LOS HUESOS DE DESCARTES
Dos afirmaciones del autor Russell Sharto filósofo de
formación aunque dedicado al periodismo pueden servir para introducir el
comentario a este libro titulado “Los huesos de Descartes”.
Por una parte nos dice: “Descartes puede considerarse no
solo del padre de la filosofía moderna sino en muchos aspectos importantes el
de la cultura moderna y más adelante, a través de la exportación de sus ideas,
el padre de la gran cultura mundial.”
Y por otra: “Si la saga de los huesos de Descartes puede
servir de metáfora de la modernidad entonces resulta doblemente simbólico que
durante sus peregrinaciones la cabeza se separara por alguna razón del cuerpo y
se convirtiera, en su tortuoso trayecto a lo largo de los siglos, en fuente de
misterio para diversos pensadores, artistas y científicos.”
Cráneo de Descartes conservado en París |
Y es que la narración oscila entre el género filosófico y de
meditación de la cultura y el género detectivesco. En “Los huesos de Descartes”
se exponen las consecuencias del uso de la razón que lleva al autor del
Discurso del método no sólo a establecer la geometría analítica sino también a
interesarse por otros campos entonces nacientes como la anatomía. En efecto, el
siglo XVII vió proliferar las autopsias
y el uso de cadáveres para descubrir los secretos del cuerpo, que hasta
entonces por motivos teológicos y también de tradición milenaria, habían
permanecido ocultos.
El cartesianismo está unido al nacimiento de algo más
parecido a la medicina moderna y el abandono de la teoría de los cuatro humores
y el uso de las sangrías como método terapeútico que procedía de la antigüedad.
Descartes y los círculos cartesianos posteriores a él mismo hubieron de sufrir
sospecha y persecución por parte de los defensores de la teología tradicional y
la medicina tradicional.
Una de las polémicas ya en vida del filósofo fue el asunto
de la trasubstanciación dogma que a primera vista parecía incompatible con el
dualismo cartesiano. Descartes era creyente católico y nunca renegó de su
religión, antes bien al contrario. Pero la batalla en torno a este espinoso
asunto que dividió a protestantes y católicos siguió tras el fallecimiento de
Descartes.
El tema de los huesos cartesianos se las trae. Hasta 3
entierros, uno por siglo, merecieron los restos del filósofo. Así mismo la
autentificación de unos supuestos huesos que se le atribuyeron fue tema de
apasionados debates en la
Academia de Ciencias de París a principios del siglo XIX y de
nuevo a principios del siglo XX. En los debates de 1821 alrededor de lo que
quedaba de Descartes participaron ilustres científicos y fundadores de
disciplinas contemporáneas como Cuvier creador de la zoología moderna y de la
anatomía comparada, Berthollet, creador de la nomenclatura de la química
actual. Lamarck, el de las jirafas, Gay Lussac, descubridor de la composición
química del agua, Laplace, Ampère….etc.
En 1910 de nuevo el antropólogo Verneau encargó a Richer
médico y artista el caso de la autentificación del cráneo de Descartes. Es
curioso observar las idas y venidas del cuerpo del autor de las Meditaciones
así como ver a los protagonistas del desarrollo científico, del que sin duda él
fue responsable con su método, afanarse y discutir sobre sus huesos.
El nacimiento de la
antropología, que hacía del hombre un objeto más de la ciencia, fue de la mano
con el florecimiento del racismo, ya que los primeros antropólogos medían
cráneos y sacaban conclusiones morales de las mediciones.
Broca fundó esta
disciplina y la primera sociedad a ella dedicada. Las autoridades estimaban que
era una humillación tratar al hombre como un animal más. La sociedad tuvo que
reunirse con un policía vigilando que no hubiera “subversión” en las por otra
parte aburridas discusiones sobre cráneos y osamentas variadas. Broca estaba
decidido a desafiar al poder establecido y estudiar todos los campos de las
relaciones humanas desde un punto de vista objetivo, incluida la sexualidad. En
pleno siglo XIX los discursos y avances de los primeros antropólogos a medida
que iban llegando cráneos del mundo constituye una de las partes más curiosas
de esta obra. En especial cuando hacia 1860 se vuelcan en el estudio de los
cráneos de Cuvier, que había legado su calavera a la ciencia, y de Descartes. A
pesar de todo ello, Broca ha pasado a la historia y así lo recordamos hoy como
el descubridor del área del cerebro asociada al lenguaje.
Sorprendentemente Russell saca a colación al final del libro
el conflicto provocado en la actualidad por el islamismo radical así como a una
víctima del mismo, Aysan Hirsi Ali, que se ha convertido en una de las
denunciantes más célebres del fanatismo.
Esta mujer ha encontrado refugio en Occidente tras un
periplo que la llevó desde su Somalia natal a Holanda y a Estados Unidos donde
tiene que vivir con escolta dadas su valientes afirmaciones sobre la que fue la
religión de sus padres y de su infancia.
Es evidente que con todos los defectos que tiene nuestra
cultura occidental, materialista y consumista sin duda, tiene la ventaja de la
libertad de expresión. Aunque la ciencia no resuelve todos los problemas y haya
creado otros nuevos en Occidente una mujer como Hirsi Ali puede expresar su
desacuerdo con una religión en los medios de comunicación, cosa que en Somalia
sería imposible.
Sin embargo Russell reprocha a Hirsi Ali, con la que se
entrevistó, su radicalismo antirreligioso, cuando precisamente todo el libro
que ha escrito demuestra que la humanidad avanza cuando el conocimiento avanza,
y el conocimiento de todas las diversas maravillas de la naturaleza sólo es
posible si hay libertad para expresarse, hablar, debatir, confrontación pública
de argumentos y expresión razonada de los propios descubrimientos y razones. Y
en este asunto la fe tiene poco que ver, o al menos lo que la historia
demuestra es que se ha esgrimido a menudo la protección de la fe como
instrumento de poder para poner cortapisas a los cambios en esas relaciones de
poder.
Puesto que si se quemó a Giordano Bruno en 1600 que duda
cabe fue por el peligro de pérdida de poder sobre las conciencias que suponían
sus doctrinas. Hirsi Ali a día de hoy denuncia el fanatismo en la medida en que
lo ha padecido, no entiendo bien porque Russell argumenta en su contra.
A pesar de todo ello el libro es muy entretenido, ameno,
incluso divertido, además de instructivo sobre historia de la ciencia en los
tres últimos siglos. Enseña cuáles han sido los procesos de la instauración de
las diversas disciplinas, todo partió del “Discurso del Método” en cierta
medida y no fue fácil romper el hielo de la superstición. Los avatares de su
cráneo y las inscripciones que en él han
dejado sus diversos propietarios a lo largo de trescientos años harán las
delicias de cualquier aficionado a la filosofía. El lector tiene la palabra
sobre las conclusiones últimas de Russell.
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