A finales del siglo pasado Faustino sostenía un vaso de vino en una mano y una sonrisa en los labios, y en la palabra que los atravesaba, volaba lo siguiente: que el giro más importante sufrido por la vida pública española en los últimos tiempos es el viraje hacia el mal humor.
Es una lástima que los comunicadores y los líderes se sacudan con la badana dialéctica mientras ponen cara de pimiento y gesto de acritud, o que los intelectuales moralicen contra la franca risa del pueblo, ¡los muy desaboridos! "Niños -parecen sermonearnos- no sólo hay que ser buenos, además hay que ser serios". Lo que les pasa es que se enrabian, y con motivos, porque el pueblo no lee más que las noticias deportivas, las lecturas de los sonadísimos bodorrios de "Er mundo cañí" (famosa revista de corazón de cabrito), las programaciones de la tele y los eructos, gruñidos, suspiros y frasecillas punteadas con corazoncitos y carillas sonrientes del guasap.
En verdad hay una risa cruel y otra falsa y enlatada, una benevolente y compasiva, ligera como el espíritu de los buenos vinos, que revela tolerancia y cordura, y otra pesada que delata la necedad del simple o del chistoso ese, maestro de la chocarrería, elevado por una ola efímera, entre payaso y demente, que expone en sí, a la burla pública, a la perplejidad colectiva, el factor común del atraso cultural, la memez nacional o el resentimiento de los mediocres.
El humor es, sin embargo, un deber racional indispensable, un paraguas para el temporal, un paracaídas para los ineludibles batacazos de la vida. El buen humor es el mejor de los conjuros contra el peor de los consejeros: el Miedo, gran sofista generador de obsesiones y prejuicios.
Únicamente el humor hace soportable el insufrible peso de la autoridad, especialmente cuando ésta se pasa de rosca. O sea, casi siempre. Sólo son buenos maestros quienes, alguna vez, entre dos verdades, saben hacer reír, que es como situar el espíritu por encima de la presuntuosa pretensión de nuestro entendimiento, cuyo contenido siempre consiste en medias verdades, todo lo más medio y mitad de cuarto, o tres cuartos, con suerte y a lo sumo...
- ¡Pero no me ponga usted más gramos de verdad, y cuénteme una mentira graciosa!
Mi colega José L. Suárez de esto sabía un rato. Cita en su libro sobre Filosofía y Humor (el guiño de la lechuza) una sentencia en que Nietzsche proclama saber por qué el hombre es el único animal que ríe: Porque sufre tan profundamente que ha tenido que inventar la risa. La risa, que es expresión sincera de la alegría, la alegría que es la moneda contante y sonante de la felicidad.
Nietzsche hizo mucho por rehabilitar la legendaria jovialidad griega, la aceptación jovial de los placeres y hasta de los dolores de la vida, y parece que incluso se contentó con los últimos, pues su vida solitaria de errabundo enfermizo no fue precisamente un charlestón.
Pero mejor que la carcajada sarcástica y estrafalaria del Zaratustra, es la ironía desenfadada y benevolente de Ramón, nuestro Ramón. Decía Gómez de la Serna que el humorismo no es cinismo, aunque tenga, no obstante, ese dejo de amargura del que cree que todo es un poco inútil. El cadáver de Ramón reposa junto a los restos mortales de Larra, para que a éste le sea imposible suicidarse otra vez ante la Incomprensión Suprema.
Y es que una sonrisa siempre sirve de reclamo para cazar el pájaro sabroso de la esperanza, como el canto de La Codorniz inocente (aquella revista de humor con mucho ingenio y pizca de mala leche que sólo reconocemos ya los mayores). Que en paz descanse desplumada en mi plato o añorada en mi memoria.
El humor transige entre el hambre y la muerte. Contra el duro acero de la realidad, el pedernal del ingenio hace saltar la chispa que enciende el humor hasta consumir en fuegos de artificio la negra pólvora de la melancolía.
Al contrario que Ramón, creo yo que el humor sí puede corregir y enseñar y mejorar. Hace estallar el globo de la vanidad y nos levanta por encima de la atmósfera enrarecida del cuidado de nosotros mismos y la preocupación por las cosas y los sucesos; desde arriba parecen más pequeñas, más indignas de nosotros, esas tonterías que nos desgracian los mejores y breves momentos de la existencia.
El buen humor es la mejor tarjeta de visita de la amabilidad. Si es fingido, aún tiene más mérito como signo de buena educación, pues por supuesto uno no se levanta todos los días con el pie derecho...
Y es que Irene, Bienvenida, Rosalinda y un servidor, ya estamos un poco hartas de oírles tantas quejas a nuestros consortes, a nuestros hijos, a los sindicatos, a los empresarios, a la oposición, al gobierno, a la conferencia episcopal y hasta al caballo de Santiago, que siempre le he visto mohíno bajo el espadón gordo del apóstol. ¡País de máscaras sufrientes, de dolientes quejicas, de plañideros penosos y críticos biliosos!
- Oiga, don, pero es que el que no llora no mama.
- ¡También; esa es otra!
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