martes, 21 de junio de 2016

EL COMPAÑERO DESCONOCIDO



El primer volumen de la trilogía Esferas, titulado Burbujas de Peter Sloterdijk es una caja de sorpresas. Destila ironía, con un estilo literario brillante y recurso a dobles y triples sentidos Sloterdijk describe las burbujas en que vivimos los humanos. La amplitud de la cultura de este filósofo alemán es ilimitada. Trae a colación las leyendas egipcias que la vida de Lao Tsé 81 años antes de nacer en el vientre de su madre, que las visiones y predicaciones de Margarita Poreta, una mística medieval quemada por bruja. Por no hablar de su conocimiento intenso y extenso de los desarrollos trinitarios en los escritos de los padres de la iglesia o de los inicios del mesmerismo,   precedente del psicoanálisis del que escribí para inaugurar este blog hace cinco años.
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En cierto sentido el libro quiere ser una réplica a Ser y Tiempo transformado bajo la pluma de Sloterdijk en Ser y Espacio. ¿Dónde estamos cuando estamos en esferas íntimas bipolares?

En un espacio intercordial
En la esfera interfacial
En el campo de fuerzas mágicas de unión
En la inmanencia de la madre
En la díada placental
Bajo la tutela del acompañante inseparable
En el espacio de resonancia de la voz  materna.

Quien quiera profundizar en cada una de estas “burbujas” puede hacerlo sumergiéndose en la obra de la que hablamos. Es difícil escoger una “microesfera” para presentarla, particularmente me ha llamado la atención los párrafos dedicados al estado de vida en la placenta, sin duda, la esfera primera, la esfera en la que llegamos al mundo.

Si en algo tiene razón esta obra es en su lucha contra el mito moderno del individuo desligado y solo, el mito del sujeto, o el mito del individuo económico. El filósofo apunta muy certeramente a todas las esferas que constituimos y nos constituyen. Lo relaciono con otro filósofo jiennense al que también me referí hace poco.

Todo empieza por el “con” originario, algo que Sloterdijk no nombra sino después de hablar de ello durante muchas páginas. Nos convence de que todos tenemos un “con”, ya en el vientre de nuestra madre, un acompañante, y al feto mejor llamarle un “también”. El “con” no es objeto ni sujeto se mantiene en la proximidad vivificante. Me acompaña como sombra nutricia y hermano anónimo, como un mayordomo intrauterino, discreto y nutritivo.

El “con” desaparece del mundo en el instante en el que “tú” apareces como personaje principal, al nacer dejamos de ser un “también” pues nos dan un nombre propio. El “con” no es bautizado, desaparece, lo tiran o si acaso lo llevan a un banco donde se alojan más “con” originarios.

Visto a la luz, una vez abandonada la caverna inicial se muestra como sanguinolento, viscoso, pardusco, gelatinoso, provoca repugnancia. Pero cuando nos acurrucamos entre sábanas, mantas, cojines, almohadas nos remiten al órgano originario. La dualidad psíquica original se ha mostrado en la mitología por medio del Sosias, de los mellizos, de los hermanos del alma.
 
Hildegarda von Bingen relata una visión de un feto dentro de una madre y un supercordón umbilical que lo une a la inteligencia divina llena de ojos. Por el cordón baja el alma en forma de bola que se introduce en el niño. La monja medieval ofrece su propio retrato de la ontogénesis humana. Alrededor del cordón los seres humanos llevan pan de queso en vasijas, representan la creación física del hombre. Ya lo dijo Job: “¿no me hiciste cuajar como leche y consolidarme como queso?”

No todos los cuajamientos de leche dan buenos resultados, Hildegarda fue una mujer enfermiza que se consideraba a sí misma un queso mal cuajado, era un “queso magro”.
Pero los débiles son los mejores medios, el fabricante del queso se propuso algo especial al hacerlos.


Hay una conjura del silencio para ese “con” que nace cuando nacemos cada uno. Tras el niño salen las secundinas o trasparto, l’arrière faix. Desde 1700 lo llaman placenta, que significa “torta de pan”. La comparación procede de Aristóteles, el hijo está en la madre como la masa de pan en el horno. En la Antigüedad el vientre materno era considerado una doble fábrica: la panadería de la placenta y la cocina íntima del niño. Mientras el niño se cuece en la marmita útero, la “torta de pan” lo alimenta en la noche más larga.

El día del parto vienen por tanto en segunda entrega las también llamadas “secundinae mulieris”, a menudo se las consideraba el sosias del niño, había que preservar la segunda entrega, en especial se procuraba que no se la comieran los animales. Por ello se enterraba en la bodega, en graneros, establos, para que aprovechara a toda la casa. En Alemania se hacía un hoyo bajo un árbol frutal, peral si era niña, manzano si era niño. El niño y el árbol crecían juntos.

Se ponía a secar en la chimenea, seca y molida era curativa de las manchas en el hígado, lunares, epilepsia, trastornos de fertilidad femenina. Incluso los indios brasileños se la comían  y el padre se la ofrecía a las visitas, la propia Hildegarda la usa como ingrediente culinario en un libro de recetas.
El último portaestandarte lleva la placenta del faraón

La placenta del faraón se consideraba su alma, la solían momificar tras el nacimiento. Era un aliado mítico del rey que merecía estar en el templo custodiada por los sacerdotes. La llevaban en procesión y cuando el faraón moría “los abridores de la placenta regia” la liberaban y la fijaban con vendajes en la cabeza del muerto. En el Antiguo Testamento en el libro de Samuel 25, 29 se nos dice que la placenta esconde una segunda alma del ser humano. En Corea era quemada y sus cenizas esparcidas o se tiraba al mar, en cualquier caso se devolvía lo suyo a las cuatro fuerzas de la creación.

Sólo a finales del siglo XVIII se desvaloriza la placenta, a partir de ese momento lo que sale después del niño “da asco”. El segundo más íntimo se convierte en “desaparecido”, lo que no hay, se la trata como un deshecho. En nuestros días se da a luz en el hospital, allí se recaudan placentas o se utilizan en granulado para acelerar la combustión.

En resumen, la placenta no existe en el nuevo mundo de individuos sin compañía. El sujeto se convierte en un ser aislado, un primero sin segundo. El individualismo moderno ha excomulgado a este órgano viscoso y deshechable. La inquisición médica nos asegura que todos los individuos hemos nacido solos, los individuos son algo inmediato a la madre o algo inmediato a la nación totalitaria que a través de sus escuelas y ejércitos extiende sus redes sobre los individuos nacidos solos.
 
Rousseau fue el inventor de este ser humano sin amigo invisible que sólo puede pensar al otro complementador o como madre naturaleza inmediata o como inmediata totalidad nacional. La psicología social sigue por el camino de menospreciar al ser humano, los individuos sólo somos producto de nuestro medios, casos de leyes psicológico-sociales.

Por contraste con este aislamiento y auténtica soledad, durante los tiempos antiguos se consideraba que en toda existencia humana había un “genio”, un “aliado auténtico”. Ningún ser humano era sólo un caso, sino un misterio de soledad complementada.

El individuo sin placenta caen o en la depresión o en el aislamiento autista o se deja tragar por colectivos totalitarios. El individuo sin espíritu protector está vendido. Si no consigue estabilizarse en dos por ejemplo escribiendo, está predestinado a ser absorbido por la masa. Como individuos cuyo doble acabó en la basura repiten la traición a su compañero más íntimo. El sujeto solitario moderno es producto de la descomposición, de la disgregación amorfa entre parto y postparto, un yo sin doble.

El individualismo moderno es un nihilismo placentario, feto y placenta surgieron juntos como Orfeo y Eurídice y aunque Eurídice haya de desaparecer por fuerza, los modos de su desaparición no son indiferentes. Quien corta el cordón umbilical, causante de la separación, han de dirigirse al niño explicándoselo. La comadrona es “oficiante de la cultura”, que transmite el corte como dádiva simbólica originaria, es la iniciación en el mundo simbólico como tal.
 
El ombligo ha perdido su concepto, su melodía, su pregunta. No entendemos que es la huella de Eurídice, de él procede todo lo entonado y dicho con buena determinación. En los tiempos modernos ni sqiuera los poetas saben que el lenguaje pleno es música de separación: sólo Rilke dijo en sus sonetos a Orfeo:

“Sé siempre muerto en Eurídice, sube cantando
Regresa festejando, arriba a la envoltura pura.”

El réquiem por el órgano perdido comienza con una reclamación de claridad. Pensar el “con” significa descifrar el jeroglífico del ombligo. Una renovación filosófica de la psicología habría de empezar por una hermenéutica del ombligo. Lo mismo que Leibniz inventó la Teodicea o justificación del Dios frente al mal, se necesita una omphalodicea, justificación del lenguaje que quiere llegar imperturbable al otro frente al cordón umbilical partido.

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