que lleva a la cumbre de la educación filosófica.

Cuenta Victoria Camps en su libro Breve historia de la ética (2022), que cuando Platón escribió el Gorgias ya había cumplido cuarenta años y poseía una amplia experiencia política: había visto el final de la guerra del Peloponeso, la ruina de Atenas y la injusta muerte de Sócrates:

El diálogo empieza con una disertación de Gorgias sobre el arte de la retórica, insistiendo especialmente en el potencial extraordinario que dicho arte tiene para persuadir, hasta el punto de que son los buenos oradores quienes acaban imponiéndose en las asambleas y hacen prevalecer sus opiniones políticas. Es ese poder de la palabra el que, como ya se ha visto, inquieta a Sócrates. La elocuencia, el dominio del lenguaje y de la capacidad de persuadir, o directamente manipular al otro, no es más que un instrumento que se puede utilizar para bien o para mal, puede ponerse al servicio de unos objetivos que pueden ser justos o injustos (Camps, 2022: 37).

Piensa Platón que el filósofo es la persona sabia idónea que la política necesita y, por lo tanto, es quien mejor puede gobernar y educar. El político no debe ser un sofista ni un buen orador sino poseer ese sentido de la justicia que habría que inculcar a la ciudadanía. Para Iris Murdoch, la dialéctica es para Platón el mejor método para poder cambiar nuestras vidas y hacernos buenas personas. La dialéctica es una especie de lógica, donde el interés del diálogo es fundamentalmente moral.

En conclusión, mientras los sofistas no usaban la dialéctica con fines de verdad sino la retórica y la erística como herramienta principal de persuasión con el fin de obtener el éxito discursivo, Sócrates y Platón consideraban la dialéctica como diálogo racional y método filosófico supremo para alcanzar la verdad y el conocimiento de las Ideas, y consideraban la retórica como superficial y manipuladora y la erística como una perversión de la dialéctica que solo busca ganar discusiones con trampas lógicas.

En su ensayo Schopenhauer y la dialéctica, el filósofo italiano Franco Volpi realiza un interesante recorrido histórico examinando la dialéctica en la Antigüedad y su transformación hasta la Modernidad, pasando por la visión kantiana para finalizar con una confrontación entre la dialéctica de Schopenhauer y la de Hegel. En opinión de Volpi, Aristóteles se distancia de Platón devolviendo la dialéctica al ámbito de las opiniones y volviendo a la concepción de Protágoras. Si bien es cierto que para Aristóteles la opinión no es ciencia, tampoco puede considerarse como arbitraria y puede ser un punto de partida para alcanzar un consenso.

La dialéctica es, pues, un método que sirve para discutir bien sobre cualquier tema posible partiendo de opiniones plausibles, es decir, opiniones compartidas por todos, por la mayoría o por los sabios y, entre estos, por los más conocidos y reputados (Schopenhauer, 2023: 102).

Para Aristóteles, existen cuatro géneros de argumentos en una discusión: didácticos, dialécticos, críticos y erísticos. En definitiva, Aristóteles atribuye a la dialéctica cierta utilidad científica.

Es Kant el filósofo moderno que retoma de forma rigurosa el problema de la dialéctica. En la Crítica de la razón pura, Kant divide la lógica en “analítica” y “dialéctica”. En opinión de Volpi, Kant parece seguir la tradición aristotélica, considerando a la dialéctica una parte de la lógica, pero también le atribuye un significado negativo y una acepción peyorativa reduciendo la dialéctica a la erística:

Kant denomina dialéctica la pretensión ilusoria de producir al conocer mediante la sola actividad de la razón (Schopenhauer, 2023: 115).

Con Hegel, la dialéctica alcanza su formulación más sistemática y la entiende como una ley del desarrollo del pensamiento y de la historia. Ya no es solo un método discursivo o lógico, sino el principio mismo del devenir de la realidad y del pensamiento. En su sistema, la dialéctica se expresa como una estructura triádica: tesis, antítesis y síntesis. Cada afirmación genera su propia contradicción, y de esa tensión surge un nuevo estadio superior que supera y conserva a los anteriores. Para Hegel, todo lo real es racional, y la historia misma es el despliegue progresivo del Espíritu Absoluto que se va conociendo a sí mismo a través de este proceso dialéctico. Así, la dialéctica no es solo una herramienta de análisis, sino la ley interna del mundo y la estructura del saber.

En su libro Hegel: Lo real y lo racional (2021), Víctor Gómez Pin cita a George Santayana opinando este último que Hegel era un solemne sofista, ya que hacía del discurso la clave de la realidad. (Gómez Pin, 2021: 25). La vinculación entre Hegel y Heráclito es archiconocida en la historiografía filosófica, pero, además, en opinión de Gómez Pin, el movimiento hegeliano de lo dado a su contrario podemos encontrarlo en dos grandes filosofías: el kantismo y el platonismo. Piensa que Hegel tiene razones para reivindicar en su dialéctica a Platón:

En los diálogos de Platón llamados de madurez, el carácter dialéctico se revela no en relación con cosas empíricas (consideradas, al menos como ilustración, en los primeros diálogos) sino con respecto a conceptos abstractos. Así, en el diálogo llamado Sofista, la reflexión se concentra en las ideas más generales posibles: movimiento, reposo, ser, mismidad-igualdad y alteridad-desigualdad. Hegel hace bien en reivindicar a Platón entre los suyos, puesto que el tratamiento que hace Platón de estas ideas no anda lejos del tratamiento de la igualdad y la desigualdad en la Lógica de Hegel, del cual, como hemos visto, surge el principio de contradicción (Gómez Pin, 2021: 105).

Argumenta Gómez Pin que la identidad supone diferencia, la diferencia supone desigualdad, la desigualdad supone oposición y esta se revela siendo pura contradicción.  Y cuando la disparidad se da entre seres humanos, ya sea a nivel individual o colectivo, nos encontramos con la secuencia más popularizada de la Fenomenología del espíritu: el paradigma amo-esclavo o la llamada “dialéctica del amo y el esclavo”, donde la desigualdad de ambos protagonistas hace que cada conciencia exija ser reconocida por la otra conciencia, resolviéndose esta contradicción con una lucha donde el amo será la conciencia que persevera y el esclavo la conciencia que es mera parte, pero cuando el amo se degrada en la pasividad incrementa su dependencia, mientras que el esclavo aumenta su autonomía, pudiendo alcanzar su libertad. La paradoja de esta relación radica en que el amo depende del reconocimiento del esclavo para afirmarse, pero dicho reconocimiento carece de valor pleno porque proviene de una conciencia subordinada. El esclavo, a través del trabajo y la transformación del mundo material, desarrolla una conciencia más profunda de sí mismo y del entorno, superando en cierto modo al amo. La libertad por tanto no surge de la dominación, sino del trabajo y la experiencia.

El paradigma hegeliano del amo y el esclavo ha sido interpretado y reelaborado de múltiples maneras. Un ejemplo de ello es el artículo de Lynn Chancer titulado Defendiendo una dinámica básica: paradojas en el corazón del sadomasoquismo y que aparece en el libro Antropología de la sexualidad y diversidad cultural editado por José Antonio Nieto, donde Chancer analiza el sadomasoquismo en la cultura estadounidense utilizando como base la dialéctica hegeliana donde la personalidad sádica representa al amo y la personalidad masoquista al esclavo:

Y de esta manera, la dinámica sadomasoquista se caracteriza por un mito ideológico de independencia por parte del sádico, cuando, en realidad, el sádico es incluso más dependiente del masoquista que el masoquista del sádico (Nieto Piñeroba, 2003: 280).

Argumenta Chancer que cuanto más resiste el masoquista, el sádico se siente más provocado y así de nuevo, más debe resistir el masoquista, lo cual puede llevar a este último a un proceso de desintegración. Pero el masoquista está un paso por delante, porque su posición dentro de esta dinámica es la única que puede tener una tendencia hacia la huida y paradójicamente se vuelve cada vez más fuerte en lugar de debilitarse.

Como puede comprobarse, el paradigma amo-esclavo, se sigue utilizando para realizar interpretaciones en diferentes ámbitos vitales y sociales, como también pueden ser relaciones laborales, familiares, o en redes sociales donde los "seguidores" reconocen a las "figuras de autoridad", que a su vez dependen de ese reconocimiento. También Simone de Beauvoir usó este paradigma para analizar la situación de la mujer en relación con el hombre. Marx reinterpretó esta dialéctica de la tensión entre opuestos en términos de lucha de clases, dándole un giro materialista. Sartre lo hizo analizando el conflicto existencial entre libertades que intentan dominar al otro, etc. La dialéctica hegeliana en general ha servido como punto de partida para muchos otros autores posteriores, con sus diferentes y particulares perspectivas en las que ahora no vamos a entrar. Como vimos al principio en los significados de la palabra dialéctica, estos autores se refieren a un proceso de transformación en el que participan dos opuestos.

Gómez Pin termina su libro sobre Hegel diciendo que

Podemos o no seguir a Hegel en esta manera suya de dar curso a la reflexión filosófica, podemos o no ser dialécticos en materia de filosofía, pero lo que no podemos es obviar esta modalidad de la práctica filosófica, entre otras razones porque no sólo tiene matriz en Platón, sino que también alcanza su mayor expresión en sus diálogos de madurez (Gómez Pin, 2021: 157).

Pero volvamos al primer significado donde la dialéctica socrática se opone a la retórica y a la dialéctica erística. Arthur Schopenhauer, rechaza la dialéctica como método de conocimiento verdadero y realiza una crítica y parodia de la dialéctica en su obra El arte de tener razón (1831), que fue publicado póstumamente cuatro años después de su fallecimiento y donde presenta una visión irónica y desmitificadora de la dialéctica, a la que reduce a un juego de trucos retóricos para ganar discusiones, sin importar la verdad. Schopenhauer nos presenta 38 estratagemas, algunas de ellas muy curiosas, como la número 27:

Si ante un argumento el adversario se enfada, se le debe acosar insistentemente con ese argumento: no solo le ha encolerizado porque es bueno, sino porque hay que suponer que ha tocado el punto débil de su razonamiento y es probable que en ese punto se le pueda atacar más de lo que uno mismo ve de momento (Schopenhauer, 2023: 115).

Schopenhauer termina argumentando que es una lástima que históricamente lógica y dialéctica hayan sido consideradas como sinónimos. Para él, el hombre, por naturaleza, siempre quiere tener razón:

…y lo que se sigue de esta característica es lo que enseña la disciplina a la que yo querría denominar dialéctica, pero que, para evitar malentendidos, denominaré dialéctica erística. Esta sería, pues, la teoría que estudia cómo procede la natural tendencia humana a querer tener razón siempre (Schopenhauer, 2023: 115).

Opina Franco Volpi comparando a Hegel y Schopenhauer, que Hegel desarrolló la dialéctica como lógica de la contradicción e hizo de ella el alma de su sistema, siendo con Hegel cuando la dialéctica adquiere su máximo relieve filosófico. Sin embargo, Schopenhauer no vinculó la dialéctica a una filosofía, sino a la condición propia del ser humano en cuanto animal dotado de lenguaje. Se pregunta Volti cómo dos autores como Hegel y Schopenhauer, partiendo del mismo pensador, Kant, hayan llegado ambos con buenas razones a desembocar en dialécticas tan diferentes.

Chaim Perelman (1912–1984) en su obra Tratado de la argumentación: La nueva retórica (1989), junto con Lucie Olbrechts-Tyteca, rehabilita la retórica y la argumentación como herramientas válidas del pensamiento racional, en contraposición a la lógica formal y recuperando parte del legado sofístico, mostrando que convencer al otro razonadamente también es un modo legítimo de construir conocimiento, no solo la demostración formal. Destaca José Biedma en su artículo Dialéctica de plenitud (2000) que Perelman trata de recuperar una vía para la filosofía que es la dialéctica intermedia entre lo evidente y lo irracional, entre la demostración tautológica y la sofística tendenciosa:

Perelman rechaza el nombre de “dialéctica” para su “nueva retórica” a causa, precisamente, del peso que para él tiene la tradición hegeliana en el significado de la palabra “dialéctica”. Por el contrario, a Perelman no le hubiese importado llamar “dialéctica” a su teoría de la argumentación, “dialéctica” en sentido aristotélico, como un “arte de razonar a partir de opiniones generalmente aceptadas”. La dialéctica pone el acento en lo opinable como algo verosímil, por oposición al razonamiento analítico que tiene por objeto lo necesario; en cambio la retórica pone el acento en lo opinable como algo a lo que se puede prestar diferentes grados de adhesión (Biedma López, 2000: 255-256).

Así, nueva retórica y neodialéctica pueden servir para la reconstrucción de una filosofía fuerte. Pero no solo podría ser conveniente para la filosofía, sino para cualquier campo:

La extensión humanista de la dialéctica a cualquier campo en que quepa una argumentación racional más o menos verosímil o razonable permitiría analizar problemas que, al menos por el momento, desbordan el campo de la formalizabilidad, dada la inadecuación de la lógica de la demostración al mundo de los valores, y dada la necesidad de abordar estos con instrumentos suficientes y con un rigor tal que permita desacreditar a toda persuasión no estrictamente racional, basada en la sugestión o el halago, como resultan ser la de la Internacional Publicitaria o la Sofística Mediática (Biedma López, 2000: 256).

En conclusión, el concepto de dialéctica ha recorrido un largo camino en la historia del pensamiento, transformándose según la concepción de cada autor. Esta diversidad de enfoques muestra que la dialéctica tiene mucho que ver con la postura filosófica de quien la emplea, pero es conveniente reflexionar sobre la dialéctica, la retórica o el debate, desde una perspectiva ética. En opinión de Victoria Camps:

En sí misma, la oratoria no es justa ni injusta; para que sea justa es preciso que el orador también lo sea y no busque su interés particular, sino el de todos. Si no es así, habrá que desconfiar de la retórica (Camps, 2022: 37).

Desde una dimensión antropológica me parece muy interesante la postura de Schopenhauer relacionando la erística con esa tendencia humana natural de querer llevar siempre la razón. Aunque, como hemos visto, se han producido a lo largo de la historia varias derivaciones de la dialéctica hegeliana y en concreto también varias interpretaciones del paradigma amo-esclavo, sin embargo, no resulta fácil encontrar muchas reflexiones sobre la oposición entre la dialéctica socrática y la dialéctica sofística o erística. En nuestros tiempos actuales parece ser que la dialéctica erística de sofistas como Eutidomo es la que se ha impuesto y afianzado en nuestra sociedad contemporánea, tanto a niveles individuales como a niveles sociales e institucionales. A niveles individuales, da la impresión de que todo el mundo quiere ganar un debate o una discusión, tenga la razón o no la tenga. Ese desapego de la verdad que ya se encuentra de alguna manera estandarizado en nuestra sociedad, puede ser debido entre otros motivos a la excelente dialéctica erística que habitualmente muestra nuestra clase política a la que estamos acostumbrados a ver diariamente en los informativos de las tres de la tarde discutir con el único fin de alcanzar el éxito y ganar un debate en el Congreso o en la televisión, aparentando no tener mucho en cuenta los problemas de la ciudadanía que en este caso son los que representarían la verdad, argumentando una cosa y al día siguiente argumentando la contraria (y no precisamente como una tesis y una antítesis hegeliana) y utilizando constantemente trampas lógicas y argucias, como si se hubieran estudiado concienzudamente el libro de Schopenhauer y sus técnicas. También puede deberse al interés del ser humano por el juego: desde temprana edad, el ser humano presenta un instinto lúdico, surgiendo el juego como un impulso natural, el cual se ha venido utilizando también como método de aprendizaje. Ya nos habló sobre esto Friedrich Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre (1795) donde opinaba que el ser humano es realmente humano cuando juega. Para Schiller, la razón exige que se dé una unión entre impulso formal e impulso material; es decir, debe existir un impulso de juego:

La belleza es el objeto común de ambos impulsos, es decir, del impulso de juego. La expresión está sin duda justificada por el uso de la lengua, pues la palabra juego tiende a designar todo lo que no es contingente subjetiva ni objetivamente y aún así no impone ninguna constricción ni externa ni internamente (Schiller, 2018: 75).

Para Schiller, juego no significa frivolidad, sino libertad creativa. El arte es ese espacio de juego en el que el ser humano se realiza plenamente. El juego es la actividad humana por excelencia porque no está determinada por la necesidad ni por el deber.

También Johan Huizinga en su obra Homo Ludens (1938) aborda este tema opinando que la cultura nace en forma de juego: los rituales y el arte tienen elementos lúdicos. Huizinga relaciona el juego con la competición, el juego en solitario no es fecundo para la cultura, sin embargo, uno de los rasgos fundamentales de el juego en común es que presenta un carácter antitético: la mayoría de los juegos se realizan entre dos bandos. El juego es una lucha por algo, pero también una representación de algo. Y, aunque en el Eutidemo Sócrates condena las falacias sofistas como un juego, opina Huizinga que no solamente los sofistas juegan, sino que también Sócrates y hasta el mismo Platón lo hacen. Entre los juegos artificiosos de los sofistas y la filosofía socrática, la transición es muy suave. También para Platón fue la filosofía un noble juego:

Platón pensaba en los juegos consagrados a la divinidad como lo más alto a que el hombre puede dedicar su afán en la vida (Huizinga, 2024: 53).

Y es que Platón consideró que los hombres eran juguetes de los dioses. También los escritores eclesiásticos de las escuelas del siglo XII celebraban sus triunfos sorprendiendo al adversario con artimañas y argucias. Huizinga realiza un recorrido histórico y comparativo del juego con otras disciplinas como la filosofía, el arte, la ciencia y la política, donde nos habla del principio “amigo-enemigo”, principio por el que estarían dominadas todas las relaciones políticas entre naciones y estados. Destaca también la noción de juego falso y dice que cuando en la cultura moderna parece que se juega, su juego es falso.

Podríamos estar hablando por tanto de la dialéctica o la retórica como juego y acuñar el nuevo concepto de dialéctica lúdica. De hecho, desde hace años, cuando de alguna manera se formalizó el debate como práctica pública, política y académica, viene existiendo la figura del moderador o moderadora en los debates, cual si fuera el árbitro de un partido de fútbol y que quizá también debería sacar tarjetas amarillas o rojas en caso de argucias o falacias en las oratorias si lo que pretendemos aproximarnos a una dialéctica más auténtica o más socrática.

La filósofa estadounidense Agnes Callard ha reintroducido la práctica socrática en el pensamiento contemporáneo. En su obra Sócrates al descubierto (2024), recupera el núcleo de la práctica socrática, donde considera el método socrático como una herramienta de transformación personal y colectiva. Así, la filosofía no sería exclusividad de los filósofos, sino que estaría abierta a cualquier persona dispuesta a realizarse preguntas sobre la vida con honestidad.

Quizá en los tiempos actuales nos puedan quedar algunos resquicios de la dialéctica socrática en algunos ámbitos como pueden ser la psicología o la educación, pero lo cierto es que ha sido la dialéctica erística la que ha invadido la mayoría de los campos y de las relaciones interpersonales: laborales, familiares, de pareja, etc. Cuando dos personas discuten, ambas quieren llevar la razón, la tengan o no.

Con el nuevo paradigma de la revolución tecnológica y la aparición de la inteligencia artificial, nos aparece un nuevo concepto de dialéctica que se produce cuando los seres humanos dialogamos con las máquinas. En base a ello, ya estaríamos en condiciones de crear también un nuevo concepto que se denomine dialéctica artificial. Dicen que los humanos poseemos algo llamado sentido común y que cuando a las máquinas se les practica el test de Turing, suelen acertar todas las preguntas referentes a la lógica, pero suelen fallar aquellas preguntas de sentido común. Así lo cuenta Miguel Innerarity en su libro Una teoría crítica de la inteligencia artificial (2025), citando a James H. Moor diciendo que:

Es muy significativo que en el test de Turing (mediante el que se trataba de distinguir a un humano de una máquina), las máquinas no fallan en preguntas complejas de lógica, sino en aquellas que requieren sentido común y comprensión del contexto (Innerarity, 2025: 56).

Claro que, en estos casos dialécticos que nos ocupan estaría por ver qué es el sentido común y si este no pudiera ser el menos común de los sentidos, como se ha popularizado satíricamente en la tradición oral. Pero sí se me ocurre que quizá una manera de volver a practicar la dialéctica socrática pudiera ser dialogando con la IA, ya que a veces incluso se disculpa cuando se equivoca, nos dice que llevamos razón cuando la tenemos y se dispone a rectificar su argumento inmediatamente, aunque no tenga sentido común, al menos por el momento. Actualmente la IA puede realizar muchas tareas sin comprenderlas y pienso que en el futuro será mejor que no comprenda ni aprenda algunos sentimientos humanos como el afán de superioridad, la ambición y la avaricia, sentimientos que siempre han ido de la mano de la mentira y la erística, impidiéndonos así un conocimiento profundo de la verdad.

 

 

Bibliografía:

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