Se critica a nuestra cultura diciendo que ha perdido todos
los “valores”, sin pensar que esta libertad
para la crítica es en sí misma un gran valor. Además, es falso en general
que una cultura pueda sostenerse careciendo de valores. Otra cosa es cómo se
jerarquizan éstos, si es bueno que la gente prefiera tener un coche carísimo a
un amigo leal y tiempo que dedicarle; o si es mejor pasar el tiempo viendo como
se insultan los famosos en la tele, antes que invertirlo en jugar con los hijos o en leer un buen libro.
Pasa lo mismo con los derechos humanos, todo el mundo está
de acuerdo con ellos hasta que unos entran en conflicto con otros, o mejor,
hasta que el ejercicio que hace el otro de su “derecho” nos fastidia.
¿Cuál es el límite de la libertad de expresión? Las leyes
europeas lo marcan. Perseguimos, multamos y condenamos a quienes ofenden a
homosexuales o minorías étnicas, a quien niega el holocausto o a quien desprecia
expresamente a las mujeres… Y no sólo porque la homofobia, la xenofobia o el
machismo sean contrarios a las buenas costumbres democráticas, sino porque es
falso que un homosexual, un negro o una mujer sean menos dignos por su
diferencia de inclinación sexual, su color de piel o la naturaleza de sus
gónadas. Y sin embargo, no multamos a quien niega la evolución de las especies
o la teoría del big bang. Y tampoco a quien publica chistes sobre la pederastia
de los curas (así, en general) o blasfema públicamente. Ofender a la Iglesia o
a la tradición cristiana ni siquiera es ya políticamente incorrecto.
Con el nacimiento del teatro y de la sátira (un juego humorístico de la inteligencia, una especie de
ironía militante y burlona) nuestra cultura se añadió un carácter que, junto a la ciencia y la democracia, es propiedad esencial de la civilización: la capacidad para mirar con distancia las propias
costumbres, relativizarlas, exagerarlas, reducirlas al absurdo, burlarse de
ellas y, por tanto, hacerlas progresar. No debiéramos admitir que una cultura que
prohíbe o censura el teatro, la sátira, la ciencia y la democracia (con sus
valores de igualdad y libertad), pueda ser llamada con justicia “civilización”,
igual que no admitimos como civilizada la mutilación sexual femenina, por muy extendido
hábito cultural que sea.
John Stuart Mill, uno de los gigantes del pensamiento
moderno y civilizado, hablando de la
libertad distinguía entre ofensas y daños o perjuicios. Las ofensas son actos que provocan emociones
negativas, como disgusto o rabia. Es imposible no ofender a una persona
dogmática si uno se expresa ante ella libremente, aún sin el menor propósito de
molestarla. Una sensibilidad intolerante se sentirá fácilmente ofendida por la
libertad de nuestras expresiones. Pronto, lo que digamos será percibido como un
ataque a sus principios, sus creencias, su fe… Sobre todo si su fe es
totalitaria e impone la destrucción o asimilación del otro.
Jesús nos dio un
ejemplo admirable de tolerancia: “Quien esté libre de pecado que tire la
primera piedra”. La práctica de la tolerancia es un ejercicio de caridad o de
solidaridad, y tiene por objeto una costumbre, un acto, o una palabra, que
ofende nuestras creencias o principios. Es imposible tolerar si no se sabe
perdonar. Y el perdón implica poner la dignidad del otro por encima de lo que
dice o hace, o sea, considerar la
dignidad personal como inalienable. Es muy probable que este personalismo haya sido, sobre todo, un
logro civilizador del cristianismo. En cualquier caso y muy al contrario, forma parte de ese otro
evangelio del fanático, del iluso o del alucinado, el poner las ideas o
creencias por encima de la dignidad de las personas. Sacrificar a quien no comparta mis creencias es imperativo categórico para todo antihumanismo
totalitario.
Desde luego, en el
siglo XX, el personalismo (Maritain,
Mounier, Gabriel Marcel, Ricoeur…) ha sido una importante filosofía cristiana. Y
es lo que molestaba a Nietzsche del cristianismo, que la persona (el prójimo)
cobra tan gran valor para el cristiano de buena voluntad, que ninguna es sacrificable, ni
siquiera cuando ha sacrificado a otros. Fue esta convicción la que impulsó a
fray Bartolomé de las Casas a denunciar los crímenes de lesa cristiandad que se cometían en las Américas en nombre de un
dogma pervertido.
Hay diferencia esencial entre ofender y causar daños o
perjuicios. Las caricaturas de Charlie
Hebdo o de El Jueves pueden
ofender a según qué grupos de personas, pero no causan ningún daño físico a
individuos particulares, a personas reales. Tales representaciones satíricas
pueden ser consideradas por los caricaturizados, desde sus creencias o ideas, como
crímenes imaginarios, blasfemias imperdonables, pero no producen víctimas
concretas, ni daños personales. Y muchas veces es verdad lo que dice el pueblo,
“el que se ofende es porque ajos come”.
Ni dioses, ni ángeles, ni santos, ni
profetas pueden recibir daño alguno real, ni resultar víctimas de nuestras
representaciones literarias, gráficas o teatrales. A este respecto, J. Stuart Mill citaba a Tácito: “las
ofensas cometidas contra los dioses son competencia de los dioses”, y añadía
con ironía que nadie puede probar que ha sido designado por el Todopoderoso
para juzgar y castigar en su nombre. Nadie debe
usar el nombre de Dios en vano, ni siquiera contra quien lo usa en vano.
Otra cosa son los daños y perjuicios que se causan concreta
y evidentemente a individuos particulares. En el caso de la libertad de
expresión, las injurias vertidas contra una persona concreta pueden causar
daños a su reputación y crédito social. Pietro Aretino inventó el periódico,
allá por el siglo XVI, comprendiendo que la imprenta era un poderoso
instrumento publicitario, y se apresuró a imprimir una sucesión de obscenidades
anticlericales, comentarios difamatorios, acusaciones públicas y opiniones
personales que han pasado a formar parte de nuestra tradición periodística,
hasta hoy.
Es eso en gran medida lo que llamamos Actualidad (realidad publicada, publicitada, propagandística,
espectacularizable). Su invención del periodismo “sensacionalista” (¿hay otro?)
hizo al Aretino rico y famoso, “azote de los príncipes”, el ciudadano Kane del
Renacimiento. Pero la culpa de que la mentira, el infundio, la difamación, el
sacrilegio o la blasfemia, prosperen en los medios masivos de comunicación no
depende tanto de ellos como del crédito y tiempo que les concedamos. Nada nos
impide que en lugar de ver la tele o mirar Yahoo
Noticias, leamos los Evangelios, veamos
una película de “arte y ensayo”, o disfrutemos y aprendamos de los clásicos.
Pero el espectáculo
de los diarios y las publicaciones periódicas, en papel o digitales, es
divertido, aunque debe tener límites.
El
discurso del odio que promueve la persecución, la deportación o la
eliminación física de personas, causa
perjuicios y daños, y no sólo ofende. Da igual que se haga en nombre de
Dios, de la Patria Sagrada o de la Santa Igualdad. Como Dios calla, en su boca
se pueden poner las mayores barbaridades y necedades. Un discurso así, un
discurso que santifica la guerra y llama mártir al criminal, por mucho que sea
objeto de adoración, de ningún modo merece ser tenido por sagrado y más bien merece
nuestra censura y sátira continua. Y en esto no valen cesiones, negociaciones
ni conversaciones, porque el otro no quiere dialogar, quiere suprimirnos, a
nosotros y a nuestra libertad.
Estoy de acuerdo con Ruwen Ogien (“Que reste-t-il de la
liberté d’offenser?”: http://www.raison-publique.fr/article716.html)
conviene reconocer que el límite entre daño
y ofensa es impreciso. Las ofensas
pueden transformarse en daños si son sistemáticas y se dirigen a grupos
particulares de personas, o a una persona en concreto, caso del acoso. Sin
embargo, es importante dar a esta distinción
entre ofensa, y perjuicio o daño, el valor de un principio general, aun admitiendo la complejidad de su aplicación,
pues sería difícil defender la libertad de expresión sin reconocer la libertad
de ofender, sobre todo, si se ofende burlándose de creencias absurdas o de
prejuicios racistas o xenófobos sin
causar el menor daño o perjuicio concreto a ninguna persona en particular.
La libertad de representar críticamente los valores es un
valor muy apreciable y una condición de la vida civilizada.
Nota
La primera edición de este artículo, ligeramente distinta a ésta, se publicó en la revista JESÚS, nº 59, Úbeda, abril 2015.
Muy interesante el tema. Y estimulante, pues creo que hace falta un debate serio sobre la libertad y su ejercicio.
ResponderEliminarParece, como bien señalas a propósito de los derechos, que los problemas comienzan con la praxis de la libertad más que con su idea. Se manipula la idea de libertad y se le hace sierva de todo tipo de intereses. Eso, a su vez y lamentablemente, habilita a los autoritarios y hegemonistas a atacar a aquella.
En lo personal no puedo concebir una vida verdaderamente humana sin libertad. Incluso si nuestra libertad fuera sólo la libertad para someternos a una ley superior (como quiere la religión), todavía eso sería infinitamente más humano, digno y genuino que la falta de libertad. Pues esa sumisión ya no sería un mero sometimiento exterior sino el resultado de una transformación interior.