La “explosión creativa”
del Paleolítico superior.
Hace alrededor de 40.000 años ocurrieron en una serie de
cambios tecnológicos, nuevas conductas sociales y la aparición de una cultura
simbólica cuya manifestación más espectacular es el arte paleolítico. Estos
cambios están asociados a poblaciones de Homo
sapiens que convivieron en Europa occidental con el Homo neanderthalensis en la transición del Paleolítico medio al
superior. “Explosión creativa”, “explosión cultural”, “revolución del
Paleolítico superior” o “revolución humana”, ha sido denominado este estallido
de creatividad, esta profunda transformación cuyos productos nos caracterizan
como especie.
Respecto del origen de lo específicamente humano nos movemos,
inevitablemente, en el rango de las conjeturas más que en el de las firmes
conclusiones científicas. Hasta ahora no se ha podido determinar con exactitud
cuándo, cómo y dónde se originaron los diversos componentes que constituyen eso
que llamamos cultura. No obstante, un registro arqueológico cada vez mejor
estudiado y el actual desarrollo de las ciencias cognitivas permiten realizar
conjeturas que nos acercan a la comprensión de los problemas relacionados con
el origen de la mente humana y sus productos culturales. Las preguntas a las
que tratan de responder las disciplinas susceptibles de ofrecer respuestas
sobre el origen de la mente de los humanos modernos son: ¿qué ocurrió en la
mente del Homo sapiens para provocar
la “explosión creativa” en ese momento y ese lugar?, ¿surgieron entonces –y lo
hicieron de manera repentina- las características específicas que nos definen
como especie humana?, ¿cómo evolucionó la mente humana?, ¿cuáles fueron las
bases sobre las que surgió?, ¿cuál es la relación entre la conciencia, el
lenguaje, la religión o el arte?, ¿son estas cosas las que nos definen como
humanos?, ¿es posible trazar una línea entre lo que es humano y lo que no lo
es?, ¿separa esa línea dos espacios diferenciados cualitativa o
cuantitativamente?
La cuestión, entonces, es determinar qué características
posee la mente del hombre moderno que la diferencia de la de sus parientes
homínidos extinguidos, y si es cierto que éstos no produjeron la cultura
simbólica que nos caracteriza como especie.
De la materia a la
razón.
El origen de la conciencia a partir de lo inconsciente es el
principal problema al que se ha enfrentado la filosofía de la mente. Las
cuestiones que se plantean son: ¿cómo puede la conciencia depender de un
sustrato no consciente?, ¿cómo puede tener su origen en la materia?, ¿cómo puede
explicarse la conciencia a partir de lo físico? El “emergentismo sistémico” aborda estas cuestiones a partir de una concepción dinámica de la realidad en la cual cada nivel ontológico es emergente respecto del nivel inferior; de la materia
brota la vida y de ésta emerge la conciencia,
Las primeras referencias a las tesis emergentistas se dieron
en el ámbito de la biología y de la teoría de la evolución, al tratar de
responder a la pregunta de cómo se originó la vida desde lo inerte. En realidad
“emerger” no es la palabra más adecuada, pues hace referencia al hecho de
aparecer algo que ya existía antes de salir a la superficie. Debemos entender
“emerger” como la ocurrencia de algo ex
novo, que constituye una nueva realidad en el mismo momento de la
emergencia, como una novedad ontológica que aparece sobre la base de una
realidad ontológica anterior. El emergentismo describe el mundo estratificado
en diferentes niveles, órdenes o grados, organizados en una estructura
jerárquica. El nivel inferior lo conforman las partículas elementales (o lo que
nos diga la Física que son los elementos básicos que componen la materia).
Según se asciende por la escala vamos encontrando átomos, moléculas, células,
organismos inferiores, organismos superiores, etc. Los entes pertenecientes a
un nivel cualquiera -excepto el inferior- se descomponen en entes
pertenecientes a los niveles inferiores. En cada nivel emergen propiedades,
actividades y funciones que –y esto es lo importante- aparecen por primera vez.
No salen a la superficie propiedades que ya estaban ahí, sino que la materia se
organiza de una forma distinta y de esa nueva forma de organizarse surge algo
nuevo. Un nivel superior es dependiente del inferior, pero, a la vez, es
autónomo de él. La autonomía de un nivel superior consiste en la manifestación
de propiedades que no son reducibles a propiedades del nivel inferior. Los
elementos que, según estén estructurados de una u otra manera, producen
realidades nuevas, conforman un sistema (entendiendo “sistema” como algún
compuesto de elementos que se relacionan entre sí de forma determinada). Lo que
distingue un sistema de una mera acumulación de partes es que un sistema tiene
que tener al menos una cualidad nueva diferente a la que ya poseían sus partes.
En cada nivel del mundo estratificado encontramos un conjunto de elementos y de
estructuras sistémicas formadas por esos elementos de forma. El emergentismo,
pues, parte de una concepción estratificada de la realidad. Ésta se articula en
una serie de niveles cuya organización interna los dota de cierta unidad
estructural que permite distinguirlos unos de otros.
El nivel básico es el de las realidades físicas. Es éste, por
lo tanto, condición necesaria de la existencia de los demás niveles, de modo que el nivel
cultural no es posible sin el nivel físico, pero éste sí lo es sin aquel. El
nivel físico podría ser el único existente, pero no lo es –que sepamos: todo lo que hay en el universo cae en la
exclusividad del nivel físico, excepto una minúscula parte de él –que sepamos,
insisto- en la que podemos encontrar, además del nivel físico, los niveles orgánico,
social y cultural. Esa minúscula fracción del universo es nuestro mundo,
que “es un mundo de entidades físicas, algunas de ellas dispuestas en
organismos, muchos de los cuales (si no todos) exhiben comportamientos
sociales, varios de los cuales dan origen a productos culturales, incluyendo
teorías mediante las cuales se describen y explican las realidades y normas por
medio de las cuales se prescriben modos de conducta. En este sentido hay una
continuidad de niveles, formada por una serie de continuos” (FERRATE MORA José.
De la materia a la razón. Alianza editorial. Madrid, 1979). El emergentismo presupone la
singularidad humana, su separación cualitativa del resto del reino animal, en
cuanto que se reconoce una organización de la materia orgánica distinta de la
que emerge el nivel cultural.
Interpretaciones sobre
el proceso evolutivo.
Las dos interpretaciones fundamentales del proceso evolutivo
son: el gradualismo, que sostiene que
la aparición de las características específicas de la especie humana son
consecuencia de un proceso gradual de acumulación de múltiples y pequeñas
mutaciones; y el saltacionismo, que considera que el proceso evolutivo, sobre todo
en el momento de aparición de nuevas especies,
se debe a la aparición de macromutaciones. Una tercera postura, síntesis
de las dos anteriores -y la que hoy es más aceptada- es la que se denomina de equilibrio puntuado o puntuacionismo, según la cual el proceso
evolutivo es la conjunción de momentos de avance gradual junto a otros momentos
en los que se producen rupturas y emergencias debido a macromutaciones rápidas,
que originan la aparición de nuevas especies o la emergencia de características
nuevas dentro de una misma especie.
Los gradualistas entienden la emergencia de la mente humana
como consecuencia de un proceso de coevolución de diversos factores que habrían
ejercido una fuerte presión selectiva: la base genética correspondiente, el
aumento cerebral, el desarrollo del neocortex (sobre todo, del lóbulo frontal)
y un conjunto de cambios culturales (principalmente, un aumento del tamaño y la
complejidad de los grupos sociales). Así, la evolución de la cognición humana,
debería justificarse con alguna mejora adaptativa.
Para los puntuacionistas, el origen de la mente moderna fue
sobre todo consecuencia de una nueva estructuración de un cerebro en constante
aumento volumétrico, y no tanto de presiones selectivas del medio ambiente. Si
aceptamos que la “explosión creativa” fue el resultado de la “humanización” y
que esta fue muy posterior –y no paralela- a la aparición del hombre
anatómicamente moderno, debemos asumir que más tarde “algo” (¿nuevas conexiones
neuronales en circuitos preexistentes?, ¿provocadas por qué?) reordenó o
reestructuró una anatomía del sistema nervioso ya formada. Se trataría, pues,
de una emergencia que dotó al cerebro de propiedades nuevas que hasta entonces
no poseía; un salto cualitativo que separaría el nivel animal del nivel humano,
pero, en consonancia con el emergentismo, surgiendo el nivel superior del nivel
inferior en un proceso gradual hacia una mayor complejidad, en el cual, en
momentos determinados, ocurrieron saltos cualitativos que generaron nuevas
sistematizaciones, nuevas estructuras de los mismos elementos básicos.
La moderna teoría de sistemas sostiene que las propiedades de
un sistema, definido este, como ya hemos visto, como un conjunto de elementos
interrelacionados, dependen en gran medida de cómo interactúan los diferentes
elementos entre sí. Llevada al terreno de la mente humana, la teoría de
sistemas nos llevaría a afirmar que el cerebro de los humanos modernos, por
mucho que se parecieran morfológica y estructuralmente al de otros homínidos,
tendría distintas propiedades al estar sus elementos constituyentes organizados
de forma diferente (probablemente nuevas conexiones neuronales en circuitos
preexistentes). La mente humana sería resultado de
“la especial estructuración o sistematización del cerebro humano, como
consecuencia de un salto cualitativo en el proceso de la evolución. Por tanto,
no se trata de que la mente estuviera ya constituida en la fase evolutiva
anterior a la aparición del ser humano como especie, y que emergiera después
con motivo de la aparición de la especie humana. Se trata más bien de afirmar
que lo que hace aparecer y constituirse a la especie humana, desde el punto de
vista de su configuración psíquica y mental, es precisamente su nueva
estructuración, organización o sistematización cerebral, posibilitada, por
supuesto, por la correspondiente base genética, cromosómica, propia de la
especie humana” (BEORLEGUI Carlos. Los emergentismos sistémicos: un modelo fructífero para el problema mente-cuerpo.
Pensamiento. Revista de Investigación e Información Filosófica. Univ.
Pontificia de Comillas. 2006)
La emergencia de la
mente moderna.
¿Son lenguaje, arte y religión elementos exclusivos de la
vida del Homo sapiens moderno? En
este punto, conocer las diferentes capacidades que adornaron a las dos especies
que convivieron en Europa en el momento en que se produjo la “explosión
creativa” será conveniente para fijar los términos, si la hubo de nuestra singularidad respecto del resto de homínidos. Si
las capacidades de los cromañones fueron diferentes de las de los neandertales
también debió serlo su cultura y su conducta. Es esencial, pues, la discusión
en torno a qué separaba a neandertales y cromañones. ¿Qué características
definían la mente de los neandertales y cuáles la del Homo sapiens? ¿Cuáles fueron, desde un punto de vista cognitivo y
cultural, las diferencias de las dos poblaciones humanas que vivieron en Europa
durante el inicio del Paleolítico superior?
El volumen cerebral (en términos absolutos y relativos), la
estructuración de las redes neuronales, el desarrollo del neocortex, el del
lóbulo frontal, la presencia de un área de Broca prominente, el gen relacionado
con el lenguaje (FOXP2), las diferencias en aparato fonador, etc., parecen
indicar que los neandertales ni tenían la base neurológica que les permitiera
una capacidad lingüística análoga a la nuestra, ni, aunque la tuvieran, podrían
emitir los sonidos pertinentes debido a un tracto vocal anatómicamente
diferente. Otra manera de probar la capacidad de un homínido para comunicarse
mediante símbolos (o sea, mediante un lenguaje) es la de encontrar entre sus
producciones algo que tenga sentido (significado) en clave simbólica, o, en su
defecto, comportamientos que exijan un
nivel de planificación y comunicación intersubjetiva que sean imposibles sin
lenguaje. La opinión de los expertos está dividida sobre si los
neandertales hablaban o no. En lo que sí parece haber consenso es en que, si lo
hacían, su tracto vocal les impedía emitir sonidos tan claros como los
nuestros, aunque tuvieran las mismas bases mentales para comunicarse mediante símbolos.
El origen del Homo
sapiens, el humano anatómicamente moderno, se sitúa en África y se data, según
los últimos hallazgos del yacimiento de Omo Kivis, en Etiopía, hace unos
195.000 años. Asunto más problemático es situar y datar el origen de la
conducta humana o de la mente moderna. Aquí nos movemos en el terreno de las
conjeturas sobre los restos culturales observables en el registro arqueológico.
Por la abundancia comparativa de estos restos en Europa occidental se ha venido
sosteniendo que allí, hace unos 40.000 años, se desató algún cambio, quizá una
reestructuración de la arquitectura cerebral, cuyo resultado sería la
“explosión creativa” del Paleolítico superior. Otros investigadores, en cambio,
opinan que esta explosión creativa, aunque ha dejado un registro mucho menos
espectacular, tuvo sus raíces en África, mucho tiempo antes. El cambio no se
debería al contacto con otra especie de homínido (pues Homo sapiens era entonces la única especie de homo en África), sino a una mutación genética ocurrida hace unos
75.000 (en ese momento se datan los primeros restos de cultura simbólica). Una
tercera posición es la de quienes, rechazando las teorías anteriores, que
suponen una eclosión súbita de la cultura (ya sea su génesis europea o
africana), proponen en su lugar que no hay una fisura entre desarrollo
anatómico y mental; el comportamiento humano moderno habría surgido en el
trascurso de un largo proceso, -más desarrollo gradual que revolución- de tal
manera que no habría salto cualitativo, sino modificación cuantitativa de
capacidades ya presentes en los neandertales.
La hipótesis que aquí nos interesa es la mencionada en primer lugar,
pues es en Europa occidental donde contactan neandertales y cromañones; donde,
si no su génesis, sí se encuentran el mayor número y el más espectacular
registro de manifestaciones de la “explosión creativa”. Según esta hipótesis,
los homínidos autores de las industrias líticas del Paleolítico medio, los
neandertales, permanecían en una especie de animalidad superior, mientras los
cromañones comenzaron a desarrollar una serie de técnicas y comportamientos que
produjeron un gran salto adelante en nuestra evolución, y que sólo pudieron
darse gracias a un cambio cualitativo en la cognición. Pero esto sólo fue
posible en el contexto adecuado: la coincidencia de la “explosión creativa” con
el encuentro entre neandertales y cromañones, ha llevado a algunos investigadores a plantear la
posibilidad de que este encuentro despertara en los recién llegados a Europa
unas habilidades creativas latentes, o dicho de otra manera, tuvo lugar una
reestructuración mental provocada por nuevas condiciones del medio social y
ambiental. En cuanto a las capacidades de los neandertales, la cuestión reside
en conocer la capacidad de algunas de sus poblaciones para elaborar una cultura
que les llevara a iniciar los avances tecnológicos propios del Paleolítico
superior por sí solos, o si necesitaron el incentivo del contacto con los
cromañones. Y también si, en el caso de deberse a imitación, ésta fue una
simple copia de tecnología o una respuesta interna a nuevas necesidades.
Se han observado elementos
similares a los de la cultura Auriñaciense (sapiens) en algunos yacimientos neandertales, pero sólo en ciertas áreas de Francia, en la industria lítica
conocida como “Chatelperroniense”. Aunque en algún momento se pensó que los
neandertales habían llegado a ella por evolución interna, ahora está
ampliamente aceptado que es una industria adaptada de los cromañones. El
desarrollo tecnológico y simbólico observado en algunas poblaciones de
neandertales fue causado, pues, por “emulación cognitiva” (RIVERA ARRIZABALAGA Ángel. Relación entre neandertales y cromañones: un enfoque cognitivo. Zephyrus, LXI, enero-junio 2008, 85-106.
Universidad de Salamanca). La tesis de Arrizabalaga es que la cultura de base
simbólica se percibe en las dos especies, neandertales y cromañones, aunque en
muy distinto grado de capacidad y desarrollo, y que el desarrollo tecnológico y
simbólico observado en algunas poblaciones de neandertales –precisamente las
que tuvieron un contacto lo suficientemente intenso y duradero con los
cromañones- fue causado por imitación. En favor de esta tesis se ha argumentado
que el desarrollo cultural de los neandertales chatelperronienses se produjo en
el momento en que entraron en contacto con los cromañones, esto es, tras miles
de años de estancamiento cultural. Sería el colmo de la casualidad que después
de decenas de miles de años de persistencia del Musteriense (la industria
lítica propia de los neandertales) de forma prácticamente inalterable, algunos
neandertales produjeran un rápido y generalizado desarrollo cultural, similar
al de los cromañones, y justo en el momento de contactar con ellos.
Las poblaciones de sapiens y de neandertales aparecen en el
registro arqueológico, como hemos visto, con mucha anterioridad al desarrollo
cultural de base simbólica, lo que indica que tal proceso apareció después de
su evolución anatómica. Esta circunstancia puede explicarse, o bien suponiendo
que la aparición de las capacidades cognitivas son anteriores a sus
manifestaciones en el registro arqueológico, produciéndose un largo periodo de
desarrollo en que estas nuevas capacidades no se materializaron (o, al menos,
no dejaron huella); o bien que esas capacidades emergieron sobre la base
anatómica formada mucho tiempo antes. Sería este el caso de los cambios
relativamente rápidos y de gran trascendencia evolutiva a los que se refiere la
teoría saltacionista y la teoría del equilibrio puntuado. Las capacidades
cognitivas emergentes aparecerían después de los cambios anatómicos.
De los estudios anatómicos
realizados a cráneos fósiles de sapiens y neandertales, Rivera Arrizabalaga
establece una conclusión básica: que entre ellos existe una diferencia
anatómica y fisiológica (corporal y neurológica) y un distinto desarrollo
cerebral (aumento de la superficie del lóbulo frontal y los parietales) que
indican unas capacidades cognitivas parecidas, pero no iguales. Otra forma de
exponer la misma conclusión es afirmar que hay rasgos conductuales y culturales
de los cromañones que los neandertales, por las razones que fuesen, no
adoptaron. ¿Cuáles fueron estas capacidades? Rivera Arrizabalaga establece
(aunque advirtiendo que de forma más didáctica que real) dos grupos de
capacidades cognitivas: capacidades primarias,
consecuencia de un aumento cuantitativo en las llamadas áreas de asociación
neuronal (las situadas en el lóbulo frontal y en los lóbulos parietales), que
facilitan la adaptabilidad al medio, y capacidades cognitivas emergentes, o de
aumento cualitativo, cuyo desarrollo se realiza mediante la influencia del
medio ambiente cultural, dando lugar
al desarrollo de una conducta simbólica compleja con una capacidad adaptativa
muy superior de la que dotan las capacidades primarias. Destacan la
autoconciencia, la abstracción (conceptos temporales y espaciales), pensamiento
verbalizado y pensamiento simbólico. El objeto principal de estas capacidades
-las primarias y las emergentes- es la adaptación al medio, ofreciendo
conjuntamente, para la solución de los diversos problemas que plantea la
supervivencia, los cambios conductuales necesarios (tecnológicos, sociales y
simbólicos). En resumen, la conducta no depende sólo de las capacidades
cognitivas que se poseen, sino del propio desarrollo cognitivo (no sólo de la
meta alcanzada, también del camino recorrido para llegar a ella), que a su vez
depende de las características ambientales (sociales, demográficas, lingüísticas,
tecnológicas, simbólicas).
Para David
Lewis-Williams (LEWIS-WILLIAMS David. La mente en la caverna. Akal. Madrid. 2011) el problema no se debe tanto a una
cuestión de capacidades cognitivas distintas, sino a tipos de conciencia
distintos; el Homo sapiens tendría
una conciencia de nivel superior.
Cita Lewis-Williams a Gerald Edelman y su identificación de dos tipos de
conciencias: la primaria y la de nivel superior. La conciencia primaria sería
un estado de ser consciente de la realidad del mundo, de tener imágenes de
cosas en el presente, pero sin la capacidad para contemplar esas imágenes desde
la posición de un yo socialmente construido. La conciencia de un nivel superior
implica el reconocimiento por parte de un sujeto pensante de sus propios actos y
afectos. Es decir, ser consciente de ser consciente. Sin una memoria simbólica,
sin lenguaje esta conciencia no puede desarrollarse. Pues bien, según
Lewis-Williams los neandertales tenían una forma de conciencia primaria y los
cromañones una de nivel superior, lo que aclararía por qué los neandertales
adoptaron sólo algunos elementos de la cultura de los cromañones. Debido a que
su conciencia se limitaba al presente (no vivir exclusivamente en el presente
es una singularidad del “animal simbólico”) podían aprender cómo fabricar la
misma tecnología pero no podía concebir, por ejemplo, un mundo de espíritus a
donde iba la gente tras la muerte. Una memoria mejorada (y ampliada con el
lenguaje, con los símbolos) hizo posible la imaginación, el recuerdo de sueños
y visiones y la construcción de estos recuerdos en forma de un mundo de
espíritus, la creencia –tras su invención- en mundos espirituales y en la vida
después de la muerte. Paralelamente, esta ampliación de la conciencia
proporcionó un nuevo criterio de distinción social que ya no se basaba en la
fuerza o las aptitudes de caza, sino en el talento y la oportunidad para
convertirse en mediador con esos mundos de los espíritus. Los neandertales, a
diferencia de nosotros, sostiene Lewis-Williams, no podían recordar sus sueños
y, por lo tanto, no podían hablar de ellos. Éste sería un factor fundamental a
la hora de desencadenar e impulsar el florecimiento de la realización de
imágenes. Incapaces de recordar y socializar sueños, de representarse esas
imágenes y de reproducirlas después, los neandertales –“ateos congénitos”, los
llama Lewis-Williams- no tendrían necesidad de inventar mitos ni crear arte.
En relación con el origen del arte, Lewis-Williams sostiene que
el adorno corporal con ocre rojo que se ha detectado en los neandertales no
podría haber evolucionado hacia la creación de imágenes bidimensionales. Esta
práctica, junto a las nuevas técnicas paleolíticas de utillaje, también la habrían
tomado prestadas de los cromañones. Pero no sólo eso, también los adornos
corporales encontrados en yacimientos neandertales, que en los cromañones son
indicadores de identidad social, los habrían copiado de éstos, y –muy
importante- sin adoptar su significado simbólico, lo que implicaría un grado de
desarrollo social –y cognitivo- menos complejo del alcanzado por los
cromañones. Prueba de ello sería, precisamente, que los neandertales no
evolucionaran hasta alcanzar la capacidad de crear imágenes, que requerirían,
como ya se ha dicho, habilidades mentales y convenciones sociales de una complejidad
que los neandertales no alcanzaron. Por lo tanto, el arte mueble y el arte
rupestre paleolíticos serían exclusivos de los cromañones.
Otro modelo que explica las
transformaciones de la mente y la conducta humana que dieron lugar a la
“explosión creativa” del Paleolítico superior es el de Steven Mithen (MITHEN
Steven. Arqueología de la mente.
Crítica. Barcelona. 1998), basado en la teoría modular de la mente de Jerry
Fodor (quien considera que la arquitectura de la mente se organiza en torno a
una primera división entre percepción y cognición. La primera se subdivide en
una serie de módulos independientes entre sí e innatos, como la vista, el
tacto, el oído, etc., La cognición se produce en un sistema central que opera
integrando y procesando la información que proviene de los subsistemas
modulares. A esos procesos son a los que llamamos “pensamiento”, “imaginación”
o “inteligencia”. Este sistema central es, según Fodor, inaccesible al conocimiento). Según Mithen, la clave de la
evolución de la mente de los homínidos se debe a una mejor interacción entre
cuatro módulos mentales: el de inteligencia técnica (la que se necesita, por
ejemplo, para fabricar útiles de piedra), el de inteligencia de la historia
natural (dividida en tres áreas de pensamiento: la relativa a plantas, animales
y geografía del paisaje), el de inteligencia social (establecimiento de
relaciones sociales) y el de inteligencia lingüística (capacidad lingüística).
El ingrediente básico de la
mente moderna sería la “fluidez cognitiva”, que permitiría, por ejemplo,
sirviéndose de la metáfora y la analogía, actitudes esenciales en la génesis
del pensamiento religioso, como el animismo (atribución de alma) o el
antropomorfismo (atribución de cualidades humanas a animales), aunando la
inteligencia social con la de historia natural. Es decir, la barrera cognitiva
entre la inteligencia social y la inteligencia técnica implicaría la
incapacidad para la ornamentación corporal con abalorios y colgantes. Mithen
sugiere que la función de la inteligencia lingüística sería fundamental, al
obrar como pegamento de las otras tres inteligencias, siendo el medio para
comunicar información entre unas áreas y otras: los humanos podrían haber
empezado a usar el lenguaje para hablar de sus relaciones sociales
(inteligencia social), de la fabricación de útiles (inteligencia técnica), de
la recolección de plantas y de la caza de animales (inteligencia de la historia
natural). El lenguaje sería, a la vez, causa y consecuencia de una fluidez
cognitiva sin la que no se hubiera producido la explosión creativa del
Paleolítico superior: “Mi explicación del big bang de la cultura humana es su
coincidencia con la gran configuración final de la mente; cuando se insertaron
puertas y ventanas en los muros de las capillas [las barreras cognitivas de las
áreas de inteligencia]”. En esta eventualidad el lenguaje humano es esencial
porque la estructura, funciones y capacidades de la mente humana, en
definitiva, lo específico de nuestro pensamiento, está tan determinado por
nuestro lenguaje, que se pude afirmar que la nuestra es una “mente extendida”,
es decir, que los límites de nuestra mente están más allá de nuestro cerebro,
desde el momento en que el lenguaje pone en contacto dos mentes (y no hay
lenguaje sin otra mente con la que compartirlo). Eso no supone afirmar que sin
soporte físico, esto es, sin cerebro humano, pueda existir la mente humana.
Respecto al origen del arte, que es la manifestación más
espectacular de la explosión creativa y, a falta de documentos escritos, la
primera y más potente evidencia registrada de la construcción de un mundo
simbólico por parte del hombre, Steven Mithen señala tres procesos cognitivos
fundamentales necesarios para crear arte, situados en las áreas de inteligencia
técnica (concepción mental de imágenes), inteligencia social (comunicación
deliberada) e inteligencia de historia natural (atribución de significado a
objetos inanimados o señales alejadas de sus referentes, como por ejemplo,
huellas de animales). Pero el arte requiere además un conjunto armonioso y sin
fisuras de estas tres inteligencias, es decir, de fluidez cognitiva. Si para
Mithen el big bang de la cultura humana fue posible gracias a la fluidez
cognitiva, manifestaciones de esta cultura como el arte mueble y el arte
rupestre, son también, obligatoriamente, resultado de la fluidez cognitiva
alcanzada por el Homo sapiens. “La habilidad para imponer una forma y para
comunicar e inferir significado de las imágenes ya tuvo que estar presente en
la mente del humano primitivo, aunque no hubiera arte. Lo que necesitaba para
crear las maravillosas pinturas de la cueva de Chauvet era una conexión entre
aquellos procesos cognitivos que habían evolucionado para otras funciones”.
“Fluidez cognitiva” y
“espacio antropológico”.
El hombre está inmerso en una realidad en la que se encuentra
con otras entidades que no son humanas. El concepto “espacio antropológico” de
Gustavo Bueno (El sentido de la vida.
Pentalfa. Oviedo. 1996) hace referencia a las realidades humanas y no humanas que determinan al hombre.
“Sin duda, la idea de un espacio antropológico presupone la tesis de que el
hombre sólo existe en el contexto de otras entidades no antropológicas, la
tesis según la cual el hombre (…) no está aislado en el mundo, sino que está
rodeado, envuelto, por otras realidades no antropológicas (las plantas, los
animales, las piedras, los astros)”.
Las realidades antropológicas se relacionan con realidades
que no son estrictamente antropológicas pero que forman parte del espacio
antropológico, pues son realidades que envuelven y definen al hombre en su
relación con él. Estas realidades se disponen en el espacio antropológico en
tres ejes. El eje circular, donde
coloca Bueno los términos, relaciones y operaciones del hombre consigo mismo
(relaciones de orden político, jurídico, económico, etc.); el eje radial, donde se relaciona el hombre con
realidades “tales como entes de la
llamada “Naturaleza” (la tierra, el agua, el aire y el fuego), considerados
como entes físico o biológicos, es decir, como entes desprovistos de todo
género de inteligencia”; y el eje angular,
que relaciona al hombre con ciertos tipos de animales, con entidades que no son
humanas (circulares) pero tampoco entidades impersonales (radiales), pero que,
sin ser humanos, poseen algo así como inteligencia, voluntad y deseo. Estos
animales son “entes ante los cuales los hombres se comportan según relaciones
de temor o amistad, y según un comportamiento no imaginario (puramente
fenomenológico), sino real, ontológicamente fundado (lo que no excluye la
posibilidad de error, la posibilidad de interpretar las cosas o los otros
hombres como si fueran eventualmente
entes de este tercer tipo). Estos entes a los cuales no estamos
refiriendo no serán divinos, pero sí podrían ser numinosos. Los consideraremos númenes,
inteligencias y voluntades, realmente existentes, ante los cuales los hombres
adoptan una conducta política de adulación, de engaño, de lucha, de odio o de
amistad”. Esos animales son los que el hombre pintó en las cavernas, y lo que
expresan esas pinturas, esto es, la relación numinosa entre esos animales y el
hombre, fue, según la filosofía de la religión de Bueno (El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista. Pentalfa.
Oviedo. 1996), el núcleo de la religión -entendido “nucleo” no como la esencia
de la religión, sino como su germen u origen-. La esencia de la religión se
encontraría en el despliegue a partir del núcleo en un cuerpo (determinaciones esenciales a toda religión) y en un curso (avatares o etapas de desarrollo
de cada religión) que se determinarían recíprocamente y en relación dialéctica
con las estructuras sociales (circulares). Habría pues, como no puede ser de
otro modo tratándose de una teoría materialista de la religión, correspondencia
entre las estructuras religiosas y las estructuras sociales.
La fase nuclear de la religión habría que situarla en las
sociedades de cazadores-recolectores paleolíticos, mientras que los desarrollos
esenciales, pero exteriores al núcleo, corresponderían a las sociedades donde
encontramos ya domesticación de animales. Así, la religiosidad secundaria se abriría camino al final
del Paleolítico y se desarrollaría en el Neolítico y la Edad de Bronce, es
decir, la época del inicio y desarrollo creciente de la domesticación de
animales y del consiguiente abandono de los grandes murales de temática animal
y la aparición progresiva de la figura del hombre entre los númenes,
entremezclada con formas zoomórficas. El límite cronológico entre la
religiosidad secundaria y la religiosidad terciaria se situaría en la Edad del
Hierro, en la época de la “revolución urbana”, cristalizando en torno a la
“edad axial” de Karl Jaspers -de la que son contemporáneos Confucio y Lao-tsé
(China), Buda y Mahariva (India), Jeremías, y Ezequiel (Israel) o Pitágoras y
Empédocles (Grecia)- y alcanzando su plenitud con el cristianismo y el
islamismo. En esta última fase de la religión -la terciaria- el hombre se
emanciparía progresivamente de los animales (en un sentido numinoso), hasta el
punto de tratar a estos como puras máquinas (Descartes), es decir, como
fenómenos reducibles al eje radial.
El desarrollo del cuerpo y curso de la religión vendría,
pues, determinado por un cambio real de “las posiciones objetivas del hombre
por relación a los animales. A unos animales que necesariamente constituyen
parte de su medio biológico. A su vez, como quiera que el cambio de esas relaciones
viene determinado por transformaciones radiales
–ecológicas, tecnológicas- y circulares
–sociales, económicas, políticas- podemos concluir que el lugar a donde vamos a
ir a buscar el principio de una división de fases del curso de la religión ofrece todas las garantías en orden a poder
ser considerado como verdaderamente significativo desde el punto de vista
antropológico”. Y esto es así porque la aparición de la religión, según Bueno,
supone que se ha abierto una diferencia significativa entre hombres y animales,
“una disociación del eje circular respecto del angular”.
Ahora bien; el eje angular del que habla Bueno, es decir, la
relación entre el hombre y los númenes animales, sería imposible sin la fluidez
cognitiva de la que habla Mithen. El hombre no podría mantener relaciones
numinosas con los animales sin la ruptura de la barrera cognitiva entre el área
de la inteligencia social y el de la inteligencia sobre la historia natural. Así pues, se
pueden establecer (es lo que haré) un paralelismo entre las áreas de inteligencia a las que se
refiere Mithen y los ejes del espacio antropológico de Bueno: la inteligencia
técnica pone en relación al hombre y a objetos de la naturaleza impersonal (eje
radial), la inteligencia de historia natural pone en relación al hombre –además
de con minerales y vegetales, que pertenecerían al eje radial- con animales (eje angular), la inteligencia
social y la inteligencia lingüística (además de servir de incentivo y pegamento
para la unión de las otras tres, como ya vimos) pone en relación a individuos
humanos con otros individuos humanos (eje circular). Debe caer el muro que
separa la inteligencia sobre historia natural de la inteligencia social para
que exista un eje angular. Es posible establecer, además, otro paralelismo
entre la fluidez cognitiva y el concepto de Bueno “inversión antropológica”, que es el proceso
por el cual las leyes etológicas que regulan la conducta animal, sin dejar de
actuar, se subordinan a nuevas configuraciones específicamente antropológicas.
Un nuevo tipo de relaciones con ciertos animales, “enriquecidas” por la cultura
simbólica, que ya no son meramente etológicas, sino que están atravesadas por
una maraña de significados simbólicos: son las relaciones angulares que sólo
son posibles gracias a la fluidez cognitiva. Las relaciones etológicas y
ecológicas, sin dejar de estar presentes, quedan reorganizadas a una escala
específicamente antropológica, aquella en la que aparecen los productos
culturales característicos de la “explosión creativa”: religión, magia, arte, mitos..., ninguna de ellas posible sin lenguaje simbólico. O dicho de otro modo,
con Steve Mithen: ruptura de barrera cognitivas, lenguaje -como pegamento de
las otras tres áreas de inteligencia-, fluidez cognitiva y “explosión
creativa”.
Animar el mundo.
La fluidez cognitiva, de la que el lenguaje es el elemento
aglutinante, permitió al hombre paleolítico construir mundos sin referente
real, transferir propiedades humanas a los animales o a las cosas (y al
contrario) y construir infinidad de combinaciones que se convirtieron en mundos
compartidos, en cosmovisiones, que a través de los mitos y del arte se fijaron
en los miembros de una comunidad. Mithen también observa este comportamiento en
“…todos los cazadores-recolectores modernos [quienes] parecen pensar su mundo
como si fuera un ente social (…) Todos los ámbitos de su vida están íntimamente
conectados entre sí (…) Los cazadores-recolectores no viven sólo en un paisaje
de animales, plantas, piedras, montañas y cuevas. Sus paisajes están construidos
socialmente y repletos de significado.” Los cazadores-recolectores del
Paleolítico superior entretejieron -como hacen los cazadores-recolectores
modernos- todo lo que experimentaban del mundo en una red de mitos e historias,
viviendo en un paisaje lleno de significados simbólicos. Lo esencial, según
Mithen, de la “desintegración de la barrera cognitiva” entre el mundo social y
el mundo animal, es que supuso un cambio considerable en el comportamiento
humano, “ya que cambió de forma fundamental su interacción con el mundo
natural”.
Crear mundos ficticios, animar la naturaleza y llenarla de
espíritus. Así lo explica Juan Luis Arsuaga (ARSUAGA Juan Luis. El collar del neandertal. Temas de hoy.
Madrid. 1999): “Es tan grande nuestra
capacidad de análisis, es decir,
de descomposición de la realidad en partes cada vez más pequeñas, que
finalmente cometemos fallos estrepitosos de interpretación pese a nuestra
portentosas facultades cognitivas, equivocaciones en las que ningún otro animal
incurriría. Así, los objetos más sorprendentes reciben valores emocionales,
porque se les atribuye erróneamente cualidades humanas (…) los arcos
superciliares del águila parecen arrugas de la frente, y, junto con la comisura
de la boca estirada hacia atrás, proporcionan al animal una apariencia de
obstinada determinación”. El hombre comenzó a relacionarse con su mundo
circundante interpretando míticamente los fenómenos naturales y sociales. El
hombre, gracias a la flexibilidad cognitiva, mira con otros ojos, interpreta la
realidad, y mediante símbolos revela (o inventa) una realidad oculta (o una
ficción). Se puede decir que ve lo que
no hay, que inventa; y también se puede decir que interpreta lo que ve y que no
puede evitar hacerlo porque le obliga su naturaleza simbólica. El lenguaje, el
mito, la religión y el arte son, pues, elementos constitutivos de nuestra
especie. Nuestra capacidad para hablar y para manejar símbolos, nuestra
propensión a contar historia y crear mundos ficticios, no sólo fueron una
respuesta a los problemas de supervivencia, una adaptación a las presiones del
ambiente externo, natural o social; también fueron un alivio a la ansiedad que provocan la inseguridad y el medio a la muerte.
Cultura simbólica en el
Paleolítico superior.
No hay un “Rubicón” cuyo paso signifique el salto a la
cultura, como si hubiera una violenta ruptura en el muy complejo y dilatadísimo
proceso de hominización. Incluso las cesuras más grandes sólo lo son en
términos relativos y siempre se dan dentro de procesos de amplio desarrollo. El
caso que nos ocupa, la “explosión creativa” del Paleolítico superior, no supuso
el inicio, sino la aceleración desde una cultura técnica y una sociedad menos
compleja hacia una compleja cultura simbólica que emerge sobre las bases de
aquella. Desde la perspectiva del emergentismo, la cultura se asienta en lo
natural, y tan erróneo sería reducirla a lo natural como separarla tanto que se
convirtiera en incompatible con lo natural. Digamos que hemos desbordado el
ámbito natural, pero atados siempre a una cadena tan larga que nos permite
cierta libertad de movimientos que otras especies no disfrutan (y sufren), y
tan fuerte que no podemos librarnos de ella.
Ernst Cassirer (Antropología filosófica. Fondo de
cultura económica. México. 1974) define al hombre como “animal simbólico”, en
lugar de con la clásica definición “animal racional”, que considera inadecuada para
abarcar las formas culturales en toda su riqueza y diversidad. Todas estas
formas tienen en común que son formas simbólicas. El hombre, según Cassirer, ya
no se enfrenta a la realidad de un modo inmediato, sino sólo a través del entramado simbólico en que consiste ya toda experiencia humana. Ya no vive en
el mundo de los crudos hechos, sino en un mundo envuelto en formas
lingüísticas, imágenes artísticas, en símbolos míticos y en ritos religiosos.
Dicho de otro modo, los símbolos codifican experiencias sensoriales, reales o
imaginadas, que forman la base del sistema cognitivo humano, y que además
pueden ser comunicadas a otros mediante un sistema complejo de palabras o
imágenes.
Así pues, desde el momento
en que el hombre desarrolla el pensamiento simbólico su naturaleza está
mediatizada por la cultura; hasta entonces la base biológica de la conducta
humana era dominante. Quizá la cadena que nos ata a la naturaleza no sea tan larga como creemos, y nuestra
conducta esté más determinada de lo que la soberbia humana y nuestras ansias de
libertad nos hacen creer. Pero sobre lo que no cabe duda es que la cadena que
ataba a los primeros homínidos era más corta. Dependiendo de la especie animal
de la que hablemos, lo cultural (si lo hay) pesa más o menos que lo biológico.
Pero no podemos olvidar que a nosotros los humanos, animales “desnaturalizados”, la
cultura nos la ha impuesto la naturaleza. La naturaleza nos ata con fuerza a sí
misma y determina el largo de la cadena.
Desde el paradigma evolucionista cabe preguntarse qué ventaja
adaptativa aportan, no ya la tecnología, el lenguaje y los nuevos
comportamientos sociales -que intuitivamente nos parecen más “prácticos”- sino
también la religión, los mitos y el arte. Una de las teorías centrales de la
antropología responde que la cultura simbólica establece y mantiene el orden
social; fija la conducta de los individuos de una comunidad, homogeneizando
intraculturalmente lo que extraculturalmente es heterogéneo. Ernst Gellner (Antropología y política. Gedisa.
Barcelona. 1997) afirma que es la cultura la que inhibe la gran diversidad de
la que genéticamente somos capaces. El largo de la cadena es determinado por la
naturaleza, pero luego, en el seno de la comunidad (y el humano es un ser
social por naturaleza, hasta el punto de que si no se desarrolla socialmente,
estrictamente no se le puede llamar humano) nos ligamos a los demás por cadenas
que si bien no son tan fuertes, constriñen nuestro comportamiento: “Así se
mantiene el orden social y conceptual y la homogeneidad en el seno de
sociedades que, al propio tiempo, son tan asombrosamente diferentes”. Nuestra
conducta ya no está programada genéticamente
para permanecer dentro de un limitado abanico de ellas, de modo que
necesita nuevas restricciones. En cada comunidad se limita la enorme gama de
comportamientos genéticamente posibles y se les obliga a permanecer a respetar
las fronteras marcadas socialmente por la cultura. ¿Cómo?, “mediante la restricción
cultural que a su vez debe inculcarse de alguna manera”. La diversidad hace
posible el cambio cultural, claro, pero desde la perspectiva interna de la
supervivencia de la comunidad, prevalece la conservación de la misma, por lo
cual es “mucho más importante preservar el orden que alcanzar un cambio
beneficioso, posibilidad ésta que sólo llega después, cuando la conservación
misma puede darse por descontada y cuando se dispones de oportunidades para
alcanzar cambios genuinamente beneficiosos”. Afirma Gellner que “la conservación es el problema inicial que
afronta una población lábil”, y que este problema es resuelto a través de conceptos
profundamente internalizados, es decir, a través del lenguaje, que,
inicialmente, es más agente de conservación que de cambio.
Gellner se pregunta qué apareció primero, la extraordinaria
capacidad y variedad de comportamientos posibles o el lenguaje. Clásica y
engorrosa pregunta disyuntiva a la que sólo cabe responder que son fenómenos que se codeterminan: “A partir del momento en que se da la posibilidad de una
gama asombrosamente amplia de comportamientos, deben ponerse límites a tal
diversidad e inmediatamente debe existir un sistema de signos que permita
indicar tales límites. Estimo que éste es un aspecto esencial del origen del
lenguaje. El lenguaje hace posible una variedad tan asombrosa al proporcionarle
un continente (...) Sólo una especie dotada de algo como el lenguaje puede permitirse
un amplio repertorio de modos de conducta genéticamente posibles; una gama de
formas de conducta genéticamente amplia necesita de algún mecanismo –esto es,
el lenguaje- que controle aquello que la naturaleza no logra restringir”. Con
el lenguaje se inaugura un sistema de pautas extremadamente rico que pone
límites a lo que debe hacerse y a lo que no debe hacerse en una comunidad. El
lenguaje se convierte en elemento imprescindible, en condición necesaria
paras otros elementos de la cultura simbólica, como los mitos, el arte y la
religión: “Una cultura es un sistema de restricciones que pone dentro de
ciertos límites una serie infinitamente lábil de posibilidades”.
Es propio de nuestra especie, pues, la función socializante,
integradora y homogeneizadora de los símbolos de todo tipo que nos rodean; símbolos que son patrimonio exclusivo de la comunidad que los ha creado y que
los entiende. Ya hemos visto como los neandertales no usaron apenas los adornos
personales, y cuando lo hicieron fue imitando a los cromañones y, quizá, sin
comprender su valor simbólico. Pudieron tener un lenguaje muy
rudimentario, y la capacidad de copiar la tecnología lítica de los cromañones,
pero no desarrollaron nuestra extraordinaria capacidad simbólica. Y éste fue un
factor decisivo, según Juan Luis Arsuaga, para que los cromañones prevalecieran
en el choque entre ambas especies en Europa occidental. No sólo crearon una
tecnología que les permitió adaptarse al frio glaciar de hace 40.000 años (agujas y punzones para trabajar el cuero, estructuras de cabañas y hogares,
etc.), sino que sus sistemas de símbolos les permitieron desbordar su comunidad,
crear alianzas, crecer y permanecer unidos: “Lo que les unía entre sí, con sus
antepasados y la naturaleza, eran sus viejos mitos, que no son otra cosa que
colecciones de historias”. Estando peor adaptados biológicamente al frío, los
cromañones se acomodaron mejor a él, gracias a una cultura tecnológica más
compleja y a una potente cultura simbólica. Pudo ser, irónicamente, el alargado
tracto vocal de los neandertales, apropiado para calentar y humedecer el seco y
helado frío glacial antes de entrar en los pulmones (junto a una gran cavidad
nasal) lo que impidió un lenguaje tan complejo como el de los cromañones. Resulta paradójico que la especie mejor adaptada
genéticamente al frío se retirara al sur europeo (penínsulas
de Crimea e Ibérica, donde finalmente se extinguió) cuando llegó la última glaciación, lo que demuestra la utilidad de “la pertenencia a un grupo que va
más allá de los puramente biológico y que se organiza en torno a símbolos
compartidos”.
Nuestra naturaleza, por indeterminada, es muy flexible. El
hombre ha podido adaptarse a todos los medios porque no está adaptado a ninguno
en concreto. El hombre fue expulsado del paraíso cuando se vio obligado a vivir fuera
del inflexible mundo natural donde mora el
animal determinado. ¿Fue un castigo, una maldición? ¿Lo es escapar de la rigidez y determinación en la que viven los animales? ¿Lo es vivir en un mundo en el que el
dolor y la muerte dejan de ser puro presente para convertirse en doloroso recuerdo y horizonte siempre presente? La evolución nos ha sacado de un manotazo del aburrido paraíso animal y con la otra mano nos ha ofrecido el consuelo y la esperanza.
José Javier Villalba Alameda
José Javier Villalba Alameda
Interesantes consideraciones sobre las paredes en las que se abren puertas y ventanas, la fluidez cognitiva, lenguaje, comportamiento...mucho que aprender sobre nuestros orígenes.
ResponderEliminarExcelente síntesis. Riqueza de fuentes, buscando su integración y complementariedad. Útil el concepto de fluidez cognitiva. De acuerdo en el papel trascendental de la imaginación y los mitos.También se alude al fundamento interactivo, comunicativo de la mente, ese sistema de símbolos monitarizado por la conciencia... ¡Y un bello y poético final!
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