Juan Alberto Krieger paleando en un kayak 430 |
He podido comprobar la continuidad de sus inquietudes en Symploké y de qué modo cuajan y se recogen en el ensayo que me invitó a prologar, lo que prueba que sus afirmaciones y conjeturas fueron resultado de una larga y profunda reflexión. Buscar un puente entre la ciencia positiva y los fenómenos de consciencia, entre la vida material y la espiritual, me parece decisiva y titánica faena; una mediación entre sujeto y objeto, mente y cerebro, puede curarnos de cierta esquizofrenia secular. Y es posible que para ello haya que hacer lo que Krieger hace: partir de la ciencia, desarrollando a partir de sus verdades probadas (aunque provisionales, falibles) hipótesis generales verosímiles: especulaciones razonables.
Para salvar el hiato entre la libertad y la causalidad positivista, entre la esponteneidad de la acción humana y el "Diablo laplaciano" (1), Krieger propone, como Popper o Penrose, un tercer mundo metafísico, del que formaría parte el conector C, responsable de la comunicación efectiva entre cuerpo y mente, cerebro y alma. El observador elige su universo al observarlo, captamos lo otro mediante destellos de ser y nada, dicha discontinuidad es la justificación física del hiato entre sujeto y objeto, entre el sí mismo y lo otro.
El principal misterio es ese “sentirse siendo” de la consciencia, como fenómeno vital irreductible. Krieger soslaya el problema de si tal consciencia es un fenómeno exclusivamente humano, aunque propone una base común para la misma en el mundo extramaterial, una esencia común intemporal, cuyo axioma principal, principio irrenunciable del cosmos es: la vida existe.
Para probar la necesidad de un conector C que hace posible la libertad del espíritu con la máquina física -es decir, el cerebro-, Krieger explota con gran rigor diversas ideas; el Principio Antrópico de Hawking (2), el Principio de Incertidumbre de Heisenberg (3), el Principio de Incompletitud de Gödel (4), así como otros formalismos generales y bien consensuados, tanto del relativismo einsteniano como de la física cuántica. Estos ponen de manifiesto el protagonismo del Observador, así como las desmedidas ambiciones de la lógica formal o del causalismo determinista (materialista) para explicar lo que somos. Nuestro universo solo puede ser comprendido como si existiese para ser comprendido, y lo observado existe para ser observado.
Parece como si el universo físico, tal y como lo concibe S. Hawking, se hubiese contagiado de la esencia técnica y el cosmos funcionase como un artefacto, cuya razón de ser es siempre la intención final del constructor, es decir, el para qué lo ha creado. Un mundo, entre otros, que evoluciona para contemplarse siendo, para arribar a la consciencia, si se me permite el galicismo. Precisamente Voltaire ironizaba sobre aquellos que querían eliminar las causas finales de la explicación de la realidad. En su Diccionario filosófico, escribe: "Si un reloj no está hecho para dar las horas, entonces confesaré que las causas finales no son más que quimeras y me parecerá muy bien que se me llame causa-finalista, es decir: imbécil". Como afirma Krieger, la razón es un mero instrumento de cálculo, lo decisivo es para qué la usamos. Y esto, obviamente, en Ética, tiene una relevancia decisiva, por mas que la intención pueda no contar absolutamente, dada su facilidad para la falsedad y la doblez.
Lo importante es que, según Krieger, no podemos atribuir más responsabilidad a la materia que a la extramateria en la conformación de la consciencia, ni establecer una relación causal directa entre ellas sin suponer un conector C que podría adoptar consecutivamente ambos modos de ser, el de materia y extramateria, pues entre el mundo de las potencialidades y el mundo de lo devenido existe un hiato, un abismo, un infinito (el jorismós de Platón), o la barrera primigenia que nos impide la aprehensión total del ser, pero que a su vez nos resguarda del no ser.
¿Quién podrá afirmar que no se da cierta épica en el Reino de las ideas? Y es muy meritorio que, en este combate por explicarnos quiénes somos, más allá de qué somos, se combinen ambas tradiciones: la científica y la filosófica, así como el discurso explicativo con el narrativo. No es casual que el ensayo de Krieger incluya un hermoso cuento. En efecto, sólo en un multiverso de infinitas posibilidades, nuestra voluntad puede actuar como causa suficiente y creadora o, por lo menos, inventora. En todo instante, el universo se escinde en infinitas historias y cada sujeto se halla ante infinitas bifurcaciones, esta es la raíz y la angustia de la libertad. Pero no podemos buscar en la psique el origen del libre albedrío, sin caer en el determinismo, esto es, sin suponer una mediación externa o inconsciente. Por eso, la consciencia emerge de la unión de cerebro y vida (alma) mediante un conector metafísico C. El sentimiento de angustia se explica por la discontinuidad de dicho conector. La muerte es la ruptura de dicho enlace. Pero nada se pierde, el mundo extramateria se enriquece con la muerte de cada individuo. Esto último me recuerda ciertas ideas de Leibniz.
Krieger también se atreve en su ensayo a apelar, desde la ciencia y sus enigmas, a la tradición religiosa. Piensa que la insalvable dicotomía sujeto-objeto puede dotar a la fe de tranquilidad, siempre que esta se apoye en las ciencias y no dogmatice sin necesidad. Está convencido de que el desarrollo contemporáneo de las ciencias, antes que disminuir, aumenta la dimensión de Dios. No es descabellado pensar –en consistencia con la ciencia más actual- que todo es Dios o Dios está en todas partes. Tanto a la ciencia como a la religión cabe reprocharles que traten de apoyar el universo en un monismo, olvidando la potencialidad real. Ciencia y religión avanzan por la misma senda, pero en sentido contrario. La ciencia hacia el origen de la religión y la religión hacia una fundamentación cosmológica global mediante la fe. La ciencia pone en jaque a la religión, en el sentido de que fuerza su agiornamiento. Para que puedan colaborar, Krieger recomienda humildad, tanto a la ciencia como a la religión. La religión debe renunciar al dogma totalitario y socializar su doctrina; la ciencia, debe soslayar la pretensión de un cierre categorial materialista, causante eventualmente de un hedonismo grosero.
Echo de menos, en el interesante ensayo de Krieger, una explicación de la transición de la consciencia individual a la social, del “yo” al “nosotros”, del conocimiento a la ética, un olvido que tiene su venerable antecedente en la tradición kantiana, en la que, como se sabe, tiempo y espacio son condiciones trascendentales de la sensibilidad subjetiva, y la ética se sostiene autónomamente, a partir de un imperativo tan aprioristico y “racional” como demasiado “puro”.
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Esto escribí para el prólogo de su libro Ninguna serpiente puede tragarse a sí misma, en el verano del 2014. He retocado ligeramente dicho proemio para este blog, En una bitácora digital que mi amigo Krieger había abierto para animar a los sesentones a practicar el canotaje y dejo aquí enlazada, su hija Erika Marina publicó el 6 de febrero del 2016 una emocionada necrológica en que se dolía por la prematura muerte de su buen padre el 24 de agosto del 2015, con poco más de 63 años. Leo ahora emocionado la gentil dedicatoria del libro Historias y cuentos (2006) que tuvo la generosidad de enviarme desde el otro lado del Atlántico.
El 23 de abril de 1999, felicitaba yo a Krieger por San Jorge con esta copla:Aún partiendo de una concepción materialista de la conciencia, de su génesis o de su fundamento sustancial último, es necesario admitir que la naturaleza es también consciencia. Suponer otra cosa es recaer en un dualismo psicosomático esquizoide, consecuencia del dogmatismo racionalista. La consciencia es natural, ergo en cierto modo y grado la naturaleza deviene también consciencia. Suponer que toda la consciencia del universo alienta únicamente en nosotros es una hipótesis tétrica y un poquitín vanidosa. Otra cuestión es si la consciencia es un mero epifenónemo o el fin evolutivo de la naturaleza o su sentido final, o su principio y fundamento. Que sea una conditio sine qua non de la existencia natural es casi una petición de principio, al menos para quien acepte la condición categorial y puramente intelectual o lógica de "existencia", tal y como aparece en Kant, como una cualidad cuantitativa modal.
A mi juicio -y al juicio de otros que saben más que yo-, la filosofía de la técnica y de la tecnología ya está restaurando la Teleología (la segunda singladura platónica) una doctrina funcional de los fines, ayudada seguramente por el predominio de las ciencias de la vida y la crisis del mecanicismo. El mundo se nos figura hoy cada vez más como enorme, inhumano e inhóspito organismo, má bien que como un reloj. La realidad misma se ha vuelto intencional por la sencilla razón de que estamos rodeados, incluso sitiados, por objetos intencionales o por intenciones hechas objetos, esto es la metafísica hecha existencia de cualquier artefacto o dispositivo electrónico. Es así porque en los objetos fabricados la especificidad es siempre funcional, el para qué sirven. Ya lo percibió Voltaire en la segunda sección de la entrada "causas finales" de su Diccionario filosófico, que he citado antes: Un reloj se ha hecho para dar las horas y las causas finales no son quimeras. Para cualquier ingeniero, la función es el mismísimo quid de lo que se inventa.
Ninguna serpiente puede tragarse a sí misma, vale, pero a veces lo intentan, acuciadas por el hambre o el estrés. Es un emblema antiguo el uróboros (οὐροβóρος), que se usó desde los jeroglíficos egipcios para representar fenómenos naturales como la caída y resurrección del sol, también el ciclo eterno de las cosas y el esfuerzo eterno, o bien el esfuerzo inútil, ya que el ciclo vuelve a comenzar a pesar de las acciones para impedirlo. A mí me parece igualmente un buen símbolo para representar el fracaso del narcisismo o del solipsismo, pues cualquier autofagia acaba suponiendo muerte del comensal.
En los "emilios" del año 1998 que intercambiaba con el físico argentino:
Notas
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