sábado, 17 de septiembre de 2011

El cielo estrellado sobre nosotros

Autora Ana Azanza


Dice Hans Blumenberg en la introducción de su "The genesis of Copernican world" que nuestra condición de vida en una tierra desde la que se pueden ver las estrellas es bien improbable. A la vez que se dan las condiciones necesarias para la vida, podemos ver el espacio exterior.

Pienso que es una de las causas de la degradación de nuestro hábitat en las ciudades: Es prácticamente imposible ver el cielo estrellado debido a la iluminación artificial. Nos perdemos un espectáculo, el cielo cuajado de estrellas, que ha sido uno de los motores del desarrollo del saber humano desde los tiempos de los caldeos y de los sacerdotes babilonios, que supieron usar los fenómenos celestes para establecer el primer calendario. No digamos la importancia del cielo y lo que él nos ofrece para hacer posible la navegación intercontinental, el descubrimiento de nuevos mundos y el ensanchamiento de nuestros horizontes.

El medio en el que vivimos es por una parte suficientemente grueso para respirar y para protegernos de los rayos cósmicos, y por otra parte no lo es tanto como para no permitir que llegue hasta nosotros la luz de las estrellas. Un frágil equilibrio entre lo indispensable o necesario para vivir y lo sublime digno de admirar.




Sabemos sobre lo inhóspito de nuestros planetas vecinos: sus cambios  extremos de temperaturas entre el día y la noche, los rayos y partículas del espacio que impactan sus superficies, la pesantez de las atmósferas de Venus y Júpiter, cubiertas constantemente de nubes que impiden cualquier vista del cielo, y las tormentas de polvo en Marte. En 1960, un pionero de la tecnología de los viajes espaciales reconocía que la naturaleza ha intentado barrernos de la superficie del planeta desde al menos la época de las cavernas... Así ilustraba que los peligros de los viajes cósmicos eran una continuación de nuestra situación sobre la tierra. Al final de la década de los 60 la vista de nuestro planeta desde fuera contribuyó a la voluntad de preservar la Tierra.

Poincaré hizo un experimento mental que planteaba una pregunta bien intrigante ¿Habría existido un Copérnico alguna vez si nuestro planeta estuviera siempre rodeado de un manto impenetrable de nubes?
O dicho de otro modo: ¿Habríamos sabido que la tierra gira sobre su eje y alrededor del sol si nunca hubiéramos practicado la astronomía basada en la observación? Poincaré no sospechaba el desarrollo de la tecnología capaz de enviar cohetes al espacio ni tampoco sabía nada de la radioastronomía, una forma de astronomía "sin ver". ¿Cómo hubiera podido saber la humanidad encerrada en su "caverna atmosférica" que la tierra pertenece a un sistema planetario y a un universo hecho de mundos que se mueve de muchas maneras? Sin la visión de la rotación diaria del cielo de las estrellas fijas, ¿no habría sido imposible cualquier conjetura contraria a la aplastante evidencia de que el suelo sobre el que vivimos está quieto?

Poincaré sin embargo concluyó que incluso sin ver el hombre habría llegado a la conclusión de que nuestro mundo se mueve. Sólo que mucho más tarde de lo que lo hizo. Copérnico habría llegado a ello practicando la física pura. Un físico limitado a la experiencia de lo que está más cercano a la tierra se hubiera diferenciado poco de la tradición aristotélica y escolástica. Ese físico confinado en la "caverna terrestre" se hubiera visto en  muchas dificultades de manera que habría inventado explicaciones tan extraordinarias como la de las esferas cristalinas de Ptolomeo, se habrían acumulado complicaciones hasta que el esperado Copérnico hubiera barrido todo de un plumazo diciendo: "es mucho más sencillo asumir que la tierra gira".


Henri Poincaré

Quizás el Copérnico esperado hubiera llegado en 1737 cuando la Academia Francesa de ciencias estableció empíricamente el aplanamiento de la tierra que Huyghens había deducido en 1673. O como muy tarde en 1859 con el péndulo de Foucault.

De todas formas el impacto del Copérnico histórico fue mucho más grande por todo lo acumulado como historia del saber astronómico hasta que llegó él. El cambio que supuso en la conciencia de sí misma que tiene la humanidad es concebible sólo si nos fijamos en lo que hasta entonces se había dicho y pensado sobre el cielo. Una historia cuyas raíces se pierden en la noche de los tiempos, en un mundo mágico y mítico. Será difícil darse cuenta de lo que supone comprender el significado de percibir algo que va más allá de las necesidades primarias para la vida y que tiene poco que ver con ellas: elevar la mirada por encima de lo biológico y fijarse en primer término en algo inaccesible. Ver las estrellas es una buena imagen de que el hombre es capaz de algo más que sobrevivir en este planeta en el que ha surgido y que le ha dado la vida.

Las tempranas observaciones humanas de las estrellas se diferencian del que mira ocasionalmente o del que se fija sólo en los catálogos de posiciones y en la fotografía.  Los primeros observadores del cielo estrellado tienen que ser imaginados a la vez que la insistencia con la que los lentos desplazamientos de los planetas impresionan ellos mismos sus trayectorias, y que la perspectiva de puntos de luz se articula ella misma como un paisaje de diferentes configuraciones. La observación se volvió un examen esforzado para establecer periodicidades y dar lugar a material que pudiera estar disponible.
Fueron logros que hoy no apreciamos de aquellos primeros astrónomos establecer la identidad del Sol entre su ocaso y el amanecer, y de la luna en su fase oscura.

Pero esos logros fruto del cálculo y la observación convivieron con las estrellas como lugar en el que se puede leer el destino, destino que pronto apareció ser interpretable, calculable y predecible y por ello aportó el presentimiento de un orden y regularidad fiables mayores que los que pueden experimentarse en la tierra.

El paisaje de fondo de la historia de la conciencia humana está en la oposición entre el realismo terrestre y la suposición de la fiabilidad del cielo, entre la creencia en las divinidades subterráneas caracterizados por su opacidad y los dioses de las estrellas caracterizados por su benevolencia hacia el mundo.

Hay que hacer notar que de todas formas el gran giro en esa relación entre el universo y la conciencia humana no tuvo lugar bajo los cielos clarísimos de Oriente, sino en la región de los cielos nublados, en ese rincón del mundo en el que un astrónomo nunca habría podido ver el planeta Mercurio, planeta que sin embargo iba a ser tan importante para la rebelión contra la tradición astronómica. Copérnico reunía casi las condiciones del hipotético observador de la caverna óptica de Poincaré, si no fuera porque todo lo que había antes que él era el resultado de milenios de observación del cielo.

3 comentarios:

  1. Ana, te ha quedado un artículo estupendo, así que no se me ocurre añadirle nada.Solo recomendar a vuestros lectores un libro estupendísimo de Blumenberg, La risa de la muchacha tracia, que cuenta cómo ha sido leída la anécdota de Tales caído en el pozo por mirar las estrellas en cada etapa de la historia de la filosofía y, de paso, nos cuenta como en cada una de ellas se ha percibido de forma distinta la empresa filosófica y científica.

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  2. Ya sabes, Ana, lo que decía Kant, que dos cosas le habían maravillado en la vida: el cielo estrellado sobre su cabeza y el mundo moral en su cabeza...

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  3. Si el maestro Lovecraft estuviese vivo para leer el penúltimo párrafo de este artículo, habría cambiado las palabras "la suposición de la fiabilidad" por "lo profundamente desconocido" y "benevolencia" por "malevolencia".

    Da que pensar, ¿no?

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