Tal vez sea poco conocido que el famoso relato de Daniel De Foe (1660-1731) se inspiró en la historia verídica de Alexander Selkirk, marinero escocés abandonado en 1705 en una isla desierta del archipiélago de Juan Fernández, frente a las costas chilenas, donde sobrevivió solo, en estado semisalvaje, durante cuatro años y cuatro meses.
La relación de sus peripecias se publicó en 1713, despertando gran interés en el público, pues el suceso evocaba algunos de los tópicos fundamentales del siglo dieciocho: civilización versus estado de naturaleza, la empresa colonial europea en el Nuevo Mundo, la capacidad del ser humano para superar grandes adversidades, aventuras en lugares exóticos todavía por explorar…, a los que la novela de De Foe, publicada en 1719, aún añadiría otros varios, esenciales para la comprensión de la mentalidad contemporánea y que convierten a Robinson, todavía hoy, en un prototipo de constante referencia.
De Foe es uno de esos raros ejemplos de literato tardío ya que, hasta los 62 años, solo había entregado a la imprenta algunos panfletos. Dedicado al comercio y a la política sin éxito, hasta llegó a ser encarcelado en varias ocasiones. Como necesitaba de dinero para dotar a sus hijas, aceptó el encargo de novelar la historia de Selkirk, que debía presentarse a los lectores, ávidos de noticias sobre el suceso, en forma memorialista, como si constituyera el relato fiel de lo acontecido. Del talento del autor para reflejar en el texto,-muy moderno en su época, por su estilo realista y periodístico-, no solo los temas sociales más candentes del momento sino otros más universales, hasta forjar uno de los mitos claves de la civilización occidental, da cuenta el hecho de que es el libro de mayor número de ediciones después de la Biblia.
Todos conocemos la historia en sus líneas generales: un muchacho rebelde, desoyendo los consejos paternos de conformarse con una plácida vida sedentaria (el aurea mediocritas), escapa de su hogar y, tras diversas desventuras (naufragio, prisión en manos de piratas…), recala en Brasil, donde explota un engenho, plantación esclavista. Hastiado de esa vida, se dirige a Guinea en un barco que naufraga frente a las bocas del Orinoco, siendo Robinson el único superviviente.
En la desierta isla de la Desesperación, como la bautiza, en completa soledad y enfrentado a una naturaleza hostil, consigue reconstruir el mundo civilizado que ha perdido. El esfuerzo que invierte en ello es su tabla de salvación contra la locura. Pero el éxito de la empresa depende de un evento que marca una ruptura trascendental en su existencia.
Como reflejo físico de su vida desordenada y carente de guía, unas terribles fiebres de malaria lo ponen en trance de muerte. La recuperación de su salud es el trasunto de su renacer espiritual. Con ecos agustinianos, la Biblia- único libro que ha podido rescatar del casco hundido- le marca la pauta rectora de su nuevo ser: Invócame en el día de la angustia y te libraré y tú me darás gloria. Tal es el mensaje de redención que lee al abrirla al azar. La lectura terapéutica del texto sagrado le restituye su humanidad, extraviada hasta ese momento. Su experiencia religiosa es inequívocamente calvinista. En él aparece la confianza en la lectura personal y directa de los evangelios (sin la intermediación del sacerdote propia del catolicismo), como vía de comunicación con Dios; la creencia en la predestinación divina (ser el único superviviente del naufragio es el signo de su elección providencial); la austeridad y el esfuerzo personal, que le llevan a crear un verdadero emporio en la isla… Robinson registra meticulosamente, con mentalidad comercial, los inputs y outputs de su incansable trabajo. Es un ejemplo fiel de la ética puritana, que catapultó a los países protestantes al dominio capitalista del mundo, como magistralmente lo describió Max Weber. Ese triunfo del personaje en su empeño es también una muestra de la fe en el progreso moral y económico del hombre, característico de las Luces.
Otra metáfora muy potente en la obra es la que pone de relieve el individualismo y la soledad del hombre en la cultura occidental, como mónada aislada, separada de los demás y de la divinidad. En tal sentido, todos somos robinsones en nuestras islas individuales. El gran problema de la subjetividad así entendida es cómo construir la alteridad. Aquí es donde intervienen Viernes y otros personajes, dando entrada también al mito ilustrado del Buen Salvaje.
La isla es escenario de ritos caníbales, cuyos restos descubre Robinson con miedo y horror. En una de esas ocasiones, cuando ya lleva en su exilio forzado veinticuatro años, logra rescatar a una de sus víctimas, un indio caribe - pueblo que también practica el canibalismo-, y al que domestica poco a poco. Su interacción con Viernes, a quien enseña a hablar en inglés, le permite recuperar el uso productivo del lenguaje y con ello su auténtica condición humana.
Ciertamente Robinson se autoproclama propietario de la isla y ni siquiera se plantea que Viernes, prototipo del Otro primitivo, pueda ser otra cosa que su siervo. Pero fundamenta esa dialéctica amo-esclavo, al menos, en un principio de reconocimiento y respeto. Pensemos que sólo en territorios de la corona española, y únicamente durante el siglo XVI, se había planteado la “querella de los justos títulos”, el debate sobre la legitimidad de la esclavitud y de la dominación y explotación de los territorios descubiertos y sobre los pueblos nativos. Por contra, no se produjo ese debate en las restantes naciones de la primera colonización (portugueses, holandeses, ingleses...) Es en el ochocientos, curiosamente en el intermedio previo a la segunda y definitiva oleada colonial del siglo XIX, cuando se reaviva la polémica sobre el derecho del hombre blanco a violentar la libertad de otros pueblos, y así se refleja en el texto, con una innegable capacidad de autocrítica y hasta de relativismo antropológico:
Igualmente aparecen otros aspectos básicos en la ideología dieciochesca. Así, el deísmo como religión natural universal, cuyos rastros se buscan en las creencias de otros pueblos, todavía incontaminadas por la civilización occidental. En la novela resulta importante, por ello, el reconocimiento de que también los pueblos más salvajes se forjan conceptos y sentimientos afectivos y morales, así como una concepción del mundo propia. Robinson pregunta a Viernes quién ha hecho el mar, la tierra y los bosques, y el salvaje le contesta que un anciano llamado Benamuki, el más viejo de todas cosas y que recibe a los muertos. En cualquier caso, Robinson no renuncia a instruir a Viernes en la fe de Cristo.
Tiempo después se une al grupo el padre de Viernes y un español. En esa “sociedad” isleña, Robinson se ve como monarca que impone las normas a sus súbditos pero cuyas creencias respeta:
Así pues, monarquía, respeto al derecho de propiedad y a la jerarquía social, pero también tolerancia religiosa, como condición para la supervivencia pacífica de los pueblos, son reflejo de los principios político-sociales de la pujante Inglaterra de su época. Puede añadirse el paternalismo benefactor de Robinson para con sus súbditos, como correlato del despotismo ilustrado.
Tras treinta y cinco años en la isla, Robinson consigue retornar a la civilización, transformado por su dura experiencia personal y convertido en un extranjero sin asiento en ningún lugar, lúcido espejo de nuestro propio desarraigo en este mundo globalizado. Puede que no nos encandile ya la prosa de De Foe, pero el poder evocador del arquetipo sigue plenamente vigente. Hay pocas imágenes capaces de transmitir con semejante fuerza nuestro propio desamparo existencial, como la de Tom Hanks en la escena final de Naúfrago (2000), situado ante la encrucijada, decidiendo en completa soledad el camino a seguir.
De Foe es uno de esos raros ejemplos de literato tardío ya que, hasta los 62 años, solo había entregado a la imprenta algunos panfletos. Dedicado al comercio y a la política sin éxito, hasta llegó a ser encarcelado en varias ocasiones. Como necesitaba de dinero para dotar a sus hijas, aceptó el encargo de novelar la historia de Selkirk, que debía presentarse a los lectores, ávidos de noticias sobre el suceso, en forma memorialista, como si constituyera el relato fiel de lo acontecido. Del talento del autor para reflejar en el texto,-muy moderno en su época, por su estilo realista y periodístico-, no solo los temas sociales más candentes del momento sino otros más universales, hasta forjar uno de los mitos claves de la civilización occidental, da cuenta el hecho de que es el libro de mayor número de ediciones después de la Biblia.
Todos conocemos la historia en sus líneas generales: un muchacho rebelde, desoyendo los consejos paternos de conformarse con una plácida vida sedentaria (el aurea mediocritas), escapa de su hogar y, tras diversas desventuras (naufragio, prisión en manos de piratas…), recala en Brasil, donde explota un engenho, plantación esclavista. Hastiado de esa vida, se dirige a Guinea en un barco que naufraga frente a las bocas del Orinoco, siendo Robinson el único superviviente.
En la desierta isla de la Desesperación, como la bautiza, en completa soledad y enfrentado a una naturaleza hostil, consigue reconstruir el mundo civilizado que ha perdido. El esfuerzo que invierte en ello es su tabla de salvación contra la locura. Pero el éxito de la empresa depende de un evento que marca una ruptura trascendental en su existencia.
Como reflejo físico de su vida desordenada y carente de guía, unas terribles fiebres de malaria lo ponen en trance de muerte. La recuperación de su salud es el trasunto de su renacer espiritual. Con ecos agustinianos, la Biblia- único libro que ha podido rescatar del casco hundido- le marca la pauta rectora de su nuevo ser: Invócame en el día de la angustia y te libraré y tú me darás gloria. Tal es el mensaje de redención que lee al abrirla al azar. La lectura terapéutica del texto sagrado le restituye su humanidad, extraviada hasta ese momento. Su experiencia religiosa es inequívocamente calvinista. En él aparece la confianza en la lectura personal y directa de los evangelios (sin la intermediación del sacerdote propia del catolicismo), como vía de comunicación con Dios; la creencia en la predestinación divina (ser el único superviviente del naufragio es el signo de su elección providencial); la austeridad y el esfuerzo personal, que le llevan a crear un verdadero emporio en la isla… Robinson registra meticulosamente, con mentalidad comercial, los inputs y outputs de su incansable trabajo. Es un ejemplo fiel de la ética puritana, que catapultó a los países protestantes al dominio capitalista del mundo, como magistralmente lo describió Max Weber. Ese triunfo del personaje en su empeño es también una muestra de la fe en el progreso moral y económico del hombre, característico de las Luces.
Otra metáfora muy potente en la obra es la que pone de relieve el individualismo y la soledad del hombre en la cultura occidental, como mónada aislada, separada de los demás y de la divinidad. En tal sentido, todos somos robinsones en nuestras islas individuales. El gran problema de la subjetividad así entendida es cómo construir la alteridad. Aquí es donde intervienen Viernes y otros personajes, dando entrada también al mito ilustrado del Buen Salvaje.
La isla es escenario de ritos caníbales, cuyos restos descubre Robinson con miedo y horror. En una de esas ocasiones, cuando ya lleva en su exilio forzado veinticuatro años, logra rescatar a una de sus víctimas, un indio caribe - pueblo que también practica el canibalismo-, y al que domestica poco a poco. Su interacción con Viernes, a quien enseña a hablar en inglés, le permite recuperar el uso productivo del lenguaje y con ello su auténtica condición humana.
Ciertamente Robinson se autoproclama propietario de la isla y ni siquiera se plantea que Viernes, prototipo del Otro primitivo, pueda ser otra cosa que su siervo. Pero fundamenta esa dialéctica amo-esclavo, al menos, en un principio de reconocimiento y respeto. Pensemos que sólo en territorios de la corona española, y únicamente durante el siglo XVI, se había planteado la “querella de los justos títulos”, el debate sobre la legitimidad de la esclavitud y de la dominación y explotación de los territorios descubiertos y sobre los pueblos nativos. Por contra, no se produjo ese debate en las restantes naciones de la primera colonización (portugueses, holandeses, ingleses...) Es en el ochocientos, curiosamente en el intermedio previo a la segunda y definitiva oleada colonial del siglo XIX, cuando se reaviva la polémica sobre el derecho del hombre blanco a violentar la libertad de otros pueblos, y así se refleja en el texto, con una innegable capacidad de autocrítica y hasta de relativismo antropológico:
Pero cuando hube reflexionado un poco, reconocí que mi empresa era ilegítima y que aquellos salvajes no eran más homicidas que los cristianos que mataban a los prisioneros de guerra y no daban cuartel a nadie, pasando a cuchillo a batallones enteros, aunque éstos se hubiesen rendido. Luego pensé que el hábito de devorarse unos a otros era muy bárbaro e inhumano, pero que esto nada debía importarme y que aquellas gentes no me habían hecho ningún mal… Los crímenes que aquellos salvajes cometiesen unos con otros no debían importarme nada; aquellas eran costumbres de su país.
Igualmente aparecen otros aspectos básicos en la ideología dieciochesca. Así, el deísmo como religión natural universal, cuyos rastros se buscan en las creencias de otros pueblos, todavía incontaminadas por la civilización occidental. En la novela resulta importante, por ello, el reconocimiento de que también los pueblos más salvajes se forjan conceptos y sentimientos afectivos y morales, así como una concepción del mundo propia. Robinson pregunta a Viernes quién ha hecho el mar, la tierra y los bosques, y el salvaje le contesta que un anciano llamado Benamuki, el más viejo de todas cosas y que recibe a los muertos. En cualquier caso, Robinson no renuncia a instruir a Viernes en la fe de Cristo.
Tiempo después se une al grupo el padre de Viernes y un español. En esa “sociedad” isleña, Robinson se ve como monarca que impone las normas a sus súbditos pero cuyas creencias respeta:
Mis tres súbditos profesaban cada uno una religión diferente: Viernes protestante, su padre pagano y caníbal, el español católico. Pero introduje la libertad de conciencia en toda la extensión de mis dominios, esto sea dicho de paso.
Así pues, monarquía, respeto al derecho de propiedad y a la jerarquía social, pero también tolerancia religiosa, como condición para la supervivencia pacífica de los pueblos, son reflejo de los principios político-sociales de la pujante Inglaterra de su época. Puede añadirse el paternalismo benefactor de Robinson para con sus súbditos, como correlato del despotismo ilustrado.
Tras treinta y cinco años en la isla, Robinson consigue retornar a la civilización, transformado por su dura experiencia personal y convertido en un extranjero sin asiento en ningún lugar, lúcido espejo de nuestro propio desarraigo en este mundo globalizado. Puede que no nos encandile ya la prosa de De Foe, pero el poder evocador del arquetipo sigue plenamente vigente. Hay pocas imágenes capaces de transmitir con semejante fuerza nuestro propio desamparo existencial, como la de Tom Hanks en la escena final de Naúfrago (2000), situado ante la encrucijada, decidiendo en completa soledad el camino a seguir.
Como seguramente no se os habrá escapado, en la historia de Robinson puede denunciarse una flagrante ausencia. Hay un Otro. Hasta aparecen varios Otros, pero no encontraremos ninguna Otra. Como el Soberano, parece que el naufragio, existencial o no, es cosa de hombres.
ResponderEliminarCon su habitual ingenio, Coetzee imagina, en su novelita “Foe”, que una naúfraga inglesa arriba a la isla de Robinson, y que es precisamente ella, una vez vueltos a la civilización, la que consigue convencer a De Foe para que escriba el relato.
El profesor y amigo Buenosvinos me quiso agasajar y hacer reflexionar en el ochenta y ocho, regalándome una novela que siempre tengo presente cuando sale a la palestra el mito-paradigma de Robinson, una excelente obra de Michel Tournier: "Viernes o los limbos del pacífico" (Alfaguara, 1986).
ResponderEliminarRobinson lee la Biblia, confía en Dios, pero mantiene seca la pólvora. Ese Ulises moderno, varado en la isla de Juan Fernández, representa ejemplarmente las grandezas y miserias del conquistador y civilizador anglosajón del mundo.
El héroe de Tournier ya no es inocente, su soledad degenera en animalidad y locura, de la que solo puede redimirle el descubrimiento de Viernes, quien le mostrará verdades ajenas a su su Biblia y su sentido común.
¡Felicidades, Encar! Al margen de los detalles fundacionales de este mito moderno del aislamiento (tanto como el poema de "La pantera" de Rilke), la génesis de la novela demuestra que Defoe, quizá sin proponérselo, inventó lo mismo que Truman Capote se propuso en el s. XX con "A sangre fría": la forja de un nuevo género literario, la novela documental. Pero, mientras Capote se agotó en la experiencia, Defoe aún dio más muestras del mismo color, con la fenomenal "Diario del año de la peste".
ResponderEliminarAcabo de leer tu comentario sobre ROBINSON CRUSOE , y de
ResponderEliminarpronto, de forma desordenada caen tus palabras en mis manos , el
individualismo, la completa soledad en nuestro mundo occidental, el
esfuerzo por escapar de la locura, la espiritualidad interior de todo
ser humano, el desarraigo en este mundo globalizado , y como acabas
escribiendo Encarna Lorenzo, "nuestro propio desamparo existencial", y
luego las guardo dentro de mi para encontrar muchas respuestas .
Gracias Encarna por tu exquisito comentario al famoso relato de Daniel
De Foe. Merecia la pena parar un momento y pensar en ello.Gracias Encarna por devolverme a mi mundo interior.