El primer volumen de la trilogía Esferas, titulado Burbujas
de Peter Sloterdijk es una caja de sorpresas. Destila ironía, con un estilo
literario brillante y recurso a dobles y triples sentidos Sloterdijk describe
las burbujas en que vivimos los humanos. La amplitud de la cultura de este
filósofo alemán es ilimitada. Trae a colación las leyendas egipcias que la vida de Lao Tsé 81 años antes de
nacer en el vientre de su madre, que las visiones y predicaciones de Margarita Poreta, una mística
medieval quemada por bruja. Por no hablar de su conocimiento intenso y extenso
de los desarrollos trinitarios en los escritos de los padres de la iglesia o de los inicios del mesmerismo, precedente del psicoanálisis del que escribí para inaugurar este blog hace cinco años.
.
En cierto sentido el libro quiere ser una réplica a Ser y
Tiempo transformado bajo la pluma de Sloterdijk en Ser y Espacio. ¿Dónde estamos
cuando estamos en esferas íntimas bipolares?
En un espacio intercordial
En la esfera interfacial
En el campo de fuerzas mágicas de unión
En la inmanencia de la madre
En la díada placental
Bajo la tutela del acompañante inseparable
En el espacio de resonancia de la voz materna.
Quien quiera profundizar en cada una de estas “burbujas”
puede hacerlo sumergiéndose en la obra de la que hablamos. Es difícil escoger
una “microesfera” para presentarla, particularmente me ha llamado la atención
los párrafos dedicados al estado de vida en la placenta, sin duda, la esfera
primera, la esfera en la que llegamos al mundo.
Si en algo tiene razón esta obra es en su lucha contra el
mito moderno del individuo desligado y solo, el mito del sujeto, o el mito del
individuo económico. El filósofo apunta muy certeramente a todas las esferas
que constituimos y nos constituyen. Lo relaciono con otro filósofo jiennense al que también me referí hace poco.
Todo empieza por el “con” originario, algo que Sloterdijk no
nombra sino después de hablar de ello durante muchas páginas. Nos convence de
que todos tenemos un “con”, ya en el vientre de nuestra madre, un acompañante,
y al feto mejor llamarle un “también”. El “con” no es objeto ni sujeto se
mantiene en la proximidad vivificante. Me acompaña como sombra nutricia y
hermano anónimo, como un mayordomo intrauterino, discreto y nutritivo.
El “con” desaparece del mundo en el instante en el que “tú”
apareces como personaje principal, al nacer dejamos de ser un “también” pues
nos dan un nombre propio. El “con” no es bautizado, desaparece, lo tiran o si
acaso lo llevan a un banco donde se alojan más “con” originarios.
Visto a la luz, una vez abandonada la caverna inicial se
muestra como sanguinolento, viscoso, pardusco, gelatinoso, provoca repugnancia.
Pero cuando nos acurrucamos entre sábanas, mantas, cojines, almohadas nos
remiten al órgano originario. La dualidad psíquica original se ha mostrado en
la mitología por medio del Sosias, de los mellizos, de los hermanos del alma.
Hildegarda von Bingen relata una visión de un feto dentro de
una madre y un supercordón umbilical que lo une a la inteligencia divina llena
de ojos. Por el cordón baja el alma en forma de bola que se introduce en el
niño. La monja medieval ofrece su propio retrato de la ontogénesis humana.
Alrededor del cordón los seres humanos llevan pan de queso en vasijas,
representan la creación física del hombre. Ya lo dijo Job: “¿no me hiciste
cuajar como leche y consolidarme como queso?”
No todos los cuajamientos de leche dan buenos resultados,
Hildegarda fue una mujer enfermiza que se consideraba a sí misma un queso mal
cuajado, era un “queso magro”.
Pero los débiles son los mejores medios, el fabricante del
queso se propuso algo especial al hacerlos.
Hay una conjura del silencio para ese “con” que nace cuando
nacemos cada uno. Tras el niño salen las secundinas o trasparto, l’arrière
faix. Desde 1700 lo llaman placenta, que significa “torta de pan”. La
comparación procede de Aristóteles, el hijo está en la madre como la masa de
pan en el horno. En la
Antigüedad el vientre materno era considerado una doble
fábrica: la panadería de la placenta y la cocina íntima del niño. Mientras el
niño se cuece en la marmita útero, la “torta de pan” lo alimenta en la noche
más larga.
El día del parto vienen por tanto en segunda entrega las
también llamadas “secundinae mulieris”, a menudo se las consideraba el sosias
del niño, había que preservar la segunda entrega, en especial se procuraba que
no se la comieran los animales. Por ello se enterraba en la bodega, en
graneros, establos, para que aprovechara a toda la casa. En Alemania se hacía
un hoyo bajo un árbol frutal, peral si era niña, manzano si era niño. El niño y
el árbol crecían juntos.
Se ponía a secar en la chimenea, seca y molida era curativa
de las manchas en el hígado, lunares, epilepsia, trastornos de fertilidad
femenina. Incluso los indios brasileños se la comían y el padre se la ofrecía a las visitas, la
propia Hildegarda la usa como ingrediente culinario en un libro de recetas.
El último portaestandarte lleva la placenta del faraón |
La placenta del faraón se consideraba su alma, la solían
momificar tras el nacimiento. Era un aliado mítico del rey que merecía estar en
el templo custodiada por los sacerdotes. La llevaban en procesión y cuando el
faraón moría “los abridores de la placenta regia” la liberaban y la fijaban con
vendajes en la cabeza del muerto. En el Antiguo Testamento en el libro de
Samuel 25, 29 se nos dice que la placenta esconde una segunda alma del ser
humano. En Corea era quemada y sus cenizas esparcidas o se tiraba al mar, en
cualquier caso se devolvía lo suyo a las cuatro fuerzas de la creación.
Sólo a finales del siglo XVIII se desvaloriza la placenta, a
partir de ese momento lo que sale después del niño “da asco”. El segundo más
íntimo se convierte en “desaparecido”, lo que no hay, se la trata como un
deshecho. En nuestros días se da a luz en el hospital, allí se recaudan
placentas o se utilizan en granulado para acelerar la combustión.
En resumen, la placenta no existe en el nuevo mundo de
individuos sin compañía. El sujeto se convierte en un ser aislado, un primero
sin segundo. El individualismo moderno ha excomulgado a este órgano viscoso y
deshechable. La inquisición médica nos asegura que todos los individuos hemos
nacido solos, los individuos son algo inmediato a la madre o algo inmediato a
la nación totalitaria que a través de sus escuelas y ejércitos extiende sus
redes sobre los individuos nacidos solos.
Rousseau fue el inventor de este ser humano sin amigo
invisible que sólo puede pensar al otro complementador o como madre naturaleza
inmediata o como inmediata totalidad nacional. La psicología social sigue por
el camino de menospreciar al ser humano, los individuos sólo somos producto de
nuestro medios, casos de leyes psicológico-sociales.
Por contraste con este aislamiento y auténtica soledad,
durante los tiempos antiguos se consideraba que en toda existencia humana había
un “genio”, un “aliado auténtico”. Ningún ser humano era sólo un caso, sino un
misterio de soledad complementada.
El individuo sin placenta caen o en la depresión o en el
aislamiento autista o se deja tragar por colectivos totalitarios. El individuo
sin espíritu protector está vendido. Si no consigue estabilizarse en dos por
ejemplo escribiendo, está predestinado a ser absorbido por la masa. Como
individuos cuyo doble acabó en la basura repiten la traición a su compañero más
íntimo. El sujeto solitario moderno es producto de la descomposición, de la
disgregación amorfa entre parto y postparto, un yo sin doble.
El individualismo moderno es un nihilismo placentario, feto
y placenta surgieron juntos como Orfeo y Eurídice y aunque Eurídice haya de
desaparecer por fuerza, los modos de su desaparición no son indiferentes. Quien
corta el cordón umbilical, causante de la separación, han de dirigirse al niño
explicándoselo. La comadrona es “oficiante de la cultura”, que transmite el
corte como dádiva simbólica originaria, es la iniciación en el mundo simbólico
como tal.
El ombligo ha perdido su concepto, su melodía, su pregunta.
No entendemos que es la huella de Eurídice, de él procede todo lo entonado y
dicho con buena determinación. En los tiempos modernos ni sqiuera los poetas
saben que el lenguaje pleno es música de separación: sólo Rilke dijo en sus
sonetos a Orfeo:
“Sé siempre muerto en Eurídice, sube cantando
Regresa festejando, arriba a la envoltura pura.”
El réquiem por el órgano perdido comienza con una
reclamación de claridad. Pensar el “con” significa descifrar el jeroglífico del
ombligo. Una renovación filosófica de la psicología habría de empezar por una
hermenéutica del ombligo. Lo mismo que Leibniz inventó la Teodicea o justificación
del Dios frente al mal, se necesita una omphalodicea,
justificación del lenguaje que quiere llegar imperturbable al otro frente al
cordón umbilical partido.
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