jueves, 29 de octubre de 2015

Hortal de palabras para la Edad del Olvido

Mnemosyne. Dante G. Rossetti

Animal memorioso

Ortega dejó escrito que lo que nos distingue de las bestias no es la inteligencia, sino la memoria: el humano es, sobre todo, un “animal memorioso”. Gracias a los ecos y reminiscencias de la memoria, lo que acontece o aconteció en el pasado revive en la presencia del espíritu. La memoria añade un “aura simbólica” a lo sentido y hace del tiempo horizonte  humano: el hombre debe a su facultad de recordar el vivir no sólo en medio de objetos estimulantes, sino también con entidades significantes.

Desde siempre, ese reino de la representación, recordada por imaginada, es fuente de lo extraordinario donde anida lo maravilloso: los viejos relatos sobre la creación y el destino, el bien y el mal. 

No sólo recordamos la vigilia, sino aún las realidades soñadas, así como llegamos a adoptar como propias creencias, mitos y fantasías, cuando construimos nuestra identidad personal más permanente y profunda.

La memoria no pertenece sólo al mundo de los hechos, sino también al de las invenciones humanas. Así como mediante la historia el grupo conquista su pasado colectivo, asimismo mediante la memoria el individuo conquista su identidad según la configura su pasado individual (I. Gómez de Liaño. El idioma de la imaginación, 37s.). 
Fácilmente, si el presente se vacía y el futuro se encoge, acuden los recuerdos en auxilio del tiempo, para plenificarlo. Nos sucede en la vejez. Olvidamos donde hemos dejado las gafas, pero recordamos con asombroso relieve y nitidez lo que pasó hace más de medio siglo. Pero el humano comparte la memoria con otros seres, como una función general de toda materia orgánica (E. Hering): Principio de conservación en el mutable acaecer orgánico. Memoria y herencia, dos aspectos de una misma función vital, función de representación y comunicación: Todo animal conserva información en cada célula y la transmite en una memoria genética en que se recapitula[1] la evolución de su estirpe y, en cierto sentido, el proceso de nacimiento y desarrollo  del universo del que procede hasta su existencia como entidad particular.

La diosa Mneme

No extrañe que los antiguos griegos consideraran a la Memoria (Mneme, Mnemosine) como diosa virgen y madre de las Musas. En una cultura sin registro escrito -y los griegos no escribieron hasta el siglo VIII a. C.-, se consideró a la memoria simpar depositaria de sabiduría, registro viviente de la historia. Fueron los poetas, especialmente, los encargados de transmitir esa memoria viviente de la “edad dorada” en que los hombres convivían con monstruos, héroes, titanes y dioses, a fin de dar sentido al presente y orientar el futuro.

Como ha explicado J.-P. Vernant, los aedos sacralizaban la memoria y empleaban métodos menotécnicos precisos, ritualizados, donde el poder representativo del logos predominaba como omnisciencia de carácter adivinatorio, en continuidad con la  mántica:  “lo que es, lo que será, lo que fue”. Dichos métodos les permitían cantar largas estrofas ante un público que no contaba con otras formas de catarsis o entretenimiento tan emocionantes como el teatro o tan cómodas como la televisión. La memoria aseguraba al rapsoda el desciframiento de lo invisible y el contacto con el mundo de los muertos.

Hay un profundo sentido psicológico en el hecho de se atribuya a la diosa Mnemosyne la dirección del coro de las musas, símbolos del arte, pues ningún arte, incluida la invención científica, es posible sin memoria. En este contexto tradicional, Platón considera el acceso a la verdad como un tipo de reminiscencia de las ideas, en el sentido de que saber es, básicamente, capacidad de recordar y entender en la matriz común del lenguaje, y aún desdeña la escritura como un mero “monumento”, simple recordatorio de la memoria viva. En su teoría de la anamnesis hay un claro eco de la concepción poética y religiosa de la alétheia (descubrimiento), solidaria de la sacralización de la Memoria como poderío divino.



El alma se hace lo que recuerda

Plotino distingue entre aquella reminiscencia como memoria de las ideas innatas y la memoria que aprende de la enseñanza o experiencia. También discrimina la memoria-acto (consciencia de que uno recuerda), de la memoria-hábito (inconsciente). De esta última, más animal y mecánica, recela por su capacidad clandestina de afectar y condicionar al yo. El tiempo se asocia a la memoria devenida de la experiencia, mas no a la reminiscencia. Es más, la actualización de los inteligibles eclipsa la memoria (Enéadas, IV, 4, 4).

Es la mente la que recuerda, donde el cuerpo puede o no estorbar. Y cita los casos de olvido por ingestión de ciertas sustancias o por un exceso de atención al cuerpo. En efecto, quien –tal que nosotros- no piensa más que en el cuerpo, descuida la memoria[2]. De ahí que en el río Leteo vea Plotino un símbolo del cuerpo mismo (IV, 26).

Los recuerdos no son para Plotino simples impresiones, sino que tienen una índole análoga a la intelección, y pone como prueba el recuerdo de las cosas que el alma apeteció y no consiguió, por lo que, si el alma no las obtuvo, no pudieron dejar su impronta en el alma. Los recuerdos pertenecen a la clase de efectos que la mente es capaz de producir por sí. Por eso las almas grandes, magnánimas, son memoriosas; y las pusilánimes, olvidadizas. La memoria es propia de la imaginación y el recordar ha de tener por objeto las cosas imaginadas (IV, 29).

Sin embargo, al contrario que Aristóteles (De memoria, 449b), Plotino no admite que toda intelección o pensamiento deba ir acompañado de al menos una representación imaginativa. Como Descartes, cree que podemos inteligir lo que no podemos ni imaginar[3]. Pero admite la necesidad de despliegue en la imaginativa del inteligible para hacerlo patente “como en un espejo”. Creo que esto tiene una importante relevancia pedagógica…

En esa percepción del inteligible así reflejado y en su persistencia consiste también la memoria. Por eso, aunque el alma aspira siempre a la intelección, sólo cuando ésta entra en la imaginación se da en nosotros su percepción. Porque una cosa es la intelección y otra la percepción de la intelección (IV, 3, 30, las cursivas son nuestras).

Como Plotino distingue entre un alma divina e inteligible, y otra terrenal y sensible, hay también dos especies de memoria: una montada sobre la otra, una más inteligente y duradera, otra más sensitiva, apasionada y efímera. La imaginación florece, pues, igualmente doble. Cuando la más noble se afana por dirigirse a lo alto, más fácilmente olvida lo de abajo, así que no es infrecuente que el alma buena se olvide de las vulgaridades y rutinas de la vida; huyendo de la multiplicidad o reuniéndola en unidad, desecha la ilimitación de los detalles, ese pobre alimento del que se atiborra el especialista.

El alma fuera del cuerpo no necesitará memoria. Ni en Dios ni en el Ser ni en la Inteligencia mayúscula de Plotino (queremos decir la inteligencia tal y como la piensa Plotino) se supone memoria (IV, 3, 24). El alma, liberada del cuerpo en el reino de lo inteligible, no necesita recordar, pues goza de invariabilidad. Ella misma es las cosas que son y la Inteligencia que las contempla y con la que se aúna y armoniza, sin dejar por eso de tener consciencia de sí misma. Mas si no soporta la unidad de aquel estado, sino que se encariña con lo suyo propio y desea ser otra cosa -como asomándose al exterior-, entonces, enseguida, toma memoria.


Lo importante es recordar la dimensión voluntaria y consciente de los recuerdos con- sentidos, de las vivencias con valor, de las representaciones memorables, pues, según nos enseña Plotino, el alma es y se hace aquello que recuerda: si las cosas del cielo, celestial; si las vulgares, vulgar.

Orientación e identidad

Para C. G. Jung, la memoria es una función de orientación interna. “Lo que llamamos memoria es una facultad de reproducción de los contenidos inconscientes”. Vista desde la conciencia, nuestra capacidad para recordar resulta pobre. La estrechez de la conciencia no nos proporciona sino algunas representaciones simultáneas. Pero si observamos durante más tiempo la cantidad de recuerdos capaces de aflorar a la conciencia en circunstancias propicias, constatamos que este espacio interior contiene riquezas abundantísimas.

Ya en sus Confesiones, San Agustín se refirió a “los anchurosos palacios de la memoria” y a sus “sombrías y profundas, inextricables y tortuosas galerías”:

donde están atesoradas las innumerables imágenes que acarrearon las percepciones multiformes de los sentidos. Allí mismo está escondido todo aquello que pensamos, ora aumentando, ora disminuyendo o modificando de una u otra manera lo que el sentido percibió, como también cualquiera otra cosa que se le encomendó y se le confió como en depósito, si es que aún no la borró la desmemoria o la sepultó el olvido. 
 Sólo nos representarnos cierta totalidad de recuerdos en estados de suprema tensión, en estados de shock o en la agonía ante mortem. Entonces puede que los recuerdos se organicen en secuencias completas, en fracciones de segundo (hipermnesia). Y resulta evidente la estrecha relación entre memoria y sentido de la identidad personal (rol social representado), imagen que nos abandona cuando la memoria falla o descansa (amnesia)[4]. La idea del yo es tanto más estable y constante cuanto más la referimos a un tiempo y territorio recordados y propios. En ese “glorioso alcázar de mi memoria –explica San Agustín- me encuentro conmigo mismo y me acuerdo de mí, de lo que hice, cuándo y dónde lo hice, y qué efectos experimentaba en el momento de hacerlo”… “Grande es, Dios mío, esta fuerza de la memoria; grande en exceso; santuario ancho e infinito. ¿Quién llegó al suelo de su profundidad? Y esta fuerza lo es de mi espíritu y pertenece a mi naturaleza, y ni yo mismo alcanzo a comprender la totalidad de lo que soy”.

Nuestros primeros recuerdos casi nunca son anteriores a los tres años. De la mano de la imaginación, su hermana siamesa, adquirimos una imagen estable de nosotros mismos, de nuestra posición en el mundo. La filosofía del siglo XX ha descubierto la estructura narrativa de la personalidad o -por decirlo así- del cuento que somos. Como indica el término "bio-grafía", nuestra vida personal es un relato al que debemos dotar de sentido para que adquiera valor ante nosotros mismos, trascendiendo la bio-logía.


El músculo de la inteligencia

La memoria es mucho más que un simple “almacén del alma”. Y, sin embargo, es una facultad con “mala prensa”. Menéndez Pelayo la llamaba “talento de los tontos”. Ya los pitagóricos exigían a quienes no comprenden, ¡que por lo menos memoricen, que aprendan “par coeur”, “de memoria”! Sin embargo, la memoria no enriquece a no ser que asocie, que sea una memoria significativa. Pero la inteligencia sin memoria no tiene material con que operar, es como un hardware sin software. No hay inteligencia que valga sin memoria, como no hay ciencia sin erudición. Pascal, el famoso matemático y filósofo francés, dijo que “todas las operaciones de la mente necesitan de la memoria”. La memoria es el “músculo de la inteligencia”, y como tal, puede endurecerse con el ejercicio y la buena alimentación, o reblandecerse con la pasividad o la ingesta de venenos.

Entristece tener que repetir lo obvio en medio de pedagogías tan verbeneras y cándidas como estragadas y nefastas: La memoria fundamenta el aprendizaje, saber es, en grandísima medida, voluntario poder de evocación y asociación de representaciones. Aprender consiste, desde un punto de vista psicológico, en la capacidad “imaginativa” de asimilar, retener, conservar y evocar vivencias y símbolos de vivencias.

Toda acción aprendida y ejecutada deja en el organismo una huella o engrama[5]. La repetición favorece la perdurabilidad del recuerdo o del hábito adquirido. Ciertas conductas muy repetidas resultan mecanizadas hasta el punto de que el cuerpo es capaz de realizarlas sin el concurso de la conciencia, por eso el conductor avezado usa con pericia los pedales sin pensar en ellos. Almacenamos inconscientemente, aunque no nos lo propongamos, mucho más de lo que creemos. A veces, una nueva vivencia actualiza recuerdos que creíamos perdidos para siempre, como si sacáramos del océano un pez abisal, y un recuerdo llama a otro, como el cabo de una cereza que se entrelaza con otros…

Cuando contraemos un hábito, imprimimos una experiencia en la cera tangible, carnal, del cuerpo, a fin de que éste se encuentre bien dispuesto en el momento en que queramos hacerle obrar conforme a lo que una determinada situación o escenario exija. En la formación de la persona, tan importante como el recuerdo es el hábito. Sin ambos el hombre no sería suficientemente hábil para sobrevivir, ni siquiera para ser él mismo. El recuerdo y el hábito son las dos ruedas que hacen avanzar el carro de la persona (Gómez de Liaño.  Breviario de filosofía práctica. Siruela, Madrid, 2005).

La memoria contó como algo fundamental en el aprendizaje hasta la tradición Rousseau-Dewey, que enfatizó la capacidad de expresión y las destrezas, en perjuicio de los conocimientos. Pero es legítimo preguntarse si las primeras son posibles, e incluso deseables, sin los segundos. Porque ni siquiera se puede ser diestro en la amenaza o el insulto sin conocimientos previos; y sin éstos, sólo se expresan gruñidos, banalidades y necedades.

Si alguien encuentra difícil o aburrido un buen texto es porque carece de conocimientos previos para su interpretación. ¿Se puede progresar en la destreza con una lengua sin memorizar el vocabulario o la morfología del verbo? Lo dudo. Es cierto que la memoria mecánica tiene un valor limitado y que la memoria a largo plazo sólo puede ser significativa. Sin embargo, es un fraude decir que el alumno no tiene que memorizar porque el saber cambia rápidamente o porque tiene a su disposición una gigantesca enciclopedia en Internet para buscar lo que necesite. También se necesitan conocimientos previos para saber querer, o para saber qué se necesita o para entender las entradas de la Wikipedia, o para distinguir la información relevante de la basura publicitaria o propagandística. Se ha demostrado que incluso la pericia ajedrecística depende más del reconocimiento mnémico de posiciones, que del cálculo de variantes. No hay manera de alcanzar buenos resultados en educación sin disciplinar la memoria: entender, vale, pero también asimilar, ¡y retener!

La abolición de la memoria. ¿Hacia una postcultura?

En toda buena innovación, por radical que sea, está presente el pasado[6]. Los maestros –dice G. Steiner- protegen e imponen la memoria, obligado lastre vital de la conciencia[7]. Sin “memoria histórica” es difícil que sepamos quiénes somos, dónde estamos, adónde nos dirigimos, imposible la cohesión social.

Sin embargo, nuestra memoria colectiva está dominada por eslóganes -“gritos de guerra”- políticos o publicitarios, orientados hacia el consumo o mediados por la manipulación. La retórica de la publicidad (discurso dominante) impone su gramática y su dialéctica. Por eso es tan grave la decadencia catastrófica de la memorización en nuestro modelo educativo, su marginación como ars poética, memorización que debería de servir de antídoto contra la alienación, contra la deflación y estandarización industrial de los cerebros.

La sociedad se ofrece a sí misma en espectáculo (reality show). Y parte de ese espectáculo consiste, precisamente, en la destrucción o confusión de la memoria colectiva, en su destilación espectacular y kitsch como goce estético. “El espectáculo es el mal sueño de la sociedad moderna encadenada, que no expresa en última instancia más que su deseo de dormir” (Guy Debord[8]). Las representaciones oníricas son –muy saludablemente- materia de olvido[9]. Por eso, de poco sirve que el maestro se travista de payaso o el profesor monte en clase un “verdadero” espectáculo, según el paradigma multimedia. Aunque el profesor consiga ofrecerse como “espectacular” (colmo de “lo guay”), nada de lo que se muestre en el aula se ofrece, por referencia al modelo mediático, para ser recordado, sólo para ser disfrutado como sueño, para ser motivo de “alucinante” y alucinado entretenimiento.
El discurso (logos) parece merecer el olvido porque ya no emociona, empobrecido hasta la “chiquitez” de la gran “calzada” mediática[10], mientras que las imágenes tienen línea directa con el corazón, pues su producción se sofistica[11] y su reproducción se abarata. 

Como ha explicado Fernando Savater, ver imágenes subyuga e hipnotiza, mientras que leer es ya una forma de pensar y reflexionar. Pero el ojo de la “aldea global”, más aldeana cuanto menos civilizada, se alimenta de imágenes visuales, gráficas o acústicas, marcas redundantes y reiteradas, porque no dejan huella: “mensajes evanescentes que llevan inscrita en su frente la consigna: ¡olvídame!”.
Los Mass Media son banales[12]. La primera de las hipótesis de trabajo de José Luis Pardo -en su excelente ensayo sobre La banalidad- es ésta: el significado de una comunicación audiovisual es un conjunto de directrices para su olvido, una invitación a la amnesia. La seguridad de la reproducción ilimitada de sus mensajes hace superflua la memoria. La segunda hipótesis: el tiempo que tardan en olvidarse es exactamente el tiempo que tardan en volver. Lo que sucede con los spots -medido con precisión por los publicistas- es lo mismo que sucede con las noticias o con los telefilms. La gente no recuerda ni las noticias ni las películas que vio el otro día, y puede tragarse tres veces el mismo episodio de su serie favorita… “Los Media inutilizan el recuerdo”[13]

El acto comunicacional de mantenerse en contacto (online, keep in touch), mediante el periódico, el móvil, la tele, la red social…, sobrepasa en importancia a los contenidos, que pueden ser simples emoticonos, señales de guiños o de gemidos, carcajadas, besos, desafíos, burlas… Al contrario que el lenguaje, esos gestos no requieren memorización y sólo expresan estados de ánimo presentes. Asi el qué piensas se reduce al qué sientes o –como dicen los locutores deportivos- cuáles son tus sensaciones.
¿Es casual que algunas de las enfermedades más características de nuestra época tengan  que ver con la pérdida de memoria, el deseo de olvidar o la incapacidad para retener: Alzheimer, drogodependencias y el famoso Díndrome de Hiperactividad y Déficit de Atención? 

Ya Plotino se dio cuenta de que la diversa aptitud de los hombres para recordar se debe, bien al estado diverso de sus respectivas facultades, bien a la atención o falta de atención, bien al temperamento somático. La “edad del olvido” es también “la edad del descuido y la desatención”: triunfo del aislamiento ególatra y el ensimismamiento egoísta. El egoísmo es precisamente esa forma de ignorancia que consiste en no prestarle atención a la existencia de lo otro, que es precisamente –en educación- lo ignoto: otra lengua, otra perspectiva, o sea, aquello que puedo o debo aprender. Uno de sus efectos más acusados consiste en la incapacidad para escuchar y retener lo que el otro –el maestro, el sabio, el clásico- nos dice. 

La retórica de los derechos y de la promoción personal ha hecho imposible hallar una base razonable para la humildad que requieren los ejercicios de memoria. El ególatra –tan acomplejado, el pobre- sólo es capaz de recordar eslóganes sobre su propia valía. Su memoria carece de disciplina para todo lo demás. Su actividad mental es pura distracción dependiente de la intensidad o naturaleza de los estímulos externos (sobre todo mediáticos), y es que, como afirma Hannah Arendt,

Todo acto mental se basa en la facultad del espíritu para presentarse a sí mismo aquello que está ausente para los sentidos. La representación, al hacer presente aquello que en realidad está ausente, es el único don del espíritu (…). La memoria almacena y pone a disposición del recuerdo aquello que ya no está nunca más, y la voluntad anticipa lo que aportará el futuro, pero que no está todavía (…). Pero esto sólo lo puede hacer el espíritu cuando se ha retirado del presente y de las necesidades de la vida cotidiana. [14]

No obstante, el olvido, ciertamente, puede ser un alivio. Si no los mandáramos a paseo, los recuerdos no nos permitirían atender a las cuestiones presentes. Es difícil perdonar si no estamos dispuestos a olvidar la ofensa sufrida. La vida sería insoportable si no pudiésemos olvidar los momentos de vergüenza, humillación, angustia o dolor. Todo tiempo pasado puede parecernos mejor (como cantó Jorge Manrique) sólo porque idealizamos nuestro pasado olvidando lo peor. Sin querer, cada vez que recordamos el pasado lo transformamos en el sentido que más nos favorece, así como el novelista transfigura lo vivido dando vida y verosimilitud a sus invenciones.

¡Ojo con las terapias de recuperación de memoria[15]! Desgraciadamente, los sucesos verdaderamente traumáticos raramente se olvidan, porque una de las funciones genuinas de la memoria radica en recordar situaciones amenazantes para poderlas evitar en el futuro. En Usamérica fueron aceptadas judicialmente, con fundamento científico, varias demandas contra psicoterapeutas que -por medio de hipnosis y psicotrópicos-, indujeron falsos recuerdos de incestos, ritos satánicos y antropofagia durante la infancia, a pacientes que solo sufrían trastornos de ansiedad e insomnio por un divorcio. El cerebro no es muy selectivo en la gestión de sus recuerdos y puedo tomar por experiencias reales las inventadas, alucinadas, deseadas o soñadas[16].

Olvidar es necesario, desaprender puede ser saludable, incluso imprescindible si se trata de consignas consumistas, pero sólo si las palabras sirven de alimento a la memoria se traducen en propuestas y experiencias de futuro. El lenguaje es la viva memoria en la que nacemos y nos educamos. Crecemos como personas desde esas inmensas raíces del futuro. La experiencia carece de consistencia si no está anclada en el pasado. Es en la memoria donde la experiencia se humaniza, en esa “no ausencia total de lo ausente”.

Las voces de la memoria también nos liberan de las cadenas de esa caverna de la actualidad, esa temporalidad mediática, circular como un rosario, de mensajes y masajes, y tan inmediata como superficial y transitoria. Emparedados por el presente, urgidos y condicionados por el mundo que nos rodea –como escribe Lledó- sólo podemos respirar por la historia, por la memoria colectiva, por la letra de los textos clásicos.

La educación debe convertir la temporalidad inmediata en memoria y proyecto, evitando así la reanimalización de nuestra raza. La verdad es esa iluminación de la memoria asociativa, de la analogía comprensiva. Y no lo olvidemos: la formación de recuerdos persistentes no es inconsciente y requiere esfuerzo, pues la persistencia del recuerdo requiere repetición.

Recordemos a Platón: debemos plantar “jardines de letras” para “la edad del olvido”. Si lo del “jardín” os resulta demasiado ideal y aristocrático, entonces plantemos en la memoria útiles y ecológicos huertos de palabras. Sus frutos podrán  alimentar sin peligro y con provecho a las generaciones venideras.


Bibliografía consultada
(No se incluye la citada en el texto o en notas a pie de página)

San Agustín. Confesiones. Sopena, Barcelona, 1977.
Barco, Ángel. “La materia de la memoria”. Mente y cerebro, nº 40, 2010.
José Biedma. Imágenes e Ideas, editorial Alegoría, Sevilla 2015.
Delgado García, J. M. “Ratones transgénicos en el estudio de los procesos de aprendizaje y memoria”. Mente y cerebro, nº 34, 2009.
Marcel Detienne. Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Taurus, Madrid, 1981.
Enkvist, Inger. La educación en peligro, Unisón ediciones, Madrid, 2000.
Ignacio Gómez de Liaño. El idioma de la imaginación. Ensayo sobre la memoria, la imaginación y el tiempo, Taurus, Madrid, 1992. Y Breviario de filosofía práctica, Siruela, Madrid, 2005.
Carl G. Jung. L’homme à la decouverte de son âme. Los complejos y el inconsciente. Alianza, Madrid, 1969.
Lledó, Emilio. La memoria del logos, Taurus, Madrid, 1984.
Savater, Fernando. “Leer para despertar”. EL PAÍS, Babelia, 26-06-1993.
Steiner, George. En el castillo de Barbazul. Labor, Barcelona, 1976.




[1] Aunque la teoría del parelelismo onto-filogenético de E. Haeckel ha sido muy criticada, sigue sirviendo para explicar ciertos atavismos como el bostezo o el instinto natatorio en la primera infancia…
[2] El narcisismo, egoísmo corporalista contagiado masivamente por los Mass Media, está sin duda asociado a la proliferación de síndromes de déficit de atención, ¡por un superávit de atención al cuerpo mismo, sus picores, sus apetitos, sus estados, su peso, su color…!
[3] Sin ir más lejos… la existencia del Infinito.
[4] Sorprendentemente, en contraste con su imaginativa concepción del yo como manojo de ideas, Hume confía mucho en el orden y forma en que la memoria guarda y ordena impresiones. Admite para la memoria gran variedad de grados. La acepta como fuente de la identidad personal, pero la memoria no produce la identidad personal, sino que la descubre. Y sin embargo -para el escocés- es la facultad que menos tiene que ver en la formación del carácter moral de las personas.
[5] Sabemos que la memorización constituye una tarea distribuida por muchos circuitos nerviosos. La memoria a largo plazo requiere la síntesis de nuevas proteínas y afecta no sólo a las sinapsis y conexiones de las células nerviosas, sino a la bioquímica de su núcleo.
[6] Muestra la parcialidad “progre” de nuestra política educativa que se nos imponga en los Institutos un “Departamento de innovación”, pero no así otro de conservación y restauración (por ejemplo, de buenas costumbres y buenas formas educativas olvidadas, como el tratar con deferencia al profesorado, pedir las cosas por favor, tener consideración con el compañero o el personal de limpieza, dar las gracias por lo que obtenemos gratis…).
[7] “La eliminación de la memoria  en la escolarización es una desastrosa estupidez. La conciencia está tirando por la borda su lastre vital” (George Steiner. Lecciones de los maestros, Siruela, Madrid, 2003. Cfr. pg. 38 y 143).
[8] La sociedad del espectáculo, 21. Pre-textos, Valencia, 2000.
[9] Es conocida la tesis de Francis Crick y Mitchison de que soñamos para olvidar y que las representaciones oníricas serian algo así como la “basura de la mente”.
[10] El descuido de nuestras autoridades, su desconocimiento de la realidad de las aulas y las “desestructuradas” familias, y la ausencia total de compromiso educativo, puede verse en el papanatismo con el que cedemos al colonialismo anglosajón, permitiendo que se nos den órdenes en inglés, le torpe pretensión de educar en otra lengua cuando ni siquiera se entiende la propia, la tolerancia con la minúscula de los nombres propios o la complicidad con la destrucción y vulgarización sistemática del español en las series de máxima audiencia, tanto en las cadenas privadas como en las públicas, etc. Ni a los actores y actrices se les exige ya como competencia básica que sepan articular verbalmente, sólo que susurren cálidamente, que sonrían con simpatía, que sean sexy…
[11] Recordemos el antiguo vínculo de este término con “sofista”, a través del inglés.
[12] Tal vez también en el sentido de Hannah Arendt de “banalidad del mal”, pues los Media abolen el pensamiento crítico y evitan que sometamos a examen cuanto hacemos o dejamos de hacer… La “buena conciencia” caracteriza así fácilmente un mal comportamiento o una pasividad cómplice (cfr. La vida del espíritu, Paidós, Barcelona, 2010, pg. 32).
[13] La banalidad, Anagrama, Barcelona, 1989, pgs. 26-26. Constatemos que el desarrollo de la memoria en el niño está determinado por el lugar que ocupa esta facultad en su actividad vital. Es difícil que la capacidad de memorización voluntaria y consciente se desarrolle si no se la incentiva en la vida familiar y escolar. Y para ello hay que darle también un sentido a la memorización. Los animales superiores sólo recuerdan aquellas sensaciones que tienen para ellos un sentido biológico (Alexis Leontiev. El desarrollo del psiquismo, Akal, Madrid, 1983, pgs. 34-35, 250s).
[14] La vida del espíritu, ed. cit. Primera parte, II. Justamente, el presentismo (“disfruta del instante”), el nihilismo del pasado y del futuro, no sólo provoca la animalización de la vida humana, con su correlato de brutalidad y barbarie, sino también la pérdida sistemática de memoria y la abulia del proyectar.
[15] Y lo que digo a continuación podría extenderse también a la famosa “memoria histórica”, sobre todo a la “imaginología dirigida”, inventada con fines nacionalistas o revanchistas.
[16] Cfr. “Borrones mentales”, Kerry Lambert y Scott O. Lilienfeld. Mente y cerebro, nº 34, 2009, pgs. 23ss.

7 comentarios:

  1. Me gustó mucho este post, José. Como tratas el tema desde diversos ángulos, y algunos muy distintos entre sí, es difícil hacer un comentario sin ser injusto con el rico contenido de tu entrega. De mi parte, te comento sólo tres cosas. Las dos primeras son anecdóticas pero afines a tus observaciones, la tercera es de otro orden y es afín al concepto griego de reminiscencia que comentas en el post.

    1. Frente a la antinomia memoria/inteligencia propia de las malas pedagogías (no importa por qué lado de la antinomia tomen partido): yo confirmo lo que dices ahí. Pues estoy padeciendo la dificultad que significa aprender japonés a mi edad (58). Y una de las cosas que más quisiera tener en estos momentos es buena memoria... Sí, hablo de la memoria mecánica, de la "inferior", la de los "tontos", pues así podría retener una enorme cantidad de vocabulario, estructuras e ideogramas para las cuales mi cerebro no tiene analogía posible. Nada se parece: ni la gramática, ni la organización del discurso, ni el vocabulario, ni la morfología de las palabras, ni la escritura. Por lo cual la memoria pasa a ser esencial para aprenderlo. Obviamente no es lo único, pero sin duda es importantísima.

    2. Conocí a mi abuelo paterno siendo un yo adolescente rebelde. Mi abuelo era en ese entonces muy anciano, y dicen que siempre había sido hombre de pocas palabras. De modo que nuestro diálogo fue más que breve. Me dijo "Hola Max, tenía ganas de conocerte. ¿Cómo estás tú?" (mi abuelo era español, no "voceaba" como los argentinos). Yo le contesté algo breve y convencional, pues no sabía cómo conducirme en la situación. Entonces él me dijo: "En la vida hay que saber olvidar. Pues el hombre que no olvida no puede vivir". Y a continuación, sin más trámite, dijo que estaba muy cansado y se fue a dormir. Nunca más lo ví.

    Paradójicamente, yo no olvido ese encuentro; y hoy comprendo lo que mi abuelo quiso decir.

    3. El Corán, y los maestros sufis, llaman a la invocación de Dios "dhikr" que significa "recuerdo". Así, invocar a Dios es, desde cierta perspectiva, recordar nuestro Origen. Y recordar nuetro origen es recordar quienes somos, de dónde venimos, y porqué estamos aquí.

    Un abrazo

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    1. Extraordinario y personalísimo comentario, Max. Gracias. Decía Platón que antes podrá un viejo correr que aprender. No estoy de acuerdo con esto. Siempre podemos más de lo que creemos. No te desanimes con el nipón.

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  2. Con lo natural que es educar, armamos unos líos de impresión queriendo ser modernos. ¿Cómo se va a poder hacer algo de fuste sin usar la memoria? es básico y fundamental. Memoria e imaginación van de la mano, se funden.
    A veces pienso en todo lo que nos teníamos que aprender en el antiguo plan de educación, no olvidaré la biología y geología de mis 15 años, desde los protozoos a las cebras, pasando por la clasificación de todos los invertebrados, estrellas marinas, esponjas, insectos y todo bicho viviente que se mueve sobre la superficie terrestre. Además de eso aprendimos todas las figuras geométicas de los diferentes cristales que forman los minerales y construimos nuestros popios cuerpos geométricos. Por no hablar de los "tochos" de historia ya a esa edad.
    En fin, ¿para qué seguir recordando? la educación ha cambiado muchísimo en pocos años y no creo que sea siempre para mejor.

    Le falta solidez, seriedad, estudiar y aprender, memorizar va formando la personalidad, da criterio, elementos de juicio, VOCABULARIO, también humildad. Y el tiempo del adolescente está mejor ocupado, se "quitan" problemas de en medio cuando hay mucho que estudiar.
    Ese trabajo del espíritu que es esencial, no lo van a sustituir los "equipos multimedia"

    Y por cierto, a ver si nos enteramos de que los Steve Jobs y demás gurús de la industria informática llevan a sus hijos a escuelas donde NO HAY ORDENADORES, papel y lápiz...

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    https://www.youtube.com/watch?v=uqTJezNu-nI

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    1. Ya decía Ortega que más que el animal racional somos el animal memorioso. Pero aptitud que no se implementa (como se dice ahora) se atrofia. Gracias por tu comentario, Ana.

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    2. Finkielkraut... Me gustó mucho su apasionado alegato *La derrota del pensamiento* contra la cultura del fanático y del zombi. Es un moralista cosmopolita. Sus puntos de vista caen suavemente dentro de lo que Eco llama el grupo de "los apocalípticos". Pone el peso en la tradición ilustrada en ese difícil equilibrio entre innovación y tradición en el que siempre la humanidad se juega su futuro. Y cree que la industria del ocio reduce a pacotilla las obras del espíritu. Razón no le falta, e ironía.

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  3. Menendez Pelayo tenía un prodigioso talento de los tontos sin el cual no podría haber leido con provecho todo lo que leyó y atesorar su enorme erudición.

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    1. Heráclito tenía razón, la erudición (se refería a los pitagóricos) no hace por sí misma comprensión. Pero ¿es posible la comprensión sin la erudición? Lo dudo. Gracias José Javier, por tu comentario.

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